sábado, 1 de junio de 2019

¿Demasiados libros?

Aunque sus novelas permanecían censuradas en su propio país —ni Trópico de Cáncer (1934) ni Trópico de Capricornio (1939) podrían ser publicadas en territorio estadounidense sino hasta 1964—, Henry Valentine Miller (1891-1980) ya era en 1952 una centellante estrella literaria. Aquel año —su trilogía de La crucifixión rosada contaba sólo con el primer volumen, Sexus (1949)—, el neoyorquino publicó The Books in My Life. En el párrafo inicial del prefacio, advierte el carácter autobiográfico del libro —The purpose of this book… is to round out the story of my life—, y explicita su temática: “los libros como experiencia vital”.
           



Henry Miller cuenta que escribir The Books in My Life le permitió confirmar una sospecha, que “uno debería leer cada vez menos, no más y más”. Prescrita la norma, enseguida se declara infractor de la misma: “No he leído tanto como un erudito o un ratón de biblioteca, ni siquiera tanto como un hombre ‘bien educado’, pero sin duda he leído cien veces más de lo que debería haber leído por mi propio bien”. La auto imputación se refiere, por supuesto, a lo que Zaid formuló como los demasiados libros, en general, pero en particular a que, entre la descomunal marabunta de títulos, sólo hay algunos pocos que realmente valen la pena —“verdaderamente revolucionarios, inspirados e inspiradores”, los llama—, de tal suerte que, a lo largo de la vida, una persona deberá darse por bien servida si al final leyó apenas un puñado de ellos. “El vasto cuerpo de literatura, en todos los dominios, está compuesto de ideas de segunda mano” (hand-me-down ideas). Según el escritor norteamericano, prácticamente todos los libros a los que uno tiene acceso resultan insustanciales, vehículos de vanilocuencia, en el mejor de los casos. “La cuestión jamás resuelta, por desgracia, es hasta qué punto sería eficiente reducir el abrumador pertrecho de forraje barato”.
           
En México se ha popularizado —sobre todo entre la gente que no tiene ningún título de posgrado que colgar en la pared— proferir a la menor provocación que ningún doctorado quita lo pendejo. Hace más de medio siglo míster Miller pescó el asunto desde el extremo opuesto para espetar: “… ua ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽sunto desde el otro extremo y espeta: terarias sus novelas mía na cosa es cierta: definitivamente los analfabetos no son los menos inteligentes entre nosotros”. El juicio, un zambombazo, puede resultar desternillante y quizá políticamente correcto…, claro, entre quienes puedan leerlo; sin embargo, no expresa una verdad irrebatible como lo hace el dicho popular traído arriba a cuento. Porque, si bien es cierto que ningún grado académico corrige la sonsera, lo que sugiere el estimado Henry tampoco sucede, es decir, que los más mensos estén necesariamente entre nosotros los alfabetizados. Hay evidencia suficiente para afirmar que leer no embrutece a nadie —en efecto, a don Alonso sus lecturas lo desquiciaron, y el Quijote estaba loco…, pero no idiota—, así que no, los lectores no tendríamos que ser los menos inteligentes. Incluso puede estirarse más la liga: varios estudios apuntan a la antípoda, esto es, que el alfabetismo está correlacionado con el IQ o coeficiente intelectual: “… las medidas de alfabetización están altamente correlacionadas con las diferencias en el IQ nacional (r = .83-.86)” (Marks, D. F., “Literacy not intelligence moderates the relationships between economic development, income inequality and health”. British Journal of Health Psychology, 12: 179-184; 2007).

Aunque escribió primero “inteligencia”, Miller ajusta el tiro. “Si se trata de conocimiento o sabiduría lo que uno está buscando, es mejor ir directamente a la fuente”. El argumento es antiquísimo; Sócrates (470 – 399 a. C.) ya lo esgrimía… Narra el filósofo que el dios egipcio Theuth, creador del número, el cálculo, la geometría, la astronomía y las letras, quiso convencer al rey Thamus de las bondades de la escritura —“fármaco de la memoria”—, pero el monarca replicó que en realidad lo escrito era pura “apariencia de sabiduría” (Platón; Fedro, 274c y ss). Socrático, Miller alega que la fuente de la sabiduría es la vida misma, la experiencia directa… Y detalla: “Cuando digo vida, tengo en mente, sin duda, otro tipo de vida, distinto de la que hoy conocemos”. Tal vez muy ambiguo, pero Miller ejemplifica…, ¡citando un libro!: “Tengo en mente el tipo de vida del que habla D. H. Lawrence en Etruscan Places”.

Hoy que “se cree que hay un atajo para todo”, Miller sentencia que “la mejor lección que puede aprenderse es que la manera más difícil de actuar es, a la larga, la más fácil”. La experiencia vital es la ruta ardua; en cambio, “todo lo que se expone en los libros, todo lo que parece ser tan vital y significativo, no es más que una pizca de aquello de lo que se deriva y que está al alcance de todos”. ¿Entonces, de plano botar los libros?

¿Henry Miller escribió un libro sobre los libros más importantes en su vida para recomendarnos no leer? No, el narrador norteamericano era un hombre travieso, pero congruente: lo que sugiere es incorporar la lectura a la vida: “Mis encuentros con los libros los considero mucho como mis encuentros con otros fenómenos de la vida o el pensamiento”. Más claro: “Los libros son una parte tan importante de la vida como los árboles, las estrellas o el estiércol”.

Entendidos como parte de la experiencia vital, jamás sobrarán libros. Así que Henry Miller cierra su texto mandando al diablo toda posibilidad de que algún día haya demasiados libros: “Nadamos en el mismo arroyo, bebemos de la misma fuente, pero, ¿con qué frecuencia o con qué profundidad somos conscientes, los que escribimos, de la necesidad común? Si escribir libros es restaurar lo que hemos tomado del granero de la vida, de hermanas y hermanos desconocidos, entonces digo: ¡Tengamos más libros!”

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