domingo, 30 de junio de 2024

Agnosias

  

Una conciencia demasiado clarividente es, se lo aseguro,

una enfermedad, una verdadera enfermedad. 

Fedor Dostoevsky, Memorias del subsuelo.

 

 

 

— ¿Cómo estás? ¿Qué tal de salud?


— Todo bien. ¿Y tú?


— Igual, muy bien, sin problemas.


Dicho esto, o cambia el tema de la conversación o se despiden: no queda nada más qué decir.


 

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El de Ana Karenina, de León Tolstói, es uno de los íncipits más citados de la literatura occidental: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Uno lee esas palabras y sabe que está a punto de enterarse de las penurias privadas de algunas personas. Es un gran íncipit: conmina a adentrarse en la novela.


La felicidad es sosa e incluso chocante para quienes no la están disfrutando. Las desdichas en cambio nos resultan interesantísimas. Con la salud y la enfermedad sucede igual. Los novelistas lo saben. Dostoyevski inicia así sus Memorias del subsuelo: “Soy un hombre enfermo... Soy un hombre rencoroso. Soy un hombre poco atractivo. Creo que mi hígado está enfermo. Sin embargo, no sé nada en absoluto sobre mi enfermedad, y no sé con certeza lo que me aflige”. Un íncipit también muy efectivo: sobre un diagnóstico categórico hay muy poco qué decir, pero una incógnita da pie a tanto…


 

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Hay que cuidarse, advierte el Diccionario panhispánico de dudas de la RAE, de no confundir noseología con nosología: la primera es una variante inusual de gnoseología, esto es, teoría del conocimiento, mientras que la segunda, que proviene de la voz griega nósos, “enfermedad”, es la parte de la medicina que describe y clasifica las enfermedades.


La nosología se compone de cuatro ramas: nosonomia, nosotaxia, nosografía y nosognóstica. La primera y la segunda se encargan de la conceptualización y de la clasificación de las enfermedades, respectivamente; la tercera atiende el origen —patogenia— y las causas —etiología—, la sintomatología —semiótica— y la evolución —nosocronia— de las enfermedades, y la última se ocupa del diagnóstico y el pronóstico. Parte esencial de la nosonomia, claro, es la nominación de los males.


En el vastísimo campo de las enfermedades mentales, nos hemos complicado tanto la vida que ya nadie se conforma con etiquetar como loco a alguien, como hace más de cuatrocientos años Cervantes hizo con el Quijote. Neuróticos, histéricas, melancólicos, maníacas…, más allá de los términos clásicos, la plétora de trastornos que la diversidad humana despliega, por un lado, así como la capacidad de analizar —en última instancia descomponer el todo en sus elementos para tratar de entender por partes— han dado pie a la nominación de un montón de padecimientos mentales. Echemos un vistazo, apenas raudo y limitado, a la miscelánea de algunos males mentales, en particular al anaquel de las agnosias.


 

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Abordemos el asunto tangencialmente… Si usted comienza a percibir a la gente que lo rodea más pequeña, y no lo digo metafóricamente, sino realmente, es decir, ve a los demás más chiquitos, quizá usted esté experimentando alguna forma de micropsia —o síndrome de Alicia en el País de las Maravillas—. La micropsia es un trastorno neuropsicológico que puede estar relacionado ya sea con el consumo de químicos psicoactivos o con tumores cerebrales. Y como hay cuadros de micropsia los hay también de macropsia —la realidad se percibe engrandecida, como si uno viviera en tierra de gigantes—, así como de paleopsia y telopsia —se ven lo objetos más cerca y más lejos de lo que están, respectivamente—. La micropsia frecuentemente acompaña al síndrome de Charles Bonnet, una condición —no se considera que sea una enfermedad— en la que las personas con pérdida de visión grave o total experimentan alucinaciones visuales vívidas, como figuras, patrones, gente o animales, que no están realmente presentes. 


Así como un ciego puede alucinar que ve —síndrome de Charles Bonnet—, otro ciego puede experimentar un tipo agnosia, la anosognosia —falta de percepción o conciencia de la propia enfermedad o discapacidad— y alucinar que sí puede ver. Esta última conducta puede presentarse en pacientes afectados por el Síndrome de Antón —una ceguera cortical que no se debe a ningún daño en los ojos ni en ningún otro componente fisiológico de la percepción visual, sino en la región del cerebro encargada de procesar la información visual—, quienes por negación pretenden actuar como si efectivamente vieran… y así les va.

 


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Además de la anosognosia, hay un montón más de agnosias —pérdida de la capacidad para transformar las sensaciones simples en percepciones propiamente dichas—. Otras relacionadas con la vista son, por ejemplo, la prosopagnosia o ceguera facial, la pérdida de la capacidad de reconocer rostros, y la acromatopsia cerebral, un trastorno neurológico poco común que afecta la percepción de los colores, y provoca que para quienes la padecen el mundo se mire en escala de grises.


Agnosias sobran. Los fonagnósicos pierden la capacidad de reconocer voces, incluso las que les eran familiares. La astereognosia es la incapacidad para reconocer cosas con el tacto. Los afectados por el síndrome de Gerstmann presentan agrafía —pérdida o deterioro de la facultad de escribir—, acalculia —dificultad o imposibilidad de realizar operaciones aritméticas—; dislexia espacial y agnosia digital —inhabilidad de identificar los dedos de las manos y pies—. La alexia pura es la agnosia consistente en perder la habilidad de leer, de comprender textos, aunque usualmente no se presenta acompañada de agrafía. La cinetoagnosia es la inhabilidad de reconocer el movimiento de un objeto, y la autotopagnosia es la incapacidad de identificar y mover como se quiere determinadas partes del propio cuerpo.

 


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Por más raros que nos parezcan estos padecimientos, me temo que, más allá del suspiro que es la vida, estamos destinados a transitar a la agnosia plena.

 

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