lunes, 13 de febrero de 2023

Encuerados, libres e indecentes

  

No sabemos con certeza a dónde llegó exactamente Colón después de haber cruzado la Mar oceánica por primera vez. Sabemos que el hecho ocurrió el 12 de octubre de 1492, esto es, setenta días después de haber zarpado de Palos. Sabemos que la expedición se integraba por tres carabelas y alrededor de noventa marineros, y que su almirante venía a bordo de la Santa María. Sabemos que tocó tierra en una de las islas del archipiélago de las Antillas bahameñas, y por una carta que supuestamente escribió el 15 de febrero de 1493, dirigida al prestamista Luis de Santángel, la llamamos San Salvador:

 

… pasé a las Indias con la armada que los illustríssimos Rey e Reyna, nuestros señores, me dieron, donde yo fallé muy muchas islas pobladas con gente sin número, y dellas todas he tomado posesión… A la primera que yo fallé puse nonbre Sant Saluador…; los indios la llaman Guanaham.


Así se lee en la misiva publicada un par de meses después en Barcelona. En su Historia de las Indias, Fray Bartolomé de las Casas, según él parafraseando las bitácoras del propio don Cristóbal, refiere:

 

… llegaron a una isleta de los Lucayos, que se llamava en lengua de indios Guanahani. Luego vieron gente desnuda…


 

Hoy en las Bahamas —un país integrado territorialmente por más de setecientas islas, islotes y cayos— existe una isla llamada San Salvador o Watling Island, pero no tenemos la certeza de que haya sido ahí en donde realmente desembarcó por primera vez el marinero genovés. Durante mucho tiempo se creyó que el evento más bien había sucedido en Cat Island —a la fecha, su extremo austral se denomina Columbus Point—, pero desde principios del siglo XIX los historiadores concuerdan en que no hay datos suficientes para estar seguros. Otras ínsulas antillanas que pudieron haber sido escenario del histórico arribo de los europeos a lo que en principio denominaron las Indias son Cayo Samaná, la Mayaguana, Grand Turk Island, Conception Island, Isla Huevo, Lignum Vitae Cay y Caicos del Este. En cualquiera que haya sido, fue en una de las islas habitadas por los lucayos o taínos, un pueblo arahuaco del cual pronto se supo en Europa. El colombiano Germán Arciniegas (1900-1999) imaginó aquel encuentro y escribió este espléndido pasaje en su libro Biografía del Caribe (1945):

 

El mismo año de 1492 en que muere Lorenzo el Magnífico, llega Colón a Guanahani. ¿Qué ven sus hombres desde los puentes de las tres carabelas? Indias de color de cobre que asoman asustadizas por entre la selva desgreñada. La Venus caribe anda desnuda, como Dios la echó al mundo. Los cabellos de azabache caen sobre sus espaldas como pinceladas de brea. Los chiquillos, trepados en lo alto de los follajes, se confunden con los micos y dialogan con los loros. A medida que pasa la sorpresa, los indios se animan. Quieren ver las caras peludas de los europeos. Saltan sobre las olas, jinetes en sus potrillos de troncos. Sobre las anchas caras salvajes está la risa de los dientes blancos y parejos, en los ojillos negros, maliciosos.


 

Espléndido, pero seguramente hoy para muchas buenas conciencias puede resultar políticamente incorrecto. Si traigo a cuento este texto de Arciniegas es porque ayuda a entender el origen de la polémica que a lo largo de la primera mitad del siglo XVI se desató en Europa acerca de la naturaleza de la gente que los navegantes encontraron en el Nuevo Mundo. Porque, como sostiene Edmundo O'Gorman (1906-1995), “la cuestión de si los indios eran o no hombres, surgió a temprana hora en la historia indiana como un brote anónimo y espontáneo de la convivencia de los europeos con los indios de las islas del Caribe” (Sobre la Naturaleza Bestial del Indio Americano). ¿Y la duda se debió nada más a que andaban encuerados? Seguramente no. De nuevo Germán Arciniegas:

 

Estos caribes tienen sus ideas. En las guerras, enemigo que cae, hombre que se descuartiza, se adoba y se lleva al asador. Cuelgan de las chozas las piernas como jamones ahumados. Esquivando la bravura del sol, bajo aleros de palmiche, los viejos se acurrucan a humar: queman hojas secas en braseros de tierra cocida y aspiran el humo que arrojan por las narices. En las fiestas, se adornan la cabeza de plumas y pintan el cuerpo de rojo, con achiote. Usan collares de huesos, dientes, uñas de bestias salvajes, caracoles. Comen gusanos, otras porquerías. Son libres e indecentes.

 


Más allá de las prácticas nudistas, las costumbres ornamentales, los gustos culinarios o incluso de las presumidas indecencias de los pueblos originarios, en el fondo, la cuestión que se debatía era otra: ¿podían o no los indios formar parte de la grey? ¿Podía justificarse la conquista y posesión de aquellas tierras y de esas personas? “Y, por último —sentencia O’Gorman—, el régimen jurídico a que quedarían sujetos los indios en sus personas y bienes forzosamente estaba condicionado por el concepto que de ellos se formaran los europeos. Lo más relevante a este respecto era, sin duda, la justificación o, por el contrario, el rechazo de la esclavitud”.

 

El asunto sería zanjado definitivamente el 2 de junio de 1537 cuando el Papa Paulo III decretó la bula Sublimis Deus, en la cual se reconocía que todos los indios del Nuevo Mundo eran “hombres verdaderos, dotados de alma”, y por ello capaces de vivir en libertad, aunque, establecía “que dichos indios y demás gentes deben ser invitados a abrazar la fe de Cristo a través de la predicación de la Palabra de Dios…” Libres eran y había que meterlos al rebaño.




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