lunes, 29 de febrero de 2016

Leer menos

If you only read the books
that everyone else is reading,
you can only think what everyone else is thinking. 
Haruki Murakami, Norwegian Wood.


Socrático y dionisiaco, sabio y mañoso —muy mañoso—, pero sobre todo irónico, Henry Miller alguna vez sentenció: “Considero que mi relación con los libros es muy similar a mi relación con otros fenómenos de la vida y del pensamiento. Todos los encuentros son contextualizados, no aislados. En este sentido, y sólo en este sentido, los libros son parte de la vida igual que los árboles, las estrellas o el estiércol. No tengo ningún respeto per se por ellos.” El portentoso novelista neoyorquino no espetó lo anterior en medio de una entrevista, no lo soltó a media tarde durante una plática de café; tampoco garabateó aquel parecer en una servilleta que luego haya hecho bola antes de arrojar al cesto de la basura. No. Lo escribió con esmero: forma parte de un texto que, como según él mismo cuenta, al menos corrigió cinco veces antes de enviar a su editor. En efecto, en 1952 Henry Miller (1891-1980) publicó The Books in My Life (New Directions; Nueva York). Para entonces ya era un escritor consolidado, en Europa y también en su propia tierra. Aunque su obra inaugural, Trópico de Cáncer, publicada en París en 1934, seguía prohibida en Estados Unidos por la censura, era ampliamente conocida por la crítica y el público norteamericanos. Un estruendoso campanazo literario, al cual le seguirían Primavera negra (1936) y Trópico de Capricornio (1939), y luego el primer volumen, Sexus (1949), de la trilogía La Crucifixión Rosada. 

En 1952 Miller se estaba divorciando de su tercera esposa, Janina Martha Lepska, quien era 30 años menor que él y con quien había procreado dos hijos. Entonces, el novelista era un hombre sexagenario que, antes de acometer la creación de su siguiente novela —Plexus, la segunda entrega de su trilogía en ciernes—, se daba tiempo para escribir un libro con el cual pretendía redondear la historia de su vida, en el cual quería abordar su relación con los libros, como una experiencia vital: The Books in My Life —me parece que no se ha publicado una edición en español—. 

Parafraseo el prefacio. El viejo narrador afirma que uno de los resultados a los que logró llegar después de examinar su relación con los libros es que uno debería leer cada vez menos y menos, en lugar de cada vez más y más. Según Miller, para entonces él mismo no había leído ni de cerca tanto como un académico o una rata de biblioteca —the bookworm—, ni siquiera tanto como se esperaría de un hombre bien educado, y sin embargo, sostiene, había consumido cien veces más libros de lo que debería haberlo hecho por su propio bien. Según el también autor de Nexus (1960), hay y siempre habrá libros verdaderamente revolucionarios: son pocos y dispersos, of course. Cualquiera de nosotros podría considerase afortunado si a lo largo de toda una vida conociera aunque sea un puñado de esos libros. Por supuesto, no son los libros que invaden el mercado al que tiene acceso el gran público. Son los depósitos secretos que alimentan a los hombres de menor talento, quienes a su vez al menos saben atraer a las personas de la calle. El vasto corpus de la literatura en cualquier campo está compuesto por ideas destiladas. La cuestión es —por lo demás jamás resuelta, se queja Miller— hasta qué punto puede resultar eficaz filtrar lo bueno de la abrumadora oferta de forraje barato —paja, decimos en español—. La pregunta que se hacía Henry Miller hace más de medio siglo no solamente sigue siendo válida, sino que cobra día a día más relevancia, en proporción directa a la cantidad de basura impresa que, disfrazada con toneladas de mercadotecnia, atiborra las mesas de novedades de todas las librerías. “Una cosa es cierta hoy día, los analfabetas no son los menos inteligentes entre nosotros”.


Ciertamente, en el prólogo al libro que dedica a destacar la literatura que más lo influenció, Henry Miller se pone socrático y declara que si se trata de buscar conocimiento o sabiduría, más le valdría a cualquiera acudir a la fuente, al origen, esto es, a la vida misma, y hacer a un lado la pobre, paupérrima, representación que con el lenguaje escrito e impreso puede hacerse de la realidad: la fuente no es el académico o el filósofo, tampoco el gran maestro, el santo o el profesor, sino la experiencia directa. “En esta época, en la cual se cree que existe un atajo para todo, la lección más grande de todas las que se pueden aprender es que el camino más difícil es, a la larga, el más fácil”. La postura del escritor es pues la del vitalista, tanto como la de Nietzsche. Lo cual, por cierto —y que Miller me perdone—, me recuerda un libro: La elegancia del erizo (Gallimard, 2006), de Muriel Barbery. Se trata de una novela claramente nietzscheneana, cuya tesis central es: la vida no tiene sentido, es caótica, y para soportar esa verdad, a la que se llega por medio de la razón, queda la ilusión apolínea del arte —Gadaner dice que el arte no es como la vida, es como debió haber sido—. La novela de la francesa también es socrática, pero no en cuanto al desprecio de la palabra escrito, sino en cuanto a la justipreciación de la fuerza de la amistad. ¿Y qué une a Sócrates con Nietzsche? Simple: la ironía…, como la de Miller cuando te aconseja leer menos. 

sábado, 20 de febrero de 2016

Datamancia

Life is not like water. Things in life don't
necessarily flow over the shortest possible route.
Haruki Murakami, 1Q84.


Voy a morir el 15 de diciembre de 2046. No tengo ningún detalle adicional. Desconozco si el deceso ocurrirá después de una larga agonía o de golpe y porrazo, si lo provocará un accidente, un infarto fulminante o será la previsible consecuencia de un padecimiento pertinaz. No sé si para entonces daré a la muerte un agradecido saludo de bienvenida o si, aterrado, lucharé en su contra hasta el último suspiro. Sólo sé que mi último día será el tercer jueves decembrino de ese año: voy a fallecer a los 82, nueve días antes de mi cumpleaños. 


El vaticinio no lo obtuve de una vieja quiromántica que se haya esforzado en leer las palmas de mis manos ni de un cartomanciano ducho en la interpretación de los arcanos del tarot, tampoco de un excéntrico giromántico ni de un nigromante que haya tenido que escudriñar los mensajes del porvenir en las vísceras de algún cadáver. Doy por descartada la ornitomancia porque todas las aves me parecen seres bobos y poco confiables. Nunca me he fiado de los espejos, así que jamás atendería los presagios conseguidos a través de la catoptromancia. Sé que hay quienes buscan las señas de su destino en las arrugas de su propia frente —metopomancia—, en la luna  —selenomancia—, en las progresiones del humo — capnomancia—, en las uñas — onicomancia—, en las entrañas de los peces —ictiomancia— y entre las piedras —litomancia—: no comparto creencias con ninguno de ellos. Y si bien más de una noche me he descubierto a mí mismo fisgando en las llamas de una fogata en busca de algún augurio, en realidad no le concedo mayor crédito a la piromancia. ¿Entonces, de qué arte adivinatorio saqué el pronóstico de la fecha precisa de mi óbito?

Horóscopo secular. Por Koestler.

En enero del año pasado escribí un texto en el que me burlaba del pensamiento mágico de la OCDE. En concreto, me refería a las predicciones que para México por entonces publicaba dicha organización —“ las reformas explotarán todo su potencial”, ¡albricias, albricias!—, y para ponerle un nombre al supuesto sustento de sus buenas nuevas anticipadas proponía yo un neologismo: datamancia, esto es, la adivinación a partir de datos, sobre todo de números y estadísticas. Ahora, a diferencia de la espuria y fallida datamancia de la OCDE, sé que me quedan 30.9 años de vida gracias a un maravilloso artilugio premonitorio: population.io, un desarrollo web realizado por Wolfgang Fengler en colaboración con K.C. Samir y Benedikt Grob.

Únicamente es necesario que captures tres datos en el oráculo digital —fecha de nacimiento, nacionalidad y sexo— para que en un instante se descubra la fecha precisa en la que, según la datamancia, fenecerás. En mi caso, frente a mi atónita mirada no sólo se reveló que ya ha transcurrido poco más del 61% de mi vida, sino también el sitio en el que me hallo respecto a mis semejantes…

En todo el planeta —habitado hoy día por más de 7,374 millones de seres humanos— hay 84.17 millones de personas que tienen la misma edad que yo, 51; y tan sólo en México son 1.28 millones. Estoy entre los que resultarían beneficiados si se volviera a imponer la gerontocracia: de cada diez personas en el mundo, ocho son más jóvenes que yo; en México, soy más viejo que el 84% de la población. En efecto, en este país pululan los menores de edad respecto a mí: 104.5 millones. Y del otro lado, gente más vieja, solamente 21.57 millones.

¿Tienes una idea de cuánta gente cumple años el mismo día que tú? ¿Y de ese grupo, cuántos cumplen la misma edad? En mi caso, son 230,541 congéneres repartidos por los cinco continentes. Aproximadamente 9,605 hombres y mujeres nacieron no sólo el mismo día, también a la misma hora que yo. En México, fueron 3,529 los niños y niñas que se apersonaron aquí  por vez primera el mismo día que yo. Pocos, si lo comparamos con el ejército de bebés que pegaron su primer berrido en China justo el 24 de diciembre de 1964: 60,063, mientras que en India fueron 36,042 y en Estados Unidos, 12,031. Cumplen años, los mismos que yo y justo el mismo día, 23 personas en Luxemburgo, 685 en Chile.

A pesar de que en este país cada día resulta más azaroso conservar la cabeza en su lugar, la esperanza de vida de los mexicanos y mexicanas sigue estando por arriba del promedio terrícola: si en lugar de haber nacido y vivido en México, hubiera corrido con la pésima fortuna de haber sido ciudadano de la República de África Central, me quedarían apenas 21.7 años de vida: expiraría el 29 de octubre de 2037. Claro, está el otro extremo: si en lugar de haberlo hecho en la Ciudad de México hubiera caído al mundo en Tokio, Japón, me quedarían 33.1 años de vida, y entregaría el equipo hasta el 4 de marzo de 2049. Con todo, aún salgo ganando siendo vecino de estas tierras americanas, population.io me informa amablemente: “Estimamos que vivirías hasta el 9 de abril de 2042 si fueses un ciudadano promedio del mundo”, es decir, mi esperanza de vida sería de unos cuatro años menos. En fin, los dados están tirados desde hace mucho en la mesa y habrá que jugar con ánimo toda la partida. Me quedo con un dato que me agrada: tengo 13.5% de probabilidades de morir a los 100 años… ¡Un amplio margen!

miércoles, 17 de febrero de 2016

Datamancy

Life is not like water. Things in life don’t
necessarily flow over the shortest possible route.
Haruki Murakami, 1Q84.

I’m going to die on December 15 2046. I don’t have any additional details.  I don’t know if it will happen after a long agony or if it’ll be unexpected and quick, I don’t know if an accident will cause it or if it’ll be the predictable result of a persistent illness. I don’t know if by then I’ll thankfully greet death, or if, terrified, I’ll fight till my last breath.  I just know that my last day will be the third Thursday of December of that year: I am going to die at 81, nine days before my birthday. 

I didn’t get this prophecy from an old palm reader nor from tarot guru. I discard ornithomancy because all birds seem silly and unreliable to me. I’ve never trusted mirrors, so I would never listen to omens obtained through catoptromancy.  I know that some people search for signs in the wrinkles of their own foreheads -metoposcopy-, in the moon -selenemancy-, in the movements of the smoke after a fire -capnomancy-, in fingernails – onychomancy-, in fish guts –ichthyomancy-, and in stones – lithomancy-: I, however, do not share any of these beliefs. And even when I’ve spent more than one night snooping into the fire flames searching for some augury, I don’t actually give that much credit to pyromancy. So which was the divination method that led me to the exact date of my death?

Last January, I wrote an article in where I made fun of the magical way of thinking of the OECD. I was referring to, specifically, to the predictions that this organization had for Mexico: “reforms will exploit all of the country’s potential”, good news, great news! I proposed a neologism that perfectly portrayed the core of these predictions: datamancy, divination from data, specially numbers and statistics. Now, contrasting with the failed datamancy used by the OECD, I know that I have 30.9 years of life left, and all thanks to a wonderful premonitory gadget: population.io, a web development designed by Wolfgang Fengler, K.C. Samir and Benedikt Grob. The digital oracle only requires three personal data–date of birth, nationality and gender- to discover in an instant, according to the datamancy, the exact date of your death. In my case, the prediction not only revealed that I’ve already lives 61% of my life, it also told me how am I located in terms of my peers…

There are 84.17 million people in the planet that have my age, 51; and just in Mexico around 1.28 million. I would be a benefit from a restored gerontocracy: eight out of every ten people in the world is younger than me; in Mexico, I am older than 84% of the population. It’s a fact, this country is filled with people younger than me: 104.5 million. Meanwhile only 21.57 million are older than me. Do you have any idea how many people share your birthday? And out of them, how many share your age as well?  In my case, the answer is 230,541. And about 9,605 men and women were born not only on the same date as I, but at the same hour too. Just in Mexico, I shared a birth date with 3,529 boys and girls. A small number compared to the babies who cried for the first time in China on that same December 24 1964: 60,063, in India around 36,042 and in the United States 12,031. I share birth date with 23 people from Luxembourg and with 685 from Chile.  Even when every day there is less chance to keep your head in place, the life expectancy of Mexicans remains above the global average. If instead of being born in Mexico I’d encounter the bad luck of doing so in the Central African Republic, I would only have 21.7 years left. And so, I still gain from being neighbor to American soil, population.io kindly informs me: “ We estimate that you’ll live until April 9 2042, if you are an average citizen of the world”, this means that my life expectancy would be reduced by 4 years. Anyway, the dice were loaded from the start but we still need to play these numbers with courage. I’ll keep one fact that I liked:  it is 13.5% probable that I’ll reach 100 years before I die…  and those are good odds!

sábado, 13 de febrero de 2016

CDMX, estampas de la selva

Metro Pantitlán. Foto: Jair Cabrera Torres.

Paradójicamente, ahora que la Ciudad de México se llama oficialmente Ciudad de México es cuando más selváticas se están poniendo las cosas…, otra vez. Comparto con ustedes algunas estampas, todas de primera mano. 

La semana pasada me invitaron a dar una plática en la UAM Azcapotzalco. Llegué unos minutos antes y mientras esperaba caminé por el campus. En la Plaza Roja me llamó la atención un vinil en el que se prevenía a los estudiantes que no usaran taxis piratas. La chica a la que le pregunté de qué se trataba, me explicó que el problema es que han asaltado a muchos alumnos en esos taxis… “Pero también en la calle, eh. Por eso también nos recomiendan que salgamos en grupos”. 

Diana Flores vive a un par de cuadras del cruce de avenida Revolución con Barranca del Muerto, y estudia en la Facultad de Artes y Diseño, hoy FAD antes la ENAP, de la UNAM. El martes pasado tuvo mucha suerte: llegó a tiempo a la primera clase, a las tres de la tarde. Se fue por el Periférico, y logró recorrer los 21 kilómetros que hay hasta Xochimilco en poco más de una hora y cuarto…, una maravilla. Claro, en la escuela además de cátedras hubo tamales, ¡faltaba más!, 2 de febrero, Día de la Candelaria. Cuando salió de la Facultad, a las ocho de la noche, ya todos sabían que iba a resultar imposible salir del pueblo de Xochimilco: unas horas antes, se había celebrado el cambio de Mayordomía del Niñopa, el jolgorio por la Candelaria seguía a cohetón tendido y todas las calles estaban bloqueadas. Horas antes, el cardenal primado de México, Norberto Rivera, había oficiado misa en la Iglesia de San Bernardino de Siena —edificada por los franciscanos en los albores de la Colonia, en 1535—. Diana decidió quedarse en Xochimilco, con una compañera que renta un cuarto de estudiante cerca de la FAD. Al día siguiente, ambas regresaron caminando a la escuela y asistieron a clases. Ya en la noche, cuando se encaminó a su coche, Diana se encontró con la sorpresa: habían navajeado una de las llantas. Corrió de regreso a la escuela. Tuvo suerte, dos compañeros se animaron a ayudarla. Mientras cambiaban el neumático, los tres permanecieron a las vivas y muy nerviosos. Es frecuente: acuchillan una llanta y cuando el dueño la está cambiando, regresan a robar. Y si nada más te asaltan puedes decir que te fue bien.

Eréndira y Eli estudian Diseño Industrial en la FES Aragón. El miércoles salieron minutos después de las cinco de la tarde, por el lado de Prados del Roble. Todas las calles por ahí están enrejadas; es la manera en la que los vecinos intentan defenderse de los robos a sus casas. Conocedoras del rumbo, las dos universitarias aceleran el paso. Se dirigen a la estación Nezahualcóyotl del metro, en avenida Carlos Hank. Antes de llegar al bulevar Bosque de África, pasa una motoneta en la que van dos fulanos. Se detiene unos metros después de pasarlas y ellas no necesitan decir nada ni ponerse de acuerdo: echan a correr. Alcanzan a Eli. Primero le arrancan la mochila de la espalda. Uno de los asaltantes se queda con ella, gritándole, esculcándola. El otro corre y alcanza a Eréndira, quien suelta manotazos y batalla para que no le quite la backpak, en la que además de libros trae su laptop. El asaltante, un chavo de menos de 20 años, le tira un puñetazo en la pierna. Justo entonces pasa una camioneta. El conductor baja la velocidad, toca el claxon… El par de rufianes corre, trepan a la moto y se pierden por las calles. De cualquier forma, nadie los persigue. A Eli lo que más le duele es el celular y dos libros que acababa de comprar. A Eréndira no le robaron nada, pero va a traer un moretón en la pierna durante varios días.

— Al menos no la dejaron marcada de por vida —me dice María cuando le cuento lo sucedido—. Acuérdate lo que le pasó a Tania en diciembre. 

Uno de los últimos días de clase, Tania venía bajando de Santa Fe a bordo de un microbús. Se subieron tres rateros y comenzaron a pedirle a los pasajeros que les entregaran todo, bolsas, monederos, carteras, mochilas, celulares. Tania estudia Ciencia Política en el CIDE; venía medio dormida y con los audífonos puestos. Se enteró de lo que ocurría cuando sintió que algo le quemaba el brazo. No era fuego, el asaltante, para que le hiciera caso, la había picoteado con un puñal.

Mientras escribo, está anocheciendo. Un grupo de señoras, no más de veinte, desde hace un rato cerró el tráfico en la esquina de Lorenzo Boturini y Lázaro Pavia, a unos diez minutos del Aeropuerto. Muestran una manta: “Estamos hasta la madre de la inseguridad en las calles”. Ahora sí las autoridades delegacionales enviarán un piquete de policías, para tratar de calmar los ánimos, dicen. En el otro extremo de la Ciudad, unos veinte kilómetros al este, un caos mayor: más de cien vecinos de Santa Fe cierran avenida Vasco de Quiroga en ambos sentidos, a la altura del panteón: protestan porque llevan semanas sin agua. Varios automovilistas piden auxilio vía twitter porque algunos de los manifestantes están arrojando piedras. El bloqueo se va a prolongar hasta la media noche, la falta de agua quién sabe hasta cuándo.

La incivilidad va ganando terreno en la CDMX.

Iztapalapa, Ciudad de México. Foto: Jair Cabrera Torres.


jueves, 11 de febrero de 2016

Las reglas de un reseñista según John Updike


Las reglas que John Updike se impuso a sí mismo a la hora de escribir crítica literaria —traduzco de un pasaje inicial de su libro Picked-Up Pieces (1975)— son cinco y pilón:

1. Trata de entender lo que el autor quería hacer, y no le eches la culpa de no lograr lo que él jamás intentó.
2. Provee los suficientes extractos textuales de la obra —al menos un pasaje extenso—, de tal manera que el lector de tu reseña pueda formar su propia impresión, puede obtener su propio gusto del libro.
3. Confirma tu opinión acerca del libro con una cita textual del mismo, pero sólo si es un pasaje largo, en vez de proceder usando précis difusos.
4. Muestra un sencillo resumen de la trama, pero no reveles el final del libro.
5. Si juzgas el libro deficiente, en la misma línea cita un ejemplo virtuoso de la misma obra o de alguna otra del propio autor. Trata de entender el fracaso. ¿Estás seguro de que es suyo y no tuyo?
A estas cinco reglas concretas podría añadirse una sexta más vaga, que tiene que ver con el mantenimiento de una pureza química en la reacción entre el producto y el tasador. No aceptes para su revisión un libro que estás predispuesto a rechazar, o comprometido por amistad a decir que te gusta. No te imagines a ti mismo como el defensor de una tradición, el ejecutor de las normas de un partido, o un guerrero en cualquier batalla ideológica, un oficial de correcciones de ningún tipo. Nunca, nunca ... trates de poner al autor “en su lugar”, haciendo de él un peón en un concurso con otros colaboradores. Reseña un libro, no la reputación de alguien. Es mejor alabar y compartir que culpar y prohibir. La comunión entre el reseñista y su público se basa en la presunción de ciertas alegrías posibles de la lectura, y todas nuestras discriminaciones debe dirigirse hacia ese fin.

Por supuesto, suscribo todas…


sábado, 6 de febrero de 2016

Disparejos

Te propongo un ejercicio de comprensión de datos…

(Porque aceptémoslo, la estadística, a lo más, es una herramienta para abstraer, codificar y representar determinadas realidades más o menos concretas. Una herramienta muy poderosa, pero hasta ahí, una herramienta. Por eso, de la sapiencia de un dato estadístico a la comprensión de la realidad que representa existe un espacio que, a veces, puede resultar abismal e infranqueable. Eso, que debería parecernos evidente, solemos olvidarlo: nos enteramos de un dato y creemos que ahí termina la cuestión, que ya sabemos algo o, peor, que lo comprendemos. Ejemplifico: supongamos que el viernes leíste en la prensa “México crece 2.5% en 2015”. ¿Qué debemos entender? ¿Es una buena o una mala noticia? ¿Qué tanto? ¿Y cómo me afecta a mí, a mi familia, a la ciudad en la que vivo? En suma, ¿cómo aprehendo el dato? De entrada, México es una abstracción, y no de las pequeñas sino una descomunal. De acuerdo a la definición tradicional y más básica de un Estado Nación, México se refiere a la población —unos 120 millones de seres humanos—, el territorio —casi dos millones de kilómetros cuadrados de superficie continental— y la estructura de gobierno —una república democrática, representativa y federal—, triada que, en conjunto, entendemos como nuestro país. Sin embargo, como seguramente decodificaste a botepronto, el enunciado no se refiere ni al territorio ni a la población ni al gobierno, sino a la economía: “La economía mexicana se expandió 2.5%”, leo en el portal de CNN.  ¿Pero qué diablos es la economía, sino una abstracción cada vez más inaprensible? Claro, no faltará el economista que diga que el dato se refiere no a la economía en general —cualquier cosa que ello pueda significar— sino a una medida macroeconómica específica, a saber, el Producto Interno Bruto. Efectivamente, la nota informa que según cifras preliminares del INEGI, el PIB del cuarto trimestre de 2015 creció un 0.6%, por lo que la medición anual alcanzó un 2.5%, 4 décimas más de lo que logró en 2014. ¿Entonces, organizamos la fiesta? Digo, Francia —la segunda economía más grande de Europa— apenas creció 1.1% durante el año pasado ¿O 2.5% es poco? Porque China creció 6.9% en el mismo período, su avance más lento en los últimos 25 años, y todo mundo está muy triste… ¿Entonces, las cosas en México están para llorar? Dejo aquí el ejemplo y el cuestionamiento: la intención es explicitar la gran complejidad en términos de abstracción que implica comprender un dato estadístico, para justificar el ejercicio de comprensión que te propongo).

Te planteo un ejercicio mental. Imagina que te invitan a una comida y, por cualquier motivo, eres el último en llegar. Acudes solo y antes de tomar tu sitio recorres el lugar para saludar a los demás asistentes. Todos ya están sentados. Las mesas son redondas, con diez lugares cada una. En la primera, están tus diez mejores amigos y amigas; los saludas uno a uno. La siguiente fue apartada para tus tíos y tías: cuatro por parte paterna y seis por parte materna. En la mesa contigua te tardas intercambiando bromas con tus primos: seis que llegaron a la ciudad sólo para asistir a la reunión y cuatro más, tres mujeres y un hombre, que radican aquí. Pasas a la mesa reservada para tus vecinos, los diez con quienes llevas una relación más cercana. Enfrente, la mesa en la que diez compañeros y compañeras de la oficina están, por supuesto, hablando del trabajo. Dos mesas junto a la fuente: en la primera tres compañeros de la universidad con los que mantienes contacto y siete amigos y amigos que no veías desde que estudiaron juntos en la preparatoria, y a un lado la mesa de los maestros y maestras, los diez a quienes más reconoces su influencia en ti. En la siguiente mesa, saludas a los diez comerciantes con los que mantienes trato cotidiano. En la penúltima saludas apresurado —¿a quién se le ocurrió sentarlas en la misma mesa?— a diez exnovias. Un tanto abrumado, te encaminas a la mesa en la que te vas a sentar. En ella saludas a los invitados de honor: el presidente de la República, el señor presidente municipal, la legisladora priísta Carmen Salinas, Javier el Chicharito Hernández; su tocayo, el recién jubilado Chavelo; el Nini Verde, perdón, el Niño Verde; el cantante Luis Miguel, la actriz Kate del Castillo, y finalmente el doctor González, tu médico de toda la vida… Sí, contaste bien, son 99 comensales, cien contándote a ti. Todos te saludaron con efusivas muestras de afecto, pero como siempre, dudas: ¿no será por tu fortuna? El hecho es el siguiente: eres el más acaudalado de todos, tú posees un poco más de riqueza que la que se acumularía sumando las de los 99 invitados restantes. ¿Logras imaginar ahora qué tan rico serías? ¿Te parece una exageración?

El ejercicio viene a cuento porque el pasado 18 de enero, Oxfam dio a conocer en Davos su estudio Una economía al servicio del 1%, en el que señalan: “La desigualdad extrema en el mundo está alcanzando cotas insoportables. Actualmente, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99% restante de las personas del planeta”. Es decir, poco menos de 74 millones de personas poseen más riqueza que los 7,323 millones de seres humanos restantes…, entre los cuales, seguramente, estás tú.