Giulia, hermana menor de Alessandro Farnese, fue la amante más famosa de Rodrigo Borgia, el valenciano que, vuelto Alejandro VI, asumió el Papado de 1492 a 1503. Usando el nombre de Paulo III, a Alessandro también le tocaría ocupar la silla de San Pedro, posición desde la que tendría a bien decretar, el 2 de junio de 1537, la bula Sublimis Deus, en la cual la Iglesia católica reconocía que todos los indios del Nuevo Mundo eran “hombres verdaderos, dotados de alma”, y por ello capaces de vivir en libertad, aunque, establecía “que dichos indios y demás gentes deben ser invitados a abrazar la fe de Cristo a través de la predicación de la Palabra de Dios…” Libres eran, pero que había que meterlos al rebaño.
13 días después de la promulgación de la bula Sublimis Deus, nació Dieguito Durán, en Sevilla. Más o menos seis años después el infante tuvo que haber sido trepado a un barco, puesto que por su recuerdo y propia pluma sabemos que vino a mudar de dentaduras en Texcoco. El chaval llegó con su familia a la naciente Nueva España, y acá se quedó. A los 19 años profesó en el Convento Imperial de Santo Domingo de México, en Temixtitan; ya dominico, se dedicó a evangelizar indios a marchas forzadas. A diferencia de la mayoría de los predicadores ultramarinos, el padre Durán partió de la idea de que para “invitar a abrazar la fe de Cristo” a las gentes de estas tierras, esto es, para cambiarles las creencias, primero era menester averiguar la manera previa que tenían de entenderse en el mundo. Adentrarse en la cosmovisión de los otros nunca es fácil, sobre todo sin la llave maestra, así que, nada maje, Diego aprendió náhuatl. Después de haber pasado unos veinte años en Oaxaca, fue nombrado vicario de una iglesia construida en la ladera sur del Popocatépetl, en Hueyapan; fue ahí en donde, según Agustín Dávila —Historia de la Provincia de Santiago de México—, fray Durán se entregó a la escritura de dos libros: “uno de historia y uno de antiguallas de los indios mexicanos”.
El primero, titulado Historia de las Indias de N. E. y islas de Tierra Firme, permaneció inédito durante casi trescientos años —debió de haber sido redactado alrededor de 1581—, hasta que el mexicano José F. Ramírez realizó en 1867 la edición príncipe. Según puedo leer en el facsímil digital puesto en línea por la Biblioteca Virtual Cervantes, fray Diego Durán cuenta que el segundo arzobispo de México, el lojeño también dominico Alonso de Montúfar, tomó una medida totalmente opuesta a lo que en buena parte de Europa era la tendencia renacentista: mientras allá se desenterraban obras de arte grecolatinas, acá el santo varón ordenó un enterramiento:
… el rey de México Axayácatl… estaba ocupado en labrar la piedra famosa y grande, muy labrada, donde estaban esculpidas las figuras de los meses y años, días y semanas, con tanta curiosidad que era cosa de ver, la cual piedra muchos vimos y alcanzamos en la plaza grande, junto a la acequia, la cual mandó enterrar el Ilmmo. y Rmo. Señor Don fray Alonso de Montufar, dignísimo arzobispo de México de feliz memoria, por los grandes delitos que sobre ella se cometían de muertes.
La “plaza grande” que mienta Durán no es otra que la que actualmente llamamos Plaza de la Constitución, y “la piedra famosa y grande”, la Piedra del Sol; es decir, lo que vox populi se conoce como Zócalo y Calendario Azteca, respectivamente.
El monolito de basalto permaneció sepultado en el corazón simbólico de México hasta que, siendo virrey de la Nueva España el cubano Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas, a finales del siglo XVIII, algunos albañiles al mando de José Cosme Damián Ortiz de Castro, arquitecto coatepecano, toparon con él… En su Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la plaza principal de México, se hallaron en ella en el año de 1790, el sabio novohispano Antonio de León y Gama (1735-1802) relata:
Con ocasión… de haberse mandado por el gobierno que se igualase y empedrase la Plaza mayor, y que se hiciesen tarjeas para conducir las aguas por canales subterráneos; estando excavando… el mes de agosto del año inmediato de 1790 se encontró, a muy corta distancia de la superficie de la tierra, una estatua curiosamente labrada en piedra de extraña magnitud, que representa uno de los ídolos que adoraban los indios en tiempos de su gentilidad. Pocos meses habían pasado cuando se halló la otra piedra, mucho mayor de la que antecede, a corta distancia de ella… Sacadas ambas, se condujo la primera a la real universidad, y la segunda se mantuvo algún tiempo en el mismo lugar donde se halló [¡claro, pesa casi 25 toneladas!]; pero ya en su natural situación vertical, pudiendo así registrarse con facilidad todo lo que hay en ella gravado. Luego que yo la vi, quedé lleno de gusto, por haber hallado en ella testimonio fiel que comprobaba lo que a costa de tantos trabajos y estudio tenía escrito sobre el sistema de calendarios mexicanos…
Por la estatua desenterrada podemos conocer las facciones de Coatlicue, la mismísima mamá de Huitzilopochtli, el colibrí zurdo. En cambio, quizá el bello rostro de Giulia Farnese se haya perdido para siempre…, a menos de que, en efecto, tengan razón quienes suponen que es ella la joven que Rafael retrató (1505-1506) en un cuadro en el que se fusiló la composición de la Mona Lisa de Leonardo. La Coatlicue aparece representada con una falda de serpientes, la bella ragazza cargando un unicornio.
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