sábado, 23 de junio de 2018

Distopía 2018


No hay tales

En una utopía todo está bien y todos son felices; en ella nada tiene falla alguna, nada puede mejorarse. La colectividad vive en armonía, y los individuos —cada uno, cada una, personalmente— son dichosos. Esta perfección imposible no se alcanza ni siquiera en Utopía, la invención de Tomás Moro. Una utopía es ideal y todo intento de describirla la asola. Concebir y representar a detalle una utopía es pues utópico.

En las antípodas de utopía ocurre exactamente lo contrario: en una distopía todo está mal; ahí nadie gana, nadie resulta agraciado por el sistema, y aun entre los más poderosos la infelicidad cunde. Igual que una utopía, una distopía es un ideal: todo intento de detallar sus características la abolla, la macula.

Distopía y utopía son las dos caras de la misma moneda: “no hay tal lugar”, para usar la formula de Quevedo. Si una utopía o una distopía aparecieran cartografiadas en un mapa de este mundo dejarían de serlo: ambas son, como la idea de infinito, conceptos definibles, pero indescriptibles, de representación irrealizable…  


El infinito

El profesor Lemniscata llegó puntual. Metafísica I, últimas sesiones del semestre. En el aula lo esperaban sus alumnos. “Hoy voy a referirme al concepto de infinito”, advirtió antes de asir un gis… “Jóvenes, señoritas, el infinito es lo siguiente…” Se acercó al extremo izquierdo del enorme y avejentado pizarrón, puso el gis sobre la verduzca superficie y comenzó a dibujar una línea blanca caminando hacia atrás hasta, poco a poco, llegar al extremo opuesto: la raya de tiza siguió sobre el marco y luego en el muro del salón, hasta que alcanzar la puerta…; la línea cruzó la hoja, luego el canto, enseguida la cara exterior… El profesor continuó su traza en el muro oriente del edificio hasta las escaleras, por las cuales descendió a la planta baja, para caminar en dirección al acceso principal de la Facultad… Salió sin dejar de marcar su raya… Nadie ha vuelto a verlo.


Distopía mexicana

Hacia finales de 2016, en el sello Debate, Lorenzo Meyer (1942) publicó su más reciente libro, Distopía mexicana. Perspectivas para la nueva transición. En las primeras páginas, el doctor Meyer resume estupendamente la Utopía de Moro: “una ciudad-Estado pagana, con un régimen comunista, donde la razón guiaba a las instituciones”, y en la que “…el orden y la dignidad de la vida pública” imperaban. En la ínsula imaginada por el inglés, “… al poder lo determinaba la razón y el interés colectivos, más no los intereses individuales y egoístas…”

En cuanto a distopía —“lo opuesto a la construcción ideal de Moro”—, Meyer subraya primero que “también se trata de un no lugar…”, en el cual “…dominan en extremo los aspectos negativos del ejercicio del poder”. Después de mencionar dos de las más famosas novelas distópicas —Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, y Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury—, el historiador apunta las características más relevantes de ambas ficciones: “… la fuerza, el miedo, la irracionalidad y un ambiente de corrupción profunda”.

Distopía mexicana aborda —usando la expresión clásica de Andrés Molina Enríquez de principios del siglo pasado—, los grandes problemas nacionales que nuestro país padece en la actualidad; a saber: la dependencia externa; la naturaleza excluyente de los sistemas político, económico y social; la corrupción creciente; la impunidad; la violencia y la inseguridad; el control de los medios, y la degeneración de los procesos electorales. Lorenzo Meyer establece que, dada la implementación del modelo neoliberal —la utopía fallida, la de la dupla globalidad y libre mercado como panacea—, nos hallamos inmersos en “una atmósfera de distopía”. Ciertamente, no es posible afirmar que estemos viviendo en una distopía, simple y sencillamente porque las atrocidades sufrimos suceden realmente aquí, en la realidad concreta.


México, mi distopía

Hace cuatro años Guillermo Rivero Mata afirmaba en este mismo diario: “Yo soy joven, soy estudiante y trabajo, pero no tengo esperanza. A los 22 años soy consciente que no tengo futuro”. Enseguida enuncia varios de los innegables obstáculos socioeconómicos a los que se enfrenta su generación. Luego dedica un par de párrafos para establecer en todo en lo que no cree —en los políticos y los partidos, en la democracia, en el Estado de Derecho, en fin— y todo lo que le da miedo —la violencia, los políticos, los adinerados…—, para cerrar su escrito, que es un manifiesto generacional, con una espantosa consigna: “Quiero vivir, como tantos, exiliado en mi propio país, sin luchar por la esperanza”.


Distopía 2018

Pululan por doquier quienes  sostienen que en caso de que gane las elecciones presidenciales el próximo 1º de julio —en menos de una quincena— quien lleva unos veinte puntos porcentuales de ventaja en prácticamente todas las encuestas, Andrés Manuel López Obrador, al país se lo va a llevar el diablo. La expresión más socorrida es: “¡Nos va a convertir en Venezuela!” En la medida en la que la distopía chavista no se concreta, para muchos resulta aterradora. En contraparte, no faltan quienes vislumbran la llegada del Peje al poder como la solución a todos los males. Utópicos y distópicos saldrán a votar, los (mal) llamados indecisos, seguramente no. Las huestes de ambos bandos estamos fatalmente condenados a equivocarnos: ni utopía ni distopía son realidades concretas posibles… El miedo y la esperanza, en cambio, sí lo son. Deseo que Guillermo y sus pares opten por la utopía, por la esperanza.

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