sábado, 29 de junio de 2019

Presagio malinterpretado


Superada la digresión sobre los míticos infantes imbatibles, voy a la historia de cómo fue que Ciro recuperó su identidad dinástica…

           

Contamos que Astiages, rey de los medos, a resultas de la interpretación que sus magos hicieron de un par de pesadillas que tuvo, mandó matar a su nieto. El recién nacido resultó librado de la funesta disposición gracias a la intervención de dos esclavos, el boyero Mitradates, y su mujer, Cino. Según cuenta Heródoto (c. 484 a. C. – 425 a. C.), tendrían que pasar diez años sin que pasara nada…





1

— ¡Sujétenlo!

— ¡Qué! ¿Cómo te atreves, bellaco? —reclamó el hijo de Artembares, quien, a la sombra de una palmera, seguía tumbado comiendo dátiles.

— ¡Silencio, vasallo!

Espías, recaudadores, arquitectos, soldados, secretarios…, todos habían cumplido sus respectivas encomiendas, todos excepto uno. Merecía una lección. El rey tomó el látigo y acometió el castigo… Desde el tercer trallazo el indolente soltó el llanto; al quinto, el rey juzgó que era suficiente. Al ser liberado, el escuincle corrió a su casa.




2

Con su hijo, Artembares se apersonó en el palacio de Ecbatana, y minutos después el rey de los medos le concedió audiencia.

— Majestad, mira cómo hemos sido ofendidos por el hijo del boyero —acusó, mostrando la espalda de su retoño.

Astiages ordenó que trajeran de inmediato a Mitradates y a su vástago.

— ¡¿Tú te has atrevido a agraviar al hijo de un principal de mi corte?! —espetó el rey al humilde infante.

El inculpado, quien entonces tenía diez años de edad, bizarro, respondió:

— Señor, lo traté así con razón, pues los niños de la aldea, entre quienes él también se encontraba, en juegos me nombraron su rey, porque creían que yo era el más indicado. Pues bien, mientras los demás cumplían mis órdenes, él las desobedecía, así que recibió su merecido. Si por mi conducta merezco castigo, aquí me tienes.

Astiages quedó encantado por el infante y sus palabras; además, mientras el niño hablaba, se reconoció a sí mismo en sus facciones… La duda tomó por asalto al monarca. Considerando además la edad del chamaco, el rey hipotetizó y cuestionó a Mitradates. El cuidador de bueyes, amenaza de tormento mediante, pronto confesaría.



3

Astiages mandó traer a Harpago:

— ¿Qué muerte reservaste al niño, fruto de mi hija, que yo te confié?

— Entregué la criatura a este boyero —declaró, señalando a Mitradates—, diciéndole que tú ordenabas darle muerte, y le instruí que lo abandonara en el monte, vigilándolo hasta que muriese. Así fue; cuando el bebé falleció, lo sepultamos.

El rey le dijo a Harpago que había sido engañado por el boyero, y narró cómo Mitradates y Cino habían intercambiado a su propio bebé, nacido muerto, por el crío condenado. Su nieto, pues, estaba vivo. Apenado, el rey dijo que daba por bien hecho lo sucedido.

— Como la fortuna ha dado un giro que quiero creer favorable –despidió a Harpago–, mándame aquí a tu hijo para que haga compañía al vástago de mi hija Mandane. En la tarde regresa tú a comer conmigo; celebraremos.



4

Harpago rebosaba de felicidad: su desobediencia no había sido castigada, en cambio había tenido un desenlace dichoso. Regresó a casa, contó lo ocurrido a su familia, y envió a su hijo único, un regordete de trece años, a palacio. Se fue descansar; después se acicalaría para acudir a la comida a la que el rey lo había convidado.

Mientras tanto, en palacio, Astiages asignaba tareas a sus sirvientes: a algunos les encomendó que bañaran y aceitaran a su nieto, y que sustituyeran los andrajos que vestía por ropajes finos, y a otros ordenó degollar al recién llegado, el hijo de Harpago, y descuartizarlo, para asar y aderezar sus carnes.



5

Más tarde, se celebró el banquete en el palacio de Ecbatana. El rey recibió a sus invitados con vinos y viandas: a todos se les sirvió abundantes porciones de carne de cordero, menos a uno. “A Harpago le sirvieron todo el cuerpo de su hijo, salvo la cabeza, las manos y los pies; estos miembros estaban aparte, en un cesto. Cuando Harpago daba muestras de estar saciado…, Astiages le preguntó si le había gustado el festín. Al responder… que le había gustado muchísimo, le presentaron, ocultos en el cesto, la cabeza, las manos y los pies del muchacho, y… le invitaron a destaparlo y a tomar lo que le apeteciera. Harpago obedeció…, vio los restos de su hijo; pero, pese al espectáculo, permaneció en sus cabales. Entonces Astiages le preguntó si comprendía de qué animal era la carne que había comido. Él respondió que sí y que bien estaba todo lo que el rey hiciera”.

En cuanto al futuro de Ciro, antes de tomar una decisión, su abuelo consultó a los mismos magos que años antes habían interpretado sus sueños. Después de que fueron informados a detalle por Astiages de todo lo sucedido, resolvieron: “Si el niño se halla con vida y ha reinado sin premeditación alguna, quédate tranquilo…, pues no volverá a reinar… A veces, algunos de nuestros vaticinios han tenido cumplimiento en hechos insignificantes…” El rey contestó que él pensaba lo mismo, que en el juego de los niños se había cumplido lo presagiado en sus sueños, y que por tanto su nieto ya no era un peligro. Por supuesto, estaba totalmente equivocado, y para acabar de marcar su suerte, Astiages atendió el consejo de los magos: “Nos sentimos tranquilos y te recomendamos que tú también lo estés. Ahora bien, aleja a ese niño de tu vista; envíalo a Persia a casa de sus padres” (Historia, I). Y allá fue Ciro, por su lugar en la historia.

sábado, 22 de junio de 2019

Infantes imbatibles


No hay nada más familiar que la mitología.
Marcel Detienne, La invención de la mitología.

Debo continuar una historia, la de Ciro el Grande, a quien la semana pasada dejamos a las afueras de la ciudad de Ecbatana, creciendo entre bueyes, en el seno de una familia de esclavos (c. 600 a. C.). Sin embargo, las circunstancias en las que el medo/persa, siendo apenas un recién nacido, se salvó de ser asesinado por órdenes del rey Astiages, su abuelo, me catapultan inexcusablemente a una digresión.
           
Es antiquísimo el bonito cuento de la imposibilidad de matar a un niño destinado a cambiar el mundo; de hecho, muy probablemente sea uno de los relatos prototípicos de la Humanidad. Ejemplos, los hay celebérrimos. Del héroe más vetusto de todos, Gilgamesh, no sabemos los detalles de sus primeros años, puesto que su epopeya comienza cuando el gigante ya es mayorcito y se desempeña como rey de Uruk. Así que el más antiguo ejemplo que podemos mencionar procede de la fundación del primer imperio conocido de la historia universal, el Acadio, también en Mesopotamia, y se refiere a la historia del nacimiento de su fundador, Sargón I. Fue él mismo quien dejó escrita su primera aventura:

Mi madre fue una gran sacerdotisa. A mi padre no lo conocí… Mi ciudad natal, Azupiranu, está situada a orillas del Éufrates. Mí madre me concibió en secreto. Ella me dejó en una cesta de junco, sellada con betún. Me llevó al río. La corriente del río me llevó a Akki, el aguador. Akki… me adoptó como su hijo y me crio… Yo era un jardinero. Ishtar me concedió su amor, y me convertí en rey…
           
El relato de Sargón retrotrae al de Moisés, con el que tiene “… una gran similitud y correspondencia de motivos” (Otto Rank, The Myth of the Birth of the Hero. JHU Press, 2004). Como quizá recuerde usted, luego de una apresurada reflexión sobre los riesgos demográficos por los que transitaba Egipto, el faraón ordenó que tiraran al río a todos los niños nacidos de los hebreos, dejando a las niñas con vida. Fue en tan inadecuada situación que una pareja de la tribu de Leví tuvo a Moisés:

… y viendo que era hermoso, lo mantuvo escondido durante tres meses. Como no podía ocultarlo por más tiempo, tomó un canasto de papiro, lo recubrió con alquitrán y brea, metió en él al niño y lo puso entre los juncos, a la orilla del río Nilo.
           
Río abajo, la hija del faraón rescatará al pequeño Moisés, quien años después guiará la liberación de su pueblo (Éxodo).
           
El tercer ejemplo condensa varios mitos antiguos. Después de mencionar otras versiones sobre el origen de Roma, la urbe y su nombre, Plutarco afirma que “más fundada razón” tienen quienes “designan a Rómulo como denominador de aquella ciudad”, y relata:

… fue hijo de Eneas y Doxitea …, y siendo niño, fue traído a la Italia con su hermano Remo, y habiéndose perdido en el río, que había salido de madre, los demás barcos, aquel en que navegaban los dos niños había arribado a una orilla muelle, y salvos, por tanto, inesperadamente, se puso al sitio el nombre de Roma…
           
Enseguida, Plutarco añade otra historia, más bien truculenta: resulta que Tarquecio, rey de los albanos, miró entre sueños que un falo fatuo aparecía en medio del fuego, “y estuvo permanente por muchos días”. A falta de psicoanalista, acudió al oráculo de Tetis, donde la pitonisa dispuso que ofreciera una virgen al espectro, porque de su unión nacería un niño portentoso. Tarquecio ordenó a una de sus hijas que se ayuntase con el pene flamígero, pero a ella le resultó abominable aquello, así que, en su lugar, envió a una de sus criadas. Tarquecio habría de percatarse del ardid y encarcelaría a ambas, a la hija desobediente y a la doméstica obediente. Pasaron los meses…

Dio a luz la criada dos gemelos, y Tarquecio los entregó a Teracio con orden de que les diese muerte; pero éste los expuso a la orilla del río, donde una loba acudía a darles de mamar, y diversas aves, trayéndoles de su cebo, lo ponían en la boca a los niños, hasta que un vaquero… se atrevió a acercarse, y los llevó consigo; y habiéndose salvado…, acometieron después a Tarquecio, y le vencieron. (Vidas Paralelas, I)
           
Igual que Rómulo y Remo, ya antes el profeta hebreo Elías había sido alimentado por ciertos pájaros, según instrucción precisa de Yahveh: “Elías se fue al arroyo de Querit, al este del Jordán, y allí permaneció, conforme a la palabra del Señor. Por la mañana y por la tarde los cuervos le llevaban pan y carne, y bebía agua del arroyo” (Reyes, 17). Y como los gemelos, unos dos siglos después se correría la voz de que Ciro había sido criado por una cánida.
           
Ya recordaremos cómo fue que el niño Ciro sería devuelto a sus verdaderos progenitores, la princesa meda Mandane y el persa Cambises, de la dinastía aqueménida. Por lo pronto digamos que, por Heródoto, sabemos que, ya en Persia, el púber, agradecido, contó cómo había sido cuidado y querido por el buen boyero Mitrades y Cino, su mujer. Y he aquí que Cino en lengua meda es Espaco, perra. “Sus padres se hicieron eco, entonces, de ese nombre y, para que la salvación de su hijo pareciera aún más milagrosa a los persas, difundieron el rumor de que, a Ciro, al ser expuesto, lo había criado una perra”. Mitología, historia y propaganda, entrelazadas.

sábado, 15 de junio de 2019

La ciudad y los sueños



There’s nowhere you can be that isn’t where you’re meant to be.
John Lennon
 
Los medos y los persas comparten el mismo origen: los flujos migratorios que, entre los años 1200 y 800 antes de nuestra era, arribaron al Próximo y Medio Oriente, provenientes del Cáucaso y de las grandes estepas allende los mares Negro y Caspio. Al principio, ninguno de los dos pueblos, seminómadas y fundamentalmente dedicados al pastoreo, mostró desplante civilizatorio alguno; ninguna ciudad, ningún desarrollo artístico, ningún testimonio escrito... De hecho, su debut en la historia ocurrió gracias a los asirios. Unos diseminados al este de la alta Mesopotamia, entre los montes Zagros y los Elburz, al sur del Caspio, y los otros, más meridionales, dispersos al norte del golfo Pérsico, en el territorio de Anshan, ambos pueblos fueron mentados en tablillas asirias desde el siglo IX a.C. El rey Salmanasar III testimonia sus incursiones a Parsua en 843 a. C., y once años después se consigna que el imperio recibía tributo de la región. Subsiguientes monarcas asirios —Shanshi-Adad V (823-811), Adad-Narari III (810-783) y Tighlat-Plieser III (744-727)— dejaron constancia de haber cobrado tributos en Parsua y a algunos jefes tribales medos. En una inscripción de 714 a. C., Sargón II se refiere a sus súbditos en Parsumash… Pero un buen día los medos se rebelaron y echaron a los asirios de sus tierras, y un incipiente reino surgió de la necesidad de superar la anarquía en que devino la independencia. Así, desde los inicios del siglo VII a. C. un hatajo de clanes comenzaron a formar una organización en torno a un poder político. Su primer rey, Deyoces, logró articular a las tribus medas, y después de varias décadas de paz dejó el trono a su hijo Fraortes. Él comenzó la expansión meda; al sureste logró someter a los persas, aunque en el flanco opuesto no pudo contener del todo los embates asirios y escitas. Ciáxares, vástago de Fraotes, heredó las riendas del nuevo imperio, y él sí lo ensanchó, a espadazos y negociando. No sólo se sacudió el asedio de los escitas —nómadas provenientes de Asia central, que, como fuerzas mercenarias, habían participado en las campañas asirias contra Media, e incluso habían logrado invadir Media—, sino que consiguió incorporarlos a sus huestes. Ya al frente de medos, persas y escitas, reorganizó el ejército —“… una bien entrenada fuerza de jinetes… (asabari), a la que se le sumaban contingentes de arqueros (anuvaniya) y de lanceros (rsika), e incluso algún contingente de ingenieros y máquinas de asedio” (Jorge Pisa, Breve historia de los persas)—, y, aliado con los babilonios, hizo añicos a Asiria. Además, hacia oriente, llegó hasta lo que hoy es Afganistán, y hacia el noroeste alcanzó Armenia y Anatolia central, hasta chocar con el imperio lidio (590 a. C.). El sucesor de Ciáxares, su hijo Astiages, gobernó el imperio entre el 585 y el 550 a. C. Logró mantener la paz con Lidia, y, quizá para afianzar la alianza con los persas, vasallos con quienes los medos compartían dioses, lenguaje y tradición, decidió casar a una de sus hijas, Mandane (“Eterna”, en antiguo persa), con Cambises, líder de los persas y descendiente de Aquemenes, fundador de la dinastía aqueménida… Bueno, pero Heródoto (c. 484 a. C. – 425 a. C.) lo cuenta de otro modo…
           
Sucedió que Astiages soñó que “… su hija orinaba tanto, que anegaba su ciudad y que incluso inundaba Asia entera”. El rey acudió a “los magos intérpretes de sueños, y quedó aterrorizado cuando supo por ellos el significado” de aquella visión. Cuando la joven alcanzó edad núbil, acojonado, “no la dio por esposa a ningún medo…, sino a un persa llamado Cambises…” Mandane se fue a vivir a Persia, y meses después Astiages tuvo otra pesadilla: “… le pareció que del sexo de esa hija suya salía una cepa y que esa cepa cubría Asia entera”. Mandó traer a Mandane, quien estaba por parir, “con el propósito de dar muerte al ser que engendrara”, ya que los magos le habían advertido que reinaría en su lugar. Tan pronto nació el bebé, Astiages ordenó a un tal Harpago, “un pariente suyo, el más leal…”, que lo asesinara. El hombre prometió hacerlo, pero delegó la encomienda: ordenó a Mitradates, un boyero real, que dejara al bebé a merced de las fieras y luego le mostrara el cadáver. De vuelta a casa, por un ayudante boquiflojo de Harpago, Mitrades supo la identidad del infante condenado a muerte por Astiages. El boyero contó a su mujer, la esclava Cino, la horrorosa tarea a que estaba obligado… Fue ella, Cino, quien salvaría la vida del niño que años más tarde habría de tomar el nombre de su abuelo paterno, Ciro, antes de comenzar a forjar el primer imperio transcontinental de la historia, el persa…: “Como yo también he dado a luz, pero… un niño muerto, llévatelo y exponlo; pero criemos al niño de la hija de Astiages como si fuera nuestro; así…, el niño muerto gozará una sepultura regia y este otro no perderá la vida”. Así procedió el boyero; adoptó al hijo de Mandane y Cambises, “poniéndole otro nombre cualquiera y no el de Ciro”. Como suele ocurrir en estas historias, se abrirá un paréntesis de silencio para dejar crecer al niño en paz; en este caso, diez años en el monte, en la pobreza de la humilde la familia de esclavos… Para nosotros la espera será menor: la próxima semana continuaremos la historia de quien habría de convertirse en el hombre más poderoso que hasta entonces hubiera puesto un pie en la Tierra.

sábado, 8 de junio de 2019

Ecbatana: la ciudad y el orden

Sobre un mapa, dibuje usted una línea recta desde Bagdad hasta Teherán… Estará representando unos 700 kilómetros. A medio trazo, cruzará Hamadán, una ciudad habitada actualmente por medio millón y pico de personas. Ahí se encontraba Ecbatana, la más antigua urbe iraní, y, al menos durante un abrir y cerrar de ojos, una de las capitales de un imperio que llegó a ser, también efímeramente, el más grande del orbe.
          
Ecbatana se erigió en medio de la franja de tierra que en Occidente llamamos Medio Oriente: 320 kilómetros al sur del mar Caspio, 540 al norte del Golfo pérsico, mil al oriente del Mediterráneo, y otros tantos al suroeste del mar Negro. Entre el 1400 y el 100 a. C., la región, bien llamada Media, fue poblándose por tribus arias. Salmanasar III, rey de Asiria entre 858 a. C. y 824 a. C., dejó testimonio escrito de la existencia de los medos, inscribiéndolos así en la historia, como un pueblo más o menos sometido. Digo más o menos porque en realidad no había mucho que someter: gente que aún no se había tomado la molestia de fundar urbe alguna, pobre, dispersa y seminómada. Con todo, alrededor del 650 a. C., los montaraces medos se rebelaron y expulsaron a los sofisticados asirios. A la emancipación siguió la anarquía, y ahí surgió Deyoces, un aldeano a quien sus vecinos, cuando tenían problemas, acudían en busca de arbitraje. Según Heródoto (c. 484 a. C. – 425 a. C.), el personaje, quien ya gozaba de cierta reputación, “se afanó en la práctica de la justicia… Entonces… los de su aldea, al ver su modo de proceder, lo eligieron su juez…” Cuando entre las demás tribus se propagó la voz de que el Deyoces “juzgaba con rectitud…, también acudían gustosos… para dirimir sus pleitos, hasta que acabaron por no apelar a otra persona…” Cuando Deyoces observó que “todo dependía de
él…, se negó a seguir actuando como juez”, aduciendo que “no le resultaba rentable descuidar sus asuntos, por ocuparse todo el día en impartir justicia...” La rapiña y el desorden volvieron. Los medos se reunieron entonces a deliberar… Uno propuso: “‘Como en las circunstancias actuales no podemos habitar este país…, nombremos rey a uno de nosotros; así el país tendrá… orden y nosotros podremos dedicarnos a nuestros asuntos…” Como era previsible, Deyoces fue electo rey. Algunas de sus primeras decisiones fueron decretar cierto ceremonial —prohibió “reír y escupir en su presencia”, por ejemplo— y mandar construir una ciudad capital. “Los medos… edificaron una fortaleza amplia y poderosa, esa que hoy día se llama Ecbatana…” (Historia; I, 95-98).

Después de medio siglo en el poder, Deyoces falleció (665 a. C.) y heredó el reino a un hijo, Fraortes, quien comenzó la expansión meda: guerreó a este y oeste, a persas y a asirios. A los persas los incorporó a su naciente imperio, pero contra los asirios no pudo: luego de más de veinte años de reinado, moriría en batalla contra el ejército del rey Asurbanipal (633 a. C.). Seguiría Ciáxares, vástago de Fraortes, quien resultó estar extraordinariamente bien dotado para los trancazos: al oriente guió a los medos hasta el río Kabul, en lo que hoy es Afganistán, y hacia occidente, después de poner en jaque a los escitas hasta que tuvieron que pactar con él, conquistó Asur, y en 612 a. C., aliado con Babilonia, comandó el asalto y destrucción total de la capital asiria, Nínive. El imperio medo se quedó con todas las tierras al este y norte del Tigris, y Babilonia con las posesiones asirias en Mesopotamia. Los afanes belicosos de Ciáxares no pararon ahí; enseguida dirigió sus huestes a Asia Menor. Logró a adueñarse de Armenia y de buena parte de la península de Anatolia, en donde fue a chocar con el imperio lidio (590 a. C.). Medos y lidios se enfrentaron incansablemente, hasta que un día se apagó el Sol: “… llevaban la guerra con suerte equilibrada, cuando, en su quinto año, ocurrió en el curso del combate que, en plena batalla, de improviso el día se tornó en noche. Entonces lidios y medos, al ver que la noche tomaba el lugar del día, pusieron fin a la batalla, y tanto unos como otros se apresuraron… a concretar la paz” (Historia; I, 74). El propio Heródoto cuenta que el eclipse total que aterró a ambos contrincantes había sido predicho por un tal Tales, oriundo de Mileto (c. 624 – 546 a. C.) —la ciencia moderna confirma que el evento astronómico efectivamente ocurrió el 28 de mayo de 585 a. C.—. Los imperios lidio y medo establecieron como frontera entre ambos el río Halis, hoy Kizilirmak, y agregaron un ingrediente más al pacto de paz: Arienis, hija del rey lidio Aliates II, y Astiages, hijo del rey medo, se casaron. Meses después moriría Ciáxares, y su lugar lo ocuparía Astiages, a quien, destino funesto, le tocaría ser el último de la dinastía meda. En efecto, en 550 a. C. sería destronado por un persa, Ciro, para colmo su propio nieto… En 549 a. C., Ciro el Grande (c. 600/575 a. C. – 530 a. C.), después de tomarla, decidiría no destruir Ecbatana e integrarla a su imperio, ya no medo como el de su abuelo, sino persa, aqueménida, y además mantenerla por un tiempo como su propia residencia. Desde ahí emprendería la conquista de su mundo…

sábado, 1 de junio de 2019

¿Demasiados libros?

Aunque sus novelas permanecían censuradas en su propio país —ni Trópico de Cáncer (1934) ni Trópico de Capricornio (1939) podrían ser publicadas en territorio estadounidense sino hasta 1964—, Henry Valentine Miller (1891-1980) ya era en 1952 una centellante estrella literaria. Aquel año —su trilogía de La crucifixión rosada contaba sólo con el primer volumen, Sexus (1949)—, el neoyorquino publicó The Books in My Life. En el párrafo inicial del prefacio, advierte el carácter autobiográfico del libro —The purpose of this book… is to round out the story of my life—, y explicita su temática: “los libros como experiencia vital”.
           



Henry Miller cuenta que escribir The Books in My Life le permitió confirmar una sospecha, que “uno debería leer cada vez menos, no más y más”. Prescrita la norma, enseguida se declara infractor de la misma: “No he leído tanto como un erudito o un ratón de biblioteca, ni siquiera tanto como un hombre ‘bien educado’, pero sin duda he leído cien veces más de lo que debería haber leído por mi propio bien”. La auto imputación se refiere, por supuesto, a lo que Zaid formuló como los demasiados libros, en general, pero en particular a que, entre la descomunal marabunta de títulos, sólo hay algunos pocos que realmente valen la pena —“verdaderamente revolucionarios, inspirados e inspiradores”, los llama—, de tal suerte que, a lo largo de la vida, una persona deberá darse por bien servida si al final leyó apenas un puñado de ellos. “El vasto cuerpo de literatura, en todos los dominios, está compuesto de ideas de segunda mano” (hand-me-down ideas). Según el escritor norteamericano, prácticamente todos los libros a los que uno tiene acceso resultan insustanciales, vehículos de vanilocuencia, en el mejor de los casos. “La cuestión jamás resuelta, por desgracia, es hasta qué punto sería eficiente reducir el abrumador pertrecho de forraje barato”.
           
En México se ha popularizado —sobre todo entre la gente que no tiene ningún título de posgrado que colgar en la pared— proferir a la menor provocación que ningún doctorado quita lo pendejo. Hace más de medio siglo míster Miller pescó el asunto desde el extremo opuesto para espetar: “… ua ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽sunto desde el otro extremo y espeta: terarias sus novelas mía na cosa es cierta: definitivamente los analfabetos no son los menos inteligentes entre nosotros”. El juicio, un zambombazo, puede resultar desternillante y quizá políticamente correcto…, claro, entre quienes puedan leerlo; sin embargo, no expresa una verdad irrebatible como lo hace el dicho popular traído arriba a cuento. Porque, si bien es cierto que ningún grado académico corrige la sonsera, lo que sugiere el estimado Henry tampoco sucede, es decir, que los más mensos estén necesariamente entre nosotros los alfabetizados. Hay evidencia suficiente para afirmar que leer no embrutece a nadie —en efecto, a don Alonso sus lecturas lo desquiciaron, y el Quijote estaba loco…, pero no idiota—, así que no, los lectores no tendríamos que ser los menos inteligentes. Incluso puede estirarse más la liga: varios estudios apuntan a la antípoda, esto es, que el alfabetismo está correlacionado con el IQ o coeficiente intelectual: “… las medidas de alfabetización están altamente correlacionadas con las diferencias en el IQ nacional (r = .83-.86)” (Marks, D. F., “Literacy not intelligence moderates the relationships between economic development, income inequality and health”. British Journal of Health Psychology, 12: 179-184; 2007).

Aunque escribió primero “inteligencia”, Miller ajusta el tiro. “Si se trata de conocimiento o sabiduría lo que uno está buscando, es mejor ir directamente a la fuente”. El argumento es antiquísimo; Sócrates (470 – 399 a. C.) ya lo esgrimía… Narra el filósofo que el dios egipcio Theuth, creador del número, el cálculo, la geometría, la astronomía y las letras, quiso convencer al rey Thamus de las bondades de la escritura —“fármaco de la memoria”—, pero el monarca replicó que en realidad lo escrito era pura “apariencia de sabiduría” (Platón; Fedro, 274c y ss). Socrático, Miller alega que la fuente de la sabiduría es la vida misma, la experiencia directa… Y detalla: “Cuando digo vida, tengo en mente, sin duda, otro tipo de vida, distinto de la que hoy conocemos”. Tal vez muy ambiguo, pero Miller ejemplifica…, ¡citando un libro!: “Tengo en mente el tipo de vida del que habla D. H. Lawrence en Etruscan Places”.

Hoy que “se cree que hay un atajo para todo”, Miller sentencia que “la mejor lección que puede aprenderse es que la manera más difícil de actuar es, a la larga, la más fácil”. La experiencia vital es la ruta ardua; en cambio, “todo lo que se expone en los libros, todo lo que parece ser tan vital y significativo, no es más que una pizca de aquello de lo que se deriva y que está al alcance de todos”. ¿Entonces, de plano botar los libros?

¿Henry Miller escribió un libro sobre los libros más importantes en su vida para recomendarnos no leer? No, el narrador norteamericano era un hombre travieso, pero congruente: lo que sugiere es incorporar la lectura a la vida: “Mis encuentros con los libros los considero mucho como mis encuentros con otros fenómenos de la vida o el pensamiento”. Más claro: “Los libros son una parte tan importante de la vida como los árboles, las estrellas o el estiércol”.

Entendidos como parte de la experiencia vital, jamás sobrarán libros. Así que Henry Miller cierra su texto mandando al diablo toda posibilidad de que algún día haya demasiados libros: “Nadamos en el mismo arroyo, bebemos de la misma fuente, pero, ¿con qué frecuencia o con qué profundidad somos conscientes, los que escribimos, de la necesidad común? Si escribir libros es restaurar lo que hemos tomado del granero de la vida, de hermanas y hermanos desconocidos, entonces digo: ¡Tengamos más libros!”