miércoles, 29 de junio de 2022

Pasado, cambio y culpa

  

The past isn't dead.  It isn't even past.

William Faulkner, Requiem For A Nun.

 

 

Pasado y cambio


Quienes con toda contundencia afirman que determinada manera de hacer las cosas o de organizar la vida “siempre ha sido así” usualmente son personas con escasa perspectiva histórica. 

 

— ¡Pero siempre han sido así las cosas! –cuando se esgrimen estas palabras como argumento en contra del cambio o incluso en contra de la sola posibilidad del cambio, simplemente se espeta una bobada, una ingenuidad pueril; cuando se usan a sabiendas de que es una tontería, no pasa de ser una falacia. Pero, cuidado, no por ser una mentecatería se queda en la inocuidad: habitualmente es fundamento de perniciosas argucias.

 

Alegar que siempre han sido así las cosas es una bobada o una falacia que suele proferirse por conservadores; no puede ser una consideración progresista, puesto que, por definición, sería una negación de principios. Así, resulta frecuente escuchar a un conservador sentenciar, como reacción a algo con lo que no está de acuerdo o de plano le disgusta, “así no es” o “así no son” —por ejemplo, “así no son los informes presidenciales” o “así no son los planes nacionales”, en fin—. En estricto sentido, el juicio no es más          que una imposibilidad lógica: “así como es no es”. Para disfrazar tamaña barrabasada, entonces el dicho se arropa de precepto: “Así no deben ser las cosas”. 

 

De lo anterior mi amiga Vero List [@verolist] desprende: “Los conservadores no deberían usar conceptos como ‘cambio’ o ‘nuevo’ en sus eslóganes, porque es justamente lo que son incapaces de hacer. No pueden aceptar las cosas hechas de modos diferentes. Y son hipócritas desde que incorporan esos términos.” Cierto, el conservador es un farsante misoneísta —Feliciano Ruenas [@feliciano1953] nos recuerda que existe un vocablo que expresa con precisión una de las afecciones que sufre todo conservador: misoneísmo, el cual se define sencillamente como “aversión a lo nuevo”—.

 

Pasado y culpa


Seguramente habrá usted percibido que el asesinato de un guía de turistas y dos jesuitas en Cerocahui, un poblado del municipio chihuahuense de Urique, desató una caudalosa andanada de reproches, no en contra del gobierno del estado —panista— ni en contra de la alcaldesa —panista—, sino en contra del gobierno federal, concretamente en contra del presidente. Como otras ocasiones, el rapapolvo propagado en medios y aceitado en redes sociales mostró la uniformidad suficiente para, por lo menos, sospechar que se orquestó desde algún lado. Sus componentes básicos fueron tres: 1) el país nunca había sufrido por tanta violencia, ni con Calderón; 2) la estrategia de abrazos y no balazos no funciona, y 3) no se vale culpar al pasado de lo que está ocurriendo en el presente. Los dos primeros juicios no dan para una discusión; con unas cuantas cifras se zanja el asunto:

 

En estricto sentido, todo delito es un acto de violencia. No es verdad que la violencia haya aumentado durante el sexenio de López Obrador; al contrario, ha descendido: a mayo de 2022, los delitos del fuero federal se redujeron 26.6% en comparación con los que se cometían al inicio de la administración.

Los homicidios dolosos ocurridos en 2021 fueron 4% menos que en 2019.

Según las estadísticas de mortalidad publicadas por el INEGI, las defunciones registradas por homicidio a nivel nacional en 2006 ascendieron a 10,452. Luego, Calderón declaró “la guerra contra el narcotráfico”, y seis años después, en 2012, se alcanzó la cifra de 25,967 homicidios. En corto, durante el calderonato los homicidios en México se multiplicaron 2.5 veces. Después llegó Peña y las cosas no mejoraron, la tendencia se mantuvo al alza: en 2018 cerró con 36,685 asesinatos. En cambio, al iniciar el presente sexenio, la tendencia se paró en seco: en 2019 se registraron 36,661 homicidios. Un año después, 2020, no se reportó aumento (36,773), y en 2021 se revertió la tendencia: con 33,308 homicidios dolosos.

 

El tercer ingrediente del torrente de reclamos a AMLO sí conviene comentarlo. Hace unos días, el escritor Héctor Zagal tuiteó: “Una tragedia desplaza a otra. El linchamiento de Daniel Picazo en Puebla.  Los grupos de choque en San Cristóbal, Chiapas. El pollo en Chilpancingo. El asesinato de un guía de turistas y dos jesuitas en Chihuahua. La verdad nos hace libres. ¿Toda es culpa de pasado? ¿Neta?” Yo contesté el cuestionamiento con otro: “¿Será culpa del presente continuo? No es una pregunta retórica, Héctor.” Piénselo usted también.

 

La respuesta de Zagal fue muy amable y dispuesta al diálogo, pero planteó por otra ruta, el tema de la obligada crítica al poder: “Lo dices bien. La clave está en lo que tú dices, el ‘presente continuo’, por eso creo que la autocrítica libera y el triunfalismo enajena. Tú y yo de debemos criticar al poder. Esa es nuestra misión.” Ya habrá tiempo de ahondar por ahí; por ahora me quedo en la “culpa del pasado”.

 

No, el pasado no tiene la culpa…, ni de eso ni de nada. El pasado no puede tener la culpa de lo que ocurre en el presente; de hecho, no puede tener la culpa de nada puesto que el pasado no es un agente, mucho menos un agente consciente, responsable. Nada es culpa del pasado, pero todo es consecuencia del pasado. Todos estamos conformando ahora mismo un pasado que tendrá secuelas. En el pasado, eso sí, determinados agentes actuaron de cierta manera y de ello pueden ser responsables o incluso culpables. El desastre que se está desmontando hoy no comenzó ni ahora mismo ni ayer ni en diciembre de 2018, y entender el camino ayer andado es necesario para saber en dónde estamos parados, para corregir la ruta y, en dado caso, para determinar quién metió la pata. 

miércoles, 22 de junio de 2022

200 años

  

Nunca he sido sino un vestigio y un simulacro de mí.

Fernando Pessoa, El libro del desasosiego.

 

 

 

 

0

El año pasado celebramos el segundo centenario de la declaración de Independencia de nuestro país. Otra manera de frasearlo: conmemoramos los primeros 200 años de existencia del estado nacional conocido como México. ¿Cómo aquilatar este aliento temporal?

 

 

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Hace 200 años, tuvo lugar el Congreso de Verona. Fue un cónclave de la autodenominada Santa Alianza, una coalición formada por el Imperio Ruso, el Reino de Prusia y el Imperio de Austria. Para entonces, 1822, al club de potencias se habían adherido Gran Bretaña y Francia —otra vez en poder de los Borbones—. El propósito de los monarcas era organizarse para actuar en contra de lo que entendían como “amenazas a la paz europea”: la ola de revoluciones liberales que recorría el viejo continente y la fiebre independista que estaba reconfigurando al nuevo, desde México hasta la Tierra de Fuego.

 

Hace 200 años, la Santa Alianza emplazaba al Imperio Otomano: exigía que los turcos que dejaran de intervenir en Valaquia (Rumania). Por cierto, la Santa Alianza esgrimía para sí el derecho de intervención, según el cual las grandes potencias europeas —ellos— podían intervenir violentamente en contra de los brotes de liberalismo y secularismo en cualquier parte del mundo.

 

El Imperio Otomano dejaría de existir cien años más tarde, en 1922, es decir, 623 después de haber sido fundado. El Imperio Ruso tampoco perduraría: en 1917 los revolucionarios bolcheviques lo borraron del mapa —en su lugar surgió la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, que también pasó ya a la inexistencia (1922-1991)—. El Reino de Prusia dejaría de existir un año después, 1918…, una consecuencia más de la I Guerra Mundial. Austria, ya no como imperio sino como una república, subsiste hasta la actualidad.

 

Hace 200 años, este país no era una república. El 21 de julio de 1822, en la catedral metropolitana, Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu fue coronado como emperador de México.

 

 

2

Hace 200 años, en 1822, no sabíamos nada de la que hoy llamamos nuestra cultura madre. La primera cabeza colosal fue descubierta en 1862, en Tres Zapotes, Santiago Tuxtla, Veracruz.

 

La civilización olmeca germinó junto al agua, desde el litoral hasta las riberas del Papaloapan, el Coatzacoalcos, el Tonalá y el Pajonal, incluyendo la sierra de los Tuxtlas, en los límites de los estados de Veracruz y Tabasco. No sabemos hasta dónde se extendían hacia el sur y el oriente. El epicentro de los olmecas estuvo en tres desarrollos, cuya hegemonía fue sucediéndose durante casi dos milenios: San Lorenzo (1800-1000 a. C.), La Venta (1000-400 a. C.) y Tres Zapotes, cuyo esplendor duró apenas 200 años (400-200 a. C.).

 

 

3

Cuicuilco fue la primera ciudad en la cuenca de México —la zona arqueológica se encuentra hoy en la Ciudad de México, a unos pasos de la estación Perisur del metrobús—. Como a la gente de Tlapacoya, de Tlatilco y demás aldeas proto urbanas de la cuenca, los olmecas influenciaron a los cucuilcas. Junto al lago de Xochimilco, Cuicuilco se desarrolló durante más de medio milenio. Sus primeras edificaciones datan del 800 a. C. Las obras monumentales comenzaron a construirse una centuria después. Entre el 150 y el 250 d. C. la erupción del Xitle provocaría el abandono definitivo de Cuicuilco. Quedan vestigios de pirámides, adoratorios, canales de irrigación… Cuicuilco llegó a albergar a unos veinte mil habitantes. Su apogeo duró 200 años, entre el 400 y el 200 a. C.

 


 

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Hasta hace poco se creía que los primeros pobladores del valle de Teotihuacan fueron aldeanos con un desarrollo civilizatorio muy incipiente, y que sólo gracias a la gente del sur de la cuenca de México, desplazada por la actividad volcánica, había sido posible el paso a la vida urbana. La influencia de Cuicuilco es incuestionable, pero recientes hallazgos obligan a modificar la narrativa. Entre 2003 y 2005, arqueólogos del INAH descubrieron en la Ciudadela de Teotihuacan un gran canal escalonado de al menos un kilómetro de longitud, 1.5 metros de profundidad y hasta 5.5 metros de ancho. Fue construido 200 años antes de nuestra era. El canal conducía agua de manantiales a las áreas de cultivo. Los teotihuacanos empleaban el sistema de cuemiles: pequeñas concavidades hechas en el tepetate, rellenadas con tierra fertilizada con materia orgánica, en las que la siembra requería poca agua para el riego. Hoy sabemos que durante una época Teotihuacan fue una enorme aldea agrícola, cuyos pobladores, hasta unos cuarenta mil, fueron capaces de realizar sofisticadas obras de irrigación y lograr una producción suficiente de alimentos. Esta dinámica de vida fue sustentable a lo largo de 200 años.



Tres siglos más tarde, Teotihuacan había ya cambiado su perfil de rural a urbano; superaba los 20 kilómetros cuadrados y tenía una población de no menos de 125 mil habitantes. Su mayor esplendor ocurrió entre los años 350 y 550. Durante 200 años fue el corazón multiétnico de Mesoamérica, su centro espiritual, político y socioeconómico.


5

"Hacia 650 d.C., Teotihuacan había perdido buena parte de su población y su influencia prácticamente había desaparecido. Esto traería varias consecuencias: la más notable fue el surgimiento de varias ciudades que durante dos siglos, entre 700 y 900 d.C., compitieron por el control del área que había estado bajo la hegemonía teotihuacana" (Enrique Nalda, “Epiclásico (650-900 d.C.). Caída de Teotihuacan y nuevas formas de organización”, Arqueología Mexicana núm. 86). Fue el período previo al surgimiento de Tula, durante el cual florecieron ciudades como Xochicalco, Cacaxtla, Cantona y Teotenango. 

 

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La ciudad capital del imperio Mexica-Colhúa, México-Tenochtitlan, existió durante 200 años. Fue fundada en 1321 por los aztecas, entonces ya autonombrados mexicas, y fue aniquilada en 1521 por unos cuantos invasores españoles al frente de un enorme ejército de aliados indígenas.



 

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El Virreinato de la Nueva España, colonia del imperio español, tuvo como capital a la Ciudad de México. Si consideramos que su establecimiento de facto ocurrió tras la caída de la gran Tenochtitlan, su existencia se prolongó durante 300 años.

 

 

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Pocos o muchos, durante estos últimos 200 años México no ha pasado por su auge. Con Pessoa, quiero pensar que “mi pasado es todo cuanto no he conseguido ser”…, hasta ahora.

miércoles, 15 de junio de 2022

Surrealismo e ignorancia

  

Lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso es bello,

de hecho, sólo lo maravilloso es bello.

André Breton, Manifiesto surrealista.

 

 

Teotihuacana llamamos a la civilización que, entre el año 100 y el 850 de nuestra era, se desarrolló al noreste de la cuenca de México. Su centro fue una enorme ciudad de más de 20 km2 y no menos de 120 mil habitantes en su auge. La conocemos como Teotihuacan, el lugar en donde nacieron los dioses, porque así la nombraron, en náhuatl, los mexicas, un pueblo que fundó la que sería su ciudad principal, México-Tenochtitlan, unos 75 kilómetros al sur y medio milenio después del colapso teotihuacano. En realidad, ni los mexicas sabían ni nosotros sabemos cómo se hacían llamar a sí mismos los artífices de aquella civilización, tampoco qué idioma hablaban, mucho menos el apelativo de su metrópoli.

 

“Los hechos no dejan de existir por que sean ignorados”, escribió Aldous Huxley.

 

 

 

Bellas Artes ofrece la exposición temporal “Sólo lo maravilloso es bello. Surrealismo en diálogo”. Con una cantidad importante de obras prestadas por el Museum Boijmans Van Beuningen (Rotterdam, Países Bajos), piezas de colecciones particulares y del propio gobierno de México, la muestra, más que un catálogo aleatorio de piezas y creadores surrealistas, “ofrece una revisión… en torno a los principales temas e ideas afines al movimiento…”, y sobre todo “un diálogo entre el surrealismo europeo y su vertiente mexicana”.


Alberto Gironella, Reina Negra (1961).


La exposición incluye obra de los mexicanos Alberto Gironella (1929-1999) —Reina Negra (1961)—; doña María Cenobia Izquierdo Gutiérrez —María Izquierdo (1902-1955)—; un óleo del tapatío Roberto Montenegro (1881-1968) y otro de Manuel Rodríguez Lozano (1891-1971) —La muerte de Paloma (1942)—. Me topé también con un cuadro que sí me gusta, y mucho, de Frida Kahlo (1907-1954), Mi vestido cuelga aquí (1933); una xilografía de Diego Rivera (1886-1957) que no conocía y me pareció maravillosa: Vasos comunicantes, homenaje a André Breton (1938); fotografías de los Álvarez Bravo, Manuel (1902-2002) y Lola (1903-1993), en fin…


Diego Rivera, Vasos comunicantes (1938).


Entre los extranjeros, destaca la presencia de Man Ray (1890-1976) y varias de sus travesuras plásticas. Me resultó impresionante apreciar el original de una obra maestra del belga René Magritte, Le modèle rouge III (1937). Un feliz encuentro fue un autorretrato de la polifacética angelina Rosa Rolanda (1895-1970) —cónyuge del influyente Miguel Covarrubias (1904-1957)— y un hermoso cuadro del alemán Max Ernst (1891-1976) —fugaz cónyuge de la Carrington—, La couple (1923). Se exhiben varias obras de Salvador Dalí (1904-1989) —no sólo pinturas, también esculturas y un mueble besucón— y de Paul Delvaux (1897-1994), algunos cuadros de Remedios Varo (1908-1963) y de la francesa avecindada en nuestro país Alice Rahon (1904-1987). Me cautivó Clarividencia (1950), un extraordinario óleo en gran formato de un pintor cubano que no conocía, Wilfredo Lam (1902-1982). La curaduría decidió incorporar también una serie de objetos significativos para el surrealismo, como un ejemplar de la edición en francés de La interpretación de los sueños (Gallimard, 1925), de Freud; el catálogo de la exposición “Mixique”, organizada en 1939 en París por Breton; diversos trabajos de Marcel Duchamp (1887-1968); un grabado del hidrocálido Posada (1952-1913), e incluso algunas piezas prehispánicas.


Max Ernst, La couple (1923).

 

La exposición “Sólo lo maravilloso es bello. Surrealismo en diálogo” incorpora obra de la inglesa de nacimiento y nacionalizada mexicana Leonora Carrington (1917-2011). El visitante puede contemplar, por ejemplo, su Nuevamente las Géminis están en el huerto (1947) —inspirado en El Jardín de las Delicias, de Jerónimo Bosch—.

 

 

 

A la pirámide más grande de Teotihuacan le decimos la Pirámide del Sol. ¿Por qué? Porque así la llamaron los mexicas. Pero realmente no sabemos con certeza si fue erigida, como propuso el arqueólogo René Millon, en honor del dios de las tormentas —quien luego sería Tláloc para los mexicas— o en ella se veneraba a una Gran diosa femenina o al dios viejo del fuego… Bueno, ni siquiera podemos asegurar que fue construida para venerar a una deidad.

 

 

 

Frente a otra de las pinturas de la Carrignton, un óleo sobre tela titulado Orplied (1956), me ocurrió algo revelador. En un lienzo de regulares dimensiones —90 x 131 cm— en el que el ocre se impone, doña Leonora pintó un paraje quimérico plagado de árboles y seres fantásticos. La descripción que ofrece la página de Facebook de la pintora señala: “La escena principal trata del sacrificio de una mujer ofrecida a una bestia con rasgos de león y dragón. Barcas en el mar de tempestad que refieren al más allá. Una figura del antiguo Egipto con columnas de capiteles de papiro tiene una inscripción aludiendo a los dioses Horus y Hathor.” Sin embargo, la ficha museográfica se limita a mencionar la técnica y el propietario de la pieza —ojo: es parte de la colección Banamex—. El título tampoco es muy explícito: Orplied, lo cual quizá nada más encierre un juego de palabras o tal vez sea una referencia literaria: el país fantástico inventado por el escritor alemán Eduard Mörike (1804-1875), “una esfera propia de poesía”.

 

Mientras yo veía el cuadro se acercó una familia. El papá de inmediato determinó: “Ahí llevan a un difunto”. Guardó silencio un instante y, como nadie más de su tribu dijo nada, remató: “Es la ultratumba”. Un hijo inmensamente adolescente intervino entonces: “Y ahí está el Chupacabras”. Entonces la señora madre habló: “Y allá arriba va un ángel”. Zanjado el misterio, se encaminaron a ver la siguiente pieza.


Leonora Carrington, Orplied (1956)

 

 

 

Según el propio André Breton, el surrealismo persigue sobrepasar lo real. La ignorancia suele hacerlo, sin problemas.

martes, 7 de junio de 2022

Juegos de pelota

  

A los olmecas y a las chivas.

 

Menos de 200

Tal vez usted no tenga ni idea de quién fue Javier Guzmán Colin. En cambio, probablemente recuerde que El Kalimán Guzmán jugaba de defensa en la Máquina Celeste, es decir, en el Cruz Azul. Y aunque usted no se sienta aludido al escuchar la clásica bienvenida “¡A todos los que quieren y a todos los que aman el fútbol!”, es difícil que no sepa que El Coloso de Santa Úrsula es el estadio Azteca. Ahora, si forma usted parte del enorme colectivo de quienes se apasionan por dicho juego de pelota, sin duda posee sobrados conocimientos para decodificar que la expresión El rebaño sagrado no se refiere a las fuerzas cósmicas pastoreadas por la Luna, sino a las chivas rayadas del Guadalajara. Todos esos sobrenombres fueron acuñados por Ángel Fernández Rugama (1925-2006), un locutor que, durante toda una época, dio voz y extensa nomenclatura a uno de los espectáculos más populares en México. Él también apodó Superman al portero Carlos Marín, El gran Cyrano al narigón Enrique Borja y El Niño de Oro a Hugo Sánchez. Los influjos verbales de Ángel Fernández traspasaron las canchas. Hoy es común que mucha gente, incluso de las generaciones más recientes, exclame “¡Me pongo de pie!”, al presenciar alguna acción digna de admiración. Claro, son muchos años de tradición…

 


Con todo, el fútbol era ya una práctica antañona en nuestro país cuando Ángel Fernández comenzó a narrar partidos para la radio y la televisión. El club Orizaba, primer equipo en México, fue organizado en Veracruz por el escocés Duncan Macomish, en 1901. El mismo año, obreros ingleses radicados en la capital hidalguense integran el Pachuca Athletic Club. El primer torneo se celebraría en 1902 —participaron, además del Orizaba y el Pachuca, el México Cricket Club, el British Club y el Reforma Athletic Club—. El fútbol en este país se juega desde hace 120 años.

 

El fútbol, ese deporte-espectáculo-negocio que hoy día enciende los ánimos de cientos y cientos de millones de aficionados alrededor de todo el planeta, comenzó a jugarse, tal y como lo conocemos, a mediados del siglo XIX, tiempo antes de llegar a México. La Asociación del Fútbol de Inglaterra, la más antigua, se creó en 1863. El fútbol tiene pues poco menos de doscientos años.

 

Más de 3100

Tal vez usted no tenga ni idea de quién fue Christoph Weiditz. Sabemos poco: nació alrededor de 1500 en Friburgo de Brisgovia o quizá en Estrasburgo. Falleció en Augsburgo en 1559. Como su progenitor —Hans Weiditz el Viejo— y su hermano mayor —Hans Weiditz el Joven—, se dedicó a las artes gráficas. En un autorretrato de 1523 aparece como un zancudo amedrentado. Eso no interesa. Importa que entre 1528 y 1529 viajó a la península ibérica, y estuvo en la corte de Carlos V. Tuvo entonces ocasión de dibujar a muchos personajes, entre otros, a Hernán Cortés —página 77 de su Trachtenbuch (libro de trajes)—. El extremeño intentaba mostrar al monarca la magnificencia de México-Tenochtitlan y demás tierras conquistadas. Para ello, había acarreado a Europa cosas, animales, flora y humanos. Había llegado al puerto de Palos en mayo de 1528, con algunos nobles mexicas, acróbatas, jorobados, enanos… Así, tocó en suerte a Christoph Weiditz ser el primer europeo que dibujó al vivo a americanos.

 


Weiditz representó (Trachtenbuch, páginas 10 y 11) un par de escenas del juego de pelota mesoamericano. ¿Por qué llevaría Cortés a jugadores de pelota? Seguramente porque entendió que el juego-ritual tlachtli era algo importante en el mundo indígena. Efectivamente, según el INAH, “el juego de pelota era tan importante que no existe zona arqueológica desde el Postclásico que esté desprovista de una cancha, y en algunos casos como Cantona hay 22 canchas. La proximidad del campo de juego con el tzompantli, tanto en Tula como en México, sugiere que el juego estaba vinculado al sacrificio humano por decapitación asociado a ritos de fertilidad. De este modo, el juego de pelota tiene tintes religiosos y políticos; por ejemplo, la conquista de Xochimilco por Axayácatl culminó con un juego de pelota”. 

 


Así que el juego de pelota se seguía practicando en toda Mesoamérica cuando Cortés y sus aliados derrotaron al imperio Mexica-Colhúa. ¿Y desde cuándo? La evidencia más antigua localizada hasta ahora son unas pelotas de hule. Pero no sólo hay pelotas vetustas: “Las más antiguas son doce bolas de hule sólido recobradas en El Manatí, en el estado de Veracruz —reportan Michael J. Tarkanian y Dorothy Hosler—. Examinamos seis de ellas… Las dos bolas más antiguas tienen una fecha de 1600 a. C., la que coincide, más o menos, con la de Paso de la Amada, que es de 1400 a. C., aproximadamente. En este sitio de la planicie costera chiapaneca del Pacífico se encuentra el juego de pelota con el fechamiento más antiguo que se conoce.” Así que el juego de pelota se jugó en Mesoamérica durante más tres mil cien años.

 

Menos de 50

El fútbol, menos de doscientos años; el tlachtli, más de tres mil cien años. Resulta impresionante la milenaria continuidad que tuvo el juego de pelota mesoamericano. Sin embargo, más debería sorprendernos la vertiginosidad de nuestros usos y costumbres culturales. Piénsenlo: bastaron unas cuantas décadas para que el Azteca fuera El Coloso de Santa Úrsula, pero también para que, en un santiamén, otra de las frases icónicas de Ángel Fernández, “¡El juego del hombre!”, se volviera políticamente incorrecta… Por cierto, felicidades a las chivas rayadas que se proclamaron campeonas del torneo Clausura 2022 de la Liga MX Femenil.

 


jueves, 2 de junio de 2022

Censo de Población y razas en México

  

A Toño Guerrero,

por el rápido hallazgo que resolvió el misterio.

 

 

La televisión abierta es una ventana al averno. Podemos afirmar lo mismo, pero de manera específica, de TV Azteca y de Televisa.

 

Televisa es un hontanar de estulticia. Lo ha sido desde hace décadas: sus abundantes manantiales de boberías, fatuidades, mentiras y banalidades han sido el surtidero de entretenimiento de varias generaciones. Entretenimiento entre vacuo y pernicioso, se entiende. El solaz pasivo, el resorte para la risa mensa, el abasto fácil de sentido común acrítico, la puntual desinformación noticiosa, la (mala)educación sentimental del respetable han sido aderezados desde hace algunos años con programas dizque muy sesudos, en los que se suele dar micrófono y pantalla a opinólogos, comentócratas, expertos enciclopédicos y bateadores emergentes de bajo perfil para “debatir” sobre cualquier cantidad de temas. Evidentemente no se persigue aceitar la reflexión pública, sino reducir a espectáculo cualquier asunto concerniente a la cosa pública, imponer las posiciones de la oligarquía y golpear a quienes quieran salirse del guacal. Declarado lo anterior, casi sobra decir que evado la televisión abierta y evito a Televisa y a sus mesas de opinión como al diablo. Con todo, a veces no consigo escaparme…

 

El pasado 18 de mayo cayó en mi TL un tuit henchido de ignorancia soberbia —soberbia en muchos sentidos: altiva y envanecida, arrogante, desmesurada, orgullosa y colérica—: “México nunca se ha organizado por razas, nunca nos hemos contado por razas, no es el principio rector de nuestra historia, ni de nuestras leyes, ni de nuestra política, ni de nuestra sociedad”. El esperpento no fue pronunciado, fue espetado —el tuit venía acompañado del video en el que cualquiera puede constatar que el opinante expelió tremenda necedad con la brusquedad que tan de moda han puesto los y sobre todo las panistas que cotidianamente arman desfiguros en el Congreso y en la mediósfera: sobreactuando, regañando, impostando la voz, manoteando… El opinante resultó ser un señor llamado Pablo Majluf, y el tuit fue posteado por Foro TV, o sea Televisa, particularmente por el programa Es la hora de opinar. En esta ocasión puedo culpar al destino de mi incapacidad de mantenerme al margen del mundanal fluir de la estulticia: ocurre que la noche anterior había estado releyendo el Ulises Criollo (1935) de José Vasconcelos, y la tontería del aludido Majluf me retrotrajo de inmediato un pasaje de la autobiografía del ilustre oaxaqueño. Así que para pronto me serví teclear: “Ignoro qué estudió este señor @pablo_majluf. Historia, no creo, Sociología… menos. Chequen el subrayado de la izquierda: Vasconcelos cuenta en su Ulises criollo cómo eran las cosas a finales del siglo XIX en las calles de Toluca: ‘un mundo de castas bien definidas’”. Como el subrayado superaba los 240 caracteres, le tomé una foto a la página: “Sobresalían unos cuantos terratenientes que frecuentan la capital y llegan hasta Europa, pero ni conocen ni saludan al vecino. Familias de empleados se mezclan con ellos en el paseo, sin que se entable la más elemental relación. La misma distancia, otro abismo, separa a la clase media, ‘pobre, pero decente’, del indio que circula por el arroyo y se arrima a la música, pero lejos de los que usan el traje europeo. Extraños al mundo aquel de castas bien definidas…” 

 

Además, tan pronto leí la burrada del opinante de Televisa, en mi cabeza se resaltó en negritas una de sus afirmaciones: “nunca nos hemos contado por razas”. Falso. A botepronto me vino a la cabeza la historia de los censos de población en México, un asunto sobre el cual el panelista de Televisa seguramente no tiene la más exigua noción.

 

Vasconcelos fue el flamante secretario de Educación Pública del gabinete del presidente Álvaro Obregón. Tomó el cargo en octubre de 1921. Ese mismo año, justo cuatrocientos años después de la caída de México-Tenochtitlán, el gobierno pudo al fin realizar el IV Censo de Población, que debía haber levantado en 1920. El operativo se llevó a cabo en noviembre. Fue un censo de hecho —se georreferenció a la gente y sus datos no a su lugar de residencia habitual, sino al lugar en donde los censaron los representantes de la Dirección General de Estadística, por entonces adscrita a la Secretaría de Agricultura y Fomento— “… y utilizó el método de autoempadronamiento, a través de una boleta familiar” (Germán Castro, Los censos mexicanos de poblacion desde una perspectiva sociologica). La temática fue la misma que la del Censo de 1910, último del porfiriato, pero se agregaron dos variables: propiedad de bienes raíces, y, por primera y única vez en la historia de nuestro país, ¡raza! Después de captar los datos alusivos al sexo y la edad de “las personas que estuvieren con vida a las 12 de la noche del 30 de noviembre”, se indagó, y exclusivamente en el caso de “los mexicanos de nacimiento” si a) eran “de raza indígena pura”, b) “de raza indígena mezclada con blanca” o c) “de raza blanca”. Ojo: no se usaba el concepto mestizo, sino raza indígena mezclada con blanca. Vasconcelos y los intelectuales y artistas revolucionarios apenas estaban construyendo esa poderosa idea. Los resultados fueron los siguientes: hace cien años, México, según la información oficial, tenía una población de 14.3 millones de habitantes, de los cuales, 29% eran de “raza indígena”, 59% de “raza mezclada”, 10% de “raza blanca”, apenas 1% de “cualquier otra raza o que se ignora” —si hace usted la suma le va a faltar un punto porcentual; corresponde a “los extranjeros, sin distinción de razas”—.

 


Termino con una paradoja: la poderosa idea del mestizaje, una narrativa funcional empleada para lidiar con el racismo que desde siempre ha existido en México, se soporta fundamentalmente en una noción racista.