sábado, 30 de mayo de 2015

Robinsonadas

Para la Real Academia de la Lengua Española, en nuestro idioma la palabra no existe, aunque sí consigna el adjetivo robinsoniano: “perteneciente o relativo al héroe novelesco Robinson Crusoe”.  Por su parte, la Enciclopedia Británica define robinsonada en los siguientes términos: “cualquier novela escrita a imitación de Robinson Crusoe de Daniel Defoe, que se ocupa del problema de la supervivencia de un náufrago en una isla desierta”. Recordemos que el vocablo robinsonada fue acuñado en 1731 en Alemania por Johann Gottfried Schnabel (La isla de la fortaleza de piedra). ¿Pero Defoe inventó el subgénero? Es decir, ¿Robinson Crusoe (1719) es la primera robinsonada?

Cien años antes de la publicación de la novela de Daniel Defoe, también en Londres, Shakespeare había estrenado La tempestad (1611), una pieza teatral en la que Próspero, el legítimo duque de Milán, es traicionado por su propio hermano y arrojado a una isla semidesierta, en la cual sobrevive y prepara su venganza. Pero, cuidado, ni Próspero es un Robinson ni mucho menos Calibán es una especie de Viernes; y si existe una autoridad para afirmarlo es Harold Bloom, quien insiste en que este último personaje no es más que “un monstruo salvaje, que ni de lejos se puede defender como símbolo de la emancipación indígena” (Shakespeare: la invención de lo humano).


Otra robinsonada pre robinsoniana: 51 años antes del Robinson Crusoe, el también inglés Henry Neville (1620-1694) publicó The Isle of Pines. En una serie de cartas, un holandés, Henry Cornelius Van Sloetten, cuenta la historia de un náufrago con buena estrella: George Pines, quien fue a parar a una paradisíaca isla desierta en el Pacífico sur, junto con cuatro agraciadas féminas, con quienes se esmeró en reproducir la especie. Hasta aquí la cosas van muy bien; sin embargo, años después, para cuando el holandés encuentra la isla —poblada ya por los nietos y bisnietos de Penis, perdón, Pines—, aquello ya ha involucionado, de tal forma que el relato se convierte en la descripción de una antiutopía.

Posteriores al libro de Defoe, abundan las robinsonadas. Novelas como The Female American (1767), de autor anónimo; La familia Robinson suiza (1812), de Johann David Wyss; La isla misteriosa (1874), Escuela de robinsones (1882) y Dos años de vacaciones (1888), las tres de Verne (1828-1905); La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells (1866-1946); El Robinson italiano (1896), de Salgari (1862-1911); El señor de las moscas (1954), de Golding (1911-1993); Foe (1986) de Coetzee; La isla del día de antes (1994), de Eco… Y en pantalla grande, además de las adaptaciones de la novela de Defoe —como la de Buñuel (1954) o la de Rod Hardy y George T. Miller (1997)—, evidentes robinsonadas como Náufrago (2000), un de las mejores cintas de Zemeckis.

Más allá de las robinsonadas descaradas —el náufrago en la isla desierta que lucha por sobrevivir—, el personaje creado por Defoe, en tanto referente simbólico, da para más. A Sabina por ejemplo le sirve para describir la ausencia del ser amado:
Extraño como un pato en el Manzanares,torpe como un suicida sin vocación,absurdo como un belga por soleares,vacío como una isla sin Robinson…
… o para hacer una incisiva crítica social de Cuba:
Y a las barbas de la revolución les salían más canas cada día, y el mañana era un niño que mentía, y todos se llamaban Robinson.

En uno de sus ensayos, Teodoro W. Adorno (1903-1969) acude a la figura del náufrago de Defoe para develar el sentido profundo de los personajes creados por Franz Kafka (1883-1924), como Gregorio Samsa (La metamorfosis, 1915) o Josef K. (El proceso, 1925):
el sujeto kafkiano… cae de situación desesperada y sin salida en situación desesperada y sin salida: las estaciones de la aventura épica se hacen estaciones de la pasión… Lo monstruoso se convierte en el mundo entero, en la norma... En Kafka la razón trabaja para que destaque la locura objetiva… Kafka cuenta cómo van propiamente las cosas, pero sin ilusiones sobre el sujeto que, en extrema conciencia de sí mismo —de su nulidad—, se arroja al montón de basura… Kafka ha escrito la robinsonada total, la robinsonada de una fase en la que cada hombre se hizo su Robinson, bogando sin timón en una balsa cargada de trastos reunidos sin conexión. La relación que existe entre robinsonada y alegoría, que tiene su origen en el propio Defoe, no es ajena a la tracción grande de la Ilustración; corresponde a la original lucha burguesa contra la autoridad religiosa.
Y aquí dejo en paz al buen Robinson Crusoe, puesto que todo esto comenzó porque me sorprendió tremendamente enterarme de que la traducción de la novela de Defoe al castellano más conocida durante varias generaciones en España e Iberoamérica, la realizada por Julio Cortázar (1914-1981), está mutilada, y no cualquier cosa, sino ampliamente. Quien más ha estudiado el caso es el catalán Enrique de Hériz, y aunque no ha dado con una explicación respecto a lo que motivó Cortázar para traicionar a Defoe con las tijeras, sí logró decantar el criterio que utilizó el argentino:
Robinson Crusoe está lleno de reflexiones de orden religioso en torno al pecado de la desobediencia y a propósito del uso que Dios hace de la Providencia para castigar a quien lo practica. Está plagado de ideas sobre la organización de la sociedad que responderían, como mínimo, al calificativo de “jerárquicas”. Si a alguien con el perfil ideológico de Cortázar le daba por recortar un tercio…, era lógico que quitara exactamente eso y eso es justamente lo que falta en su versión.
Así que la versión de Cortázar del Robinson Crusoe es casi otra robinsonada.

sábado, 23 de mayo de 2015

De vuelta a la Naturaleza en viernes

Nature has left this tincture in the blood,
That all men would be tyrants if they could.
Daniel Defoe


Apenas doce años después de que Daniel Defoe diera a conocer en Londres The Life and Strange Surprizing Adventures of Robinson Crusoe… (1719), un tal Gisander, pseudónimo del escritor Johann Gottfried Schnabel (1692-c. 1758), publicó en la localidad alemana de Nordhausen un libro en el cual relataba la historia de un náufrago europeo, quien, además de sobrevivir, haría vida ejemplar en una remota isla del océano Antártico. Con un título de más de ciento veinte palabras —a partir de la edición 1828, sencillamente Insel Felsenburg, literalmente La isla de la fortaleza de piedra—, la obra sería la primera de cuatro partes (1731, 1732, 1736 y 1743) y gozaría de un enorme éxito en Alemania durante todo el siglo XVIII. Schnabel escondía su nombre verdadero pero no sus influencias: en el prefacio de la primera entrega se refiere al libro de Daniel Defoe, e incluso acuña una palabra para referirse a lo que hoy es prácticamente un subgénero literario: Robinsonaden, vocablo que regresó como robinsonade al inglés y traducimos robinsonada al español.


A partir del relato del marinero que naufraga en una ínsula incomunicada de la civilización europea y logra sobrevivir gracias a su trabajo, en Insel Felsenburg la trama corre para desarrollar un clásico planteamiento utópico: la pequeña comunidad que vive feliz gracias a una insólita forma de organización social. Ciertamente, desde el Robinson Crusoe de Defoe y en todas las robinsonadas se entrecruzan ambos motivos: primero, el destierro y separación de un individuo respecto de la sociedad europea, y luego alguna suerte de utopismo. Con razón, Coetzee afirma que en el caso de Crusoe la narración se trama a partir de un modelo bíblico: desobediencia - castigo - arrepentimiento - liberación. El joven Crusoe no se queda en York tal como lo conmina su padre, y en lugar de ello se deja arrastrar por la ambición; el naufragio y su reclusión en la isla desierta serán, primero, el castigo de la Providencia, y después de que reflexiona y se arrepiente —escoltado por sus cotidianas lecturas de la Biblia, claro—, el escenario en el cual alcanza su liberación, fundamentalmente a través del trabajo: “… mis pensamientos estaban tan adaptados a mi presente condición, y había llegado a resignarme tanto a los designios de la Providencia, que hasta me consideré un hombre feliz en todos los aspectos, salvo el de la compañía”. Tiempo después llegaría Viernes, un salvaje a quien rescata de ser devorado por sus congéneres; con él no solamente consigue acompañamiento, sino también amistad y la posibilidad de organizar una comunidad. La utopía robinsoniana es en efecto fraternal, pero sobre todo jerarquizada. En 1954, Luis Buñuel realiza una versión cinematográfica de la novela de Defoe; en su adaptación, meses después de que Robinson se ha empeñado en civilizar a Viernes, en off el protagonista suspira y se desahoga: “¡Qué agradable es tener otra vez un sirviente!”

Ni en Robinson Crusoe ni en las variaciones que le siguieron se presentan proyectos utópicos que signifiquen un rechazo a la civilización occidental con los que se abogue por el regreso a un pasado idílico en el que una supuesta armonía primigenia impere. Entre agosto y septiembre de 1857, Karl Marx (1818-1883) redactó una introducción (Einleitung) que pudo ser para sus Grundrisse o para la Contribución a la crítica de la economía política. Para entonces se encontraba ya avecindado en Londres, la ciudad en la que dos siglos antes había nacido Daniel Defoe. En aquel texto, calificándolas como robinsonadas, Marx arremete en contra las teorías de quienes suponen la posibilidad de un ser humano producto de sí mismo y de sus dotes naturales, un individuo “en tanto que puesto por la naturaleza y no en tanto que producto de la historia”: 
… la producción de los individuos socialmente determinada: éste es naturalmente el punto de partida. EI cazador o el pescador solos y aislados, con los que comienzan Smith y Ricardo, pertenecen a las imaginaciones desprovistas de fantasía que produjeron las robinsonadas del siglo XVIII, las cuales no expresan en modo alguno, como creen los historiadores de la civilización, una simple reacción contra un exceso de refinamiento y un retorno a una malentendida vida natural. EI contrato social de Rousseau que pone en relación y conexión a sujetos por naturaleza independientes tampoco reposa sobre semejante naturalismo. Esta es sólo la apariencia, apariencia puramente estética, de las grandes y pequeñas robinsonadas… 
Y cual más, el propio Crusoe es un producto su historia. Andando de viaje por Italia, en 1912, el novelista irlandés James Joyce (1882-1941) ofreció una conferencia en la Universidad Popular de Trieste, en la que se refirió a Robinson Crusoe:
El verdadero símbolo de la conquista británica es Robinson Crusoe, quien, abandonado en una isla desierta con un cuchillo y una pipa en el bolsillo, se convierte en arquitecto, carpintero, afilador, astrónomo, panadero, alfarero, guarnicionero, agricultor, sastre, talabartero y clérigo. Él es el verdadero prototipo del colono británico, como Viernes es el símbolo de las razas sometidas. Todo el espíritu anglosajón está en Crusoe: la independencia viril, la crueldad inconsciente, la persistencia, la inteligencia lenta pero eficiente, la religiosidad utilitaria y bien equilibrada, el cálculo taciturno… Quien relee este sencillo libro, visto a la luz de la historia posterior, no puede dejar de caer en su hechizo profético.

En efecto, Robinson Crusoe es creatura y creador de Occidente; lo es él, pero también Viernes... Supongo que varios días a la semana, Robinson llegó a exclamar: ¡Gracias a dios es Viernes!

viernes, 15 de mayo de 2015

Creaturas de Occidente

Si hablamos de fama, Frankestein, aquel montón de restos humanos revivido con electricidad y alquimia, se lleva de calle a su creador, el doctor Víctor Frankestein; tanto ha sido así, que el monstruo originalmente anónimo terminó por expropiar al científico incluso su nombre, estandarte de identidad: hoy día en todo el mundo la voz Frankestein pertenece más a la creatura que a su artífice. Y Frankestein es mil veces más famoso que la novela que lo engendró para el imaginario de Occidente: Frankenstein o el moderno Prometeo, obra publicada inauguralmente en 1818 sin que se diera a conocer el nombre de la jovencita que la había escrito, y luego firmada por ella, Mary Shelley, el apelativo de casada de Mary Wollstonecraft Godwin (1797-1851). Lo mismo podemos decir acerca del vampiro más célebre de nuestra tradición cultural, el conde Drácula, quien opaca a Drácula (1897), la obra que el irlandés Abraham Stoker (1847-1912) concibió y firmó con el pseudónimo Bram Stoker, un pen name más o menos conocido sólo después de la versión cinematográfica de Francis Ford Coppola. Pues como Frankestein y Drácula, el personaje Robinson Crusoe se ha erigido muy por encima del libro que le dio vida.

La producción textual del bien llamado padre de la novela inglesa fue exuberante; escribió en prosa y en verso, realidades y ficciones, reflexión y narrativa. Daniel Foe, quien debió de aparecer en este mundo en 1660 en Londres, usó a lo largo de su prolífica vida de escritor multitud de pseudónimos, no solamente aquel con el cual terminaría trascendiendo: Daniel Defoe. Muchísimos de sus alias le sirvieron para tirar pedradas y esconder la mano, porque Daniel fue vate travieso y activo panfletista. Hasta ahora se han descubierto 198 distintos pseudónimos con los que el creador de Robinson Crusoe polemizó en asuntos no sólo concernientes a la política de su época, también involucró su pluma en pleitos sobre religión, psicología, criminalística y hasta fenómenos paranormales. A tinta batiente, Daniel esgrimió batallas siendo Anglipolski of Lithuania, the Man in the Moon, Penelope Firebrand, Sir Fopling Tittle-Tattle, Nicholas Boggle…, así que en 1719, cuando salió a la venta su libro más célebre, ¿cómo habría de entenderse aquello que se afirmaba en el título, que lo había escrito nada menos que el mismo protagonista de la obra?: Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York, que vivió veintiocho años solo por completo en una isla deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos los hombres menos él. Con un relato de cómo al fin fue extrañamente rescatado por piratas. Escrito por él mismo. ¿Ficción? ¿Realidad? Vale recordar que Defoe había para entonces ya publicado The Storm, texto primigenio del periodismo moderno. En noviembre de 1703, con furia apocalíptica, un huracán le pegó a Inglaterra; a su paso dejó destrucción y miles y miles de muertos. Defoe y su familia sobrevivieron al percance y él, en uno de sus repetidos baches económicos, se puso a escribir un relato pormenorizado de lo sucedido, echando mano para ello tanto de su propia experiencia y capacidad de observación, como de más de medio centenar de testimonios de hombres y mujeres de toda Inglaterra. Él y su impresor invirtieron en la empresa, con la esperanza de que el mercado estaría ávido de conocer lo ocurrido y habría ganancias. The Storm salió de prensa a principios de 1704, y aunque desafortunadamente el libro no se vendió nada bien, sin saberlo Defoe había inventado un nuevo artefacto textual —the world's first instant book, según John J. Miller—, el reportaje testimonial. The Storm se refería a un evento ocurrido realmente, a un suceso padecido por todos y entreveraba relatos de gente de carne y hueso, con nombres y apellidos. ¿Entonces, Defoe era un realista? Bueno, juzgue usted: al año siguiente, 1705, publicó una serie de historias sobre un hombre que viajó a la Luna. 

El mismo año que salió a la venta la edición príncipe de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe…, Charles Gildon (1665-1724) publicó un panfleto —Robinson Crusoe Examin’d and Criticis’d— en el que sostenía que la historia del náufrago no era más que una fábula absurda, un invento del “cerebro prolífico” de Defoe, por lo demás, plagada de inconsistencias. Gildon reclama a Defoe, con quien traía ya pleitos previos: Crusoe no es una persona histórica, es un personaje —he is a Creature of your making, and not of God's—. Por supuesto, Gildon tenía razón…, independientemente de qué tanto se haya inspirado Defoe o no en la historia del marino, éste sí de carne y hueso, Alexander Selkirk (1676-1721). Si entonces el alegato de Gildon no le hizo mella al éxito de Robinson Crusoe, hoy la veracidad de la historia del náufrago a nadie importa un comino: esté anclada o no en una realidad histórica, la historia del hombre que vivió ocho años, dos meses, y 19 días en una isla desierta y se las arregló para no morir ni de hambre ni de sed ni de soledad es desde hace mucho una de las narraciones que dan cierta unidad cultural a Occidente, y por ello, desde hace más de tres siglos ha sido narrada tantas veces y con tantas variantes…, como la de Julio Cortázar, en la cual, decíamos, metió tanta tijera que además de traducción resultó siendo una traición… Y de nuevo, ahí será para la siguiente…

domingo, 10 de mayo de 2015

La autenticidad del náufrago

J. M. Coetzee acierta al afirmar que, junto con Ulises de Ítaca y don Quijote de la Mancha, Robinson Crusoe es “un personaje de la conciencia colectiva de Occidente”. Habría que agregar al elenco a otros, claro, pero de la preponderancia de estos tres no a muchos más… Job y Noé; Edipo, Electra y Yocasta; Sócrates de Atenas y Jesús de Nazaret; más de uno de Shakespeare —Romeo y Julieta, seguro—; Cristóbal Colón y Gulliver; don Juan y Lolita…

Según refiere la primera línea del libro que testimonia su historia, el náufrago más célebre de nuestra tradición cultural nació en York, Inglaterra, en 1632. Por su parte, Daniel Defoe, el literato que narró las peripecias de Robinson Crusoe, nació en Londres en el otoño de 1630 (una buena biografía: Daniel Defoe: his life, de Paula R. Backscheider; The Johns Hopkins Press, 1989). Autor y personaje son coetáneos. Con el afán de que su apellido sonara más aristocrático, desde muy joven Daniel Foe decidió ornarlo y lo cambió a Defoe. Y el personaje informa que se llamaba Robinson Kreutznaer, “aunque por la habitual corrupción de voces en Inglaterra se nos llama Crusoe”.

Los poco más de setenta años que Daniel Defoe vivió —murió el 24 de abril de 1731— le alcanzaron para estudiar, viajar, comerciar, meterse en política, filosofar y escribir un tipo de prosa narrativa que en su tiempo no tenía ni siquiera nombre: novelas. El libro que para muchos debe erigirse como la primera novela moderna en lengua inglesa se publicó en 1719, y fue un exitazo. A la usanza de entonces, el título no se guardaba mucho: Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York, que vivió veintiocho años solo por completo en una isla deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos los hombres menos él. Con un relato de cómo al fin fue extrañamente rescatado por piratas. Escrito por él mismo. Prefigurando su destino —un larguísimo camino de versiones, remedos y adaptaciones variopintas y en múltiples lenguas que ya va por casi trescientos años—, pocas semanas después de salir de la imprenta, apareció la primera copia pirata, una edición cercenada que usaba como título casi el auténtico pero agregaba: “Escrito originalmente por él mismo y ahora fielmente abreviado sin omisión de ninguna circunstancia destacable.” ¿Él mismo…, quién, Defoe o Crusoe? Seguramente azuzado por las ventas de la primera entrega y espoleado por el diligente plagio, Defoe escribió en menos de cuatro meses la secuela de su libro, una segunda parte que tituló como Nuevas aventuras de Robinson Crusoe, y en cuyo prefacio, para refutar a quienes lo acusaban de haber inventado la odisea del marinero, termina de urdir el artificio de la ficción novelística: 
Hallándome en plena y perfecta posesión de mi mente y mi memoria, gracias sean dadas a Dios, declaro por la presente que esa objeción es un invento escandaloso por su intención y afirmo que la historia, aunque alegórica, es también histórica [...] Además, existe y vive un hombre, bien conocido, cuyos actos en la vida son el verídico sujeto de estos volúmenes y a quien alude toda la historia, o su mayor parte; se puede confiar en la veracidad de esta afirmación y por ella pongo en juego mi nombre.
Una postura tajante, sin lugar a dobles lecturas…, salvo por un detalle: quien firma no es Daniel Defoe, no, sino ¡Robinson Crusoe! El hechizo surtió efecto y sigue encantando: hoy muy pocos saben quién fue Daniel Defoe y sin embargo, hayan leído o no su libro, saben que Robinson Crusoe fue un marino que durante muchos años vivió aislado de la civilización en una ínsula despoblada.

Como El Quijote, como La Odisea, Robinson Crusoe es uno de esos textos que mucha gente cree conocer, aunque en realidad solamente un puñado ha leído. De Defoe, hasta hace poco yo solamente había leído un libro, una obra posterior, Diario del año de la peste, de 1722, en el cual el inglés opera un artilugio semejante: escribe, casi como un reportaje, las impresiones de un hombre que vive el embate de la gran peste bubónica de 1665 —Coetzee lo explica así: “es lo más parecido a la falsificación de un documento histórico sin haber utilizado tinta y pergamino antiguo”—. De Robinson Crusoe tenía noticia de que existía una traducción al castellano realizada por Julio Cortázar y ésa era la edición que quería leer. Encontré finalmente un ejemplar publicado por Debolsillo Random House Mondadori en 2013, con un prólogo del Nobel sudafricano, Coetzee. La edición incluye solamente las dos primeras partes —Defoe publicaría en 1720 una tercera, Reflexiones profundas durante la vida y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe; con su visión de un mundo angélico—. La lectura no me desilusionó en lo absoluto: pese a que no se trata ni de cerca de una gran obra literaria, la historia que narra sí que lo es. Reconocí en la novela lo que las versiones para niños, el cine, la televisión y la cultura popular van filtrando para el gran público. La sorpresa llegaría después, cuando buscando información acerca de alguna edición en castellano de la tercera parte de la zaga me topé con que Cortázar, en su traducción, la más conocida en México, mutiló la obra de Daniel Defoe. Queda para la próxima hablar de tamaña anomalía…

domingo, 3 de mayo de 2015

Insatisfechos con satisfactores

I can't get no satisfaction
'Cause I try and I try and I try and I try
I can't get no, I can't get no.
Satisfaction, Rolling Stones.


Todos ustedes piden mucho para ser felices: sostengo que, al igual que la inmensa mayoría de los humanos que pululan hoy por el mundo, a ustedes y a mí no nos basta, como a Nietzsche, con el sonido de una gaita. No, nosotros necesitamos una base amplia y firme…: agua potable, baño y regadera conectados al drenaje, luz eléctrica, techo y paredes, salud e higiene, comunicación telefónica, en fin, un caudal de condiciones que asumimos con mínimas, ya no digamos para ser felices sino apenas para vivir dignamente. Y el piso está cada vez más alto –¡vamos, la ONU declaró en 2011 que el acceso a internet es ya un derecho humano!–. Pertenecemos a una gran camada de hombres y mujeres —la más numerosa de todos los tiempos— que, siendo la que dispone de más y mejores artilugios para el gozo y el disfrute de la vida cotidiana, es la que más insatisfecha se muestra. Al parecer a nadie le basta con tener un teléfono con el cual es posible comunicarse con quien uno quiera sin importar la distancia, como tampoco a casi nadie le produce felicidad el poder bañarse con agua caliente a media noche o tener una hoguera controlada en la cocina o hielos en el congelador. Tampoco parece ser suficiente tener atrapado a Krystian Zimerman en el iPod para que interprete todos los conciertos para piano de Beethoven a la hora que a uno le dé la gana y las veces que uno quiera.

La perspectiva anterior es sociológica: apuesta a la comprensión del comportamiento de las personas en tanto seres sociales e históricamente condicionados. Desde ese punto de vista, la semana pasada acusaba que hoy día el sonido de una gaita ya no nos resulta suficiente… Mi amigo el conde Serredi no sólo leyó y meditó sobre el asunto sino que también suma una perspectiva complementaria:
Va una opinión desde una perspectiva distinta, basada en lo que he visto, platicado y preguntado: por alguna razón misteriosa, la capacidad de disfrute es distinta de persona a persona. Hay quien disfruta mucho y sufre poco, hay quien experimenta lo opuesto, y también están quienes disfrutan y sufren en abundancia. Y todo eso me parece que es independiente del tiempo. Si tienes capacidad de disfrutar, lo harás con lo que esté a tu alcance: un pedazo de queso en alguna época fue un lujo ampliamente disfrutable para una niño, pero para la niñez actual no puede competirle a los dulces que encuentras en cualquier miscelánea; subirse a un simulador espacial en Disneylandia y vivir una experiencia inmersiva es hoy, también para muchos, una experiencia increíble, mientras que en el pasado la primera vez que un joven dominaba un caballo podría ser un hito biográfico. Todo puede disfrutarse. Si en vez de Manhattan tengo el sonido de una gaita y me parece que es agradable, pues lo disfruto. Se puede disfrutar tanto de lo que es escaso como de lo que es abundante; de lo que sucede de vez en cuando y de lo que nos pasa a diario. Seguramente lo que ha cambiado con el tiempo es la variedad de cosas que se presentan ante nuestros sentidos y experiencia, por lo que somos más selectivos y desechamos cosas que para alguien del pasado sería un crimen, como el sonido de una gaita. Por eso, creo, para un antepasado pasaríamos por mamones y melindrosos. Basta pensar en el vino o el café: hoy el mercado y la competicia nos han hecho tan sofisticados que seguramente nos parecería basura lo que tomaban y disfrutaban en siglos anteriores. Lo que sí es que de plano qué mal gusto de Nietzsche: ¡el sonido de una gaita!
Más que a la psicología, el alegato del conde Serredi apela a la dichosa naturaleza humana, porque si bien acepta que al paso del tiempo el abanico de satisfactores —palabreja que, si bien no existe en el español según la RAE, se refiere a cosas materiales— y experiencias posibles se ha ensanchado, defiende en su médula la idea de que la disposición al disfrute no es cultural, sino natural y varía de individuo a individuo.

Coincido sin regateos con el conde: hay personas intensas y otras tibias, como hay gozosas y sufridoras, independientemente de sus circunstancias históricas. Sin embargo, si es que la naturaleza humana no ha variado a lo largo de la existencia de la especie, algo sí ha sucedido en la manera en que vivimos que produce una situación contradictoria y generalizada: nunca antes en la historia de la Humanidad una proporción tan alta de la población había tenido tantas facilidades, como hoy, para disfrutar la vida cotidiana, y paradójicamente el género camina hacia el futuro de capa caída: “El panorama epidemiológico señala que con pocas variaciones regionales entre el 20 y 25% de los adultos en las sociedades modernas tienen datos claros de depresión crónica o cíclica, y que los índices de su más onerosa manifestación, el suicidio, son igualmente elevados –explica el neurólogo Julio Sotelo–.  A pesar de la carencia de estudios comparables realizados en tiempos pretéritos es la opinión de muchos expertos en estudios recientes que la depresión es un fenómeno creciente en la sociedad moderna”. En suma, todos tenemos, tibios e intenso, sufridores y jubilosos, mucho más con qué pasarla cada vez mejor y sin embargo cada vez más gente la pasa peor. Si esto es realmente así, la llamada condición humana no alcanzaría para explicar el fenómeno.