viernes, 26 de noviembre de 2010

La servidumbre voluntaria

Con harto aprecio, a Manuel Appendini

“Mi manera de comprometerme fue darme a la fuga.”
Viudita de Clicqout, Joaquín Sabina y Benjamín Prado.


Mucho antes de ser chocolate, el primer hijo varón de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, un tal Carlos, fue el gobernante más poderoso de Occidente. Oriundo de Gante, llegó al mundo justo en 1500. Desde los 16 años, se convirtió en el rey de la organización política que entonces ejercía dominio sobre más territorio en el mundo, España. Cereza en el pastel, en 1530 el papa Clemente VII lo coronó emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Ése mismo año, en Sarlat-la-Canéda, Francia, nació Étienne de La Boétie, un amigo al que se lo llevó la peste antes de que cumpliera 33 años de edad, pero a quien le dio tiempo de dejar por escrito su respuesta a lo que, a su juicio, era y sigue siendo la pregunta política fundamental: ¿por qué la gente obedece a un gobernante?

Los expertos discrepan: fue en 1546 ó en 1548. Poco importa, el caso es que Étienne era un teenager, un estudiante de leyes en la Universidad de Orleáns, cuando escribió el Discours de la servitude volontaire ou Contr'un, un ensayo adelantado, adelantadísimo a su tiempo: mientras en Europa se iban erigiendo los pilares de las monarquías absolutistas, es decir, cuando el antiguo régimen aún se hallaba en etapa de gestación, este joven se dio a la tarea de redactar un texto que sin mucho apuro podemos tildar de anarquista. El problema que se plantea de La Boétie es muy simple:
De lo que aquí se trata es de averiguar cómo tantos hombres, tantas ciudades y tantas naciones se sujetan a veces al yugo de un solo tirano, que no tiene más poder que el que le quieren dar; que sólo puede molestarles mientras quieran soportarlo; que sólo sabe dañarles cuando prefieren sufrirlo que contradecirle.
Dueño de una erudición típicamente renacentista —arranca citando a Homero—, Étienne de La Boétie busca y rebusca una respuesta concluyente, abre preguntas, retrotrae pasajes de la Antigüedad Clásica, se enoja, externa su estupor, aventura conclusiones, pero acepta la ineficacia del lenguaje para escapar de la paradoja que subyace en la profanidad del cuestionamiento:
Que dos, tres o cuatro personas no se defiendan de uno solo, extraña cosa es, mas no imposible porque puede faltarles el valor. Pero que ciento o mil sufran el yugo de Uno solo, ¿no debe atribuirse más bien a desprecio y apatía que a falta de voluntad y de ánimo? Y si vemos no ciento, ni mil hombres, sino cien naciones, mil ciudades, un millón de hombres, dejar de acometer a Uno solo y prestarle vasallaje, mientras que éste los trata peor que infelices esclavos, ¿diremos que sea por debilidad?... Qué monstruosidad pues será ésta que, ni el título merece de cobardía que no halla nombre lo bastante vil, que por su bajeza se resiste la naturaleza a conocerla y la lengua a pronunciarla?
Ciertamente, los tiranos suelen echar mano de estratagemas para controlar a la gente, para idiotizarla. Pan:
En las frecuentes distribuciones de trigo, de vino y hasta de dinero, contestaba el pueblo con descompasados gritos de ¡Viva el Rey! ¡Imbéciles! No se daban cuenta de que con aquella falsa generosidad no hacían más que recobrar una mínima parte de lo suyo y que el tirano no se lo hubiera podido dar si antes no se lo hubiera usurpado.
Circo:
Teatros, juegos, farsas, espectáculos, gladiadores, animales extraños, medallas, cuadros, etcétera, fueron para los pueblos antiguos los incentivos de la esclavitud, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía. Alucinados los pueblos, cebados en pasatiempos frívolos y hechizados por vanos placeres, se acostumbraron paulatinamente a ser esclavos…
Y demagogia:
No son menos perjudiciales hoy en día los que cometen toda clase de daños a la sombra de las frases lisonjeras de bien común y felicidad pública, halagando con ello al pueblo. A esto se llamarla engañar con finura, si pudiera haberla en donde domina el descaro. Pero por más seductores o gandallas que sean los tiranos, Étienne de La Boétie no se engaña: Los pueblos deben atribuirse a sí mismos la culpa si sufren el dominio de un bárbaro opresor, pues que cesando de prestar sus propios auxilios al que los tiraniza recobrarían fácilmente su libertad.
La paradoja se mantiene: los muchos mantienen la cerviz inclinada bajo el yugo…


Despedida En enero de 2009, mi amigo Manuel Appendini me invitó a colaborar con La Jornada de Aguascalientes, y desde entonces he publicado semanalmente en sus páginas esta columna. Hoy, con este texto me despido: cierro etapa. Para los buenos amigos y amigas hirocálidos que quieran seguir esta bitácora de lectura, ahí esta la web: www.alomodepalabra.blogspot.com

sábado, 20 de noviembre de 2010

Banquete a la Grandes

Hará cosa de un mes conocí a la Grandes. Ninguna contradicción con su apellido: un mujerón. Ocurrió un domingo a mediados de octubre, en la plancha del zócalo de la Ciudad de México. Aunque nunca antes la había visto en persona, aunque jamás habíamos intercambiado palabra alguna, decir que apenas entonces la conocí resulta inexacto.


Todo lo que he leído de Almudena Grandes Hernández (Madrid, 1960) me ha gustado mucho, y prácticamente he leído todas sus obras…

Lo primer libro que publicó Almudena fue una novela: Las edades de Lulú (1989); con ella ganó la XI edición del premio de literatura erótica “La Sonrisa Vertical” y brincó a la fama. Al año siguiente, Bigas Luna llevaría al cine la historia de la desenfrenada Lulú, con respecto a quien la Lolita Navokov no pasa de ser una chamaca fresa y apretada¬, una quinceañera torpe con la libido a tope, como casi todas...

A Las edades de Lulú le siguió Te llamaré Viernes (Tusquets, 1991), una novela madura y ambiciosa, con la que la Grandes asaltó de nuevo el ágora para demostrar que no había sido chiripazo de a libra. A lo largo de más de 350 páginas, Te llamaré Viernes aborda una de las constantes temáticas de la narrativa de la madrileña: el amor como el único paliatorio contra la soledad esencial de los humanos: todos somos Robinson, aunque no todos han tenido la fortuna de encontrar a su Viernes.

La tercera novela de la Grandes es una de sus mejores piezas narrativas, tanto, que si me apuran la calificaría de prodigiosa: Malena es un nombre de tango (Tusquetes, 1994). Escrita con harto oficio -la primera en que se permite narrar desde el “yo” descarado-, ambientada de maravilla y con un entramado de nudos dramáticos perfectamente bien tendido que logra mantener atrapado al lector a lo largo de más de 500 páginas. Un imprescindible, así que por favor no vayas a cometer la estupidez de quedarte con la versión cinematográfica (dirigida en 1995 por Gerardo Herrero).

Pocos años después, la escritora no bajó la guardia: Atlas de geografía humana (Tusquetes, 1998), otra apuesta por todas las canicas. Si a alguien le quedaba duda de los firmes pilares autobiográficos en que está afianzada la obra de Almudena, ahí está su Atlas…, un juego de galería en el que la española hace interactuar a cuatro mujeres finiseculares del Madrid posfranquista. También un novelón.

Seguiría Los aires difíciles (Tusquets, 2002), la quinta novela de Almudena Grandes, su tercera gran obra y para muchos hasta entonces la mejor. Si en Atlas de geografía humana la narradora tiró la mirada caleidoscópica para pintar una realidad poliédrica, en Los aires difíciles se enfocó en un par de personajes prácticamente aislados a la manera de un tubo de ensayo: novela microscopio.

En 2004, Almudena publica Castillos de cartón. Si bien no resultaría muy desmedido tildarla de “ligera”, sin los alcances ni las pretensiones de las anteriores, sin duda se trata de una excelente novela. Desde la tranquilidad del sitio que le confiere su trayectoria de escritora consolidada, dueña de un estilo propio, sosegada, la Grandes nos entregó en Castillos de cartón una visión desenfadada y sin rebuscamientos de las posibilidades del amor a tres bandas. La historia se ubica en la España deschongada de aquellos sus felices años ochenta: en Castillos de cartón la felicidad cabe en una cama, o mejor, cupo, tuvo cabida y luego el tiempo pasó…

Y hace tres años llegó el portento, una pieza catedral: El corazón helado, con mucho lo mejor que ha escrito la señorona. El dolor de la Guerra Civil española, los buenos que acabaron perdiendo todo aunque tuvieran la razón, la Historia que nunca alcanza para dar cuenta de todas las historias, los malos que perfectamente pueden alcanzar una vejez respetable…, pero sobre todo, las vetas de la única fuerza capaz de oponerse a todas las maquinarias, la fuerza del deseo. Pero no es aquí en donde voy a hablar de una de las mejores novelas que he leído en mi vida; quede por ahora nada más como apunte generoso: hay que leer El corazón helado y mandar al cuerno el mundo por algunos días.

Más que acercarme al zócalo a mercar el más reciente libro de Almudena, la intención era agradecerle El corazón helado. La enorme peninsular tomó su sitio en uno de los entarimados montados en la X Feria Internacional del Libro en el Zócalo, y, paciente, escuchó a Sandra Lorenzano hilvanar algunas ideas acerca de la recién parida Inés y la alegría (Tusquets, 2010). Luego, ella misma explicó: se trata de la primera de una zaga de seis novelas, así que tiene chamba para más de una década. Ya en plan confianzudo contó cómo escribe, cómo combina el oficio de tramar historias con el arte de cocinar. Quedan, pues, la promesa de un banquete…

sábado, 6 de noviembre de 2010

El ombligo de México II

Luego de la conquista del Imperio Azteca, la refundación de la Ciudad de México por los españoles ocurrió en el corazón de México Tenochtitlán, prácticamente sobre la misma traza urbana, respetando los canales como la base de las primeras calles. Trescientos años después, consumada la Independencia, se establece el Distrito Federal como sede de la capital del país naciente. El ordenamiento original señala que el DF lo conformaría una circunferencia de dos leguas de radio, marcada a partir del punto central de la Plaza de la Constitución. Entonces, efectivamente, el centro de la ciudad, el centro histórico, era también el centro geométrico del Distrito Federal, capital de México. A finales del siglo XIX, la forma del DF, parecida a un corazón humano, era ya semejante a la actual, de tal suerte que la mancha urbana quedó al norte de la entidad. El eje norte-sur del DF mide casi 60 kilómetros; el eje este-oeste mide alrededor de 43 kilómetros. El centro de la ciudad se localiza a 17.5 kilómetros del vértice extremo norte, donde el eje este-oeste es más angosto. En cuanto a la mancha urbana, el centro histórico en un principio no era el centro geométrico de toda la Ciudad de México, considerando la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVV). Sin embargo, de unos veinte años para acá, el centro histórico volvió a tomar una posición céntrica. Conforme siga expandiéndose la ZMVV, sobre todo en el territorio del Estado de México, la centralidad geométrica del centro histórico se irá perdiendo, para desplazarse progresivamente hacia el sur y hacia el poniente de la mancha urbana.

Así pues, el centro histórico de la Ciudad de México desde hace mucho tiempo dejó de ser el centro geométrico del Distrito Federal. No es el centro geométrico de la Ciudad de México, es decir, del área urbana contenida dentro del DF. Sí es el centro geométrico de la ZMCM, por lo pronto y quizá sólo durante unos pocos años más. Y, claro, el centro histórico de la Ciudad de México está muy lejos de ser el centro geométrico del país.

Sin embargo, más allá de las formas, las distancias y la geometría, el Centro Histórico de la Ciudad de México sigue siendo el centro simbólico de nuestra nacionalidad, el ombligo de del país. Símbolos concretos: el Palacio Nacional, centro simbólico del poder político. La bandera nacional que se iza en el asta bandera del zócalo… Recordemos el error simbólico que cometieron los jóvenes que en 1968 izaron una bandera rojinegra ahí. El Palacio de Bellas artes, centro de la cultura y las artes. La catedral, por supuesto… centro religioso, según datos censales de más del 90% de la población de todo el país. El Templo Mayor…, vestigio de los que “fuimos antes de que nos conquistaran”. Correos Nacionales, centro simbólico de la comunicación con “el interior”. Toda marcha que se respete tiene que llegan al zócalo, y, ni decirlo, abarrotarlo. Y hablando de Palacios, el de Hierro y el Puerto de Liverpool, símbolos de la inscripción de los mexicanos en el consumismo… Y hablando de consumo: como apuntó Monsiváis, ir al Centro, en pos de lo pirata, es el camino seguro para derrotar la exclusividad. En fin…

Más que una realidad espacial concreta, el centro histórico de la ciudad de México es una abstraccióncen el imaginario de los mexicanos -de ahí las minúsculas. Con todo, tiene ciertamente un corazón, el zócalo de la capital de la República Mexicana; sin embargo, de ahí en adelante es una plétora de simbolismos, y, en esa misma medida, una ambigüedad integrada por un abanico de elementos, algunos específicos y otros no tanto, pero por supuesto no necesariamente los mismos para todos: ni siquiera un domingo en la Alameda cabe en Un domingo en la Alameda de Rivera. El centro, escenario de traslapes generacionales y de origen, de horizontalidad de clase -todos somos peatones indefensos a la hora de cruzar la esquina de Juárez y Eje Central-, de versiones vivas, inciertas e incluso encontradas de la misma historia, la nuestra, la nacional.

El zócalo mismo es un ejemplo: ¿cuántos de quienes lo transitan saben que su nombre se debe a un proyecto fallido? Hoy, la RAE consigna cinco significados para el vocablo “zócalo”; los cuatro primeros no se relacionan directamente con la historia del nuestro ... y sólo la quinta acepción, “plaza principal de una ciudad”, se origina y emplea en México. En 1843, Santa Anna convocó a un concurso para edificar un monumento a la Independencia; aunque el certamen lo ganó el arquitecto francés Enrique Griffon, Santa Anna le otorga la obra a Lorenzo de La Hidalga: el proyecto, una columna más alta que las torres de catedral coronada por una figura alada. El 16 de septiembre de 1843 se realiza una ceremonia para colocar la primera piedra. Se construiría solamente la base y el zócalo que serviría de sustento a la columna. Abandonada la obra, tal zócalo fue el que determinó su actual nombre.

domingo, 31 de octubre de 2010

El ombligo de México I

En Aguascalientes, a muchos niños les enseñan en la escuela, no sin cierta dosis de orgullo, que el centro del país se encuentra ahí, en su tierra, incluso hay quienes afirman que está en la columna que sostiene en la Plaza Patria al águila imperial. No es así… Existen varias maneras de localizar el centro del país, pero en cualquier caso, el resultado no cae en suelo hidrocálido… Si se utiliza como criterio el promedio de la suma de las coordenadas geográficas continentales extremas (102° 31’ 18” / 23° 37’ 46.5”), el resultado arroja un punto cercano a Villa de Cos, Zacatecas. Y si se calcula la distancia media entre los extremos del territorio continental, según el vértice que se elija, el centro cae en Zacatecas o bien en Coahuila. Es decir, el centro geográfico del país se encuentra en algún punto del desierto que comparten Zacatecas y Coahuila. Aguascalientes no es el centro del país, menos la Ciudad de México. Según la tradición prehispánica, la primera ciudad de México, la celeste, fue fundada en Coatepéc, un cerro que está cerca de Tula. Ahí había nacido Huitzilopochtili. Quien sería su madre, una mujer llamada Coatlicue, fue preñada cuando posó sobre su seno una pelotilla de plumas blancas. El relato no convenció a sus vástagos varones, los Centzon Huitznahua, ni a su hija, la joven Coyolxauhqui… Se sintieron deshonrados, y decidieron matar a Coatlicue. Pero el feroz Huitzilopochtili nació a tiempo para defender a su progenitora. Con una serpiente de fuego asesinó a todos sus hermanos. En Coatepéc, la Coyolxauhqui sería decapitada, y ahí también, acatando el mandato de Huitzilopochtili, los aztecas, provenientes de Aztlán, fundaron la primera ciudad de México.

El relato encierra un mito fundacional conectado con un drama cósmico: Huitzilopochtili representa al sol; la Coatlicue es la tierra; sus hermanos, quienes son asesinados por aquél al nacer, las estrellas, y la deidad lunar es la Coyolxauhqui.


Entre 1998 y 2003, Eduardo Gelo del Toro y Fernando López Aguilar realizaron la investigación arqueológica que permitió concluir que el mítico cerro de Coatepéc se encuentra en el Valle del Mezquital, Hidalgo. Todavía hoy, las comunidades que habitan en las cercanías del cerro actualmente conocido como Hualtepec mantienen la tradición oral de que “allí iba a ser México”. Al drama ocurrido en el cielo correspondió un rito análogo entre los hombres. Tezozómoc sostiene que los primeros aztecas, liderados por una mujer llamada Coyolxauh, desoyeron el mandato de Huitzilopochtili de permanecer en Coatepéc, por lo que el dios destruyó la primera ciudad de México, secándola. Diego de Durán, en cambio, cuenta que fueron los propios mexicanos los que la secaron. Como fuera, Huitzilopochtili mandó que prosiguieran la peregrinación. Los aztecas entraron en Tula en 1168, luego pasaron por Tequíxquiac, Tzompanco y Eacatepéc, cruzaron las tierras de los tepanecas, pasando por Azcapozalco y Popotla, y en 1248 llegaron al cerro del Chapulín, Chapultepec. En cierto momento del éxodo, había ocurrido un cisma entre los sacerdotes del sol y los de la luna. Míticamente, el hecho corresponde al abandono la hechicera Malínal Xóchil, hermana de Huitzilopochtli, en tierras del rey Chimalcuauhtli (Malinalco), con quien procreó un hijo, el mago Cópil, quien encontraría un final íntimamente ligado con la posterior fundación de México Tenochtitlán. En Chapultepec, los aztecas estuvieron a punto de ser exterminados por la conjura de las ciudades cercanas, todas incitadas por Cópil, quien quería vengar el abandono que su madre había sufrido por parte de Huitzilopochtil. Según Tezozómoc, esto ocurrió en 1285. Otra versión indica que la guerra en Chapultepec sucedió en 1280. Como fuere, los mexicanos salieron victoriosos, luego de que Huitzilopochtil encuentra a Cópil en el cerro de Tepetzingo, lo mata y le arranca el corazón. El cuerpo de Cópil fue enterrado en el que hoy conocemos como el Cerro del Peñón de los Baños, en donde brotó agua caliente. Acopilco se llaman aquellas fuentes termales, agua de Cópil. El corazón de Cópil, hijo de la deidad lunar, por órdenes de Huitzilopochtli, fue arrojado en un paraje de carrizales, y de él nacería un tunal tan grande y coposo que encima de él haría morada una enorme águila. Según algunas fuentes, el tenochtli del águila creció en donde ahora se yergue la catedral de la Ciudad de México. Otros opinan que estaba en una islita ubicada en donde ahora se encuentra la Plaza de Santo Domingo. Como sea, explica Gutierre Tibón: “Mexicco… precede al nombre Tenochtitlán, el lugar del cruento culto solar que se superpone al culto lunar”.


Años más tarde los aztecas encontrarían aquel tunal y atenderían la profecía de su dios. “Entre la salida de Aztlán y el descubrimiento del sitio predestinado para la erección de la capital azteca pasan cuatro siglos de 52 años…” De acuerdo al Códice Mendocino, el encuentro ocurre en 1324-1325. Y “la elección del punto exacto donde se erigió el primer adoratorio de Hutzilopochtli es fruto de una larga y paciente exploración realizada por los sacerdotes en el lago de la luna, Texcoco… Esto condiciona el primer nombre de la ciudad, Mexico, ombligo de la luna…”

sábado, 23 de octubre de 2010

El ombligo del mundo

Noreste de Asia. Siberia, hoy territorio ruso. Prácticamente sobre el círculo ártico, a más de 100 mil kilómetros al norte del Lago Baikal, se encuentra el lago más grande, antiguo y profundo del mundo. Muy cerca está lo que fue una mina de diamantes, descubierta por los geólogos Yuri Kanardin y Ekaterina Addeenko en 1955. Desde 2004, la mina dejó de ser explotada. Además de una ciudad casi desierta, queda un hoyo de 525 metros de profundidad y kilómetro y medio de diámetro. Un automóvil tarda más de dos horas para bajar por el tiro. Accidentes sui generis han ocurrido ahí: helicópteros succionados por el cambio de presión atmosférica. Se trata del agujero más grande del planeta. Por ello, hay quienes se refieren a él como el ombligo del mundo… Claro se trata de la oquedad más grande debida a la intervención del ser humano. El agujero natural más profundo del mundo está en Georgia, la caverna de Krubera, con 2,191 metros.
Un reducido montón de piedras que se puede encontrar en una pequeña ínsula del Pacífico, a más de 3 mil 600 kilómetros del continente americano. Los ingleses la llaman Easter Island, los españoles Isla de Pascua. Para los nativos, el sitio es Rapa Nui. Hay dos leyendas sobre primer nombre que tuvo esta la isla volcánica. En una el referente es Te pito o Te henua, el ombligo del mundo. Según la otra leyenda, el verdadero nombre de Rapa Nui es Mata-ki Te-rangi, ojos que hablan con el cielo. Hoy solamente queda un enorme Moai con ojos en toda la Isla de Pascua. Lo anterior ejemplifica una constante en varias mitologías: el ombligo del mundo es puerta al inframundo, pero también a los cielos.

O pensemos en Cusco, capital histórica del Perú prehispánico. El topónimo de la ciudad es el quechua Qusqu o Qosqo. La tradición afirma que significa centro, cinturón, ombligo. De nuevo, según la mitología inca, en ella confluían el mundo de abajo (Uku Pacha) con el mundo visible (Kay Pacha) y el mundo superior (Hanan Pacha). No es casualidad entonces que Cusco fue y es llamada el ombligo del mundo.

Al sureste de Turquía se encuentra la montaña de Nemrut, en donde fueron encontradas varias estatuas monolíticas del siglo I a.C., construidas por el rey Antínoco I de Comagene. Perduran dos leones, dos águilas y diferentes dioses armenios, griegos y persas, como Hércules, Zeus-Oromasdes, Tique y Apolo-Mitra. Según la mitología griega, Zeus liberó a dos águilas simultáneamente en los puntos opuestos de la Tierra, y en donde se encontraron, las aves enviadas por la deidad dejaron caer el Omphalós. Así marcaron el ombligo del mundo. Eso sucedería en la meseta meridional del monte Parnaso, en Grecia: Delfos, sitio en el que los griegos situaron el oráculo más famoso de la civilización clásica. Ojo: Delphús significa útero, según Hipócrates y Aristóteles. Por otra parte, el “pez” vivíparo, con ombligo, es delphis. Delphax es una marrana, una cerda, palabra que se deriva de una palabra griega que significa matriz. Para la cultura clásica griega, en Delfos estaba la puerta entre el cielo, el infierno y la tierra de los hombres... El ombligo del mundo, el centro de la Tierra.

¿Sabes, lector, quién realizó el primer mapamundi de la historia de Occidente que se conoce? Fue Anaximandro de Mileto (610-546 a.C.). Según este filósofo y cosmógrafo presocrático la Tierra era redonda y el centro del cosmos, y, por supuesto, en su representación cartográfica, en Delfos se encontraba el ombligo del universo.
erusalén también es un ombligo simbólico del mundo, del mundo occidental. El Talmud dice: Como el ombligo está ubicado en el centro del hombre, así Eretz Israel está en el centro del mundo, y Ezequiel (38,12) se refiera a los hebreos como el pueblo que mora en el ombligo de la tierra.

Gutierre Tibón (1905-1999) escribió que a lo largo de sus investigaciones encontró al menos 27 sitios alrededor del planeta en los cuales, según sus pobladores se encontró o encuentra el ombligo del mundo. El ombligo del mundo, una figura de gran poder simbólico presente en prácticamente todas las mitologías…, sobre todo en las de los pueblos que aspiraron en un momento dado en tener el dominio absoluto, la hegemonía del ecúmeno. Ombligo es centro, es puerta, es punto de partida y lugar de destino.

¿Dónde está hoy el ombligo de nuestro mundo? Más de mil doscientos millones de seres humanos dirían hoy que en La Meca, en Arabia Saudita. Judíos y cristianos, algo así como un tercio de la humanidad, quizá dirían que en Jerusalén. Supongo que muchos más, sin importar su fe religiosa, lo ubicarían en Nueva York. Cierro abriendo una pregunta: ¿en un mundo global cabe la idea de ombligo del mundo?

sábado, 16 de octubre de 2010

Aterrizar la identidad

 

El profesor Alan Knight (1946), director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Oxford y autor del obligado The Mexican Revolution (Cambridge, 1986), publico en la revista Nexos un espléndido ensayo: “La identidad nacional mexicana”. En principio, Knight desecha el término carácter nacional —apenas una creencia, una “quimera conceptual”—. Hablar de carácter nacional implica la creencia de que efectivamente existen una serie de formas de ser y actuar heredadas a los habitantes de un país por el puro hecho de serlo: los mexicanos nacemos corruptos y cueteros, todos los canadienses son buena onda y los argentinos son insoportablemente petulantes. Por supuesto, tales yerros conllevan regularmente conjeturas xenófobas y atizan traumas colectivos. El historiador subraya además la peligrosa cercanía del desacierto carácter nacional con la idea de identidad nacional, a la cual también prácticamente la arroja al saco de los conceptos espurios. Y es que, según explica el inglés, hay de dos sopas: por un lado, si uno se refiere a la identidad nacional “como un supuesto concepto explicativo objetivo” de la realidad social, entonces se cae en un desatino, toda vez que “es imposible hallar algún concepto explicativo objetivo bajo la clasificación general”; y por el otro, si con el término etiquetamos la creencia que la gente mantiene a lo largo del tiempo acerca de determinados atributos que se portan nada más por ser mexicano o iraní, entonces se podrá tener una interesante materia de estudio —muchos mexicanos creen que en verdad todos los habitantes de este país somos guadalupanos y tequileros, por ejemplo—, pero no una abstracción adecuada para entender las cosas. Así que de acuerdo a Alan Knight en estricto sentido ni uno ni otro término son válidos: “atribuir un hecho o una tendencia histórica a la ‘identidad nacional’ muchas veces sería tan tonto como atribuirlo al carácter ‘nacional’ (o racial), a fuerzas milagrosas o a los misteriosos caminos de la Providencia”.

 


Sin embargo, algo se puede salvar de la dichosa idea de identidad nacional. De entrada, el gran punto sobre la i: sea lo que sea, no es un determinante heredado de padres a hijos, no es una cualidad innata, sino algo que siempre está en proceso, “algo que fluye, se construye y se ‘alcanza’”… o se desdibuja, y que en cualquier caso ocurre en el ámbito sociocultural, no en el biológico. Por eso, no pasa de una pantagruélica estupidez decir, por ejemplo, que “la democracia no está en el ADN de la sociedad mexicana”. Por tanto, la nacional es un tipo específico de identidad que convive con otras muchas, como las regionales, las de género, las de clase, en fin. Para hacer operativo el concepto de identidad, Knight abre una posibilidad, enclavando en el concepto tres contenidos: la identidad nacional objetiva y sus rivales; su relación con el lenguaje y con la religión; y su conexión con el tiempo y el lugar. Del primer punto, destaca la ponderación de las identidades locales sobre la nacional: el retrato de los chilangos, los tapatíos o los hidrocálidos, necesariamente resulta más “‘objetivamente’ cierto y útil para fines explicativos” que cualquier representación de los mexicanos en su conjunto.

 

Queda entonces la identidad a partir de la diferenciación respecto a los demás: los mexicanos son dicharacheros y cotorros, los ingleses son parcos y flemáticos. Sin embargo, ¿quién juzga y desde dónde? Claro, se trata de percepciones subjetivas, de tal suerte que la pregunta perdura abierta: “Las características nacionales objetivas de los mexicanos ¿los diferencian drásticamente de otros?”

 

En el lenguaje, Knight no encuentra elementos marcadores suficientemente significativos para dar solvencia al concepto de identidad nacional, de hecho tampoco en la religión…, exceptuando claro a la Señora del Tepeyac: “la Virgen de Guadalupe…, acaso el mejor símbolo de la identidad nacional mexicana”. Y más allá…, ¿qué queda exclusivamente mexicano? El planteamiento del profesor Knight es tan incuestionable que a muchos podrá parecerle una perogrullada: un tiempo y un espacio específicos, una historia y un territorio, son los verdaderos marcadores de una identidad nacional.


 

A la hora de construir el concepto de identidad nacional mexicana, al parecer el estudioso inglés se inclina más por la dimensión espacial que por la temporal. Si bien los sucesos históricos ciertamente mantienen cierta presencia en el imaginario colectivo, y “constituyen en verdad marcadores importantes” de identidad, “resulta más fácil medir el ‘molde’ de la geografía que el de la ‘historia’”. Más incluso, si bien resulta indiscutible que el devenir a través del tiempo de una Nación marca necesariamente su identidad, debe recordarse que “la geografía tiende a generar estructuras históricas duraderas”. Por supuesto, el planteamiento del autor no cae en la tozudez del determinismo geográfico; de hecho, explícitamente apunta que “no queda claro si la geografía genera una clara identidad nacional”. Ciertamente, mientras que puede haber diversas versiones sobre cómo ocurrió y qué trascendencia tuvo determinado acontecimiento histórico, la existencia de las formaciones montañosas que atraviesan al país, por ejemplo, es contundentemente irrebatible… De nuevo: hay que aterrizar, territorializar.

sábado, 2 de octubre de 2010

El deseo de poder y el poder del deseo

Aquel año, la Historia tiró los dados cargados. Impelidos por un ideal nuevecito, apenitas recién aparecido en Occidente, el de la unidad nacional, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón dejaron caer el telón a ocho siglos de presencia árabe en España, al conquistar el último bastión moro en la península ibérica, el Reino nazarí de Granada. Ese mismo año, ellos mismos y deslumbrados por el mismo ideal, intolerante de origen, expulsaron a los judíos y a los moriscos. También en 1492, menos de cincuenta años después de que en Maguncia un tal Juan Gutenberg inventara la imprenta de tipos móviles, un nuevo lenguaje, el nuestro, estrenaba su primera Gramática, escrita por Antonio de Nebrija. Por si fuera poco, aquel año parteaguas, un oscuro marino genovés se topó con el Nuevo Mundo. El mundo se achicaba, el mundo se expandía. Aquel año de entrecruzamientos, el catolicismo estrenaba Sumo Pontífice: Alejandro VI (1431-1503), apelativo que tomó el segundo miembro de la familia Borgia (Borja) que lograba llegar a la silla de San Pedro: Rodrigo. El papado de Alejandro VI duró poco más de diez años (1492-1503), y se constituyó en el período de mayor fortaleza de la familia Borgia. Este mismo jerarca fue quien, casi cinco años después de la Reconquista de España, otorgara el título de Reyes Católicos a Isabel y Fernando.

No valenciano como los Borgia –Borja originalmente–, sino catalán, el espléndido escritor Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939 – Bangkok, 2003) plantó la mirada y toda su pericia literaria en aquellos años para escribir una novela histórica que hay que leer: O César o nada (Planeta, 1998). Vázquez Montalbán, también creador de la entrañable zaga de novelas negras protagonizadas por el ex agente de la CIA Pepe Carvalho, respalda su novela en un robusto trabajo de investigación historiográfica. El resultado es una pieza narrativa en la cual el apego a la historia no va en contra de la libertad imaginativa necesaria en cualquier discurso literario. Así, por ejemplo, desconozco si realmente Leonardo Da Vinci (1452-1519) y Maquiavelo (1469-1527) fueron amigos, pero no importa: como ocurre en O César o nada, pudieron serlo: “Gracias, Maquiavelo, acabo de descubrir el aspecto compasivo del lenguaje cuando enmascara la realidad… Yo sigo prefiriendo los sueños que son como estrellas en el firmamento interior. Nicolás, nunca se extraviará aquel que mira fijamente una estrella”. La verosimilitud que consigue Vázquez Montalbán es tanto literaria como histórica.

Difícil establecer cuál es el tema central de la novela, seguramente porque son varios y bien entrelazados. Uno de ellos, lo destaco, es la relación entre el sabio –intelectual diríamos hoy, aunque la palabreja ya más bien suena a vituperio– y el poder. La narración arranca cuando el florentino Nicolás de Maquiavelo es informado de la muerte de César Borgia, hijo de Alejandro VI, a quien años antes había asesorado y quien le serviría de modelo a la hora de escribir El Príncipe

Tenía razón César. Es usted uno de los pocos sabios que no parece tonto.

En el futuro, los sabios sólo sobrevivirán si parecen tontos.

Al menos, sirva la respuesta de Maquiavelo de explicación o pretexto documentado al comportamiento de muchos conocidos nuestros. O César o nada nos propone un Da Vinci utilitario, pesimista, hedonista y cínico. Como Pepe Carvalho, el polímata por excelencia de Occidente cocina manjares aunque César le pague por inventar máquinas de guerra que le ayuden a conquistar los dominios feudales que se oponen a su proyecto de unificar políticamente Italia; usa al poderoso y permite que éste lo use a él. El humanismo renacentista y la poderosa influencia que en él tuvo la iglesia católica, la explosión intelectual que significó el rescate de la Antigüedad clásica, el deseo de poder y el poder del deseo, el dilema de si es la fuerza del destino o la fuerza de las voluntades lo que mueve al mundo, la cosa pública que se decide en las alcobas y los asuntos privados que se debaten en el ágora, son sólo algunos de los muchos planteamientos y conflictos que Manuel Vázquez Montalbán pone en juego a lo largo de las más de cuatrocientas páginas del libro. Intensa en cuanto a las ideas que se abordan, O César o nada es además, como nos tuvo acostumbrados el novelista, un rico compendio de historias interesantes, plagadas de momentos críticos y de misterio, que la hacen merecedora de una lectura apasionada…

sábado, 25 de septiembre de 2010

Penes en pena

Hace un par de meses comenzó a circular en librerías La sangre erguida (Seix Barral, 2010), de Enrique Serna (Ciudad de México, 1959). Desde su primera novela, Uno soñaba que era rey (1989), Serna se plantó como uno de los narradores más importantes de su generación, junto con David Martín del Campo (Ciudad de México, 1952) y Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), sitio en el cual se ha consolidado después de publicar obras imprescindibles de la narrativa contemporánea de nuestro país, como la novela histórica El seductor de la patria (1999) y Fruta verde (2006). De Enrique Serna también hay que leer, al menos, su antología de cuentos El orgasmógrafo (2001), la acidísima novela El miedo a los animales (1995) y la colección de ensayos Las caricaturas me hacen llorar (1996).

En el foco de La sangre erguida, la sexualidad genital masculina… En el siglo XVI, Michel de Montaigne alertaba: “Hacemos bien en tomar nota de la licencia y la desobediencia de este miembro que se empuja hacia delante muy a destiempo, cuando no lo quieres, y que tan inoportunamente nos traiciona cuando más lo necesitan, sin importar los imperiosamente concursos de la autoridad de nuestra voluntad; de este miembro que tercamente y con orgullo se niega a todas nuestras incitaciones, tanto de la mente y la mano”. Uno de los tres protagonistas de la novela, Juan Luis Kerlow, un argentino capaz desde chamaco de controlar su pene a voluntad y que se ha ganado la vida como actor estrella de cine porno en Los Ángeles, escribe sus memorias y devela el tema central de toda la obra: “Miles de hombres pusilánimes… lloran sus penas. A mayor debilidad de carácter, mayor nivel de autonomía le atribuyen a su órgano viril, pues cuando su voluntad flaquea necesita crear un rival omnipotente para justificar su indolencia. De esa manera el hombre acobardado y fatalista se condena a tener dentro de su cuerpo una quinta columna o un caballo de Troya que puede traicionarlo de dos maneras: ya sea traicionando sus deseos más ardientes o bien atándolo a mujeres perversas con un atractivo sexual avasallador. Pero, ¿de verdad el pene es desobediente por naturaleza o lo hemos dejado insubordinarse por pereza mental?” Una segunda historia, que terminará entramándose con las otras, es protagonizada por un solterón catalán, Ferrán Millares, quien doblegado por la impotencia transita casi la totalidad de su primer medio siglo de vida en una virginidad doliente, rencorosa: “… durante décadas tuve que padecer el oprobio de la compasión ajena. En una época de sensualidades exacerbadas, cuando todo quisqui persigue afanosamente el santo grial del orgasmo, un solterón inspira más lástima que un ciego o un paralítico… Nadie importuna a un cojo para obligar a caminar. La impotencia, en cambio, es una invalidez oculta que sólo descubre la gente perspicaz o malintencionada.” La pastilla azul saldrá al quite del pene de Ferrán y abrirá para él un ciclo desaforado de peripecias sexuales. Completa la tercia Bulmaro Díaz, un mexicano que dejó familia, negocio y terruño en Veracruz por seguir la voluptuosidad caribeña Romelia, una mulata dominicana que lo prendó sexualmente. A lo largo de toda la novela, el connacional actúa “indefenso ante los caprichos autoritarios de su general”, esto es, de su órgano reproductor que, para colmo de males, a cada rato agarra el micrófono para marcarle los pasos a seguir, cualquier cosa con tal de alcanzar su única meta, el coito: “Pídele disculpas, ¿qué te cuesta? No seas orgulloso.’ Se hizo el sordo porque odiaba tener la personalidad dividida, pero el caudillo rapado repitió la orden con más firmeza: ‘Entra en ese cuarto y pídele perdón aunque te duela; más nos va a doler una noche de ayuno”. Enrique Serna hace que se encuentren en Barcelona el ex mecánico veracruzano venido a traficante callejero de viagra pirata, el catalán insufrible que convertirá a su falo en un instrumento punitivo contra las mujeres, y el actor porno que experimentará sorpresivamente una “irreversible sesión de soberanía”. Tres hombres entrampados por la ingobernabilidad de su pene, que se erecta cuando no debe y permanece flácido cuando debería erguirse, obsesionados desde su respectivo drama en el monotema que les cuelga entre las piernas. 

Probablemente concebida como un divertimento, quizá una de esas entregas comprometidas con la casa editorial, La sangre erguida es una novela bien escrita, divertidita, sin demasiadas pretensiones. No apto para ojos castos, seguramente escandaloso para buenas conciencias, el nuevo libro de Serna cierra las historias de una forma que me cuesta mucho no llamar moralista. Pero a ver que dice usted cuando lea la novela…

sábado, 18 de septiembre de 2010

Regreso al país que cambió para atrás

“Oye, recomiéndame un libro pa’ leer ‘ora en el puentezote del Bicentenario”, me pidió uno de los chales del Magiber. El Magiber porta un alias anacrónico y nos descubre vejetes a quienes así lo llamamos. Él y su banda se encargan de dar mantenimiento a todo lo imaginable en el lugar en donde trabajo, se organizan para jugar básquet de vez en cuando y, extraño, son lectores. A botepronto, le receté la última novela de Villoro: El testigo (Anagrama, 2004), Premio Herralde de Novela.

El protagonista de la más reciente novela de Juan Villoro acaba de regresar a México luego de vivir varios años en Europa. Además de compartir tal circunstancia, autor y protagonista, tienen las mismas iniciales, la misma edad, usan barba, en fin. Por supuesto, Juan no es tonto y tanto descaro debe leerse como una declaración: Villoro pone sus cartas sobre la mesa…: Julio Valdevieso, protagonista de El testigo, está plenamente autorizado por su creador para hacernos saber, por sus decires y sus actos, literariamente, la postura de aquel respecto a este enredo de país con el que llegamos al siglo XXI.

Después de vivir varios años en Europa, Julio Valdivieso, un intelectual especializado en literatura, regresa a la Suave Patria para encontrarse a sí mismo en un país, el suyo, que ha cambiado…: “Sí, pero cambió para atrás. En vez de un presidente patriarcal tenemos una confederación de autoritarismos: el viejo PRI, el PAN, los católicos recalcitrantes, el Opus, los narcos, los judiciales, la televisión. Los une la sangre, el culto de la muerte.”

El regreso de Valdevieso tiene mucho de rito iniciático: el descubrimiento de realidades ocultas tras el velo de la cotidianeidad, el recuerdo de omisiones y culpas, y su expiación; el diálogo con fantasmas que penan cargando un rosario de cuentas pendientes, y por ello mismo el retorno a México también es una caída en el purgatorio nuestro de todos los días: Julio Valdevieso regresa para ajustar cuentas: reencontrarse con los amigos de la juventud resulta no sólo la confrontación de proyectos con realidades, también la de recuerdos, porque las cosas jamás ocurrieron como pensábamos y, lo peor de todo, el porvenir no terminó siendo lo que habíamos soñado: “El futuro no trajo otra aventura que la reiteración, llegó como un confuso desgaste…”

En El testigo, Villoro hace suya una tesis que Carlos Fuentes ha defendido insistentemente: si no encaramos la reconstrucción de nuestro pasado no seremos capaces de imaginar y hacernos de un mejor futuro… Un verdadero cambio democrático, un verdadero proceso de inclusión ciudadana pasan, necesariamente, por el replanteamiento de nuestra historia, sobre todo la reciente. “Lo que el PRI institucionalizó no fue la Revolución sino el rencor”, le dice el siniestro Félix Ruvirosa a Valdevieso, un poco justificando la inercia de la violencia… Y es que el país probó las miles de la democracia pero nadie le avisó a los judiciales que las reglas del juego habían cambiado: la impunidad sigue y a Julio le darán una buena madrina… ¿Y quién o quiénes están atrás del ocurrido? Muy complicado saberlo con certeza, porque por más que apareciera el culpable, lo confesara y además aportara las pruebas necesarias, nosotros jamás creeremos que las cosas son como aparentan y mucho menos como nos dicen que son, porque aquí siempre hay mano negra, gato encerrado: “… en México las fabulaciones conspiratorias gozaban de mayo prestigio que las limitadas informaciones reales”.

Narcos mitificados en corridos que los niños cantan en las primarias oficiales, magnates näif que con el poder de la televisión pueden reescribir las leyendas que dan identidad a todo un pueblo, el poder de la Iglesia trepado en una motocicleta que recorre las casuchas regadas en la sierra o bien impulsando desde una suerte de filología teológica el proceso de canonización de Ramón López Velarde… Pero como “en México hay más grupos de protesta que problemas”, también, claro, era de esperarse el correspondiente grupo de resistencia trabajando desde la clandestinidad…

Julio Valdevieso se reencuentra con su origen: su país y su historia familiar, con México y con Los Cominos. El terruño de su estirpe está enclavado en el desierto, tan cerca de Comala y tan lejos de la selva —“Aquí nadie sabe conducirse con el agua. Una llovizna leve y florecen los pendejos. Somos gente de secas”—. Los Cominos, tierra de cristeros y de narcos, posible locación de la telenovela nacional, herida abierta del agrarismo, museo vivo, archivo maltrecho en donde mujeres como Ignacia comparten con un animal disecado la memoria…

Con su tercera novela, que en definitiva hay que leer, Juan Villoro confirma que el sitio que ha ganado en la literatura contemporánea de nuestro país no es gratuito: se trata sin duda de uno de los escritores más importantes de su generación.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Ni aunque sí

El rector de la UNAM dijo que son casi siete millones. Luego la SEP y el CONAPO salieron a desmentir: reinterpretando las cifras de la Encuesta Nacional de la Juventud, declararon que la realidad es otra, que hay que descontar a seis millones de mujeres que ni estudian ni trabajan pero se dedican a los quehaceres del hogar y a cuidar chamacos; así, la verdad oficial es que no llegan a 300 mil. Guerra de cifras. El caso es que las estadísticas son flexibles, escribió Mark Twain, pero los hechos son obstinados. Como en otros tantos grandes líos nacionales, el análisis cuantitativo bien puede ayudar a opacar las cosas. Sean seis o siete millones los ninis, ¿cómo son? ¿Qué tan ingenuo o no resulta apostar por los que hoy son jóvenes? Tengan o no chamba, se dediquen o no nada más labores domésticas y de crianza, ¿qué se puede prospectar pensando en los hombres y mujeres que andan ahora entre los 12 y los 29 años de edad? Haciendo a un lado las estadísticas y ya encarrerados la demografía, la sociología y todas las ciencias sociales, sugiero echarle un ojo al asunto desde la ventana de la literatura. En particular, una novela más o menos reciente: Diablo Guardián, de Xavier Velasco (Alfaguara, 2003).

Diablo Guardián arranca con texto de impactante fuerza expresiva, en el cual se presentan los dos protagonistas de la novela: Violetta y Pig, su Diablo Guardián:

" … me acuso de ser yo por todas partes. O sea de querer siempre ser otra. Y hasta peor: conseguirlo, ¿ajá? Me acuso de bitchear, witchear, rascuachear, de ser barata como vino de tetra-pak, y al mismo tiempo cara, como cualquier coatlicue traicionera… Me acuso de acusar al confesor por mis pecados, y de haberlo nombrado Demonio de Mi Guardia…"


Detesto las reseñas que develan la trama de un libro, más todavía si se trata de una buena novela. Diablo Guardián lo es. Apenas, pues, digamos que Velasco cuenta la historia de un encuentro, o mejor, de la suma de los muchos desencuentros personales que llevarán a dos excéntricos personajes a toparse el uno con la otra… y así con ellos mismos.

Desde sus andares, Pig y Violetta, feroces outsiders de la clase media urbana mexicana, permiten al lector husmear las tragicomedias cotidianas de sus terruños desde palcos preferenciales: la soledad, la acidez del desencanto, el fracaso, el individualismo como estrategia y como condena, el rompimiento de todo compromiso social… Los protagonistas de Diablo Guardián ya no son los onderos de hace cuarenta años; no son optimistas, no son propositivos, mucho menos revolucionarios… Por el contrario, son los jóvenes que nacieron y crecieron con la crisis tatuada como condición perpetua de vida, asqueados de la corrupción y al mismo tiempo transas consumados: “Está todo tan pinche corrompido que la decencia tiene que esconderse para sobrevivir”.

Se trata de la generación que ha vivido trepada en el tobogán de la depauperación, con las uñas y el ánimo roto, embobada por los escaparates, y el terror a la pobreza quitándole el sueño cada fin de quincena. Ellos, ahora la gran mayoría en este país, transitan de descalabro en descalabro con la certeza de que por más inclemente que pueda ser su postura crítica ya nada los hará creer en una solución que vaya más de la contingencia, porque la desconfianza en el otro, en todos los demás, necesariamente lleva al pesimismo: “Toda la gente que se propone enderezar al mundo lo que en realidad quiere es enchuecarlo a su medida. No hay nada más retorcido que un enderezador.” Y desde ahí, ¿cómo imaginar un futuro mejor en el que quepamos todos? Imposible: “Yo solamente entiendo la necesidad de una revolución si me dices que todos nos vamos a ir a Las Lomas. Y ahí está la mierda, ¿ajá? Con tanto muerto de hambre Las Lomas se volvería una puta vecindad.”


Pig quizá más ensimismado, Violetta volcada hacia fuera, pero ambos atroces a la hora de ver su origen de clase en el espejo; la vulnerable clase media balconeada en todo su patetismo:

“Si yo trataba de arrimarme a Polanco y Lomas con esas caravanas de sirviente fino, júralo que de miau no me iban a bajar. Ni a subir, ni a dejarme mover. Es como si tú llegas con un desconocido y le dices: Buenos días, caballero. El tipo te va a dar las llaves de su coche, pero para que se lo laves… Ya me imagino lo que piensa una señorona con tremendo caserón en Las Lomas cuando un pinche inquilino de Rinconada del Carajo le sale con que Está usted en su casa. ¿Te imaginas la respuesta sincera? No me digas que no. ¿Cuándo en la vida ha visto usted que yo tenga una casa así de pinche? Claro, esas cortesías se inventaron cuando los ricos todavía eran cursis. Ya luego echaron la decencia a la basura y la bola de pránganas se abalanzó sobre ella, como moscas”.

¡Pobres clasemedieros! ¡Tan lejos del primer mundo y tan cerca de la pobreza! ¡Tan obvios en nuestros miedos y tan angustiados por que no se nos noten! ¡Qué osos!:
“Me enferma esa palabra: oso. Los ejecutivos de la agencia viven con el Jesús en la boca por miedo de hacer un oso con sus pinches clientes. Tanto miedo le tienen al ridículo que le dicen oso. Le decimos, pues… Nadie vive tan cerca del ridículo como la clase media."

Por supuesto, como cualquier novela que realmente lo sea, Diablo Guardián permite muchas lecturas… Pero que aquí pare la cosa, y tú ponte a leer…

sábado, 4 de septiembre de 2010

El filósofo declara

Desde la pelona hasta las suelas, un par de filas abajo de nosotros, con toda su apabullante sapiencia el sociólogo Roger Bartra reía.
PROFESOR: En la Academia predomina la disfunción eréctil. Cinco de cada tres miembros la padece.
ESPOSA: ¿Cinco de cada tres?
PROFESOR: Tienen un sobrante metafísico, para penes futuros. Penes que aún no reclutan.
El montaje apenas llevaba unos pocos minutos y todos los que integrábamos el afortunado respetable, menos de cien personas, ya estábamos a tono: se nos venía encima una catarata de ironía…
ESPOSA: Está en silla de ruedas. Dispone de perfecta invalidez para entrar a la Academia.

Viernes de la semana pasada, noche de estreno en el Teatro de Santa Catarina, el pequeño gran foro que la UNAM tiene en Coyoacán. El filósofo declara, la más reciente pieza dramática de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956). Palos al acartonado mundo de la academia universitaria, pero también cubetazos de ácida agudeza al pachorrudo México Bicentenario y su clase gobernante:
PROFESOR: Vivimos en un país experimental. Los mandatarios abren un libro y sienten vértigo. Padecen laberintitis ideológica. Les preguntan cuáles son sus convicciones, qué ideas defienden, qué marco teórico los respalda y sienten que la tierra se abre.
Entre el público, algunos escritores, Carmen Boullosa toda de negro y el propio dramaturgo, que no perdonó ni a los de su estirpe:
PROFESOR: … Los escritores son de una vanidad abyecta. Odio las novelas, ese bazar de lo concreto. Para leer filosofía en alemán basta conocer conceptos. Para leer literatura en alemán hay que saber cómo se dice pus.

Y en el escenario, la artistiada, un reparto de primera: el Profesor es interpretado por Arturo Ríos (Entre Pancho Villa y una mujer desnuda); como su esposa, Pilar Ixquic Mata (Arráncame la vida); Emilio Echevarría (Amores Perros) encarna a Bermúdez, el Presidente de la Academia Mexicana de Filosofía; como Pilar va Fabiana Perzabal (Bienes raíces, Once TV), y Edgar Parra le da vida al Chofer. Todos dirigidos por Antonio Castro. Teatreros netos…


PROFESOR: … Además, ¡sí soy prejuicioso! En natación dominan los blancos y en basquetbol los negros. ¿Crees en Darwin? La filosofía no es para las especies menores. ¡O eres guatemalteco o eres metafísico! No se puede ser las dos cosas. Cometí el error de ser filósofo en un país en donde la mente se corrige a balazos.
Muy propia, en la primera fila, pegadita a los histriones, toda fashion ella, Denise Maerker se ocupaba en mostrar cómo se divierten los famosos recatados, mientras arriba, hasta el fondo, a carcajada batiente un par de escandalosos que no he visto nunca en la tele irrumpía constante: ella, lentes de pasta CK, a cada estertor catapultaba desde la butaca toda su alegría. En el escenario, mirando a un falso horizonte, el Profesor recuerda Aguascalientes: Los atardeceres del desierto tienen un tono violáceo. Al fondo, los cerros se cubren de sombras azules.

El filósofo declara es una pieza teatral en dos actos. Un divertidísimo pinponeo de diálogos mordaces. Una sátira tramada a brincos entre las grandes abstracciones, ésos conceptos que se escriben con mayúsculas, en la que Villoro integra hábilmente recursos del thriller y del teatro de enredos. Pero, ciertamente, ni cómo negarlo, para desternillarse a gusto, el espectador ocupa mínimo prepa, y bien cursada…
PILAR: Sí. Wittgenstein le enseñaba a Russell…
PROFESOR: Al revés.
PILAR: Perdón, vas a creer que soy una ignorante. No sé mucho de filosofía.
PROFESOR: Nadie sabe mucho de filosofía.
ESPOSA: Salvo su eminencia.
PROFESOR: La filosofía no es algo que se sepa mucho, es un modo de pensar.
Al igual que en su primera obra de teatro publicada, Muerte parcial, que también se estrenó en el Santa Catarina, Juan organiza en el tablado un inteligente juego de matrioskas, en el que en una representación teatral encierra a otra… Desconfía de las apariencias, reverbera a cada rato el montaje. La realidad no pasa de ser un sitio en el que se bebe Fanta. Con todo, de todas las caras de la pieza, me quedo con la única luz que deja ver dentro de la caverna…
ESPOSA: ¿Sigues trabajando en la división mente-cuerpo?
PROFESOR: La he trabajado con usted.
Y sí, quizá la matrioska más pequeña de El filósofo declara, la que está oculta por todas las demás, sea sencillamente la renovación de una apuesta muy vieja, quizá la única por la que siga valiendo la pena arriesgar todas las canicas.
PROFESOR: Los afectos valen más si son escasos. Si digo que te quise eso significa mucho más que si lo dices tú.
BERMÚDEZ: Claro, porque eres un ojete.
PROFESOR: El afecto de un ojete vale más.
Obscuridad, aplausos. Al término, vino de honor en vasitos de plástico… y Fanta de naranja. Ni Bartra ni Villoro, otro sociólogo, subraya: A pesar de todo, quedan oasis en este país… ¡Y pensar que la mayoría prefiere ir a ver El pelón en sus tiempos de cólera!

jueves, 26 de agosto de 2010

Inception

Dreams feel real while we’re in them.
It’s only when we wake up that realize
something was actually strange.
Dom Cobb


De nada en particular, sin llegar a nada, llevabas más cuatro horas y media platicando con la persona que te mantiene reconciliado con la especie humana. Abundaron los silencios, los suspiros. El tiempo se fue volando...: ¡caray, tienes una cita! Media hora después, compartes la salita de espera con un barrigón que no ha dejado de quejarse. La música ambiental es abominable. La recepcionista no ha dejado de masticar un descomunal mazacote de chicle: – Ya orita, eh…; en cinco minutitos el doctor lo atiende. No hace falta aguzar el oído: el escándalo testimonia que, adentro, a alguien le están taladrando una muela. En el reloj de pared, la manecilla más delgada avanza a razón de un brinquito por segundo, pero tú experimentarás un martirio prolongadísimo: siete minutos y medio después, cuando te hagan pasar con el dentista, sentirás que pasaste una eternidad ahí sentado.

Hay segundos en los que caben meses, años enteros que pasan en un santiamén, un par de instantes de la semana pasada que aún no terminan, semestres que se fueron en un abrir y cerrar de ojos, tardes fugaces que dan para novelas de ochocientas páginas… Echando mano de las palabras de un hombre inteligente que pasó buena parte de su vida reflexionándolo, Paul Ricœur (1913-2005), digamos que “nuestra experiencia temporal es confusa, informe y, en última instancia, muda”. Más que una evidencia concreta, indiscutible, precisa, confiable, eso que llamamos realidad se presenta diariamente como una serie de percepciones desarticuladas que cotidianamente debemos configurar, a riesgo de perdernos en el caos. ¿Cómo? Acudo de nuevo Ricœur (Narratividad, fenomenología y hermenéutica; 1977): “de un modo u otro, todos los sistemas simbólicos contribuyen a configurar la realidad”. Efectivamente, nos pasamos la vida intentando dar orden y sentido a la realidad por medio, en principio, del lenguaje.


Eso que llamamos realidad, al menos, tiene dos pilares: espacio y tiempo. En cuanto al tiempo, que como dijo San Agustín todos sabemos qué es mientras no nos pregunten qué es, ¿cómo es que nos afanamos en configurar la experiencia de vivirlo? La empresa no es poca cosa, toda vez que todo lo que nos ocurre, para que suceda, pasa en el tiempo. Ricœur responde: “Todo lo que se cuenta sucede en el tiempo…, se desarrolla temporalmente; y lo que se desarrolla en el tiempo puede narrarse. Incluso cabe la posibilidad de que todo proceso temporal sólo se reconozca como tal en la medida en que pueda narrarse de un modo u otro”.



Ordenar la experiencia narrándola, tal me parece que es en última instancia el gran tema de la última cinta de Christopher Nolan, Inception (El origen en México). Más allá de las peripecias de un ladrón dedicado en robar secretos industriales tomando por asalto el subconsciente de sus víctimas en el mundo de los sueños, la película de Nolan muestra en forma espectacular cómo todos y cada uno poblamos nuestras realidades particulares de proyecciones de nosotros mismos. Emparentado con la cándida Alicia de Lewis Carroll, Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) entra y sale de realidades oníricas, propias y ajenas, pero él lo hace a voluntad. En deuda con The Matrix de los hermanos Wachowski, Cobb y sus secuaces son expertos en el arte de construir laberintos complejos en las cuales el soñador no sepa que está dormido o incluso en los cuales, sabiéndose soñador, prefiera quedarse ahí. Inception viene a recordar al público del siglo XXI algo que desde hace miles de años el hombre sabe, algo que tú mismo pudiste experimentar anoche mismo: que en un par de segundos de sueño profundo puedes vivir una epopeya. La lectura obvia: en el subconsciente echamos a andar una poderosa máquina del tiempo. Pero entrelíneas subyace el mensaje profundo: la conciencia misma, al configurar lo que nos sucede, manipula el tiempo. La cualidad temporal de la experiencia es el referente de la aburrida jornada de trabajo que sufriste ayer, pero también de la pesadilla que te acaba de despertar con el corazón a galope justo antes de que una horda de camaleones asesinos te diera alcance. La cualidad temporal de la experiencia, insiste Paul Ricœur, resulta “el referente común de la historia y de la ficción”. Por eso, tanto lo que te sucede despierto como lo que te ocurre soñando únicamente tiene sentido si te encargas de narrarlo. Al narrar lo que sucede, buscamos otorgar inteligibilidad a la experiencia, para lo cual es necesario tramar los acontecimientos: “la trama es la unidad inteligible que compone las circunstancias, los fines y los medios, las iniciativas y las consecuencias…; es el acto de ensamblar esos ingredientes de la acción humana que, en la experiencia diaria, resultan heterogéneos y discordantes”. Así, bien podríamos decir que hay de dos sopas: si no tramas tu propia historia te pasan cosas, si la tramas haces cosas. Narrar es humanizar el tiempo. No tramar tu propia historia te deja como un mero personaje en el sueño de otro.

sábado, 14 de agosto de 2010

Pascal in love

Lo último que uno sabe es por dónde empezar, afirmó Blaise Pascal. De él mismo, se dice que terminó rogando: Que Dios nunca me abandone…, sus últimas palabras. Nueve años antes de morir había escrito que la vida de un hombre es miserablemente corta, opinión con la cual usted podrá estar o no de acuerdo, dependiendo del hombre del que estemos hablando, porque en algunos casos, para qué negarlo, más bien nos vemos tentados a preguntarnos por qué diablos no ha fenecido ya tal o cual personaje. Pero con Pascal la sentencia sin duda aplica: míseramente breve fue su paso por este mundo. Nació en Clermont-Ferrand, Auvernia, Francia, el 19 de junio de 1623, y falleció en París el 19 de agosto de 1662. No había cumplido pues cuarenta años de edad…, lo cual significa que, según él mismo, ni siquiera sumó veinte años de vida como hombre: yo no contaría más que a partir del nacimiento de la razón, a partir del momento en el que la razón nos sacude, lo cual no suele suceder antes de los veinte años. Antes se es niño. Y un infante no es un hombre. Ciertamente, un juicio que hoy resulta políticamente incorrecto; con todo, si tuviera que debatir el dictamen, no atacaría por tal flanco al francés, sino más bien por lo evidentemente paradójico que resulta que haya sido precisamente él, Pascal, quien lo hubiese facturado, un cuate que a los once años en lugar de escarbarse la nariz se dedicó a escribir un tratado sobre el sonido que los cuerpos en vibración producen, un teenager que además de exprimirse los barros a los 16 se daba tiempo y tenía cráneo para redactar tratados de geometría euclidiana... Pero no, ¡cómo animarse a contradecir al gran Blaise Pascal!, un genio de la talla de portentos como Aristóteles, Avicena, Da Vinci, Leibniz, Descartes, Newton... y no muchos más, polímatas, gente que dejó legado a la Humanidad en muchos campos del saber. Pascal no sólo dejó huella en la geometría –la línea Pascal y el triángulo aritmético, por ejemplo–, no sólo debe ser considerado pionero en el cálculo probabilístico, no sólo revolucionó la Física con su conceptualización del vacío, no sólo se erige como el creador de un parteaguas en la evolución de las máquinas de pensar –dinastía de aparatejos que se remonta al ábaco y en la que hoy se encuentra todo el equipo de cómputo– por ser el inventor de la primera sumadora mecánica de la historia, la pascalina, sino que también su quehacer como filósofo y teólogo lo ubican como un protagonista del pensamiento occidental. De este monstruo, el FCE acaba de publicar Discurso acerca de las pasiones del amor y otros opúsculos (2010), un pequeño librito con cuatro grandes textos, el que le da título al volumen y “Acerca de la conversión del pecador”, “Oración para pedirle a Dios el buen uso de las enfermedades” y “Tres discursos acerca de la condición de los grandes”.
Pascal sostiene que el ser humano está aquí para pensar, y que ni un momento deja de hacerlo. Traemos al hámster corriendo en la azotea, pero no precisamente para reflexionar en torno a pensamientos puros: la Verdad, el Destino, Dios, el Infinito... y demás asuntos de inmenso alcance no son lo que nos aceleran las neuronas. ¿Entonces? Harto más mundano es el interés del hombre: quiere acción, le son necesarias pasiones que lo agiten y lo hagan sentir... ¿Y cuáles? El buen Blaise responde: las pasiones más propias del hombre, origen de muchas otras, son el amor y la ambición... Sorprendente binomio. Digo, ¿la ambición a la misma altura que el amor? El planteamiento resulta perfectamente adecuado para un señor acostumbrado a pensar en términos matemáticos: echado fuera de sí, los hombres o se entregan con impulso amoroso, o buscan jalar todo para sí con afán ambicioso. Pascal no moraliza. Si bien el galo sostiene que amor y ambición se debilitan recíprocamente, no tilda a aquel de excelso y bueno, y a ésta de aborrecible y perversa; ambas son fuente de placer. Según él, en ambas pasiones, amor y ambición, se encuentra el estado más feliz que puede alcanzar la naturaleza humana. No podía ser de otra manera, porque en ambos casos el fin perseguido es el mismo: la belleza. Para el amor la edad no importa, dice Pascal, a quien la vida solamente le alcanzó para ser niño y joven. Sin embargo, no todos, no todas, pueden amar igual: cuanto más espíritu se tenga, más grande serán las pasiones. Y la diferencia no es sólo cosa de tamaño: la claridad del espíritu también implica la claridad de la pasión... Las grandes almas, pues, aman más y mejor, y además se tiran a un círculo virtuoso: el amor nos da más espíritu, aunque siempre lo colma. Por eso, el clavado sólo puede ser de cabeza, a lo bruto: no puede haber pasión sin exceso.

Henri Matisse - Still Life with Pascal's 'Pensees'


viernes, 6 de agosto de 2010

Footing

Entre las profecías de Pero Grullo que Francisco de Quevedo Villegas (1580-1645) trae a cuento en su Sueño de la muerte, hallo la siguente: Volaráse con las plumas, andaráse con los pies, serán seis dos veces tres.

Perogrullada –vocablo por cierto acuñado por Quevedo– como la anterior es la que a mi juicio se estableció como conclusión de una investigación realizada hace poco por el Departamento de Neurociencia de la Universidad de Cambridge y el Instituto Nacional de Envejecimiento de Maryland. El sesudo estudio, publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, consistió en hacerle la vida imposible a un grupo de ratones de laboratorio. Dividieron a los roedores en dos equipos: el primero fue destinado a una rutina sedentaria, toda vez que le fue suministrado alimento y demás condiciones de vida, pero se le negó el acceso a la rueda corredora en la cual gustan ejercitarse estos animalitos; al segundo conjunto también le dieron de comer como dios manda y además se le permitió usar el carrusel a su gusto. Luego de un tiempo, sometieron a todos los ratones a una prueba de memoria digna de sus cerebros: puestos frente a un pequeño monitor sensible conectado a una computadora, en el cual se desplegaban dos cuadrados idénticos, cada mus musculus tenía que optar y tocar alguno de ellos; si seleccionaba el derecho no ocurría nada, si en cambio elegía el izquierdo era premiado con un trozo de azúcar. El resultado es obvio: los ratones condenados a la flojera pudieron alcanzar menos de la mitad de la cantidad de aciertos que lograron sus congéneres corredores. ¡Bravo! Y luego de tanto método, a publicar resultados y a presumir el avance de la ciencia: en entrevista con The Guardian, Timothy Bussey, responsable del Laboratorio de Sistemas Cognitivos y Neurociencias de la Universidad de Cambridge, declaró ufano: “Ahora sabemos a ciencia cierta que el ejercicio puede ser bueno para las funciones cerebrales”.


Sin ratones de por medio, quien seguramente sabe en cuerpo propio las ventajas del footing es el novelista japonés Haruki Murakami (Kito, 1949). Del mismo autor de maravillas como Kafka en la orilla y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, hoy en las mesas de novedades de las librerías Tusquets ofrece De qué hablo cuando hablo de correr.

Murakami es un corredor, así, sin adjetivos. El hombre no sólo se avienta dos o tres maratones al año, sino que también ha hecho la locura de correr un ultramaratón, esto es, trotar por casi doce horas para sumar la distancia de cien kilómetros. Para alcanzar esto, claro, desde hace muchos años el escritor ha incorporado el footing como parte de su cotidianeidad: “corro bastante en serio. Cuando digo ‘correr en serio’ me refiero, hablando de cifras concretas, a correr sesenta kilómetros a la semana. O sea, a correr diez kilómetros al día durante seis días a la semana”.

Escrito como una bitácora (la primera entrada data del 15 de agosto de 2005 y la última del 1° de octubre de 2006), el libro puede entenderse como muchas cosas, pero sin duda no como uno de esos manuales de autoayuda que pretenden a decirle a la gente por dónde transitar rumbo a la superación personal. En otras palabras, me parece que Murakami no quiere convencer a nadie de que se ponga los tenis. Me parece que el texto es un extraordinario ejercicio de introspección y, por esa vía, un compendio de reflexiones honestas e inteligentes en torno a dos temas: la individualidad y la creación literaria, específicamente el arte de novelar. La liga que establece entre ambos, la soledad. Como cualquier corredor de fondo, Murakami se declara un tipo solitario: “soy de esos a los que no les produce tanto sufrimiento el hecho de estar solos. Correr cada día completamente solo durante una hora o dos sin hablar con nadie, o pasar cuatro o cinco horas escribiendo y en silencio frente a una mesa, no me resulta especialmente duro ni aburrido”. Por supuesto, nadie sin un ego bien plantado podría afirmar sinceramente algo así, y a las pruebas: “Que yo sea yo y no otra persona, es para mí uno de mis más preciados bienes”.


Murakami cuenta cómo, zancada a zancada, sumando poco a poco los kilómetros que cada mañana se propuso recorrer, ha conseguido también formarse como novelista: “la mayoría de lo que sé sobre la escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana”.

Probablemente Murakami no tenga registrado que el ejercicio aeróbico es capaz de potenciar el crecimiento de neuronas en el hipocampo, como demostraron los investigadores de Cambridge. Lo que sí sabe es que correr y crear le produce alegría. “Ir consumiéndose a uno mismo, con cierta eficiencia y dentro de las limitaciones que nos han sido impuestas a cada uno, es la esencia del correr y, al mismo tiempo, una metáfora del vivir (y, para mí, también del escribir)”.