jueves, 9 de abril de 2009

Mejor alucinante que acartonado…

No tengo muy claro desde cuándo, pero tiene ya algún tiempo que andaba circulando por mis neuronas una sospecha. Casi fantasmal, la pobre apenas alcanzaba una presencia mínima para hacerse sentir ocasionalmente; así, tímida, intentaba cosquillear de vez en cuando mi conciencia, pero nunca antes había logrado textualizarse lo suficiente como para que yo pudiera prenderla por las orejas para analizarla y compartirla. Pero ocurrió que las locas fuerzas del azar, o quizá del destino —en cuyo caso estarían aun más locas—, operaron de tal forma que, si bien no uno tras otro pero sí muy próximos entre sí, leí primero La invención de América y luego El mundo alucinante, un ensayo y una novela. Algunas noches después, la sospecha aquella agarró confianza, jaló aire y argumentos, y sin pedir permiso a nadie conectó ideas para transmutarse en conclusión: el realismo mágico, más que una corriente literaria, es una forma inteligente de entender América.

En el ensayo (La invención de América, FCE), Edmundo O’Gorman (1906-1995) dispone su inteligencia, que no era poca, y su talento de historiador, que era mucho, alineados para “reconstruir la historia, no del ‘descubrimiento de América’, sino de la idea de que América había sido descubierta”. Y lo logra. Por supuesto, O’Gorman parte de que el descubrimiento de América no es un hecho, sino la interpretación hegemónica de un hecho, y en pocas páginas consigue seguirle la pista a esa idea. Pero quiero destacar otro ingrediente de la obra: la insistencia de don Edmundo en el sentido de que todo acto en sí mismo carece de sentido, de tal suerte que es su interpretación la que lo “dota de un ser al postularle una intención”. Dicho en corto, los hechos adquieren carácter de históricos solamente si son interpretados.

La novela se la debemos a un marielito, Reinaldo Arenas (1843-1990). La edición que encontré (Cátedra, 2008) incluye una postdata al prólogo que el propio autor escribe en 1980; cuando la leí me pareció excedida e incluso supuse que resultaría errónea: “Me informan que informes desinformados (y patéticos) informan que hay en esta novela escrita en 1965…, influencia de obras que se escribieron y publicaron después de ella, como Cien años de soledad (1967)… He aquí otra prueba irrebatible… de que el tiempo no existe”. ¿Realismo mágico antes que el del patriarca García Márquez? Pues después de leer la obra hay que aceptar que sí, y no como atisbos —Rulfo, Borges, Carpentier, en fin—, sino pleno, evidente. Arenas escribió una novela de aventuras con base en la vida de José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra (1763-1827), un regiomontano que a los 16 años ingresó a la orden dominicana y a los 31 pronunció un discurso que marcaría su vida y la manera en que concebimos la historia de México. Debo advertir que si buscas la precisión historiográfica respecto a la estrambótica biografía de Fray Servando, no leas El mundo alucinante —para eso, más te valdría echar mano de la investigación que varios años después escribió Christopher Domínguez, Vida de Fray Servando (Era, 2005)—; tal no fue el propósito de Reinaldo Arenas. La intención del novelista fue literaria: espejear estéticamente el sinsentido que pretendió enfrentar el dominico, precisamente reasignando significados. En el prólogo que hace a su libro para la edición de 1982 el cubano se descara: “Esta es la vida de Fray Servando Teresa de Mier. Tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me hubiera gustado que hubiera sido”. A Fray Servando debemos, junto con Carlos María Bustamante, la conceptualización del primer nacionalismo mexicano a partir de la resignificación de los principales ingredientes del patriotismo criollo, esto es, la interpretación de una serie de actos pasados por medio de la cual se dotó de un ser y de una identidad a México. Y no estamos hablando de un ratón de biblioteca, en lo absoluto; la vida de Fray Servando resulta precisamente, alucinante, digna de una novela de aventuras: ¿un republicano con aires de aristócrata?, ¿un autodenominado arzobispo sentado en el congreso constituyente?, ¿un religioso que terminó sus días en Palacio Nacional como un activo del naciente Estado Nación?, ¿un creador del nacionalismo mexicano que estableció la liga entre la virgen de Guadalupe y la Tonatzin?, ¿un mexicano decimonónico que entendía once idiomas y echó balazos trepado en un caballo?, ¿un hombre que pasó casi la mitad de su vida en prisión? Todo un caso.

El ensayo de O’Gorman “quien también fue un gran estudioso del pensamiento de Fray Servando” y la novela de Reinaldo Arenas permiten espabilarse un poco, para caer en la cuenta de que a lo largo de 500 años seguimos descubriendo América, interpretándonos. Hoy, acartonados andamos en mucho porque nos urgen nuevas interpretaciones de nosotros mismos.

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