domingo, 22 de septiembre de 2024

Comer con hambre

  

 

… the broken society and the broken economy

resulted from the growth of inequality.

Richard G. Wilkinson and Kate Pickett, The Spirit Level.

 

 

 

 

Aunque prácticamente no abordé más que el epígrafe con el que abre su primer capítulo y un par de párrafos, hace unas semanas, en “Electra y la tragedia capitalista”, me referí al libro The Spirit Level, Why Greater Equality Makes Societies Stronger, de Kate Pickett y Richard Wilkinson. Insisto: hay que leerlo.

 

También en su capítulo inicial, me topé con una idea sencilla y genial, tan obvia que solemos olvidarla. Primero, el contexto.

 

Los autores relatan que, desde poco antes de la crisis financiera global que se desató a finales de 2008, muchos políticos británicos hablaban ya del declive de los lazos comunitarios y del aumento de los comportamientos antisociales en Inglaterra, Europa y en general en Occidente. El término sociedad rota comenzó a circular, pero pronto la crisis financiera desplazó la atención hacia la economía rota. En general, de manera simplista, comenzó a permear una explicación burda: los pobres eran los responsables de la susodicha sociedad rota, mientras que a los ricos era a quienes había que culpar por la economía rota. Los autores sostienen esa explicación es errónea, porque tanto la sociedad rota como la economía rota son consecuencias de una misma causa: el crecimiento de la desigualdad. Más, incluso, desde hace quince años, Pickett y Wilkinson afirman que la Humanidad ha llegado al final de lo que el crecimiento económico puede hacer por nosotros. Si bien indudablemente, durante milenios, mejorar los estándares de vida materiales fue la clave para elevar la calidad de vida de la gente, en la actualidad, en los países ricos, las dificultades ya no se centran en necesidades básicas como comida o agua limpia; de hecho, “la mayoría de nosotros ahora desea comer menos en lugar de comer más”. Por primera vez, los pobres son, en promedio, más obesos que los ricos. El crecimiento económico, que antes era el motor del progreso social, ha dejado de contribuir al bienestar de las personas en los países ricos. Los autores no lo mencionan, pero de no es fácil no recordar los problemas de drogadicción y violencia que se padecen en Estados Unidos, por ejemplo. A pesar del aumento de la riqueza, los indicadores de bienestar y felicidad ya no mejoran, y la ansiedad y la depresión se han propagado en dichos países. En resumen, al menos las poblaciones de las economías más ricos han llegado al final de una larga marcha histórica. Para probar su juicio, analizan la relación entre el crecimiento económico y la esperanza de vida en diferentes países de economías avanzadas, para demostrar que efectivamente esta relación se ha debilitado significativamente. En los albores del desarrollo económico capitalista, la esperanza de vida aumentó rápidamente, como ha sucedido recientemente en los países pobres, pero a medida que las sociedades se desarrollan, las mejoras en la salud se desaceleran. “La curva se vuelve horizontal”, lo cual indica que a partir de cierto punto el aumento en la riqueza ya no contribuye a una mayor esperanza de vida. Aunque los países ricos continúan experimentando mejoras en sus sistemas de salud, estas, en conjunto, ya no están relacionadas necesariamente con los niveles de ingreso. Por ejemplo, la esperanza de vida en países como Estados Unidos no es superior respecto a la de naciones mucho menos acaudaladas como Andorra, Grecia e Irlanda, por no mencionar países mucho más pobres, como Cuba. Se observa que, con cada década que pasa, la esperanza de vida en países ricos aumenta entre dos y tres años, independientemente del crecimiento económico. Además, los reportes de bienestar autorreportado —felicidad— también muestra un patrón similar. A medida que los países se desarrollan, el aumento en la riqueza tiene menos impacto en el bienestar emocional y satisfacción de la población. Este fenómeno se puede observar en la llamada “curva de la felicidad”, que se estabiliza en niveles altos de ingreso. La evidencia sugiere entonces que, aunque en países pobres el crecimiento económico es crucial para mejorar el bienestar, en naciones desarrolladas, los aumentos de ingresos aportan cada vez menos beneficios a la gente. A medida que los países alcanzan niveles elevados de riqueza, “los rendimientos decrecientes” comienzan a tener efecto: más ingresos no equivalen a más salud o mayor felicidad. Las enfermedades también reflejan este cambio; mientras que antes las enfermedades infecciosas eran comunes entre los pobres, ahora las llamadas "enfermedades de la riqueza", como la obesidad y las enfermedades cardiovasculares, han aumentado entre los grupos más desfavorecidos.

 

Es en tal contexto es que los autores de The Spirit Level apuntan (traduzco):

Este es un patrón predecible. A medida que obtienes más y más de cualquier cosa, cada adición a lo que tienes —ya sean hogazas de pan o automóviles— contribuye cada vez menos a tu bienestar. Si tienes hambre, una hogaza de pan es todo, pero cuando tu hambre está satisfecha.

Se trata, claro, de una expresión de lo que en Economía se conoce como la Ley de los Rendimientos Decrecientes, la cual establece que, después de alcanzar un nivel óptimo de capacidad, añadir un factor de producción adicional resultará en incrementos menores en la producción. La Ley de los Rendimientos Decrecientes se aplica principalmente al ámbito de la producción, en la que se observa que, al incrementar los factores de producción —trabajadores, maquinaria, recursos—, los incrementos en la producción comienzan a disminuir después de un cierto punto. Sin embargo, también se puede relacionar con el consumo, a través del concepto de utilidad marginal decreciente. A medida que consumes más unidades de un determinado bien, la satisfacción (o utilidad) que obtienes de cada unidad adicional tiende a disminuir. Por ejemplo, la primera rebanada de pizza puede ser muy satisfactoria, pero la tercera o cuarta puede no ofrecer la misma satisfacción. O desde la perspectiva opuesta: comer con hambre siempre es satisfactorio.


Vincent Van Gogh, De aardappeleters, 1885.

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