martes, 9 de abril de 2024

Sueño lúcido

 

y el sueño va anulando el albedrío en una horizontal de agua inmensa

Leopoldo Lugones, Luna campestre.

 

Sentir que la vigilia es otro sueño que sueña no soñar y que la muerte que teme nuestra carne es esa muerte de cada noche, que se llama sueño.

Borges, Arte poética.

 

 

Minutos antes de matarse, sobrio, directo y austero, Leopoldo escribió:

Que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos.


Oraciones cortas y concisas, verbos en voz activa, vocabulario sencillo y preciso, seriedad, ausencia de metáforas y figuras literarias. Luego Lugones se tomaría un whisky con cianuro de potasio. Se hallaba en la habitación número 9 del hostal El Tropezón, en el delta del Paraná, San Fernando, provincia de Buenos Aires. Leopoldo Lugones, entonces de 63 años, llevaba más de dos décadas dirigiendo la Biblioteca Nacional de Maestras y Maestros, y era el poeta nacional de Argentina. Considerando sus siguientes palabras no me parece probable que desestimara tamaño epítome…

Los organizadores del idioma, que son los escritores ciertamente, asumen por ello una categoría superior, y por descontado, la correspondiente responsabilidad…; toda vez que el mal escritor resulta entonces una calamidad pública. Y si bien se ve, mucho más ante la moral, que ante la estética. Toda expresión inexacta, lo que es decir torpe y fea, miente de suyo y enseña a mentir. Por el contrario, belleza, verdad y bien, son en arte la misma cosa.

El autor, entre otro montonal de libros, del Lunario sentimental, El tamaño del espacio, Filosofícula y Cuentos fatales se quitó la vida el 18 de febrero de 1938. “La muerte de Lugones no sorprendió a nadie. ¡Era tan desdichado y desagradable!”, recordará Borges durante una entrevista casi treinta años después del óbito. Apenas cuatro días antes, el señor progenitor de Jorge Luis Borges, el abogado Jorge Guillermo Borges Haslam, también de 63 años, había fallecido de un aneurisma cerebral, en la misma ciudad, Buenos Aires. Borges asistiría al funeral de su papá biológico, pero no al de su padre literario —“Yo sólo soy un tardío discípulo de Lugones”—, por respeto a la voluntad última del vate.

Veintidós años y medio después, en agosto de 1960, Borges llegó al número 935 de la calle Rodríguez Peña, es decir, al acceso posterior del Palacio Sarmiento, en donde desde 1897 y entonces se encontraba y sigue estando aún la Biblioteca Nacional de Maestras y Maestros… “Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca.” Caminará entre libros y lectores ensimismados a la luz de “las lámparas estudiosas”, y quizá por pensarlo así pensará en la hipálage de Milton y recordará el “árido camello” del Lunario…: “Y el corazón marcha con su pena obscura / Como árido camello con su carga”.

Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío.

¿Qué libro entregó Borges a Lugones? El hacedor, el cual no saldría de imprenta sino hasta diciembre de aquel mismo año (Emecé, 1960). El volumen, una colección de poemas y textos de prosa narrativa y no narrativa, a manera de prólogo/dedicatoria, inicia con un relato, este mismo que estoy citando: “A Leopoldo Lugones”. ¿Y qué hará don Leopoldo? Leerá “con aprobación algún verso”, un verso publicado casi un cuarto de siglo después de su suicidio… “En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua.”


La ficción borgiana no es tramposa; desde sus primeras líneas, a quienes lean con el entendimiento avispado, sugiere por dónde va el asunto: “A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores…” Un “lúcido sueño” es un aviso, es una prodigiosa descripción de la lectura y la primera hipálage en la narración. La dichosa hipálage, recordémoslo, es el tropo que consiste en referir un complemento a una palabra distinta de aquella a la cual le corresponde (Viviana H. Fernández, Diccionario práctico de figuras retóricas y términos afines). La RAE ejemplifica en su diccionario con “El público llenaba las ruidosas gradas”, mientras que doña Viviana Fernández pone “la cruel espada del guerrero”, “un escote atrevido”, y más exquisita acude a Cervantes:

… las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clarines, las trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces y, sobre todo, el temeroso ruido de los carros, formaban todos juntos un son tan confuso y tan horrendo, que fue menester que don Quijote se valiese de todo su corazón para sufrirle…

Y enseguida, ¿casualidad?, de “La trama”, otro de los textos que Borges incluyó en El hacedor, el libro que en sueños fue a regalarle a Lugones:

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: “¡Tú también, hijo mío!”

Ya despierto, Borges conviene que no está en el Palacio Sarmiento ni frente al “hombre solitario y dogmático” que fue su padre literario, sino en el 564 de la calle México, en el barrio porteño de San Telmo —hoy edificio sede del Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges—: “La vasta Biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del 38”. Borges cierra su texto con una predicción infalible: “mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.

           

 


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