lunes, 18 de diciembre de 2023

El volcán de Mixcoac

 



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El 7 de diciembre de 2023 estuvo movido. Según datos del Centro de Sismología de la Universidad de California en Berkeley, ese día, que cayó en jueves, se reportaron varios sismos superiores a 4 grados:

  • En Indonesia, un sismo de magnitud 5.2, ocurrido a las 10:23 horas, hora local, en la provincia de Sulawesi Tengah, a 10 km al noroeste de Palu.
  • En Japón, un sismo de 4.9 grados, acaecido a las 12:33, en la prefectura de Shizuoka, a 20 km al sur de Shimizu.
  • En Nueva Zelanda, un sismo de 4.7, a las 18:32, en la Isla Norte, a 20 km al sur de Wellington.

En México, desde más temprano, también tembló. En la madrugada, a las 4:44, se registró un movimiento de magnitud 4.1, 125 km al suroeste de Tonalá, Chiapas. No sé de nadie en la capital del país que se haya despertado por ese temblorcito. Ya en mañana, unos segundos después de las 9:11, ocurrió uno más con la misma intensidad, pero a 75 km al noreste de Matías Romero, Oaxaca; igual, imperceptible en la Cuenca de México. Horas más tarde, casi 40 minutos después del mediodía, en el mismo sitio oaxaqueño, otro de 4.1 grados. A esa hora yo me encontraba en mi trabajo, en un tercer piso, a unos metros del cruce de Viaducto con Cuauhtémoc, en la Ciudad de México. Yo no me enteré de nada, como ninguno de mis compañeros. Pero la cosa iba a ser distinta un par de horas después…

25 km al sur de Chiautla de Tapia, Puebla, en punto de las 14:03:37 se desató un sismo magnitud 5.8, cuyas ondas pronto llegaron al sitio en donde me hallaba. De inmediato comenzó a sonar la alerta sísmica. Conforme a los protocolos, los tres primeros pisos del edificio procedimos a evacuarlo. Segundos después, con la misma fuerza y desde el mismo lugar llegó el segundo chicotazo. Seguramente me tocó bajando por las escaleras de emergencia. Yo no sentí ninguno. La gente de los pisos superiores nos alcanzó en la calle minutos después, y muchas personas seguían sin poder superar la crisis de pánico.



2


Cinco días después, el martes 12 de diciembre, volvió a ocurrir un temblor de más de 4 grados en Japón —4.4 a las 2:26, con epicentro en Okinawa—. También sucedieron sismos en California, Estados Unidos, y en la isla de Sumatra, Indonesia, en ambos casos con igual magnitud: 4.1. Acá en nuestro país se reportaron varios movimientos telúricos: a las 8:18 de la mañana, 33 km al este de Tecomán, Colima, se reportó uno de 4 grados, y pasado el meridiano, a las 12:49, 76 km al oeste de La Mira, Michoacán, sucedió otro de 4.3 grados. Poco después de las tres de la tarde, en Chiapas, 53 km al sureste de Ciudad Hidalgo, ocurriría uno más de magnitud casi 5. Ninguno de ellos no sería noticia. Los eventos sísmicos que sí dieron de qué hablar tuvieron su epicentro en la Ciudad de México, y aunque fueron clasificados como “microsismos”, en varias demarcaciones se sintieron horrible. 

Fue una decena de temblores y todo sucedió muy rápido. El episodio inició a las 11:06:27 a. m. Sentí primero un jalón y enseguida un brinco. De por sí mi oficina es callada, pero entonces se hizo un silencio muerto, atónito, que en un brevísimo instante se rompió…

— ¡Está temblando!

Por supuesto, la alerta sísmica no había sonado —no podía haberlo hecho—, así que la señal de evacuación fue el movimiento mismo. En cierto orden, pero apresuradamente, la mayoría se precipitó hacia las escaleras de emergencia, mientras algunos compañeros brigadistas de protección civil pedían calma y que solamente nos replegáramos. Sabríamos después que aquel inicial tuvo una magnitud de apenas 2.8 grados, aunque lo hubiéramos sentido tan fuerte. El sismo se originó a poca profundidad, apenas un kilómetro bajo tierra, pero muy cerca de donde estábamos: latitud 19.36, longitud -99.20, es decir, más o menos a ocho kilómetros al sureste de la oficina, justo frente a la casona que se localiza en calzada de las Águilas No. 237, en la colonia Pilares Águilas, demarcación territorial Álvaro Obregón. 



Todavía ni siquiera comenzábamos a comentar lo ocurrido entre los que nos habíamos quedado replegados, cuando el zangoloteo se repitió…

— ¡Otra vez!

— ¡Más fuerte!

El segundo microsismo fue más sismo y menos micro, 3 grados, y ocurrió exactamente un minuto 25 segundos pasado el primero. Entonces se desvaneció toda duda: a evacuar… El siguiente, de 2.4, sucedió un minuto después y seguramente ya nos tocó en la calle. Seguirían las réplicas, ya de menores intensidades, hasta casi las dos y media de la tarde.

— ¿Dónde te agarró el temblor?

— Microsismo.

— Muy micro, muy micro, pero movió re feo todo el edificio…

Otra vez: los compañeros que estaban en los niveles más altos vieron las de Caín…

— ¡Ay, oye!, ya es mucho, ¿no?



3


Al día siguiente, miércoles 13 de diciembre, tembló muy cerca de Santa Rosalía, Baja California Sur, y más tarde, en el extremo opuesto del país, a 35 kilómetros al sureste de Puerto Escondido, Oaxaca. Luego, más al sur, frente a las costas chiapanecas. También temblaría de nueva cuenta en las proximidades de La Mira, Michoacán, y casi a las cuatro de la tarde, a unos kilómetros de Pijijiapan, Chiapas. Pero en la capital de la República, transcurrió la jornada sin novedad…, al menos ese día.

El jueves 14, casi a las diez y media de la mañana, se reportó un sismo fuertecito, de magnitud 5.3, al suroeste de Huixtla, Chiapas, y sólo tres minutos después, en el mismo estado, pero 112 km al suroeste de Ciudad Hidalgo, otro, ligeramente más intenso. Casi en el mismo sitio, cinco minutos antes del mediodía, dos más, ahora de 5.8. y de 5.5 grados, a más de cien kilómetros al suroeste de Ciudad Hidalgo. En la Ciudad de México, no los sentimos. Pero dos horas después sí que percibimos dos microsismos locales.

El primero sucedió a las 14:13:14 horas, con una magnitud de 3.2 grados. Yo lo sentí como una sacudida. Inicialmente, el Sismológico Nacional reportó que el epicentro se había localizado en La Magdalena Contreras. En la oficina lo sentimos casi todos y la gran mayoría procedió como lo había hecho dos días atrás: sin preámbulos, presurosos, se dirigieron hacia las escaleras de emergencia. Noté mucho menos nerviosismo que la anterior ocasión. Incluso ya muy pocos dijeron haber sentido el segundo movimiento, que se presentó un par de minutos más tarde. De menor intensidad, 2.4 grados, desde el reporte preliminar el Sismológico estableció la localización de su epicentro en la Álvaro Obregón, más precisamente con una latitud 19.37 y una longitud -99.20. Si hemos de asignar un domicilio a dicha ubicación, corresponde a avenida Rosa Tártara 67-85, colonia Molino de Rosas, en la demarcación Álvaro Obregón, es decir, a unos metros de Río Mixcoac, menos de dos kilómetros al norte del epicentro de los sismos del martes anterior.

Esa misma tarde, el Servicio Sismológico Nacional daría a conocer una actualización del epicentro del primer microsismo. En vez de La Magdalena Contreras, corrigió, el evento había tenido lugar 3 km al sureste de Villa Álvaro Obregón: latitud 19.363, longitud -99.20. El punto coincide con la siguiente dirección: Fujiyama 115, Las Águilas, Álvaro Obregón, 01710, Ciudad de México. El lugar se halla también muy cerca de Río Mixcoac, poco más de un kilómetro al sur del epicentro de los sismos ocurridos dos días antes.



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Ese jueves salí de clases a las nueve de la noche. Hacía demasiado frío para regresar a casa en bicicleta, así que tomé el metrobús. En el trayecto entre un par de paradas bastante espaciadas, le eché un ojo a las tendencias de X —o sea Twitter— y me encontré que una de ellas era “volcán”. ¿Don Goyo se pondría latoso otra vez? El metrobús venía echando tumbos y frenazos constantes, así que dejé en paz el celular y me puse a escuchar música. Bajé en mi estación y eché a andar. En una de las calles por las que paso, Georgia, abundan los restaurantes y bares que tienen esas abusivas terrazas, herencia de tiempos de confinamiento. Aquella noche estaban a reventar. Todas las enormes pantallas estaban encendidas y en todas podía verse lo mismo: el encuentro entre el América y los Tigres de la UANL. Claro, pensé, el partido seguramente está disputándose en Monterrey, en el estadio Universitario, al que apodan así, “el Volcán”. Esa tenía que ser la explicación del trending topic. 

Llegué a casa, y después de cenar me metí a X, nada más para confirmar mi suposición. ¡Oh, sorpresa! Resulta que no, que el dichoso Volcán de Monterrey no era el referido en la mayoría de los posts —tweets, pues—, sino otro. Enseguida algunos ejemplos:

  • El 12 de diciembre, día de los primeros sismos, Licaldo pedía asesoría a quien debe de considerar una autoridad en vulcanología: “@lopezdoriga Vivo en Mixcoac-Plateros, hay un rumor de que [los sismos] pueden ser por el nacimiento de un volcán, ¿es posible?”
  • El Señor Extraño opinaba: “Estaría loco que naciera un volcán en medio de Mixcoac y Barranca del Muerto.”
  • También el martes, DanielDib explicaba: “No hay sensores para sismos con epicentro en Mixcoac, claramente hogar del próximo Paricutín.”
  • El día 13, Elena, hipotetizaba: “Se me hace que hay un volcán a punto de nacer en Mixcoac”.
  • Con toda honestidad, Reg, escribió: “Yo no sé nada del tema, pero juro que va a salirnos un volcán como el Paricutín. Exijo que se llamé Volcán Mixcoac Regina”.
  • Al día siguiente, Amante Bandido, positivo él, comentaba lo que para entonces evidentemente ya era un rumor bien propagado: “Ojalá si salga un nuevo volcán en Mixcoac para que baje la renta”.
  • Martí Batres, jefe de gobierno de la CDMX, había posteado —o sea tuiteado—: “Misma zona epicentral que el del martes. Se sintió en la zona de Mixcoac. Son dos, el segundo es más pequeño. Hasta el momento no se han reportado daños.” Y un tal Panky comentaba: “Una de dos, vamos a tener un nuevo volcán o se va a hundir Mixcoac”.
  • “Está por formarse un volcán en Mixcoac, no tengo pruebas, pero tampoco dudas”, contundente, señalaba Rauw Ramírez, un perfil con avatar de gato.
  • El Doctor Makara, claridoso, informa: “Va a salir un pinche volcán en medio del metro Mixcoac”.
  • “Los microsismos en la CDMX en especial en las zonas como Álvaro Obregón y Mixcoac son la prueba inequívoca de que un volcán está naciendo debajo de la tierra, tal vez como parte del campo volcánico de la Chichinautzin, pero el gobierno nos lo encubre”: El Rob X.
  • En plan ya más propositivo, Cuentautor, sugiere: “Yo creo que este último #sismo con epicentro en Mixcoac anuncia el nacimiento de un volcán en la Ciudad de México, no sé qué opinen ustedes, pero propongo llamarlo El Mixcoactépetl”.



En el informe especial que emitió a propósito de los microsismos de la semana pasada —Sismos del 12 al 14 de diciembre de 2023, Cuenca de México (M 3.2)—, el Servicio Sismológico Nacional indica: “En cuanto al origen de los sismos en la región, se piensa que son generados por el reactivamiento [sic] de antiguas fallas geológicas. También se considera que estos eventos pueden ocurrir como resultado de la acumulación de tensión regional o que el hundimiento del Valle de México podría originar tensiones que si bien no generan propiamente a los sismos sí pudieran dispararlos. También existe la hipótesis de que los grandes sismos generados en la costa pudieran dar lugar a condiciones de desequilibrio y desencadenar sismos locales”. Ni media palabra de volcán alguno. No importa, si fue nombrado y el mote encuentra quienes lo repitan, la entidad cobra existencia social. En este caso, además, el volcán de Mixcoac cumple otra función: en vez de quedarnos con la triste verdad de que los sismos en la Ciudad de México son parte de una dinámica, la geológica, que sucede a una escala enorme respecto a la nuestra, ante la cual no nos queda más que atestiguarla y tratar de entenderla a toro pasado, el volcán de Mixcoac provee una explicación que ni puede probarse ni ser desmentida con evidencias contundentes.


domingo, 10 de diciembre de 2023

Saberes y angustias

 

A la angustia… no necesito presentársela;

cada uno de ustedes ha experimentado alguna vez

esta sensación…

Sigmund Freud, La angustia.

 

 

Durante casi un par de años, debido a ciertos menesteres académicos, cada quince días iba a Guadalajara. Principiaban los noventa, y yo vivía en Aguascalientes. Llegaba los viernes a medio día y el sábado siguiente en la noche regresaba. En autobús, el recorrido toma cuatro horas; en automóvil, una menos. Por aire, el viaje se reduce a 45 minutos. No sé ahora, pero hace treinta años los únicos vuelos directos los ofrecía Aerolitoral. El trayecto se hacía en Metroliners turbohélices, unos avioncitos de 19 plazas. Hice tantas veces aquel vuelo que llegué a conocer sus tiempos y pormenores de memoria. Era habitual que me quedara dormido antes de que despegara la nave —por entonces, las cargas de trabajo a las que me sometía eran plomizas—, para despertar justo cuando iniciaba su descenso hacia el Valle de Atemajac. Poco después de que el aparato empezara a perder altura, invariablemente se escuchaba un zumbido parejo de dos o tres segundos, el bzzzzzz de un motor eléctrico, y enseguida, un clack seco, contundente, que incluso alcanzaba a percibirse en los pies, como dos piezas de metal chocando. Siempre supuse que aquello era el tren de aterrizaje. Pues resulta que una ocasión las cosas no sucedieron igual…

 

Abrí los ojos cuando el avión comenzó a perder altura… Y sí, primero el bzzzzzz de siempre…, el problema fue que luego no se escuchó ni se sintió el clack… Dos o tres minutos después, de nuevo el ruido del motor..., y nada del tope. Un tercer ¿intento?, ahora en menos tiempo, y nada... El insistente bzzzzzz otra vez… y nada de clack… Sin que yo me enterara, hacía un demonial de instantes que, desde mi tálamo, había salido la orden para que la amígdala activara el vertiginoso circuito del miedo, así que cuando tomé conciencia plena de que había evidencia suficiente para considerar la situación como escandalosamente crítica —después del quinto zumbido sin respuesta el avión cambió impetuosamente de dirección y volvió a remontarse—, me hallaba ya cabalmente en estado de angustia… No pasó mucho antes de que el piloto voceara que el aeropuerto de Guadalajara se hallaba saturado, y que tendríamos que hacer algo de tiempo… Mientras dábamos vueltas sobre Guadalajara, varias veces escuché el mismo ruido, y nada del ansiado tope. Por lo menos conté unas diez veces…, hasta que, finalmente, el ruido del motor... ¡y por fin clack! Inmediatamente después: “Señores pasajeros, ya nos asignaron pista. Comenzamos nuestro descenso.” Veníamos a bordo unos diez pasajeros, y creo que nadie más se dio cuenta de nada. Una vez en tierra, esperé para bajar al final... Cuando pasé por la cabina de los pilotos les pregunté:

 

— ¿Estuvo cerca?

 

Eran dos y ninguno dijo nada; ambos me respondieron que sí moviendo lentamente de arriba abajo la cabeza, con una expresión en la que leí algo así como el azoramiento de quien sabe que debería estar agradeciendo todo y no encuentra a quién.

 

Recuerdo que mientras dábamos vueltas sobre Guadalajara, mientras escuchaba una y otra vez el intento fallido de fijar el tren de aterrizaje, en un momento dado alcancé una certeza: antes de que se agotara por completo el combustible, optarían por intentar acuatizar en el lago de Chapala. ¿Qué hacer? ¿Convendría o no quitarse los zapatos? Entonces yo no sabía que los trenes retractiles de los aviones tienen un sistema que, después de bajar —el bzzzz—, se traba mediante un seguro geométrico —el clack— que permite que la pierna del tren quede rígida. Pero a partir de lo que me había dado cuenta en los vuelos anteriores y de lo que percibí en este, la intuición me catapultó a un estado de angustia en el cual buena parte de mi cerebro se debatía entre quitarme o no los zapatos… Los demás pasajeros, seguramente por falta de saberes, no se inmutaron.

 

El Eclesiastés es uno de los libros sapienciales del judeocristianismo. Mientras que su autor se llama a sí mismo Qohelet, la tradición lo atribuye al rey Salomón, quien reinó Israel desde el 970 hasta el 931 a. C. Si bien muchas de las sentencias que integran el texto resultan ambiguas y permiten varias interpretaciones, el versículo 1:18 tiene un sentido bastante claro y no me parece que dé pie para darle muchas vueltas: “Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.” Saber angustia, y en la ignorancia el cándido encuentra tranquilidad. Una tesis añeja, vigente y ampliamente propagada en Occidente…, en buena medida porque puede ser muy útil como coartada.

 

Haciendo a un lado a las angustias neuróticas, Freud (1856-1939) sostiene que el “estado afectivo” de la angustia es tanto “una reacción frente a la percepción de un peligro” como una “pulsión de autoconservación”. ¿Y qué dijo el austriaco acerca de la relación del saber con la angustia realista? ¿Se pronunció al respecto? La angustia, según Freud, “… dependerán en buena parte… del estado de nuestro saber”, pero en ambos sentidos. Por un lado:

Hallamos sumamente comprensible que el salvaje sienta miedo frente a un cañón y se angustie frente a un eclipse de sol, mientras que el hombre blanco, que maneja aquel instrumento y puede predecir el eclipse, permanece exento de angustia en esas situaciones.

Pero por el otro lado:

En otras ocasiones, es justamente el mayor saber el que promueve la angustia, porque permite individualizar antes el peligro. Así, el salvaje se aterrorizará frente a un rastro que descubra en el bosque y que al inexperto nada le dice, pero a él le revela la proximidad de una fiera carnicera; y el navegante experimentado verá con terror una nubecilla en el cielo, que le anuncia la proximidad del huracán, mientras que al pasajero le parece insignificante.

¿Entonces? Entonces la conclusión es obvia: saber angustia; no saber, también.

 

domingo, 3 de diciembre de 2023

Sapiens: ignorantes e inconscientes

  

… la mente es un producto cultural,

y el cerebro un producto biológico.

Lewis Mumford, El mito de la máquina.

 

 

Recapitulaba aquí hace una semana que a los seres humanos nos tomó más de cien mil años humanizarnos a nosotros mismos —El invento del sapiens—. Apuntalado en dos titanes, el filósofo madrileño José Ortega y Gasset (1883-1955) y el sociólogo neoyorkino Lewis Mumford (1895-1990), apuntaba yo que la humanidad del hombre y la mujer no es un don natural, algo dado por la evolución biológica, sino una creación cultural. A propósito de ese texto, tuve ocasión de intercambiar los siguientes mensajes con el Maestro del Pueblito:

 

El Maestro del Pueblito: Pues sí, la humanidad tardó muchísimo tiempo en humanizarse. Ese proceso está orgánicamente vinculado, como lo sugieres, con su relación con la natura (técnica) y con los vínculos con otros seres humanos (cultura). Pue' que me equivoque, ahora es más cultura y cada vez menos técnica: pobre relación con la necesidad de modificar la natura en beneficio humano y sin perjuicio de natura.

GC: La súper-especialización, me late, está modificando la dirección de la evolución cultural. Si don Herbert Spencer me lo permite, me parece que, así como se han formado órganos internos súper-especializados y otros han ido perdiendo utilidad, al interior de las sociedades humanas está ocurriendo lo mismo: montonales de personas se están convirtiendo en apéndices.

El Maestro del Pueblito: Sí, hay súper-especialistas bastante ignorantes y torpes en su actuar. El que escribe es una buena muestra.

GC: Pura humildad retórica la tuya… ¿O soberbia socrática? Ni modo, acéptalo, aunque hacerlo haga que uno caiga muy gordo: la estupidización, el agorilamiento colectivo, avanza.

El Maestro del Pueblito: Vaya, vaya, 'ora resulta humildad retórica presumir de ser súper-especialista. Ni a eso llego… Eso sí, mi ignorancia está pa' dar, prestar y regalar.

GC: Recordemos al oscuro Heráclito, que dijo que saber mucho no daba inteligencia —y nomás ponía de ejemplo al mismísimo Hesíodo—.

El Maestro del Pueblito: 'Ora, 'ora, además de especialista, también se atribuye al erudito ser no inteligente ¡Bolas! ¡Total! No hay modo de salir bien librado del laberinto, si no eres carente de inteligencia, eres súper-especialista o eres ignorante o estúpido. ¿'Tá güeno, 'tons qué hacer o ser?

GC: Todólogo especialista en la propia ignorancia.

 

Porque si hay algo que únicamente siendo demasiado necios podríamos poner en tela de juicio es nuestra bestial ignorancia —civilizada ignorancia en realidad, como veremos enseguida—. Ocurre que cada día somos más y más desabidos, desenterados: somos ignorantes progresivos. Vea usted si no… De acuerdo con la llamada Curva de duplicación del conocimiento, ideada por el diseñador estadounidense Richard Buckminster Fuller (1895-1983) —nótese, Bucky fue contemporáneo de Ortega y Gasset y de Lewis Mumford—, en 1900 se necesitaban apenas 100 años para que la humanidad multiplicara por dos el conocimiento existente, mientras que menos de siglo después, en 1945, el período se había reducido a 25 años, y en 1975, a 12 años. En 2016, se estimaba que el conocimiento se duplicaba cada 13 meses. Necesariamente hoy día debe ser menor el lapso, seguro inferior a un año, no sólo considerando el vertiginoso desarrollo de las tecnologías de la información, particularmente las herramientas de inteligencia artificial, sino además por un factor que solemos olvidar: ¡cada día somos muchos más! —la población total del mundo en 2016 era de 7.4 millardos de habitantes, y a la fecha se estima que somos 8.075 millardos, casi 700 millones más sapiens, quienes algo habrán generado de conocimiento, sin importar qué tan inteligentes o educados sean—. En fin, que en la medida en la que se incrementa el conocimiento de la humanidad aumenta la ignorancia de usted y mía, de cada individuo. Pensémoslo tan sólo en términos de libros: desconozco cuántos libros lleve usted leídos este año —¿quizá unos 25, si ha leído poco más de dos al mes?—, pero permítame informarle que aparte de todos los que ya existían hasta el 31 de diciembre del 2022, en lo que va del presente año se han publicado más de 2.57 millones de nuevos títulos, obras que, prácticamente en su totalidad, no hemos leído —¿cuántas primeras ediciones 2023 ha leído este año?—: nuestra ignorancia personal crece y crece. El susodicho Heráclito (c. 540 – 480 a. C.), además de los libros de Hesíodo —quizá unos diez títulos contando la Teogonía y Los trabajos y los días— y las dos epopeyas de Homero, de poco, muy poco más disponía para leer, en cualquier caso, millones y millones de títulos menos que usted y yo.

 

Si usted no sabía lo anterior, podemos decir que era ignorante de colosales parcelas de su ignorancia. No se apure, ignorar el tamaño de nuestra ignorancia es una constante de la condición humana. Para colmo, los expertos, quienes para serlo tienen que saber cada vez más y más de proporciones cada vez más y más reducidas de la realidad, paradójicamente, suelen afirmar que conforme profundizan en su campo de especialización van ensanchando el horizonte de su ignorancia. Así que las leyes de Murphy del especialista son algo más que un chiste: especialista es aquella persona que sabe cada vez más sobre menos, hasta que sabe absolutamente todo sobre absolutamente nada.

 

Además de nuestra ignorancia, considere los contenidos que alojamos en el inconsciente. Y no es lo mismo: ser ignorante es no saber, ser inconsciente es no tener presente lo que se sabe. Todo que sabemos es insignificante respecto a lo que no sabemos, y si hacemos caso a Freud (1856-1939), buena parte de lo que sabemos está alojado en el inconsciente. Peor: la mayor parte de nuestra vida psíquica no es consciente, y además se desarrolla dependiente del inconsciente. Ignorantes progresivos y preponderantemente inconscientes: los autodenominados homo sapiens.

 

martes, 28 de noviembre de 2023

El invento sapiens

 

… la técnica de las herramientas no es más que

un fragmento de la biotécnica, de la dotación vital total del hombre.

Lewis Mumford, El mito de la máquina.

 

 

¿Tú usabas de esas?

 

Lo que voy a contar me sucedió en Aguascalientes, en las postrimerías del siglo pasado. Dicho así parecería que ocurrió hace muchísimo tiempo, pero fue hace apenas un cuarto de siglo: 1998, quizá 1999.  Constanza tendría entonces cuatro, máximo cinco años. Yo necesitaba comprar una buena cantidad de consumibles para el despacho, y fuimos a una de esas enormes papelerías de cadena. Ella iba a bordo del carrito de compras, en el asiento para niños. Mientras me aprovisionaba, como casi siempre, íbamos platicando… Cuando avanzábamos por uno de los pasillos más alejados de la entrada, pasamos por unos estantes en donde algo atrapó su atención:

 

— ¿¡Qué son esas cosas, papá!?

 

Esas cosas ya no las venden en las papelerías y supongo que ya nada más se pueden conseguir en bazares y tiendas de antigüedades, pero entonces aún convivían en los catálogos y mostradores de los grandes comercios con las computadoras nuevas.

 

— Son máquinas de escribir, hija –le respondí a Constanza, y hasta entonces caí en la cuenta de que ella jamás, en toda su vida, había visto una.

 

— A verlas…

 

La cargué y nos aproximamos a esas cosas. Una de ellas tenía puesta una hoja de papel. Tecleamos algunas letras, golpe de carro y luego escribí su nombre… 

 

— ¡No tiene pantalla!

 

— No, no tiene.

 

— ¿Y cómo borras?

 

— Bueno, hay que borrar en el papel…

 

Entonces, no sé bien por qué razón, el artilugio ya no le pareció tan admirable…: — ¿Tú usabas de estas? —me cuestionó con una expresión que me pareció muy próxima a la compasión…

 

 

Ratones en vías de extinción

 

Daniel Dennett ha dictado su conferencia Tools To Transform Our Thinking en muchos foros. Hace diez años, lo hizo en la Royal Geographical Society. En un momento dado, mostró en la gran pantalla en la que se estaba proyectando su presentación un par de objetos… Traduzco:

 


— Aquí tenemos algunas herramientas de pensamiento. La imagen es en sí misma una herramienta de pensamiento: llama la atención la comparación directa entre ambos objetos y provoca nuestra reflexión. La de la izquierda es un hacha de mano y el de la derecha no tengo que decirles qué es… —como tú, lector, no estás mirando la imagen, te digo de qué se trata. El hacha es una herramienta lítica, prehistórica, seguramente de sílex, tallada por ambas caras de tal forma que tiene una forma casi triangular con una base semicircular; un bifaz de piedra, que servía para cortar, raspar y perforar tallada por ambas caras hasta. En cuanto al otro objeto, se trata de un simple mouse, un ratón, el dispositivo apuntador utilizado para facilitar el manejo de un entorno gráfico en una computadora. —. Noten. El ancha de mano fue empleada con esta forma, sin cambios, durante más de un millón de años. Extraño. Realmente extraño. En comparación, el mouse ha estado por aquí solamente durante unas cuantas décadas, y probablemente ya se encuentre de salida. La velocidad en el cambio del uso y mejoramiento de las herramientas ha aumentado un poco…

 

 

El invento sapiens

 

Yuval Noah Harari usa el concepto de revolución cognitiva para denominar el momento en el que los humanos empezaron a pensar de una manera radicalmente diferente a cualquier otra especie. Este cambio corresponde al desarrollo del lenguaje simbólico y al despegue de la imaginación creativa y de la capacidad de cooperación social a gran escala. La revolución cognitiva ocurrió hace unos setenta mil años, así que, considerando el tiempo de existencia de nuestra especie, resulta obligado preguntarnos qué diablos estuvimos haciendo durante casi ciento cincuenta mil años. La mejor respuesta que conozco se la debemos al sociólogo Lewis Mumford, quien también se formuló la misma interrogante: 

 

Cuando busquemos pruebas en favor de la genuina superioridad del hombre respecto de las demás criaturas, haríamos bien en procurarnos otras pruebas que sus pobres herramientas de piedra; o más bien deberíamos preguntarnos qué actividades le preocuparon durante los innumerables años en que con los mismos materiales y análogos movimientos musculares que más tarde empleó con tanta destreza, podría haber fabricado herramientas mejores.

 

Mumford sostiene que “lo especial y singularmente humano es su capacidad para combinar una amplia variedad de propensiones animales hasta obtener una entidad cultural emergente: la personalidad humana.” En otras palabras, sostiene que la humanidad del hombre no es natural, algo dado por la evolución biológica, sino una creación cultural. José Ortega y Gasset defendió la misma idea:

 

Lejos de haber sido regalado al hombre el pensamiento, la verdad es que se lo ha ido haciendo, fabricando poco a poco merced a una disciplina, a un cultivo o cultura, a un esfuerzo milenario de muchos milenios, sin haber aún logrado —ni mucho menos— terminar esa elaboración.

 

Así que, más que a tallar incansablemente piedras, ha eso debimos de habernos dedicado la mayor parte de nuestra existencia, a humanizarnos, a inventar al sapiens: “Las ‘labores’ culturales prevalecieron, por necesidad, sobre el trabajo manual —explica Mumford—. Estas nuevas actividades… exigían el control de todas las funciones naturales del hombre, incluyendo sus órganos de excreción, sus desmesuradas emociones, sus promiscuas actividades sexuales y sus atormentados y estimulantes sueños.” Y todo indica que nos tardamos más de cien mil años en lograrlo, quizá únicamente amparados por una sola técnica decisiva y exclusivamente humana: el uso y conservación del fuego.

 

En suma, “considerar al hombre ante todo como un animal que usa herramientas equivale a pasar por alto los principales capítulos de la historia de la humanidad…”, porque el hombre no intervino más que cualquier otro animal el mundo que le rodeaba, sino hasta que se humanizó. 

 

lunes, 20 de noviembre de 2023

Indómitos mundos

  

Exterior/interior

 

Hitler se convirtió en el canciller de la República de Weimar el 30 de enero de 1933. Semanas después, el 24 de marzo, con la aprobación de la Ley para el remedio de las necesidades del Pueblo y del Reich, se instauró la Alemania nazi. El 10 de mayo siguiente, unas setenta mil personas, la mayoría alumnos de la Universidad Wilhelm Humboldt, acarrearon a la Opernplatz de Berlín más de veinte mil libros. ¿Para qué? Para quemarlos. El líder estudiantil nazi Herbert Gutjahr arengó: “Hemos dirigido nuestro actuar contra el espíritu no alemán. Entrego todo lo que lo representa al fuego”. Echaron a una inmensa pila para que ardieran obras de Karl Marx y Kautsky, de Walter Benjamin, Ernst Glaeser y Erich Kästner, de los hermanos Thomas y Heinrich Mann, de Kafka, Einstein, Alfred Kerr, Sigmund Freud… El acto se prolongó durante horas, interrumpido sólo por el embeleso de los cantos nacionalsocialistas y un discurso del ministro de Propaganda, Joseph Goebbels. La misma barbarie se emularía en muchas ciudades alemanas y austriacas. Viena no fue la excepción. Pocos días después, Freud comentó lo ocurrido con su amigo Ernest Jones: “¡Qué progresos estamos haciendo! En la Edad Media me habrían quemado a mí; hoy en día se contentan con quemar mis libros.”


 

Ese mismo año, en la Cátedra Valdecilla de la Universidad Central de Madrid, José Ortega y Gasset impartió el curso En torno a Galileo. El español dijo a sus alumnos que quien quiera entender la historia debe “abandonar el psicologismo o subjetivismo”, y sostuvo que la pregunta radical de dicha disciplina no es “cómo han variado los seres humanos, sino cómo ha variado la estructura objetiva de la vida”. Pero, por otra parte, el madrileño alertó que uno sólo puede conocer desde uno mismo, a uno y a todo lo demás:

… la vida de cada uno de ustedes no es lo que, sin más, veo yo de ellas mirándolas desde mi sitio, desde mí mismo. Al contrario, eso que yo, sin más, veo de ustedes no es la vida de ustedes, sino precisamente una porción de la mía, de mi vida… Pero claro es que la vida de cada uno de ustedes no es lo que cada uno de ustedes es para mí, lo que es hacia mí…, sino que es lo que cada uno de ustedes vive por sí, desde sí y hacia sí… La realidad de la vida consiste, pues, no en lo que es para quien desde fuera la ve, sino en lo que es para quien desde dentro de ella lo es…

 

 

 

Interior/exterior

 

Seis años después, en 1939, ambos, Sigmund Freud y José Ortega y Gasset, vivían exiliados: el neurólogo austriaco en Londres, Inglaterra; el filósofo español en Buenos Aires, Argentina. Formalmente, justo ese año estalló la II Guerra Mundial: el 1º de septiembre las fuerzas nazis invadieron Polonia, y tal acción llevó a que Gran Bretaña y Francia declararan la guerra a Alemania el 3 de septiembre. 

 

Don José (1883-1955) era un pata de perro consumado, acostumbrado a andar fuera del terruño. Había salido oportunamente de España, en el 36, venía de París y aquella era ya su tercera estadía en la capital argentina. Su primera visita había sucedido más de veinte años atrás. Por vez primera había estado en Buenos Aires de julio de 1916 a enero del siguiente año, y luego había vuelto en 1928. En su tercera visita, dejaría a los gauchos en el 42 para irse a vivir a Lisboa.

 

En cambio, Freud (1856-1939) prácticamente jamás había dejado Viena, cosa que tuvo que hacer en 1938. Junto con su cuñada Mina, su hija Ana y su esposa Marta, huyeron de la capital austriaca. Una de sus pacientes, la princesa Marie Bonaparte, sobrina nieta de Napoleón y princesa de Grecia y Dinamarca, encabezó las jugarretas diplomáticas que llevaron al padre del psicoanálisis a suelo británico…, de donde jamás volvería: casi un año después, habría de fallecer el 23 de septiembre de 1939 en Londres. Para entonces, la edificación de la portentosa teoría psicoanalítica estaba ya totalmente construida.



Aquel año, Ortega y Gasset escribió Ensimismamiento y alteración —un ensayo que habría después de incorporar a uno de sus libros imprescindibles: Meditación de la técnica (1942)—, en el que argumenta que somos la única especie que tenemos sitio para escapar del mundo: ¡nuestro mundo interior! A diferencia del resto de los animales, incapaces de regir su propia existencia, siempre atentos a lo que pasa fuera de ellos —riesgos o beneficios—, el humano…

 

… puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas.


 

En corto, el hombre detenta el poder “de retirarse virtual y provisoriamente del mundo, y meterse dentro de sí, o dicho con un espléndido vocablo…, el hombre puede ensimismarse”. Y ahí dentro, pensamos, reflexionamos para entonces actuar. Don José afirma algo que uno quisiera creer, y que, sin embargo, va diametralmente en contra de todo lo que Freud demostró y teorizó a partir de su trabajo clínico: “Sólo es humano lo que al hacerlo lo hago porque tiene para mí un sentido, es decir, lo que entiendo…” Una bonita sentencia proferida desde el narcisista ego de la Humanidad. Más incluso: “no puede hablarse de acción sino en la medida en que va a estar regida por una previa contemplación; y viceversa, el ensimismamiento no es sino un proyectar la acción futura…” Claro, como si el yo fuera el amo en su propia casa, como si el inconsciente se limitara a estar dormidos…

domingo, 12 de noviembre de 2023

Ellos, los otros y Max Well

 

Nunca pensé sentir de cerca los sucesos extraños y apocalípticos

que se sucedían en el mundo. Siempre me había sentido ubicado

lejos de la acción… Sin embargo, a un año de iniciados,

y seis meses después del último magno acontecimiento,

me pasaban ahora las cosas más increíbles.

Max Well, Ellos, otros y nosotros.

 

 


Él, Max Well, quien es también Mario Alfredo Grajales Leal (México, D.F., 1967), es decir, otro y el mismo sujeto, escribió Ellos, otros y nosotros (Caligrama, 2021). Otro, ése del sobrenombre envidiable, es él. No es gratuito que en el Prefacio de su novela Max Well traiga a colación aquel aforismo de Jean Nicolas Arthur Rimbaud que de alguna manera anunció el castillo conceptual que unos años después habría de levantar un neurólogo vienés adicto a los puros: “Yo es otro”, tres palabras que el poeta francés espetó en una carta a Georges Izambard en 1871: “Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan. Perdón por el juego de palabras. Yo es otro.” Max Well también retrotrae el dicho lacaneano que sostiene que “siempre cabe encontrar al yo en el campo del otro”, y la sorpresiva declaración del narrador francés, tan huraño él, Michel Houellebecq: “la posibilidad de vivir empieza en la mirada del otro”. La que no cita, quizás para evitar andar por senderos fáciles, es la celebérrima sentencia de Jean Paul Sarte, quien en su pieza teatral A puerta cerrada hace que Garcin diga: l'enfer, c'est les Autres, o sea “el infierno son los otros”.

 

Si bien Ellos, otros y nosotros no engarza historias relacionadas con el infierno, sí que nos recuerda tiempos apocalípticos, no míticos ni antiguos, sino los nuestros, los contemporáneos, los recientes, los tiempos de azoro y desasosiego que estamos empecinados en hacernos creer que ya pasaron. ¿Será? ¿Pasaron? ¿O están sucediendo? ¿O serán? ¿Apagaron —ojo por favor con el sujeto tácito oculto en el verbo: ellos— ya el fuego o seguimos siendo la rana que no se da cuenta que la están cociendo poco a poco?

 

Como debe hacerse en una buena novela, Max Well comienza la suya a rajatabla, con un íncipit contundente, me atrevería a decir que prototípico: “Hoy ya nada es igual”. En efecto, para que dé inicio una narración tiene que haber eso, un corte sincrónico pertinente, algo que diferencie un momento determinado de la diacronía, del transcurrir parejo del tiempo —parejo justo porque siempre ya nada es igual—. El protagonista/narrador de Ellos, otros y nosotros da cuenta de ello y desde las primeras páginas queda dicho que se entrecruzarán los relatos personales y colectivos con el gran cuento global, el que nos involucra a todos, aunque a pocos realmente les interese, ese cuento complejísimo en el que tarde que temprano te darás por enterado de que siempre has formado parte. Porque sí, la ilusión de vivir de local estriba en mucho en creer que el mundo está en otra parte… “Mi atención, como supongo como la de todos, se centraba en esperar si lo que había estado ocurriendo en todo el mundo… estaría ocurriendo en territorio propio…”

 

¿Y qué será narrado? ¿La historia definitiva? No, una versión, “una especie de versión confiteor —yo confieso, yo pecador—, mea culpa”. Una versión de las múltiples, a la que además tú mismo cuando la leas le darás una interpretación única, la tuya…, y la tuya tampoco será definitivamente tu propia lectura, será la del momento en que la leas. La novela cuenta la proliferación de presagios funestos, la inminencia y la ocurrencia cotidiana de la hecatombe, y por eso puede resultar hoy tan familiar a muchos lectores, porque todavía, a finales del 2023, el bofetadón de incertidumbre que la realidad nos pegó en 2020 sigue causando ardores y tiene herido el ego del sapiens, por más que se refuercen todos los días las dosis del analgésico de la rutina: “… la fuerza inercial de la rutina que tenemos los humanos al vivir en civilización, o quizá sólo otra parte del plan que tienen ellos, no sé quiénes, para mantener el control”. ¿Ellos? Ellos quienes nunca son nosotros —“… me refiero a ese nosotros a los que puedo ver y tocar”—.

 

Ellos tampoco son los demás, ni siquiera son los otros. Son los distantes, los invisibles, los inefables, los anónimos… Ellos se agazapan en las antípodas de nosotros, esa maravilla construida a partir de los otros, según versa Octavio Paz en su Piedra de Sol:


soy otro cuando soy, los actos míos

son más míos si son también de todos,

para que pueda ser he de ser otro,

salir de mí, buscarme entre los otros,

los otros que no son si yo no existo,

los otros que me dan plena existencia,

no soy, no hay yo, siempre somos nosotros…

 El nosotros novelado por Max Well es una cofradía costera con sede en una taberna. Una congregación oportuna de dispersos en la que las historias compartidas, el ajedrez, el arte, la conversación y una especie rara de solidaridad cómplice, de complicidad solidaria, mantienen a un grupo de variopintos personajes atentos los unos de los otros. Y aquí, me parece, está el faro: a fin de cuentas, el único recurso con el que hemos podido mantener la factibilidad de la especie se puede condensar en dos palabras: Yo somos.

 

domingo, 5 de noviembre de 2023

El inconsciente de Sigmund

  

Sueños lúcidos

 

Durante la mayor parte de su existencia, Marjorie Helen Spence (1910-2004) fue conocida con otro nombre: Patricia Russell. Estudió filosofía, política y economía. En 1932, se graduó en Oxford con honores. Cuatro años después se casó con Bertrand Russell (1872-1970). A finales de 1941, el matrimonio —primero de dos de ella, tercero de cuatro de él— se encontraba en Estados Unidos. Él leía, escribía, coqueteaba, hacía activismo e impartía un ciclo de lecciones magistrales en la Fundación Barnes de Filadelfia. Ella, además de cuidar al hijo de ambos, Conrad Sebastian Robert, se encargaba de buena parte de la investigación que soportaba las conferencias de su marido. Bertrand escribiría A History of Western Philosophy, publicado en 1945 (Simon & Schuster), a partir de aquellas lecciones. De aquellos años son también sus libros Cómo convertirse en filósofo (1942), Cómo leer y entender la historia (1943) y El valor del libre pensamiento (1944). En su Historia de la filosofía occidentalel filósofo británico afirma: “la filosofía moderna comienza con Descartes, cuya certidumbre fundamental es la existencia de sí mismo y de su pensamiento”.

 

Desde 1818 y hasta el año de su muerte, G. W. F. Hegel (1770-1831) ofreció en la Universidad de Berlín un encadenamiento conferencias sobre la historia de la filosofía. En principio no tenía contemplado publicar aquel material, pero afortunadamente cambió de opinión: agrupado en tres tomos, sería publicado póstumamente entre 1833 y 1836. En dicha obra, antes que Russell, el filósofo alemán sostuvo también que “René Descartes es el verdadero iniciador de la filosofía moderna.” ¿Por qué? El genio de Stuttgart responde: porque “ella [la filosofía moderna] eleva a principio el pensar”. ¿El pensar? El pensar consciente, se entiende, porque ese, el consciente, era el único pensar posible de acuerdo con el galo. 

 

Según René Descartes (1596-1650), ningún pensamiento humano puede ser inconsciente: “Mediante la palabra pensar (cogitatio) entiendo todo aquello que acontece en nosotros de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello.” ¿Nos apercibimos? Descartes afirma esto en su obra Los principios de la filosofía. En su propia traducción al francés, don René emplea efectivamente el verbo appercevoir, apercibirse, darse cuenta. Ahora, digo "su traducción" porque originalmente Descartes escribió y publicó este libro no en francés sino en latín (Principia philosophiae, 1644): “Cogitationes nomine, intelligio illa Omnia, quae nobis consciis in nobis fiunt, quatenus eorum in nobis conscientia est”. Lo cual, directo del latín, deberíamos pasar a nuestro idioma así: “Mediante la palabra pensamiento entiendo cuanto acontece en nosotros de tal manera que de ello tengamos conciencia”.

 


Curiosamente, René Descartes inauguró la filosofía moderna gracias a que tuvo tres sueños la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, los cuales, según él mismo, pudo interpretar dormido, en sueños, antes de despertar, es decir, estando aún inconsciente.

 

 

Percepciones desapercibidas

 

Al igual que Descartes, el filósofo inglés John Locke (1632-1704) sostenía que la única manera de pensar que tenemos los hombres y mujeres es estando al tanto de que pensamos. En su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) apunta:

… digo que en ningún momento un hombre puede pensar despierto o dormido sin ser sensible de ello. Este ser sensible no es necesario respecto a alguna cosa, con excepción de nuestros pensamientos, para los que es y será siempre necesario, en tanto que no podamos pensar sin tener conciencia de que pensamos.

El polímata alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) dedicó su libro Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (escrito en 1704, pero publicado hasta 1775) a refutar capítulo a capítulo el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke. Leibniz sostiene que el conocimiento no se deriva de la experiencia, sino que es innato en la mente, y defiende la idea de que los seres humanos sí tenemos pensamientos de los cuales no somos conscientes:

… también las bestias tienen percepción, sin que por ello sea necesario que tengan pensamiento, es decir, que tengan reflexión o algo similar. También nosotros tenemos pequeñas percepciones de las cuales no nos apercibimos en nuestro estado actual. Cierto es que podríamos apercibirnos y reflexionar sobre ellas, si no lo impidiese su enorme cantidad, que divide nuestro espíritu, o si no estuviesen difuminadas, o mejor, oscurecidas por otras mayores.

 

Un poder del que era inconsciente

 


“… seguí mi camino hacia la destrucción del demonio, más como una tarea encomendada por el cielo, como el impulso mecánico de algún poder del que era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi alma” —clama Víctor Frankenstein en el capítulo XXIV de Frankenstein o el Prometeo Moderno, obra de la británica Mary Shelley (1797-1851). El demonio al que se refiere el médico y anatomista Víctor Frankenstein es su propia creación, el monstruo que, al paso de los años y fuera de la novela, arrebataría el nombre a su creador: Frankenstein.

 

La primera edición de la novela de Shelley comenzó a circular en Londres en enero del mismo año en el que Hegel inició sus conferencias de historia de la filosofía, 1818. Y sí, no es un error de traducción; en el original se puede leer a la letra: “the mechanical impulse of some power of which I was unconscious, than as the ardent desire of my soul”.

 

 

Autómatas

 

Por aquellos días, un mancebo alemán se esforzaba por terminar su tercer libro. De los dos primeros poca gente se había dado por enterada: Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1813) y Sobre la visión y los colores (1816). Eso sí, gracias al primero de ellos obtuvo el doctorado, y del segundo al menos debió de recibir alguna retroalimentación por parte de quien era la pluma más prestigiada por entonces en toda la Confederación Germánica. Ambos personajes residían en la ciudad de Weimar y, a pesar de la diferencia de edades, se frecuentaban y departían: en 1818, en febrero, Arthur Schopenhauer cumplió 30 años, y Johann Wolfgang von Goethe tenía 68. Un mes más tarde el joven concluyó su libro y enseguida se sentó a escribir una misiva dirigida al señor Brockhaus, editor avecindado en Leipzig:

Mi obra es un nuevo sistema filosófico: pero nuevo en el pleno sentido de la palabra: no una nueva exposición de lo ya existente sino una serie de pensamientos con un grado máximo de coherencia, que hasta ahora no se le han venido a la mente a ningún hombre. 


El mundo como voluntad y representación sería efectivamente publicado a finales de aquel año. En aquel libro el joven oriundo de Gdansk arremetía así en contra de la mayoría de sus congéneres:

Es realmente increíble lo insulsa e irrelevante que es, vista desde fuera, y lo apática e inconsciente que es, sentida desde dentro, la vida de la mayoría de los individuos. Es un apagado anhelar y atormentarse, un delirio onírico que transcurre a lo largo de las cuatro edades de la vida hasta la muerte, acompañado de una serie de pensamientos triviales. Esos hombres se asemejan a mecanismos de relojería a los que se da cuerda y marchan sin saber por qué; y cada vez que es engendrado y nace un hombre, se vuelve a dar cuerda al reloj de la vida humana y se repite de nuevo la misma canción mil veces cantada, frase por frase y compás…

          


Inercia

 

Casi una centuria atrás, otro joven sin problema alguno de falsa modestia, mientras andaba de viaje por Francia, se concentró en la realización de un libro que pretendía ser nada menos que “un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo”. Tampoco encuentra uno demasiado recato en el título que el autor escogió para su obra: Tratado de la naturaleza humana (1739). El mozo —tenía solamente 23 años— había nacido en Edimburgo, Escocia, y se llamaba David Hume (1711-1776). En la Sección VII de su ensayo, “De las ideas abstractas”, el escocés aduce: “hacemos acompañar a nuestras ideas de una especie de reflexión, de la cual somos en gran medida inconscientes a causa de la costumbre”. Y más adelante, en la Sección XII, “De la probabilidad de las causas”, Hume afirma que los humanos solemos armar inferencias semejantes a partir de fenómenos contrarios, error que cometemos por una especie de inercia de pensamiento:

Cuando nos limitamos a seguir la determinación habitual de la mente efectuamos la transición inconscientemente, sin interponer ni un instante entre la visión de un objeto y la creencia en su acompañante habitual. Como la costumbre no depende de deliberación alguna, actúa instantáneamente, sin dar tiempo a reflexión.


 

 

El inconsciente freudiano 

 

Tanto en la conferencia La fijación al trauma, lo inconsciente como en su artículo Una dificultad del psicoanálisis, los dos de 1917, Sigmund Freud (1856-1939) aduce que el ego narcisista de la Humanidad ha recibido tres grandes golpes: Copérnico terminó de hacer pedazos la cosmovisión geocéntrica del universo, Darwin nos hizo saber que el ser humano no fue creado por Dios a su imagen y semejanza, y finalmente él mismo, Freud, develó que el hombre no tiene el control de sí mismo: “el yo… ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma”.

 


El problema del inconsciente es “menos un problema psicológico que el problema mismo de la psicología” —escribió Freud en La interpretación de los sueños (1900)—, “pues la experiencia muestra que los procesos de pensamiento más complicados y perfectos pueden desarrollarse sin excitar la conciencia. Desde este punto de vista, los fenómenos psíquicos conscientes constituyen la menor parte de la vida psíquica, sin ser por ello independientes del inconsciente”. De esta manera, el neurólogo vienés coloca la noción del inconsciente como la columna principal de todo el edificio conceptual psicoanalítico. Ciertamente, “la teoría del inconsciente constituye la hipótesis fundante del psicoanálisis” (Diccionario del Psicoanálisis dirigido por Roland Chemama, 1995).

 

Con todo, el breve recuento que he hilvanado hasta aquí, sin ser exhaustivo, muestra que la idea del inconsciente no era algo desconocido a finales del siglo XIX e inicios del XX, sino que, por el contrario, se debatía. ¿Entonces? Sucede que antes de Freud, lo inconsciente era, en general, sencillamente el antónimo de consciente. De hecho, él mismo lo explica así: “No sin deliberación digo en nuestro inconsciente, pues lo que así llamamos no coincide con lo inconsciente de los filósofos… En ellos está destinado a designar sólo lo opuesto a lo consciente”.

 

Todavía a mediados del siglo XX, Bertrand Russell, en su libro An Inquiry Into Meaning And Truth (1950), no atinaba a “atribuirle un significado definido” al adverbio inconscientemente:

Qué se debe hacer con toda experiencia para que podamos conocerla. Son posibles varias cosas. Podemos usar palabras para describirlo, podemos recordarlo con palabras o imágenes, o simplemente podemos ‘notarlo’. Pero ‘darse cuenta’ es una cuestión de grado y muy difícil de definir; parece consistir principalmente en aislarse del entorno sensible. Por ejemplo, al escuchar una pieza musical, puedes fijarte deliberadamente sólo en la parte del violonchelo. El resto se oye, como se dice, ‘inconscientemente’, pero ésta es una palabra a la que sería inútil intentar atribuirle un significado definido. En cierto sentido, se puede decir que ‘conoces’ una experiencia presente si despierta en ti alguna emoción, por débil que sea: si te agrada o desagrada, o te interesa o te aburre, o te sorprende o es justo lo que esperabas.

Por su parte, habrá quien no esté de acuerdo con la construcción concpetual, pero nadie podría afirmar con razón que el inconsciente de Sigmund Freud no está defindio.