domingo, 29 de octubre de 2023

No se deje instilar por los fachos


Desde finales del siglo XIX, instruye el doctor Sigmund Freud: “… hay que guardarse de instilar a los enfermos… o de creer las novelas que ellos mismos inventan” (Nuevas puntualizaciones sobre las neuro psicosis de defensa, 1896). Queda totalmente clara la segunda parte del ordenamiento: el psicoanalista debe cuidarse de no tragarse los cuentos de sus pacientes. Por supuesto, debe escucharlos, analizarlos, pero no asumir de entrada que corresponden al ámbito de la realidad concreta. Pero en cuanto al primer dictado, ¿qué es eso de instilar?

 

En primera acepción, el verbo se refiere a un procedimiento físico: “Echar poco a poco, gota a gota, un líquido en otra cosa.” Y en segunda acepción, ya figurativa, significa “infundir o introducir insensiblemente en el ánimo una doctrina, un afecto, etc.” Enseguida algunos ejemplos de cómo usar el verbo “instilar”:

 

El médico instiló unas gotas de colirio en los ojos del paciente.

El conservadurismo y sus medios masivos pretenden instilar odio en la población.

El profesor instiló en sus alumnos la importancia del esfuerzo.

El sacerdote instiló en los fieles la esperanza de salvación.

 

Para la segunda acepción de instilar podrían emplearse los siguientes verbos:

 

Infundir: inducir, inculcar, inculcar, inducir, implantar, inculcar, introducir, imbuir.

Inculcar: inculcar, inducir, inducir, imbuir, introducir, infundir, inculcar, implantar.

Inducir: inducir, inducir, inducir, infundir, inculcar, imbuir, introducir, implantar.

Imbuir: imbuir, infundir, inducir, inculcar, inducir, inculcar, introducir, implantar.

Introducir: introducir, infundir, inculcar, inducir, inculcar, imbuir, inducir, implantar.

Implantar: implantar, infundir, inculcar, inducir, inculcar, imbuir, introducir, inducir.

 

Incluso, claro, sugestionar: inducir a alguien a creer o hacer algo, por medio de palabras, insinuaciones o actos.


No se deje instilar por los fachos.

domingo, 22 de octubre de 2023

Tres mandarriazos y un Nobel

  

Ignorance is strength.

Orthodoxy is unconsciousness.

George Orwell, 1984.

 

En 1983, hace cuarenta años, cuando me alcanzaba para la gasolina, me transportaba en un Barracuda rojo. Entonces, con cierto pesar, pensaba que mi vida era demasiado sencilla, plana, aunque bien juzgada a la distancia debo aceptar que atendía una agenda bastante entretenida: nadaba y daba clases de natación a niños con diferentes discapacidades, siempre andaba con buena parte de mi mente inmersa en las vicisitudes de alguna novela, departía todos los días con mis cuates de la colonia Justo Sierra, jugábamos dominó los viernes y tocho los sábados, iba con frecuencia al cine y dedicaba tiempo y recursos a los placeres y desazones del ligue. Con todo, mi principal ocupación era terminar la prepa.

 

Sexto año, Área IV. Una de las materias, Literatura Universal, estaba a cargo del profesor J. Cñd. Culto, católico, de pensamiento conservador, entusiasta hispanófilo, una buena mañana, Cñd. nos dio una clase que para mí ha resultado inolvidable. Bueno, no, en realidad la clase no la recuerdo. Quiero decir que no he olvidado una porción de aquella clase, aunque bien a bien, por más que me esfuerzo, no logro recordar cuál era el tema específico que trató esa ocasión. El caso es que ese día nos explicó que el hombre moderno —entonces se podía hablar del “hombre moderno” sin mayor apuro, y para cualquiera resultaba comprensible que la expresión aludía tanto a hombres como a mujeres— había sufrido tres grandes agravios por parte de la ciencia: Copérnico nos vino a decir que la Tierra, nuestro mundo, no era el centro de la Creación; Darwin nos hizo saber que el ser humano no fue creado por Dios a su imagen y semejanza, y finalmente Freud develó que una persona no tiene el control ni siquiera de sí misma. Valoré aquello como una magnífica síntesis y memoricé aquella enseñanza, ligada al recuerdo de la apabullante capacidad de abstracción de mi maestro. 

 


Uno o dos años después, en alguna de las enormes aulas del exconvento de San Jerónimo, le conté todo esto a una amiga, y para mi sorpresa ella me dijo que mi profesor del CUM no podía haber sido el autor de aquella tesis, puesto que hacía poco a ella se lo había explicado exactamente así una maestra argentina, ahí mismo, en el Claustro de Sor Juana. En ese momento pensé que tenía que buscar a la académica sudamericana para salir de dudas, pero no lo hice nunca y luego olvidé el asunto. Lo olvidé hasta hace poco, cuando me topé con el texto en el que originalmente fue desarrollada la idea de los tres golpes del pensamiento científico al ego del hombre moderno —más precisamente, contemporáneo—. Enseguida el extracto:

 

En el curso de los tiempos, la humanidad ha debido soportar de parte de la ciencia dos graves afrentas a su ingenuo amor propio. La primera, cuando se enteró de que nuestra Tierra no era el centro del universo, sino una ínfima partícula dentro de un sistema cósmico apenas imaginable en su grandeza. Para nosotros, esa afrenta se asocia al nombre de Copérnico, aunque ya la ciencia alejandrina había proclamado algo semejante. La segunda, cuando la investigación biológica redujo a la nada el supuesto privilegio que se había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza animal. Esta subversión se ha consumado en nuestros días bajo la influencia de Darwin… Una tercera y más sensible afrenta, empero, está destinada a experimentar hoy la manía humana de grandeza por obra de la investigación psicológica; esta pretende demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma.

 

¿Y quién escribió lo anterior? El extracto lo tomo de la conferencia “La fijación al trauma, lo inconsciente”, dictada en la Universidad de Viena un sábado del primer semestre del año 1917, como parte del ciclo Introducción al psicoanálisis. Así que el evento académico se desarrolló en la ciudad capital de una nación en guerra, el Imperio Austrohúngaro, el cual, junto con el Imperio Alemán, el Imperio Otomano, el Reino de Bulgaria y otros muchos países satélites, se enfrentaba a una nutrida alianza comandada por Francia, el Imperio Británico, el Reino de Italia y Estados Unidos —la Rusia zarista se había hecho a un lado del conflicto, luego del estallido de la revolución que habría de llevar a los bolcheviques al poder—. El autor y conferencista fue un profesor “periférico” de la misma Universidad, nada menos que el mismísimo Sigmund Freud (1856-1939). Así que, tal cual, ni más ni menos él mismo, en síntesis, argumentaba: Pues aquí Copérnico, Darwin y yo, atosigando el ego de los seres humanos.

 

De padre y madre judíos provenientes de la región de Galitzia —hoy un territorio dividido entre Polonia y Ucrania—, Sigmund—Sigismund Schlomo hasta 1875— había llegado al mundo en un pequeño poblado de Moravia que se llamaba Freiberg, y era parte del Imperio Austrohúngaro —en la actualidad, Příbor, República Checa—. Así que el doctor Freud en 1917 tenía 61 años. Por aquellos días de beligerancia y muerte, el incansable neurólogo austriaco también había escrito un artículo para la revista húngara NyugatUna dificultad del psicoanálisis. En aquel texto, Freud desarrolló con mayor detalle la tesis de los tres mandarriazos al narcisismo de los sapiens:

 

… el amor propio de la humanidad ha recibido hasta hoy tres graves afrentas de la investigación científica.

a.     El hombre creyó primero… que su morada, la Tierra, se encontraba en reposo en el centro del universo, mientras que el Sol, la Luna y los planetas se movían en torno de aquella… No hacía sino obedecer de manera ingenua a sus percepciones sensoriales; en efecto, él no registra movimiento alguno de la Tierra y, toda vez que en terreno despejado puede mirar en torno, se encuentra en el centro de un círculo que comprende al mundo exterior. La posición central de la Tierra era para él una garantía de su papel dominante en el universo y le parecía que armonizaba bien con su inclinación a sentirse el amo de este mundo. Asociamos el aniquilamiento de esta ilusión narcisista con el nombre y la obra de Nicolás Copérnico en el siglo XVI… Vale decir que el gran descubrimiento de Copérnico ya había sido hecho antes de él. Pero cuando halló universal reconocimiento, el amor propio de los humanos experimentó su primera afrenta, la cosmológica.

b.     En el curso de su desarrollo cultural, el hombre se erigió en el amo de sus semejantes animales. Pero, no conforme con este predominio, empezó a interponer un abismo entre ellos y su propio ser. Los declaró carentes de razón y se atribuyó a sí mismo un alma inmortal, pretendiendo un elevado linaje divino que le permitió desgarrar su lazo de comunidad con el mundo animal… Todos sabemos que fueron los estudios de Charles Darwin, de sus colaboradores y precursores, los que hace poco más de medio siglo pusieron término a esa arrogancia. El hombre no es nada diverso del animal, no es mejor que él; ha surgido del reino animal y es pariente próximo de algunas especies, más lejano de otras… Pues bien; esta es la segunda afrenta, la biológica, al narcisismo humano.

 

Y enseguida el inciso c: “la más sentida fue la tercera afrenta, la psicológica”. Freud explica que el hombre, “aunque degradado ahí afuera” —y cómo no verlo y aceptarlo en medio de la Gran Guerra, después etiquetada como Primera Guerra Mundial—, anda por la vida sintiéndose muy dueño de “su propia alma”. ¿Por qué? Porque cree que la conciencia —“su percepción interna”— mantiene al tanto al yo de todo lo que ocurre “dentro de la fábrica anímica” —la mente, decimos hoy—, y aquel, mediante su voluntad, ordena cómo actuar. Pero las cosas no ocurren de manera tan simple: “esa alma no es algo simple; más bien, es una jerarquía de instancias superiores y subordinadas, una maraña de impulsos…” El psicoanalista notifica entonces al hombre contemporáneo:

 

Confías en estar enterado de todo lo importante que ocurre en tu alma porque tu conciencia te lo anuncia… Y cuando de algo no has tenido noticia en tu alma, supones tranquilamente que no está contenido en ella… ¡Deja que se te instruya sobre este punto! Lo anímico en ti no coincide con lo consciente para ti; que algo ocurra en tu alma y que además te enteres de ello no son dos cosas idénticas… Ahora bien, esos dos esclarecimientos; que la vida pulsional de la sexualidad en nosotros no puede domeñarse plenamente, y que los procesos anímicos son en sí inconscientes, volviéndose accesibles y sometiéndose al yo sólo a través de una percepción incompleta y sospechosa, equivalen a aseverar que el yo no es el amo en su propia casa. Ambos, reunidos, representan la tercera afrenta al amor propio, que yo llamaría psicológica.

 

Sigmund Freud habría de fallecer veintidós años más tarde, en 1939. Enfermo de cáncer, huyendo de los nazis, se encontraba refugiado en Londres. El mundo, de nuevo, estaba en guerra —se estima que a causa de la Primera Guerra Mundial habrían muerto unos 16 millones de seres humanos, y por la Segunda más de 85 millones—. Tres años antes, en 1936, pero en Upsala, Suecia, había muerto su compatriota Robert Bárány. ¿El nombre te resulta conocido? ¿No?

 

Oriundo de Viena, Robert Bárány era veinte años más joven que Freud. Ambos, pues, eran austrohúngaros de nacimiento y, además, los dos provenían de familias judías. Hay más paralelismos: Freud y Bárány estudiaron medicina en la Universidad de Viena y los dos fueron profesores en ella. El joven Robert se graduó como galeno en 1900, el mismo año en el que su colega Sigmund Freud publicó uno de los libros más influyentes hasta ahora en Occidente, La interpretación de los sueños. Freud después de estudiar medicina se especializó en neurología, mientras que Bárány se dedicó a la fisiología otorrinolaringológica. Robert se enfocó en el oído; Sigmund, en la mente. La contribución más reconocida de Bárány fue el desarrollo de la prueba de calibración del sistema vestibular, conocida precisamente como la prueba de Bárány —evaluaba la función del oído interno y su rol en el equilibrio—. En cuanto a reconocimiento, a Robert Bárány no le fue mal: en 1914 resultó galardonado con el Premio Nobel de Fisiología y Medicina —aunque no pudo recibir personalmente el premio sino hasta 1916, porque durante la Primera Guerra Mundial el prestigiado otorrinolaringólogo vienés fue llamado al servicio militar por el ejército austrohúngaro y corrió con mala fortuna: las fuerzas rusas en el frente oriental lo capturaron y permaneció como prisionero durante poco más de diez meses—. El doctor Sigmund Freud, en cambio, jamás recibió el Premio Nobel de Medicina…, tampoco el de Literatura.

domingo, 15 de octubre de 2023

Oniromancia inútil

  

Soñar o poner freno por años.

Palíndroma de José Limón.

 

La noche nos impone su tarea 

mágica. Destejer el universo, 

las ramificaciones infinitas 

de efectos y de causas que se pierden 

en ese vértigo sin fondo, el tiempo.

Jorge Luis Borges, El sueño.

 

 

Los traslapes abundan: las eras históricas nunca terminan de superponerse unas a otras por completo. Para nosotros los seres humanos, el pasado nunca acaba de pasar, al menos no del todo. Muy probablemente el resto de los animales vivan felizmente instalados en el presente; nosotros, no: siempre tenemos presente el pasado. Desde la perspectiva social, en buena medida en eso se apuntala cualquier tradición cultural. En el plano individual, durante el sueño, el inconsciente se encarga permanentemente de recordárnoslo…, aunque no lo recordemos del todo al día siguiente. 

 

En uno de los libros definitorios de la época contemporánea, el imprescindible ensayo La interpretación de los sueños(1900), el neurólogo Sigmund Freud (1856-1939) recuerda que a lo largo de toda la Antigüedad —y podemos considerar también la Edad Media— la gente tenía la certeza de “que los sueños se relacionaban con el mundo de los seres sobrehumanos… y traían consigo revelaciones divinas o demoníacas, poseyendo, además, una determinada intención muy importante con respecto al sujeto”. Es cierto, pero también es verdad que incluso hoy día, en pleno siglo XXI, después de más de tres siglos del centelleante estallido de la revolución científica y a la vuelta de más de cien años de la publicación del citado ensayo de Freud, un montón de personas —y me estoy quedando con las ganas de escribir “la mayoría”— al menos de vez en cuando quiere, trata o de plano entiende —interpreta— sus propios sueños como experiencias astrales —de su conciencia separada del cuerpo—, como recados de ciertas entidades espirituales no humanas —dioses, ángeles, alienígenas, diablos, hadas…—, como manifestaciones de los muertos o como premoniciones codificadas, es decir, como contenidos provenientes no del pasado personal y de la especie —tal como lo entiende el psicoanálisis clásico—, sino del futuro. En este último caso, me refiero a la muy propagada convicción de que los sueños —y si no todos, algunos de ellos—son atisbos, indicios de lo que va a suceder en el mañana. Para muchos, las experiencias oníricas son augurios susceptibles de ser comprendidos por quienes sean capaces de desencriptarlos —no necesariamente el soñante mismo—.

 

— Oye, soñé que estaba en el lado oscuro de la Luna y me comía un bicolor con un poco de mostaza.

 

— ¡Uy!, se me hace que significa que te vas a enfermar de hepatitis E.

 

Embleem: nacht, Jan Luyken, 1695 - 1705

La oniromancia —del griego oneiros (Ὄνειρος), sueño, y manteia (μαντεία), adivinación o profecía—, más que una superstición del mundo antiguo, es una creencia ancestral, una fantasía genérica que, como tal, perdura. Al igual que otras artes adivinatorias —y hay un ingente y variadísimo arsenal—, la oniromancia seguramente es tan humana como la noción de destino, la concepción de que el porvenir de alguna manera ya está decidido. Hace más de dos mil años, en su obra De divinatione (44 a. C.), Marco Tulio Cicerón (106 a. C. – 43 a. C.) escribía: “no encuentro pueblo alguno —por muy formado y docto, o muy salvaje y muy bárbaro que sea— que no estime que el futuro puede manifestarse a través de signos, así como ser captado y predicho por algunas personas”. Y enseguida recuerda que los asirios vislumbran los hechos de la posteridad en las estrellas, y aunque quizá más bien se refería a los babilonios; de cualquier manera, mentaba un pasado al menos tan distante a su propio tiempo como nosotros hoy estamos del suyo.

 

Dromen van Jozef, Jan Luyken, 1704


Creer que a través de los sueños podemos enterarnos de lo que va a pasar necesariamente implica suponer que el porvenir está fatalmente predeterminado. Así que, en última instancia, la oniromancia —al igual que cualquier otro método de adivinación— resultaría infructífera: si el futuro ya está escrito y lo que va a ocurrir es inamovible, ¿de qué sirve un presagio si no va a permitir cambiar el curso de los acontecimientos? En la mitología y la historia de la Antigüedad abundan relatos que ilustran la inutilidad inherente a cualquier presagio —por ejemplo, ¿de qué le sirvió al rey Astiages soñar que su nieto iba a destronarlo, si aunque lo mandó matar recién nacido no pudo cambiar el destino y finalmente fue incapaz de evitar que Ciro se quedara con su imperio? ¿Y para el mismo Ciro qué provecho sacó del sueño funesto que tuvo antes de acometer la conquista de los masagetas? ¿Y de qué le valió a Troya que Casandra predijera su caída?—. Porque en toda predicción se agazapa una paradoja: si usted se entera, ya sea a través de la interpretación de uno de sus sueños o de cualquier otra mancia, de lo que va a acaecer en el futuro y dado que lo supo a tiempo actuó de tal manera que efectivamente lo cambia…, no se ufane, no se sienta tan contento: así estaba escrito que ocurriera, usted fue sólo un instrumento del destino. 

domingo, 8 de octubre de 2023

Bard alucina…, también

  

¿En qué está trabajando usted?

—le preguntaron al señor K.

Él respondió: — Tengo mucho trabajo,

estoy preparando mi próximo error.

Bertolt Brecht, Historias del señor Keuner.

 

 

MM se salió con la suya y el sábado fuimos todos a macanear. Todos, salvo el conde Serredi, quien se reportó doliente por culpa de unos tacos, todos los demás atendimos la convocatoria. El negocio está instalado en la azotea de un enorme estacionamiento, muy cerca de la Zona Rosa. Aunque resultó que algunos —en realidad algunas— revelaron respetables dotes para el bateo, el solaz consistió no tanto en apalear pelotas, sino, como siempre, en el caleidoscopio de conversaciones. Comparado con lo que pagamos de cervezas, hamburguesas y papas, la renta de la jaula de bateo resultó tan insignificante como el primer strike de un juego que se va a entradas extras.

Habían pasado casi dos meses desde la última vez que nos habíamos reunido, así que el canje de información manó animadamente hasta bien entrada la noche. Que qué oso con Marcelo, que cómo nos fue con la nueva visita del covidcho, que Estambul les pareció fascinante a DE y FM, que cómo recibieron las piezas de cerámica en Detroit, que Nala ya vive en Calimaya y cambió de chamba… 

— ¿Qué crees? En la empresa ya compramos la versión plus de ChatGTP –me cuenta FM después de concretar algunos batazos.

— ¿De plano? –hacía unos meses yo le había mostrado la herramienta, y según me ha contado cada vez la usa más.

— Ah, y también estoy usando Bard.

— ¿Bart?

— No, no Bart, Bard de Google… ¿No lo conoces? —y para pronto, desde su celular FM entró al sito y tecleó: “Preséntate.” En un santiamén, los algoritmos montoneros desplegaron la respuesta:

Soy Bard, un gran modelo de lenguaje creado por Google AI. Soy un modelo de aprendizaje automático entrenado en un conjunto de datos masivo de texto y código. Puedo generar texto, traducir idiomas, escribir diferentes tipos de contenido creativo y responder a sus preguntas de manera informativa. Todavía estoy en desarrollo, pero he aprendido a realizar muchos tipos de tareas.

— A ver, pregúntale si Charles Baudelaire estuvo alguna vez en México.


En mayo pasado publiqué en La Jornada Semanal un texto en el que relato cómo fue que ChatGPT alucinó un viaje del poeta francés a nuestro país, de tal suerte que me pareció que el caso daba para un buen ejercicio de confronta entre ambos artilugios de inteligencia artificial. FM conocía el antecedente, así que al recibir la respuesta apostilló:

— Este no se equivocó, mira.

No hay evidencia de que Charles Baudelaire haya visitado México alguna vez. Nació en París en 1821 y murió allí en 1867. Viajó extensamente por toda Europa, pero no hay constancia de que alguna vez haya ido a México. Existe una leyenda de que Baudelaire visitó México en 1864, pero se basa en una única fuente sin fundamento: un artículo en un periódico francés que afirmaba que Baudelaire viajaba a México con el escritor y periodista Pierre Dupont. Sin embargo, no hay otra evidencia que respalde esta afirmación y el propio Dupont nunca lo mencionó en sus escritos. Es posible que Baudelaire planeara visitar México, pero no hay evidencia de que alguna vez haya hecho el viaje. En 2023, una revista mexicana publicó un artículo afirmando que Baudelaire había visitado México en 1864. El artículo se basa en una serie de pruebas circunstanciales, como el hecho de que se sabía que Baudelaire estaba interesado en la cultura mexicana y que había traducido un poema del poeta mexicano Manuel Acuña. Sin embargo, el artículo no proporciona ninguna evidencia concreta. 

— Órale, seguramente se refiere a tu artículo.

— No recuerdo haber mencionado a Acuña, pero pregúntale.

“¿Qué artículo es ese de 2023?”, tecleó FM. 


El artículo al que te refieres fue escrito por el periodista y autor mexicano Juan Villoro. Fue publicado en la revista mexicana Letras Libres en 2023.
 El artículo se titula “Baudelaire en México”. En él, Villoro sostiene que Baudelaire visitó México en 1864, basándose en una serie de pruebas circunstanciales. Por ejemplo, señala que se sabía que Baudelaire estaba interesado en la cultura mexicana y que había traducido un poema de Manuel Acuña. También señala que existe registro de un barco francés llamado “Baudelaire” que llegó a Veracruz en 1864. Sin embargo, el artículo de Villoro no proporciona ninguna evidencia concreta. Como resultado, el artículo de Villoro ha sido recibido con escepticismo. Algunos estudiosos han argumentado que simplemente está tratando de crear una narrativa nueva y emocionante en torno a la vida de Baudelaire, mientras que otros han sugerido que está tratando deliberadamente de engañar a sus lectores. En última instancia, corresponde a cada lector decidir si cree o no en la afirmación de Villoro. No hay pruebas definitivas de que Baudelaire haya visitado México alguna vez, pero tampoco hay pruebas definitivas de que no lo haya hecho.

Mientras FM me leía la respuesta de Bard, en mi propio celular buscaba yo el citado texto de Villoro… ¡Nada!: — Oye, no lo encuentro. Que te dé la fecha exacta de la publicación o la liga. 

“No encuentro el artículo de Villoro sobre Baudelaire. Dame la liga”.

Enseguida, la respuesta de Bard:


Estás en lo correcto. El artículo “El alucinante viaje de Baudelaire a México” fue escrito por Germán Castro y publicado en La Jornada Semanal el 7 de mayo de 2023. Pido disculpas por mi error anterior. Todavía estoy en desarrollo y aprendiendo a realizar muchos tipos de tareas, incluida la verificación de información. Haré todo lo posible para evitar cometer errores similares en el futuro.

¿Errores? Error hubiera sido atribuir mi texto a Juan Villoro o señalar que fue publicado en Letras libres y no en La Jornada Semanal, pero ¿podemos considerar un error la mención del poema de Manuel Acuña que supuestamente tradujo el poeta maldito o qué decir del barco francés Baudelaire que llegó a Veracruz en 1864 o del “escepticismo” con que fue recibido el supuesto artículo de Villoro?

Como ChatGPT, también Bard, el artificio IA de Google, tiene la facultad de delirar: con tal de macanear, puede alucinar pelotas inexistentes.

domingo, 1 de octubre de 2023

Sueños de arriba

  

Nos sorprende vivir y pronto nos sorprende soñar

para que pronto nos ocupe y preocupe querer saber

si vivir es soñar o soñar es vivir.

Ramón Xirau, Palabra y silencio.

 

Nadie tiene derecho

a esperar que la interpretación

de sus sueños le caiga del cielo.

Sigmund Freud, La interpretación de los sueños.

 

 

 

 


La siguiente aseveración de Bertrand Russell (1872-1970) es canónica, preceptiva: “la filosofía moderna comienza con Descartes, cuya certidumbre fundamental es la existencia de sí mismo y de sus pensamientos, de los cuales se deduce el mundo exterior. Éste fue el primer estadio de un desarrollo… para el cual todo era únicamente una emanación del yo” (Historia de la filosofía occidental, 1946).

 

El mismo filósofo del Cogito ergo sum y la duda metódica, René Descartes (1596-1650), no dudó en equiparar los pensamientos de los locos con los pensamientos oníricos:

¿cómo podría acaso negar que estas manos y este cuerpo son míos?, a no ser que me compare con esos insensatos cuyo cerebro está de tal manera perturbado y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que aseguran constantemente que son reyes, siendo muy pobres; que están vestidos de oro y púrpura, estando por completo desnudos; o que se imaginan que son cántaros, o que tienen un cuerpo de vidrio. Pero no son más que locos, y yo no sería menos extravagante si me guiase por sus ejemplos. Sin embargo, tengo que considerar que… acostumbro a dormir y representarme en mis sueños las mismas cosas, y algunas veces hasta menos verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos…

Tomo el extracto anterior de su libro Meditaciones metafísicas, publicado en latín originalmente —Meditationes de prima philosophia, in qua Dei existentia et animæ immortalitas demonstrantur— en 1641.

 

Sigmund Freud por Andrés Casciani.

Dos siglos y medio después, Sigmund Freud (1856-1939) desarrolló la teoría del psicoanálisis, y en ella, como una de sus columnas axiomáticas, incorporó la noción de que los sueños se comportan como un síntoma neurótico. Junto con los llamados recuerdos encubridores, los olvidos, los actos fallidos, algunos chistes y juegos de palabras como los albures, los lapsus línguae, los delirios y las fobias, los sueños son según el neurólogo alemán formaciones psíquicas en las que el inconsciente se expresa.

 

Ambos también, Descartes y el doctor Freud, consideraron que los sueños tienen siempre un significado —sentido, en términos freudianos— y que son susceptibles de ser interpretados, esto es, que es factible explicar o declarar qué quieren decir —“explicar significa reducir a lo conocido”, escribe Freud—. De hecho, en el párrafo inicial de su libro La interpretación de los sueños (1900), Freud planteaba que con dicha con obra se proponía demostrar que había desarrollado “una técnica psicológica que permite interpretar los sueños, y merced a la cual se revela cada uno de ellos como un producto psíquico pleno de sentido, al que puede asignarse un lugar perfectamente determinado en la actividad anímica de la vida despierta”. Por su parte, René Descartes no sólo creía que los sueños podían ser interpretados, creía además que el propio soñador podía encargarse de ello y hacerlo incluso antes de despertar, durante el mismo sueño.

 

Durante la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, Descartes tuvo tres sueños que, según su propia exégesis, habían ocurrido por la visita de un espíritu, “el espíritu de la verdad”, quien le había revelado una nueva filosofía. Trecientos diez años después, el historiador y jurista Maxime Auguste Joseph Laurent Léon Leroy (1873-1957) publicó en su libro Descartes, Le philosophe au masque (1929) la carta en la que Sigmund Freud daba respuesta a su solicitud de que interpretara la terna de sueños del filósofo francés. ¿Qué respondió Freud? De entrada, advirtió que “… por regla general sólo se logra un pobre resultado trabajando con sueños, sin la posibilidad de obtener del propio soñante ciertas orientaciones que faciliten la vinculación mutua entre sus elementos o que los relacionen con el mundo exterior”. Y el reto era mayor. Imposible que Freud conociera exactamente lo que soñó el joven Descartes —contenido latente— e igualmente imposible que conociera puntualmente la forma en que el soñador lo recordó y narró —contenido manifiesto—. El primer testimonio de los sueños y de la interpretación que el mismo Descartes hizo de ellos quedaron consignados en un texto inédito suyo llamado Olympica, inédito y pedido. Adrien Baille (1649-1706), el primer biógrafo de Descartes, tuvo acceso al manuscrito, y recuperó el relato y el significado que el filósofo soñador dio a sus sueños, pero no literalmente sino parafraseándolo en su libro La vie de Monsieur Descartes (1691). ¿Esta es la versión que Freud leyó? De cierto no lo sabemos, pero quizá no, tal vez fue un texto escrito por el propio Leroy. Con todo, el psicoanalista se animó a ofrecer algunas explicaciones. Los famosos sueños de Descartes —que al haber transcurrido durante una misma noche y sido recordados en conjunto debían ser interpretados, según el psicoanálisis, como una unidad—, escribió Freud en su misiva a Leroy, “son los que se denomina ‘sueños de arriba’, es decir, formaciones de ideas que habrían podido crearse durante el estado de vigilia lo mismo que en el estado del dormir y que sólo en ciertas partes han tomado su sustancia de estados de alma harto profundos”, tal y como tres años atrás, en su pequeño ensayo Observaciones sobre la teoría y la práctica de la interpretación de los sueños, había conceptualizado: “Los sueños de arriba son equiparables a pensamientos o propósitos diurnos qué durante la noche han conseguido allegarse un refuerzo a partir de lo reprimido segregado del yo”. De nuevo, en su carta a Leroy, Freud explica: “El análisis de esta clase de sueños nos lleva comúnmente a lo siguiente: no podemos comprender el sueño, pero el soñante sabe traducirlo de manera inmediata y sin dificultad”. Somnio, ergo interpretor.

 

Así que considérelo, cuando tenga un sueño de arriba, usted sabrá.