sábado, 27 de junio de 2015

Dorada oscuridad

Gente que viene y que se va;
la que más tarda en irse: aquella
en cuyas venas se pasea 
una dorada oscuridad.
Nikolai Gumiliov, Leopardo.


Máximo Gorky llegó apresurado a Moscú en busca de la única persona en el mundo que tenía el poder para evitar la desgracia. Lenin lo recibió, lo escuchó e incluso accedió a firmar la orden para que la Checa, la primera policía secreta soviética, liberara al poeta Nikolai Gumiliov. Corría la segunda mitad de agosto de 1921. Sin dilación, Gorky, patriarca del Realismo Socialista, partió de vuelta a Petrogrado. Llegó tarde: el día 24, Gumiliov y otros 98 intelectuales rusos habían sido fusilados. Su delito, haber participado en la llamada Conspiración Tagantsev. Desde entonces, la poesía de Gumiliov fue prohibida en la URSS. Ocho décadas más tarde el poder soviético admitiría oficialmente que ni Gumiliov ni nadie habían participado en complot terrorista alguno; todo había sido completamente fabricado.

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Alexei Yurchak nació en un Estado que ya no existe. Se graduó como físico en Rusia. Luego emigró a Estados Unidos y se dedicó a estudiar otra cosa. En 1997 se doctoró en Duke en lingüística y antropología sociocultural. Yurchak, hoy docente en la Universidad de California en Berkeley, es autor de Everything Was For Ever, Until It Was No More (Princeton University Press, 2005), un ensayo que explora el colapso de la Unión Soviética desde el punto de vista de la última generación de sus ciudadanos, “con el encuadre puesto en las relaciones de esa gente con la ideología, la producción discursiva y los rituales, y en los múltiples significados imprevistos, comunidades, identidades e intereses que tales relaciones permitieron emerger”. En su libro, Yurchak rescata un recuerdo de Ianna, una mujer nacida en 1958 en Leningrado —Petrogrado en 1921, hoy San Petesburgo—: “Para mí, la perestroika comenzó la primera vez que Ogonek —revista literaria del Estado soviético— publicó unos pocos poemas de Gumiliov”. Ianna había leído mucho antes esa poesía en copias clandestinas hechas a mano, pero jamás se había imaginado que pudiera ser publicada en la prensa oficial.

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En 1961 a Vasili Grossman le dijeron que, por ser peligrosa para la URSS, Vida y destino, su novela recién terminada, no podría ser publicada en los próximos trescientos años. Quien sentenció fue nada menos que Mijaíl Súslov, ideólogo de cabecera de Nikita Krushchov, el entonces mandamás supremo soviético. Grossman tuvo todavía ánimos para acabar otra obra maestra, Todo fluye (1963), que también fue censurada. Al año siguiente, el cáncer mató al novelista. Falleció sin saber si sus novelas algún día serían leídas. La URSS dejaría de existir menos de treinta años después. No tuvieron que pasar tres siglos para que pudiéramos leer en Todo fluye: “En 1917 se abrió ante Rusia el camino de la libertad. Rusia escogió a Lenin… Y sin embargo toda la historia de Rusia obligó a Lenin, por extraño y grotesco que esto pueda parecer, a conservar la maldición de Rusia, el vínculo entre el desarrollo y esclavitud”.

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La infraestructura determina a la superestructura. Marx estableció el orden: “El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, político y espiritual en general” (Prólogo a Contribución a la crítica de la economía política). En una novela, Grossman contradice: “Marx, el más grande marxista Lenin, y el gran continuador de su obra, Stalin, establecieron como primera verdad de la doctrina revolucionaria la primacía de la economía sobre la política. Sin embargo, en la base del Estado creado por Lenin y construido por Stalin estaba la política y no la economía”.

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Yurchak recuerda sus propias experiencias durante el umbral del colapso soviético: “Primero Eugenia Ginzburg, después Solzhenitsyn, luego Vasili Grossman. Grossman fue el primero en sugerir que el comunismo era una tipo de fascismo. Eso jamás se me había ocurrido antes… Me recuerdo leyendo tumbado en un sofá en mi habitación y experimentando intensamente la sensación de que una revolución estaba ocurriendo a mi alrededor”.

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Grossman identifica las raíces profundas del stalinismo: “El desarrollo ruso ha revelado una extraña naturaleza: se ha confundido con el desarrollo de la falta de libertad”. En Todo fluye, no sólo explicita un parentesco entre el fascismo y el comunismo ruso, sino que señala en este último el origen: “La síntesis leninista entre ausencia de libertad y socialismo aturdió más al mundo que el descubrimiento de la energía atómica… Ahora ya no era Rusia la que embebía el espíritu libre de Occidente. Era Occidente el que miraba con ojos fascinados el espectáculo del desarrollo ruso avanzando por el penoso sendero de la esclavitud… ¿Había pensado alguna vez Lenin mientras hacía la Revolución que no sólo Rusia no iba a seguir los pasos de la Europa socialista sino que además la esclavitud rusa escondida en ella iba a traspasar las fronteras y a convertirse en la antorcha que iluminara las nuevas vías de la humanidad?”

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Everything Was For Ever, Until It Was No More. Yurchak explica la situación paradójica que se vivió en la URSS a finales de los años ochenta del siglo XX: “aunque el colapso del sistema soviético era inconcebible antes de que comenzara, cuando sucedió no resultó sorpresivo para nadie”. ¿Cómo fue posible que “a pesar de lo abrupto del cambio parecía que todo el mundo estaba preparado para ello”? Cuando narró la época de subyugación sistematizada que consiguió instaurar Stalin, quizá Grossman vislumbró la respuesta: “La libertad se iba realizando a despecho del genio de Lenin, creador inspirado del nuevo mundo; se iba realizando porque los seres humanos continuaban siendo seres humanos”.

sábado, 20 de junio de 2015

Sadismo de Estado

Según Nietzsche (1844-1900), “el regalo más grande que hasta ahora ha recibido la humanidad” es un libro. ¿Cuál? Así habló Zaratustra. En esta obra –escrita por cierto por el propio Nietzsche entre 1883 y 1885, es decir, cuatro años antes de que perdiera el juicio– se esboza el seductor concepto del Übermensch: “La belleza del superhombre llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos! ¡Qué me importan ya los dioses!”



Superman surcó por primera vez el cielo norteamericano el mismo año que, en Alemania, Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Tercer Reich, organizó el pogromo conocido como la Noche de los Cristales Rotos. En abril de 1938 salió a la venta el #1 de Actions Comics, en cuyas páginas debutó el superhéroe contemporáneo por antonomasia. En noviembre, dos días serían suficientes que para la furia nazi incendiara unas 250 sinagogas, saqueara más de siete mil negocios de la comunidad judía, asesinara a cientos y arrestara a cerca de 30 mil personas por el delito de ser judíos. Ese mismo año, el Vaticano otorga su bendición y reconocimiento al gobierno golpista de Francisco Franco, Hitler invade Austria y Mussolini exige a Francia el control de Túnez, Niza y Córcega. Europa se dispone a la conflagración. Desde su tumba, Nietzsche imposta la voz de Zaratustra: “La guerra y la valentía han hecho cosas más grandes que el amor al prójimo”.

Disonante respecto al fragor de sus tiempos, antagónico frente al pensamiento hegemónico, también en 1938, en la ciudad portuaria de Bari, en la Italia fascista, Benedetto Croce (1886-1952) publicó La storia come pensiero e come azione. Cuatro años después, en México, con el sello del Fondo de Cultura Económica, aparece la traducción al español, con un título mucho más atinado: La historia como hazaña de la libertad. Por supuesto, Croce era consciente de su postura discorde: “Nada más frecuente que oír en nuestros días el anuncio jubiloso o la admisión resignada o la lamentación desesperada de que la libertad ha desertado ya del mundo, de que su ideal ha traspuesto el horizonte de la historia, en un ocaso sin promesa ni aurora. Los que así hablan y escriben e imprimen, merecen el perdón motivado por las palabras de Jesús: porque no saben lo que dicen. Si lo supieran…, echarían de ver que el dar por muerta la libertad vale tanto como dar por muerta a la vida.” ¿Leería Vasili Grossman a Croce? No lo sé, pero estoy cierto de que ambos compartían la misma convicción sobre el rol de la libertad en la historia. El ensayo XII del libro de Croce condensa tal postura: “La historia como historia de la libertad”. El planteamiento no es el hegeliano, esto es, el de una historia que se remonte al alumbramiento de la libertad y que vendría a terminar con su destinada madurez. No es así ni para el narrador ucraniano ni para Benedetto Croce; el filósofo italiano sostiene que la libertad es “por un lado, principio explicativo del curso de la historia y, por otro, el ideal moral de la humanidad”. Por su parte, Grossman sostiene: “La historia de la humanidad es la historia de su libertad… El progreso es, en esencia, progreso de la libertad humana”. Grossman reflexiona así y exalta la libertad desde la perspectiva de Iván Grigórievich, el protagonista de Todo fluye (1955-1963), un hombre que ha pasado la mayor parte de su vida confinado en cárceles y campos de concentración.

También en 1938, en marzo, Nikolái Bujarin fue ejecutado por así convenir a la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, lo cual no significaba otra cosa que por órdenes de Stalin. Bujarin, como cientos de miles de soviéticos, fue víctima de la Gran Purga de 1937. El revolucionario moscovita, quien años atrás se había opuesto a la colectivización forzada del trabajo campesino, fue acusado de traición y de colaborar con una supuesta organización terrorista dirigida desde el extranjero por Trotski. Anna Lárina, esposa de Bujarin, también había sido arrestada; perdió la custodia de sus hijos y pasaría veinte años en un campo de trabajos forzados: “…la nieve cruje como vidrio bajo los zapatos de cientos de mujeres moscovitas, condenas a diez años de campo por no haber denunciado a sus maridos”, relata Grossman.

En Anatomía de la destructividad humana, Erich Fromm (1900-1980) se refiere a Stalin como un “caso clínico de sádico no sexual”. Efectivamente, oteador autócrata apostado en lo más alto de la pirámide de la burocracia soviética, el georgiano implantó el sadismo como política de Estado. La opresión se propagaba y Benedeto Croce lo tenía perfectamente claro: “Aun sin detenerse en los sucesos y las condiciones de la vida contemporánea por los cuales en muchos países los órdenes liberales… se derrumbaron, y en otros muchos se extiende el deseo de su derrumbe, la historia entera hace ver, con breves intervalos de inquieta, insegura y desordenada libertad, con escasos relámpagos de felicidad…, un apelotonarse de opresiones, invasiones, depredaciones, tiranías profanas y eclesiásticas, guerras entre pueblos y en pueblos mismos, persecuciones, destierros y patíbulos. Con este espectáculo ante los ojos, el dicho de que la historia es la historia de la libertad suena como una ironía o, afirmado en serio, como una estupidez”.

Pero Croce no se deja engañar —“la filosofía no está en el mundo para dejarse dormir por la realidad tal como se presenta, sino para interpretarla”—; Grossman tampoco. Y ambos apostaban por lo mismo: “el hombre que esclaviza a otro despierta en él la conciencia de sí y lo encamina a la libertad”.

viernes, 12 de junio de 2015

Pogromo

Words are, of course,
the most powerful drug used by mankind.
Rudyard Kipling



Hórrido sustantivo: pogromo. De acuerdo a la Real Academia Española (RAE), la palabra tiene dos acepciones: 1. Matanza y robo de gente indefensa por una multitud enfurecida, y 2. Por antonomasia, asalto a las juderías con matanza de sus habitantes. El primer significado explicita la violencia salvaje que, en general, perdura en nosotros, los humanos, y si bien el segundo sentido hasta aquí ya es vergonzoso, la realidad a la que refiere el vocablo es peor: en el sitio web de la propia RAE es factible conocer, como avance de la vigésima tercera edición de su diccionario, una enmienda que, ahora en acepción única, precisa la definición de pogromo: Masacre, aceptada o promovida por el poder, de judíos y, por extensión, de otros grupos étnicos. La palabra es pues de una especificidad terrible: no se refiere ni a una atrocidad cualquiera ni contra cualquier grupo de gente, se refiere a la aniquilación de judíos, e implica que en ella hay participación, activa o por permisión, por parte del poder público —¿cuál otro podría ser?—.

El vocablo existe en nuestro idioma por un préstamo lingüístico: procede del ruso pogrom, término que deriva del verbo gromit', que significa destruir algo violentamente, devastar. Las raíces etimológicas de la palabra rusa proyectan la imagen de un ensañamiento desproporcionado e inexorable, focalizado: pogrom proviene de la noción eslava para trueno o rayo (grom en ruso), y po es un sufijo que indica medio o blanco (en cuanto a objetivo), por lo cual la palabra trasmite el sentido de una descarga de energía súbita y terrible sobre un punto preciso.

La diseminación, por todo el orbe y a varios idiomas, de la palabra pogromo comenzó a finales del siglo XIX, a partir de las masacres perpetradas en contra de la comunidad judía radicada en ciudades como Kiev y Odessa, como consecuencia amañada del asesinato de Alejandro II, antepenúltimo emperador de Rusia. El magnicidio —un doble atentado con bombas artesanales— sucedió en San Petersburgo, en marzo de 1881, y aunque en realidad fue organizado y cometido por dos jóvenes miembros del Naródnaya Volya, un grupo extremista que impulsaba la democratización de Rusia y nada tenía que ver con la comunidad judía, el gobierno imperial y la prensa azuzaron a la población para que se levantara una ola de antisemitismo que se extendió a lo largo de un lustro. Aquel, claro, ni había sido el pogromo con que inició la cadena de barbarie —los progromos de Odesa de 1821 se consideran los primeros— ni sería el último.

En Todo fluye, Vasili Grossman (1905-1964) hace que uno de los personajes de la novela, el científico Nikolái Andréyevich, recuerde y cuente el enorme pogromo que, desde la cumbre del poder soviético, se impulsó en 1952: “En los periódicos comenzaron a aparecer artículos satíricos que desenmascaraban a los arribistas y granujas que, de modo fraudulento, habían obtenido sus diplomas y grados académicos, a los médicos que trataban a los niños enfermos y a las parturientas con una crueldad criminal… Casi todas las personas… eran judías, y los periódicos daban sus nombres y patronímicos con un celo especial… Parecía que en la URSS eran sólo los judíos los que robaban, aceptaban sobornos, se mostraban criminalmente indiferentes a los sufrimientos de los enfermos y escribían libros depravados y chapuceros”. Por supuesto, los rumores propagados contra los judíos estimularon la discordia generalizada. “Lo más triste era que no sólo los porteros, los cargadores y los conductores semianalfabetos y borrachines daban crédito a estas historias, sino también algunos doctores en ciencias, escritores, ingenieros y estudiantes”. Inseminada la duda, atizado el odio, semanas después habría de ser publicada la noticia de que alguos médicos judíos se habían declarado culpables; considerando los métodos de tortura empleados por los agentes del NKVD, seguramente habían terminado confesando cualquier cantidad de monstruosidades: “se contaba que en las maternidades infectaban de sífilis a los recién nacidos… y que en las clínicas dentales inoculaban a los pacientes de cáncer de mandíbula y de lengua”. En ese punto todo estaba listo para que ahora sí interviniera abiertamente el Estado: antes de que se desatara la ola de pogromos por todo el país, declaró la autoridad, intervendrían para salvar a los judíos de la cólera popular, deportándolos a los campamentos de trabajos forzados…  “En aquella época corría la voz de que en Siberia oriental se estaba construyendo a toda prisa una enorme ciudad de barrancones. Decían que aquellos barrancones se construían para los judíos. Los deportarían como habían deportado a los calmucos, los tártaros de Crimea, los búlgaros, los griegos, los alemanes del Volga, los bálcaros y los chechenos”. Miles de judíos fueron asesinados o deportados. Después de la sorpresiva muerte de Stalin —marzo de 1953—, no sería necesario que transcurriera mucho tiempo para que el Soviet supremo aceptara una nueva verdad histórica: todo aquello había sido planeado y ejecutado, como pretexto de una nueva purga, por el propio Stalin: “Y de repente el Estado tuvo un sobresalto y mustió que los doctores habían sido torturados. Y mañana el Estado reconocerá las torturas a las que fueron sometidos Bujarin, Zinóviev, Kámanev…, y que a Gorki no le asesinaron los enemigos del pueblo. Y pasado mañana el Estado reconocerá que millones de campesinos fueron liquidados en vano”. Como el personaje de Todo fluye, muchas buenas personas tuvieron que vivir desde entonces sabiéndose culpables: drogados por las palabras, activa o pasivamente, la inmensa mayoría había participado en un crimen de lesa humanidad.

viernes, 5 de junio de 2015

Panta rhei

Casi nadie acudió al funeral de Serguéi Prokófiev. Parecería extraño porque para entonces era una celebridad no sólo en la Unión Soviética sino incluso del otro lado de la Cortina de Hierro. Sin embargo, ocurre que el músico, a quien debemos composiciones como Pedro y el lobo y la ópera El amor de las tres naranjas, había sido acusado de formalista por el Politburó, y lo que es más, el hombre tuvo el mal tino de fallecer el mismo día y en la misma ciudad, Moscú, que el camarada Iosif Visarionovich Yugachvili, Stalin. En Todo fluye, Vasili Grosmman relata la conmoción que aquella eventualidad significó: “Y de repente, el 5 de marzo de 1953 murió Stalin. Esa muerte irrumpió en el gigantesco sistema de entusiasmo mecanizado, de ira y de amor popular decretado por orden de los Comités regionales del Partido. Stalin murió sin que estuviera planificado… Murió sin la orden personal del propio camarada Stalin. En aquella libertad, en aquella autonomía de la muerte había algo explosivo que contradecía la esencia íntima del Estado. Una confusión total se apoderó de las mentes y de los corazones”. Grossman no menciona jamás el coincidente deceso de Prokófiev. Stalin había muerto, y muy pocos tenían ojos para otra desgracia. Mientras Radio Moscú emitía la Patética de Tchaikovsky una y otra vez, la muchedumbre atribulada se fue conglomerando en la Plaza Roja, a unas cuadras del domicilio de Prokófiev, lo cual impidió durante varios días sacar el cadáver del músico. Con todo, la esposa del compositor, Lina, tampoco pudo acudir al entierro: acusada de espionaje, desde hacía cinco años se hallaba cumpliendo una condena en un campo de trabajos forzados.

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El 12 de diciembre de 1905, Ekaterina Savélievna Vitis parió un varón. Ella y su marido, Solomón Iósifovich Grossman, decidieron que el niño se llamaría Iósif. El nacimiento ocurrió en Berdychivm, una población al norte de Ucrania, así que más allá del origen judío de su familia, el bebé llegó al mundo como súbdito del Imperio ruso, una organización política que alcanzó a extender su soberanía por más de 21.7 millones de kilómetros cuadrados y logró mantenerse durante dos siglos (1721-1917). El pequeño Iósif tenía una nana rusa, quien transmutó el diminutivo Yossya a Vasya, como en ruso se llama cariñosamente a los Vasili. Así sería conocido y así firmaría todos sus libros. Vasili Grossman no alcanzaría a cumplir sesenta años: murió en septiembre de 1964, en Moscú, entonces ciudad capital de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, un Estado federal marxista-leninista que perduró de 1922 a 1991. El año en que falleció Grossman, el Nobel fue concedido Jean-Paul Sartre; como el existencialista francés, el ucraniano es un imprescindible de la literatura del siglo XX, pero entonces nadie podía saberlo, puesto que sus dos obras maestras, Vida y destino y Todo fluye, permanecían inéditas debido a la censura. Como les había ocurrido a Prokófiev y a Shostakovich con su música, Grossman había sido culpado por el Estado de haberse desviado de los preceptos estéticos del realismo socialista.


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Vida y destino narra la batalla de Stalingrado y los horrores que acontecieron en ambos lados de la línea de fuego: la monstruosidad de Treblinka, en donde los nazis sistematizaron el asesinato masivo de judíos, pero también las atrocidades de Lubianka, cárcel en la que la humanidad de los enemigos de Stalin, reales o imaginarios, era diluida. Grossman escribía despacio, revisaba incansablemente. Fue hasta 1961 cuando terminó su novela épica, cuyo título condensa la tesis que defiende: tanto como en Guerra y paz de Tólstoi (1828-1910), Vida y destino se presentan por Grossman como antónimos. Su siguiente novela, Todo fluye, le tomaría casi veinte años (1955-1963), y en ella insiste: “La historia de la humanidad es la historia de su libertad. El crecimiento de la potencia del hombre se expresa sobre todo en el crecimiento de la libertad… El progreso es, en esencia, progreso de la libertad humana. Ya que la vida misma es libertad, la evolución de la vida es la evolución de la libertad”.

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Por él sabemos de muchos pensadores de la Antigüedad clásica, pero de su vida no tenemos noticia, más allá de que debió de haber transcurrido durante el siglo III d. C. Diógenes Laercio escribió Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, en cuyo noveno tomo rescata del olvido a Heráclito de Éfeso (c. 535-475 a.C.), quien entre otras cosas opinaba: “Todas las cosas provienen del fuego, y en él se resuelven… Todas las cosas se hacen según su hado, y por la conversión de los contrarios se ordenan y adaptan los entes”. Y si ya nomás por esto no habría manera de regatearle el mérito de dialéctico, su más famoso axioma no deja duda: panta rhei, o dicho en español, todo fluye. Este aforismo que simplifica el pensamiento de Heráclito en realidad se lo debemos —parece broma doble— a un bizantino, Simplicio de Ciclicia (490-560). La sentencia de Heráclito es más críptica: “Siempre son aguas nuevas las que pasan por el mismo río”. Idea que limpia luego Sócrates, según cuenta Platón en su diálogo Crátilo (360 a.C): “No podrás sumergirte dos veces en el mismo río”. Iván Grigórievich, protagonista de Todo fluye de Vasili Grosman, regresa en tren a Rusia después de pasar más de treinta años en el gulag siberiano: “Sí, todo fluye, todo muta, nadie entra dos veces en el mismo convoy”.

martes, 2 de junio de 2015

Recetas inmortales

Quien haya leído alguna novela del barcelonés Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003) protagonizada por Pepe Carvalho sabe que este último es un detective ex agente de la CIA, de ideología más bien cargada a la izquierda, con la fea maña de ir quemando poco a poco su biblioteca en la chimenea de su piso y, muy importante, un personaje que comparte con el escritor que lo parió una obsesión: los placeres del buen comer.
Vázquez Montalbán sabía de gastronomía, y hace unos años publicó un volumen curioso que, lanzo el reto, hay que encontrar: Recetas inmortales (Asociación Pro-Personas con Deficiencia Mental; Madrid, 1996).

La rareza editorial a la que me refiero es un compendio de 62 recetas, acompañada cada una de breves narraciones. Si a usted le gusta cocinar, su situación es clara: si vida está incompleta sin este libro. Pero si a usted no le atraen los menesteres culinario, puede que sobrepase dicha ausencia, aunque podría perderse de manjares como “Los Cardos Económicos a la Burguesa”, que, según se lee en la receta es “plato para sociólogos, antropólogos, economistas socialdemócratas, partidarios de la austeridad para salir de la crisis económica, sea cíclica o no”.


Definitivamente, Recetas inmortales de Vázquez Montalbán es un libro utilitario, práctico a la hora de echar a andar estrategias para reencontrarse con el mundo o, en su defecto, para que el mundo se reencuentre con uno. Y en estos tiempos en lo que los placeres se vuelven cada vez más sofisticados –digo, hay gente que goza tirándose al vacío prendida de una liga gigante por los pies–, quién podría acusar de edonista a una persona que disfrute de un platillo al aire…