Leonardo de la Caridad Padura Fuentes nació en La Habana, en Mantilla, cuatro años antes del triunfo de la Revolución Cubana. En 1988 publica su primera novela, Fiebre de caballos, y tres años después, con Pasado perfecto, da vida al personaje que le daría fama dentro y fuera de la isla, y sobre quien más ha escrito, Mario Conde, policía en las primeras cuatro entregas y luego investigador por cuenta propia. Además de las ocho novelas policiacas en las que Conde aparece, Leonardo Padura ha publicado tres novelas más: Fiebre de caballos, La novela de mi vida (2002) y, mi favorita, El hombre que amaba a los perros (2009). Padura agrupa sus cuatro primeras novelas policiacas en conjunto que llama Cuatro estaciones, dado que cada una de ellas está ambientada en una estación distinta del año. Hace apenas unas semanas, en los primeros días de diciembre, Netflix estrenó la miniserie Cuatro estaciones en La Habana, una producción Tornasol Films y Nadcon Film, basada en la adaptación de dicha tetralogía: Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998).
Los cuatro episodios fueron filmados en la capital de Cuba; cada uno tiene una duración de hora y media, y todos fueron dirigidos por el español Félix Viscarret. Guiones inteligentes —el mismo Padura y su esposa, Lucía López Coll, se encargaron de la adaptación—, excelentes actores y actrices —ninguno del redil mainstream holliwoodense—dan vida a los personajes —Mario Conde, interpretado por Jorge Perugorría—, la musicalización es de primera y la calidad del trabajo fotográfico hacen que la miniserie sea una enormemente disfrutable. Ahí está la recomendación…
domingo, 25 de diciembre de 2016
sábado, 17 de diciembre de 2016
Tres perlas de sabiduría ibargüengoitiana
Vampiros vs otomíes
La vampirología es un conocimiento extenso. Admirable si se tiene en cuenta que es el estudio de algo que no existe. Además de ser extenso, está muy extendido: la gente común y corriente sabe más de los vampiros que de los otomíes, por ejemplo.
Clasemedieros en tiempos de depresión
Hay muchos que hablan de la actual depresión económica, sobre todo cuando se trata de pagar deudas, pero hay que confesar que la mayoría de la gente de clase media sigue gastando más de lo que tiene y ganando más de lo que merece.
Civismo urbano
Al igual que las especies animales, según parece, evolucionan de acuerdo con las necesidades que les impone el medio que las rodea, los monumentos sufren una evolución, de acuerdo a las necesidades de los gobiernos que los mandan hacer.
martes, 29 de noviembre de 2016
El olvido y la futilidad
All people know the same truth.
Our lives consist of how we choose to distort.
Woody Allen
¿Recuerdan aquella anécdota que Milán Kundera (Brno, Checoslovaquia; 1929) narra en el capítulo inicial de El libro de la risa y del olvido? Seguramente quedará como una de las estampas más representativas del siglo XX. El novelista cuenta en apenas cuatro párrafos cómo el poder estatal totalitario checo desapareció a un hombre de la memoria colectiva. El episodio inicial ocurrió en febrero de 1948, cuando Klement Gottwald, el hombre fuerte del comunismo estalinista checoslovaco, dirigía una arenga a los miles y miles de sus conciudadanos que abarrotaban la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga. El aguerrido líder se encontraba acompañado por sus principales colaboradores, entre otros, junto a él, Vladimir Clementis. “La nieve revoloteaba, hacía frío y Gottwald tenía la cabeza descubierta. Clementis, siempre tan atento, se quitó su gorro de pieles y se lo colocó en la cabeza a Gottwald. El departamento de propaganda difundió en cientos de miles de ejemplares la fotografía del balcón desde el que Gottwald, con el gorro en la cabeza y los camaradas a su lado, habla a la nación. En ese balcón comenzó la historia de la Bohemia comunista. Hasta el último niño conocía aquella fotografía que aparecía en los carteles de propaganda, en los manuales escolares y en los museos”. Pero los acontecimientos dieron algunas volteretas y cuatro años después Clementis caería en desgracia; sería acusado de desviacionismo y poco después de algo mucho más grave: nacionalismo burgués y trotskismo. Sería ejecutado en la horca el 3 de diciembre de 1952. Kundera no cuenta aquí que el cadáver fue calcinado y que sus cenizas fueron esparcidas en una carretera. En cambio, el narrador registra lo que ocurrió con sus rastro: “El departamento de propaganda lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías. Desde entonces Gottwald está solo en el balcón. En el sitio en el que estaba Clementis aparece sólo la pared vacía del palacio. Lo único que quedó de Clementis fue el gorro en la cabeza de Gottwald”.
Hoy no es necesario borrar a nadie de las fotografías —cosa que además sería imposible, dada la explosión de imágenes que se ha experimentado en los últimos años—, todo indica que basta con desconocer el pasado o sencillamente minimizar la importancia o trascendencia del hecho o personaje que hoy resulten una molestia. Claro, hay un ejemplo reciente: el 23 de mayo de 2012, siendo candidato del PRI a la Presidencia de la República, Peña Nieto declaró en un programa de Televisa que Javier Duarte de Ochoa, hoy prófugo de la justicia —es un decir— era un ejemplo —bueno, se entiende— de la sangre nueva de su partido. Entonces no sólo se refirió a quien ya fue expulsado del PRI por corrupción, sino que presumió en la mesa un póquer de correligionarios modelo: “es un PRI que ha venido renovándose en su interior donde hay presencia de las nuevas generaciones… jóvenes o actores de la nueva generación política… el gobernador de Quintana Roo, Beto Borge; el gobernador de Veracruz, Javier Duarte; César Duarte, el gobernador de Chihuahua; el gobernador de Campeche…, todos son parte de una generación nueva que ha sido parte de este proceso de renovación del partido”. Sin embargo, hace unos días, en el marco de un foro organizado por el grupo El financiero-Bloomberg, al ser cuestionado si aún consideraba a Duarte como un priísta ejemplar, el hoy presidente contestó: “No recuerdo yo la alusión, pero seguramente en algún momento la hice, si es la referencia que hacen…” Peña no opta por esquivar la pregunta, no se enoja ni reprende. Ni siquiera se trata de una negación contundente —“¡Eso no es verdad, es usted un mentiroso!”—. El mandatario tampoco adopta la postura del amnésico —“¡¿Yo?! ¿Está usted seguro de que yo dije eso…?! ¡No, no puede ser! No recuerdo nada—. La respuesta minusvalora no sólo la pregunta sino el hecho referido: “no lo recuerdo porque no es importante, quizá así haya sido, y eso porque usted lo menciona, pero no tiene caso que lo traiga a cuento, no es relevante…”
En el primer caso, el gobierno totalitario de Gottwald en Checoslovaquia apostó al olvido, y perdió. Por la publicación de El libro de la risa y del olvido (1981), el gobierno comunista de Checoslovaquia rescindió a Milán Kundera su ciudadanía. Él, desde 1975, vivía en Francia. Hoy, el escritor checo tiene 87 años de edad, sigue viviendo en Francia y desde 1993 dejó de escribir en su idioma natal. También en 1993, Checoslovaquia dejó de existir; de la escisión de lo que fue su territorio surgieron Chequia y Eslovaquia. Hoy cualquiera puede teclear en Google “klement gottwald and clementis”, para encontrar de inmediato la fotografía, la original y la purgada.
En el segundo caso, la apuesta no es por el olvido sino por la futilidad, y al parecer lleva las de ganar. Las palabras dichas en el pasado ya no importan. La verdad va perdiendo peso y los hechos dejan de ser la carga definitoria de los argumentos.
sábado, 5 de noviembre de 2016
El mapa es el territorio
Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges (1899-1986), comenzó a circular en 1946. A partir del número tres de la revista, bajo genérico de “Museo”, comenzó a publicar un tal B. Lynch Davis, un desconocido. Su primera colaboración se tituló “Del rigor de la ciencia”, y aparentemente a ello, al encabezamiento, se reducía el aporte creativo del señor Lynch Davis, puesto que el texto se presentaba como un extracto tomado de un libro antañón, según se citaba ahí mismo: “Suárez Miranda, Viajes de varones prudentes, Libro IV, Gorra. XLV, Lérida, 1658.” En el fragmento —apenas 118 palabras— Suárez Miranda —también un enigma— informa —el lector puede suponer que gracias los mentados varones prudentes— que en un tiempo pretérito distante —pero indeterminado—, en un Imperio anónimo y atópico —al que aquellos personajes habrían viajado— sucedió un prodigio: “los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”. Para cuando fue reportado el caso —mucho antes de que Suárez Miranda lo publicara—, el mapa escala 1:1 de aquel Imperio ya era solamente una reliquia.
Hoy cualquiera sabe que Honorio Bustos Domecq era un pseudónimo con el cual firmaban Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) cuando escribían juntos —su origen lo explicó el propio Borges: “Bustos era un bisabuelo mío y Domecq un bisabuelo de Bioy”—. Pero en 1946, cuando apareció Dos fantasías memorables, para muchos lectores aquel librito era el segundo de un narrador que ya cuatro años antes había sorprendido con su primer libro (Seis problemas para don Isidro Parodi). Más inescrutable resultaba el apelativo B. Suárez Lynch, quien el mismo año publicó Un modelo para la muerte, ¡con prólogo de Bustos Domeq! Par de mañosos: Suárez como el Suárez Miranda del siglo XVII y Lynch como el colaborador de Los Anales de Buenos Aires.
Años después Jorge Luis explicaría: “La B era, supongo, la de Bioy y Borges, el Suárez correspondía a otro bisabuelo mío y el Lynch a un bisabuelo de Bioy”.
Así que Suárez Miranda y su libro son un invento, tanto como B. Lynch Davis. ¿Ficciones de los dos amigos porteños? Pues quizá no, porque “Del rigor de la ciencia” sería incluido tanto en la edición de 1954 de Historia universal de la infamia como en El hacedor, de 1960, como se sabe, ambos libros firmados sólo por Borges.
¿Entonces el mapa escala 1:1 es ocurrencia original de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo? En el prólogo de la segunda edición de Historia universal de la infamia —en la que, ya decíamos, se incluye “Del rigor de la ciencia”—, el argentino dice que sus textos breves antologados en ese libro no son suyos, al menos no del todo: “Son el responsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”.
Si realmente fue así, ¿a quién pudo haber birlado la idea de un mapa de igual tamaño al territorio que pretende representar? Muchos creen que a un diácono británico, spientísimo en matemáticas y lógica, llamado Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), a quien debemos varios libros maravillosos, particularmente los que firmó con el pen name que lo hicera famoso: Lewis Carroll. Efectivamente, la semana pasada recordaba yo que en su novela Silvia y Bruno uno de los personajes, un forastero estrafalario, cuenta que en su tierra alguna vez habían hecho “un mapa del país, en serio, ¡a una escala de una milla por milla!” Por otra parte, la admiración que Borges sentía por el autor de Alicia en el país de las maravillas es bien conocida y documentada. Léan ustedes, por ejemplo, “El sueño de Lewis Carroll”, una de las últimas piezas publicadas por Borges —él viejo falleció el 14 de junio de 1986 y el texto apareció en El país el 9 de febrero anterior—.
Pues sí: bien puede ser que agazapado entre los varones prudentes de Suárez Miranda esté el Mein Herr de Lewis Carroll. Pero qué tal que lo que a todas luces parece una pipa no sea una pipa; quiero decir, qué tal que Borges, fullero, hubiera leído no sólo a Carroll sino también a Alfred Korzybski (1879-1950), quien, como se sabe, acuñó la expresión “el mapa no es el territorio”. Lo que quizá no se recuerde es que si bien la primera vez que apareció escrito el aforismo fue en 1931 —en una ponencia de título rimbombante: A Non-Aristotelian System and its Necessity for Rigour in Mathematics and Physics—, alcanzaría fama a partir de que el propio Korzybski reflexionara sobre su origen en su libro Science and Sanity (1933) —en el que, por cierto, acepta que la formulación original tampoco es de él, sino del escritor de ciencia ficción Eric Temple Bell (1883-1960), quien había ya escrito: the map is not the thing mapped—. Ciencia y cordura, como habría que traducir el libro de Korzybski, es un título cercano a “Del rigor de la ciencia” de Borges. Pero sobre todo, me parece que hay que prestar atención al hecho de que la micro ficción del argentino termina refutando del todo al polaco: “En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”. Es decir, el mapa borgiano, aunque runinoso, para aquellas bestias y aquellos menesterosos, era el territorio.
Hoy cualquiera sabe que Honorio Bustos Domecq era un pseudónimo con el cual firmaban Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) cuando escribían juntos —su origen lo explicó el propio Borges: “Bustos era un bisabuelo mío y Domecq un bisabuelo de Bioy”—. Pero en 1946, cuando apareció Dos fantasías memorables, para muchos lectores aquel librito era el segundo de un narrador que ya cuatro años antes había sorprendido con su primer libro (Seis problemas para don Isidro Parodi). Más inescrutable resultaba el apelativo B. Suárez Lynch, quien el mismo año publicó Un modelo para la muerte, ¡con prólogo de Bustos Domeq! Par de mañosos: Suárez como el Suárez Miranda del siglo XVII y Lynch como el colaborador de Los Anales de Buenos Aires.
Años después Jorge Luis explicaría: “La B era, supongo, la de Bioy y Borges, el Suárez correspondía a otro bisabuelo mío y el Lynch a un bisabuelo de Bioy”.
Así que Suárez Miranda y su libro son un invento, tanto como B. Lynch Davis. ¿Ficciones de los dos amigos porteños? Pues quizá no, porque “Del rigor de la ciencia” sería incluido tanto en la edición de 1954 de Historia universal de la infamia como en El hacedor, de 1960, como se sabe, ambos libros firmados sólo por Borges.
¿Entonces el mapa escala 1:1 es ocurrencia original de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo? En el prólogo de la segunda edición de Historia universal de la infamia —en la que, ya decíamos, se incluye “Del rigor de la ciencia”—, el argentino dice que sus textos breves antologados en ese libro no son suyos, al menos no del todo: “Son el responsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”.
Si realmente fue así, ¿a quién pudo haber birlado la idea de un mapa de igual tamaño al territorio que pretende representar? Muchos creen que a un diácono británico, spientísimo en matemáticas y lógica, llamado Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), a quien debemos varios libros maravillosos, particularmente los que firmó con el pen name que lo hicera famoso: Lewis Carroll. Efectivamente, la semana pasada recordaba yo que en su novela Silvia y Bruno uno de los personajes, un forastero estrafalario, cuenta que en su tierra alguna vez habían hecho “un mapa del país, en serio, ¡a una escala de una milla por milla!” Por otra parte, la admiración que Borges sentía por el autor de Alicia en el país de las maravillas es bien conocida y documentada. Léan ustedes, por ejemplo, “El sueño de Lewis Carroll”, una de las últimas piezas publicadas por Borges —él viejo falleció el 14 de junio de 1986 y el texto apareció en El país el 9 de febrero anterior—.
Pues sí: bien puede ser que agazapado entre los varones prudentes de Suárez Miranda esté el Mein Herr de Lewis Carroll. Pero qué tal que lo que a todas luces parece una pipa no sea una pipa; quiero decir, qué tal que Borges, fullero, hubiera leído no sólo a Carroll sino también a Alfred Korzybski (1879-1950), quien, como se sabe, acuñó la expresión “el mapa no es el territorio”. Lo que quizá no se recuerde es que si bien la primera vez que apareció escrito el aforismo fue en 1931 —en una ponencia de título rimbombante: A Non-Aristotelian System and its Necessity for Rigour in Mathematics and Physics—, alcanzaría fama a partir de que el propio Korzybski reflexionara sobre su origen en su libro Science and Sanity (1933) —en el que, por cierto, acepta que la formulación original tampoco es de él, sino del escritor de ciencia ficción Eric Temple Bell (1883-1960), quien había ya escrito: the map is not the thing mapped—. Ciencia y cordura, como habría que traducir el libro de Korzybski, es un título cercano a “Del rigor de la ciencia” de Borges. Pero sobre todo, me parece que hay que prestar atención al hecho de que la micro ficción del argentino termina refutando del todo al polaco: “En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”. Es decir, el mapa borgiano, aunque runinoso, para aquellas bestias y aquellos menesterosos, era el territorio.
sábado, 29 de octubre de 2016
Territorio a la carta
Always, the process of representation will filter the territory out,
so that the mental world is only mpas of maps, ad infinitum.
Gregory Bateson, Steps to an Ecology of Mind.
Un mapa sirve, entre otras cosas, para darnos una idea de dónde estamos. ¿Quiere ubicarse en el planeta? Consulte un planisferio. ¿Le interesa el contexto nacional? Podría revisar una carta de los Estados Unidos Mexicanos, escala 1:4’000,000. Pero si sus ganas de saber se dirigen a su entorno inmediato, digamos, transitable a pie, usted necesita mayor detalle.
El mapa con la escala más grande que produce actualmente el INEGI es la carta topográfica 1:50,000 —en 2016 dejó de producir los mapas topográficos 1:20,000—.
Preguntarse si se trata de una carta o de un mapa puede abrir una polémica bizantina totalmente prescindible o bien una interesante nota lexicográfica. Avanzaré un tramo por la segunda vía.
Las dos palabras, mapa y carta, se las debemos al latín, y en ambos casos su etimología refiere en última instancia a materiales escriptóreos, es decir, a soportes físicos en los que se plasman signos gráficos. En el primer caso, mapa, proviene —en español y en varias lenguas europeas, no sólo romances— del bajo latín mappa, que significa “mantel” o “liezo”. En cambio, los franceses emplean carte —el título original de El mapa y el territorio, la novela de Michel Houellebecq, es La Carte et le Territorie—, que encuentra origen en la misma voz latina de la que se derivan el ruso karta y el italiano carta: charta, es decir, “papel”, que a su vez viene del griego kharthes, la hoja de papiro preparada para escribir sobre ella. Incluso más: en griego antiguo, el vocablo con que se designaba un mapa era pinax, una tablilla en la que se grababan imágenes o textos, y que podía ser de piedra, madera, metal o arcilla. El umbral etimológico de mapa y carta es pues análogo: la cosa sobre la cual se dibuja y escribe. La correspondencia semántica que existe hoy entre mapa y carta resulta transparente en la palabra cartografía, la cual evidentemente se deriva de carta y designa la técnica de elaborar mapas.
Salvado el falso escollo, convengamos que los mapas son “representaciones gráficas que facilitan una comprensión espacial de cosas, conceptos, condiciones, procesos o acontecimientos del mundo humano” —la definición, ciertamente dilatada, la tomo de History of Cartography (University of Chicago Press, 1987), coordinada por J. B. Harley y David Woodward—. Ahora, las cartas topográficas no son cualquier tipo de mapas; responden a características técnicas específicas: “representan, a escala, los elementos naturales y las obras hechas por el hombre sobre la superficie terrestre…, localizándolos con precisión, en posición y altitud” —Guía para la interpretación de cartografía del INEGI—. Una carta topográfica tiene pretensiones científicas; se ajusta a la expectativa que en Occidente se tiene de cualquier producto cartográfico, al menos desde la Ilustración: “Un buen mapa es un mapa preciso… Los mapas son calificados de acuerdo a su correspondencia con la verdad topográfica. La inexactitud, se nos dice, es un crimen cartográfico” (J. B. Harley, The New Nature of Maps. Johns Hopkins University, 2002).
Cualquier mapa es una herramienta del pensamiento analógico, un artefacto en el que se materializa una abstracción: el mapa es siempre una metáfora del mundo, y dado que los mapas son objetos que la gente produce y consulta en este mundo, son representaciones a escala. En una carta topográfica 1:20,000, 1 centímetro representa 0.2 kilómetros, o sea, 200 metros, de tal suerte que cada kilómetro de terreno es representado por 5 centímetros en la carta. Por ejemplo, tengo en las manos la carta E14A49d, Tres Marías; el área de impresión del mapa —sin considerar márgenes y tira marginal— es de 58.3 x 69.1 centímetros, lo cual se traduce en que la superficie representada en este pedazo de papel es poco más de 160 kilómetros cuadrados. Para armar el mosaico que cubre toda la Ciudad de México, requeriría 19 cartas, impresas en pliegos de 76.5 x 88 centímetros, y para disponerlas juntas necesitaría una mesa de al menos cuatro metros por lado. Si alguien me viera trajinar entre tanto papel, quizá, como el narrador de la novela Sylvie and Bruno Concluded, me sugeriría usar mejor un “mapa de bolsillo”.
En el libro de Lewis Carroll (1832-1898), también autor de Alicia en el país de las maravillas, la recomendación va dirigida a un tal Mein Herr, un personaje estrambótico proveniente de un misterioso reinado, quien responde:
— Eso también es algo que hemos aprendido de su nación: la cartografía. Pero lo hemos llevado mucho más lejos. ¿Cuál considera que es el mapa más grande que poseería verdadera utilidad?
El narrador contesta que uno en el que 15 centímetros representen una milla, a lo que Mein Herr replica:
— ¡Sólo eso! Nosotros no tardamos en llegar a los seis metros por milla. Luego probamos con cien metros por milla. ¡Y después vino la idea más grandiosa de todas! Hicimos un mapa del país, en serio, ¡a una escala de una milla por milla!
— ¿Y lo han usado mucho?
— Todavía no ha sido desplegado nunca —apuntó Mein Herr—; los granjeros se opusieron: decían que cubriría todo el campo, ¡bloqueando la luz del sol! De modo que en la actualidad usamos el propio campo como mapa, y le aseguro que funciona casi igual de bien.
Es una pena que Carroll no haya reflexionado más sobre el asunto: las ventajas y desventajas de un mapa escala 1:1 y, sobre todo, de su sustitución por el terreno representado mismo. En un prodigio así, en el que el territorio fuera el mapa, la mayor riqueza estaría en la simbología, pero lamentablemente no habría quedado espacio alguno para la tira marginal.
sábado, 22 de octubre de 2016
Mapamundi
But, said Alice, if the world has absolutely no sense,
who's stopping us from inventing one?
Lewis Carroll, Alice's Adventures in Wonderland.
El mundo no siempre ha sido la Tierra. Claro, es indiscutible que hoy, para nosotros, uno de los significados de la palabra mundo es nuestro planeta, pero ello es así precisamente porque, a estas alturas de la historia, efectivamente los humanos hemos conquistado todos los rincones de la Tierra, y esta situación es muy reciente. Además, actualmente el mundo es el planeta no únicamente para usted y para mí, lo es también para cualquier persona que haya sido sociabilizada en el ámbito cultural que ha impuesto la revolución científica que estalló hace unos quinientos años, un campo simbólico que ya rebasa con mucho los límites de Occidente, dado que la cosmovisión naturalista desarrollada por el pensamiento científico actualmente es hegemónica.
Pero hasta hace muy poco tiempo el mundo era un sitio mucho más pequeño… La expresión "el mundo conocido" es en estricto sentido una redundancia, tanto como "nuestro mundo". Teniendo en mente lo anterior cobran cabal sentido frases como el "encuentro de dos mundos", la cual se acuñó para referirse a la llegada de los ibéricos a este continente. En 1492 apareció un nuevo mundo, no América, sino la realidad interconectada de Europa y las tierras trasatlánticas hasta entonces desconocidas, en ambos lados del océano. Que el mundo comenzara a ser planetario se lo debemos mucho a Fernando de Magallanes, a Juan Sebastián Elcano, a Colón…
Universalis Cosmographia Secundum Ptholomaei Traditionem et Americi Vespucii Alioru[m]que Lustrationes. Martin Waldseemüller, 15907. |
¿Cuál es el primer mapa del mundo del que se tiene noticia? No me refiero al mapa más añejo que se conozca, pregunto particularmente por un mapa que represente al mundo. Quizá a usted, erudito lector, le venga a la memoria el del griego Estrabón (c. 60 a.C. – 21 d.C.), en cuyo caso le recomendaría que recordara que Eratóstenes (276 a.C. – 194 a.C.) realizó uno un par de siglos antes el cirenaico… ¿Y qué me dice del que debemos al discípulo más avezado de Tales de Mileto? Según Anaximandro (610-546 a.C.), la Tierra era redonda y el centro del cosmos, y, por supuesto, en su representación cartográfica, el ombligo del universo se encontraba en Delfos. En cualquier caso el primer mapamundi que se conoce es muy anterior a la civilización grecorromana: “el objeto más antiguo conservado que representa el mundo entero en un plano a vista de pájaro, mirando la Tierra desde arriba”, es una tablilla de arcilla de 12 x 8 centímetros, realizada hace cerca de cinco mil años por un descendiente de un tal Ea-bel-ili, habitante de la ciudad Borsippa. La tablilla fue descubierta en 1881 por el arqueólogo iraquí Hormuzd Rassam, en el sitio de Sippar de Shamash —actualmente Abu Habbah, Irak—, localizado en la Baja Mesopotamia, en la orilla oriental del Éufrates, al noroeste de Babilonia.
En la actualidad, la tablilla, “a la vez un diagrama cósmico y un mapa del mundo”, se puede admirar en Londres, en el Museo Británico. En la tablilla, además de un texto en escritura cuneiforme, se muestra al mundo como un disco, rodeado por un anillo de agua, el “Río Amargo”; Babilonia aparece representada por un rectángulo en el margen derecho del Éufrates, que fluye hacia el sur. Dentro de los dos anillos aparecen una serie de círculos, triángulos y rectángulos, todo en torno a un agujero. Alrededor del círculo exterior, ocho triángulos se distribuyen —únicamente cinco pueden leerse—. “El círculo exterior aparece rotulado como marratu o ‘mar salado’, y representa el océano que rodea el mundo habitado. Dentro del anillo interior, el más prominente de los rectángulos, que representa al río Éufrates, el cual fluye desde un semicírculo en el norte rotulado como ‘montaña’ hasta el rectángulo horizontal que aparece al sur rotulado como ‘canal’ y ‘ciénega’. Otro rectángulo, que divide en dos a Éufrates, aparece rotulado como ‘Babilonia’, rodeado por un arco de círculos que representan ciudades y regiones… Los triángulos que salen hacia fuera del círculo exterior del mar se hallan rotulados como nagü, que puede traducirse como ‘región’… Junto a ellas aparecen crípticas leyendas, además de animales exóticos: camaleones, íbices, cebúes, monos, avestruces, leones y lobos. Son espacios inexplorados, los míticos y remotos lugares situados más allá de los límites circulares del mundo…” Así que desde este primer mapa del mundo, el centro del cosmos queda establecido en la ciudad principal de la cultura que lo produjo. El establecimiento del axis mundi en casa responde a una necesidad terapéutica: sin referencia fija, uno queda a la deriva en el espacio como un náufrago en mar abierto. Casi cinco milenios después, seguimos haciendo lo mismo: cuando abres Googlemaps, por ejemplo, en el smartphone, tu posición en el planeta aparece de inmediato justo en el centro del mundo…
martes, 18 de octubre de 2016
Tres tipos de lectores
De acuerdo a Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) hay tres tipos de lectores; en carta fechada el 13 de junio de 1819 estipuló:
Hay tres tipos de lector: el que disfruta sin juicio; el que, sin disfrutar, enjuicia, y otro, intermedio, que enjuicia disfrutando y disfruta enjuiciando; éste es el que de verdad reproduce una obra de arte convirtiéndola en algo nuevo.Apostillo: uno mismo puede caer en cualquiera de los tres comportamientos, según el libro, según el ánimo, según el propósito...
sábado, 15 de octubre de 2016
El jardinero
Aparte de la pintura y la jardinería,
no soy bueno para nada.
Mi mayor obra maestra es mi jardín.
Claude Monet
Jean Baptiste de La Quintinie (1626-1688) fue un señor que supo corregir un grave error de juventud: después de haber estudiado Derecho y de haber ejercido como abogado de impuestos de manera medianamente exitosa durante algún tiempo, mandó al diablo dicha profesión para dedicarse de lleno a lo que verdaderamente lo apasionaba, la jardinería. Hizo bien, porque el éxito que alcanzó en su nuevo oficio fue incontrovertible e histórico: terminó siendo el encargado de diseñar, construir y cuidar las huertas del rey Luis XIV, el mismísimo Rey Sol, en Versalles. En la sociedad cortesana, tan afecta a las formas, pudo lucir desde 1678 el título de “intendente de los vegetales de frutales y de hortalizas de todas las moradas reales”. Cuidado: no confundir a La Quintinie con su coetáneo André Le Nôtre, el arquitecto, paisajista y creador de jardines más famoso de su tiempo, también a las órdenes de Luis XIV.
Tres siglos más tarde, el narrador y escritor de cómics francés Frédéric Richaud (Aubignan, 1966) publicó Monsieur le Jardinier (1999), novela histórica que tiene como protagonista a La Quintinie. La traducción al español, El jardinero del rey, fue editada hasta el año pasado (colección Nefelibata de editorial Duomo, Barcelona), y hace apenas unas semanas me encontré el libro en una mesa de novedades aquí en México.
Desafortunadamente, debo decir que la novela es bastante prescindible; sin embargo, entre sus páginas encontré un par de reflexiones sumamente útiles para comprender nuestra llamada relación con la naturaleza.
Primera. Ya avanzada la novela, después de relatar las extenuantes labores que él y sus trabajadores tuvieron que realizar a lo largo de mucho tiempo para salvar el huerto real después de algunos días de lluvia, Jean Baptiste de La Quintinie cavila: “La naturaleza tiene sus derechos; nosotros no tenemos más que deberes. Reconstruiremos cada vez que sea necesario, porque así se nos pide. Pero cada uno de nuestros gestos será un acto de humildad”. Es decir, el arcaico tema del trabajo penoso e inacabable como única forma de insertar la cultura en la naturaleza.
Segunda. Frédéric Richaud escribe buena parte de El jardinero del rey echando mano del formato epistolar, insertando extractos de las misivas que el hortelano del monarca intercambia con un amigo de apellido Neuville: “¿Por qué querer a toda costa constreñir el universo dándole tal o cual forma? —preguntó un día Neuville—. Descifro al instante los dibujos que me enviáis, los que representan las ramas de vuestros árboles pegados a las murallas y conducidos de tal manera que pronto las recubrirán por entero. Quizá me encontréis severo una vez más. Pero ¿por qué torturar vuestros árboles como Monsieur Le Nôtre maltrata sus jardines? ¿Acaso no producían vuestros viejos frutales en abundancia cuando los dejabas libres? ¿No es el mundo más bello de por sí, sin que haya necesidad de intervenir con tanta dureza? Os lo concedo, el hombre debe ayudar al mundo a alumbrarse a sí mismo, pero no dominarlo, encorsetarlo como vos me decís y me demostráis que hacéis”. ¿Constreñir el universo, encorsetar el mundo? En un jardín, la ilusión de la naturaleza humana primigenia y al mismo tiempo de la naturaleza encapsulada en ámbitos civilizados, se hace evidente que toda presencia cultural es justamente eso, una intervención, una creación de mundo. Sobre este asunto, la explicación más lúcida que conozco se la debemos a un sabio madrileño.
En agosto de 1951, José Ortega y Gasset (1883-1955) participó en los coloquios de Darmstadt, en Alemania. En aquellas jornadas conversó con Martin Heidegger, y el día 5 dictó la conferencia “El mito del hombre allende la técnica” (Obras completas. Tomo IX. Revista de Occidente). Entonces aseguró que el ser humano siempre ha sido y cada vez es más un ser técnico, esto es, un fabricador y un modificador de realidades: el hombre “…transforma y metamorfosea los objetos de este mundo corpóreo, tanto los físicos como los biológicos, de tal suerte que cada vez más y quizá al final totalmente o casi totalmente, tienen que convertirse en un mundo distinto frente a lo primigenio y lo espontáneo”. Valga recordar que Ortega y Gasset sentenció todo esto a mediados del siglo pasado, así que cundo mencionó la alteración de objetos biológicos quizá tenía en mente el tipo de modificación que Neuville reclamaba a los jardineros del Rey Sol, y no los que unos años después el hombre podría conseguir, por ejemplo, por medio de la clonación de organismos —se sabría acerca del primer mamífero clonado, Dolly, hasta 1997— o incluso de la creación de seres vivos que sencillamente no habrían existido sin la intervención humana —por ejemplo, el bioartista brasileño Eduardo Kac ideó la creación de un conejo fluorescente, mismo que fue producido en 2000 por un laboratorio francés por medio de la implantación de un gen tomado de una medusa en el ADN del embrión de un conejo—. El pensador español remata su planteamiento aduciendo que el hombre técnico “pretende crearse un mundo nuevo”, y se pregunta qué tipo de personaje tiene que ser aquel para el cual resulta vital crear un mundo nuevo… “por fuerza, un ser que no pertenece a este mundo espontáneo y originario, que no se acomoda en él. Por ello no se queda tranquilamente incluido en él como los animales, las plantas y los minerales. El mundo originario es lo que, de modo tradicional, llamamos naturaleza”, es decir, una abstracción, una creación cultural.
sábado, 8 de octubre de 2016
Pedrada de Zeus
Es usted un corrupto. También toda su familia, sus vecinos, sus compañeros de trabajo, el director de este periódico y cada uno de sus reporteros y editorialistas, el policía de la esquina y de ahí para arriba, los altos mandos castrenses y de ahí para abajo, las maestras de sus hijos, todos sus clientes y proveedores, su médico de cabecera, el tendero, los asalariados y los ninis, su pareja, el más sabio de sus mentores, la señora más viejita de su casa y los niños…, todos, todas. Yo igual. Además, estamos bien representados: no hay un solo diputado, senador, gobernador, alcalde o síndico que no sea corrupto. No lo digo yo, lo acaba de afirmar el presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, titular del Poder Ejecutivo, Jefe de Estado y de Gobierno, y Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas: el miércoles pasado, al inaugurar la Semana Nacional de Transparencia, Enrique Peña declaró: “Porque este tema que tanto lacera, la corrupción, lo está en todos los órdenes de la sociedad y en todos los ámbitos. No hay alguien que pueda atreverse a arrojar la primera piedra, todos están, han sido parte de un modelo que hoy estamos desterrando y queriendo cambiar…”. Si el presidente se atreve a lanzar tal acusación es porque él sí que anda libre de culpas: “todos están, han sido parte” —no “todos hemos sido parte”— de la corrupción. Él, impoluto, nos señaló a todos los demás, en principio a quienes tenía allí mismo. Como marcan los cánones, al arranque de su discurso había saludado “con gran respeto” a los presidentes de las mesas directivas del Senado y de la Cámara de Diputados, al ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a la gobernadora de Sonora —quien acudió en representación de todos sus pares—, a los secretarios de Defensa y Marina y a otras figuras públicas que no vale la pena mentar aquí porque, de cualquier manera, en la bolsa Peña echó a todos. Total, de ellos, nadie replicó.
En su incriminación, el formato que empeló el primer mandatario de nuestra República laica fue el bíblico. Porque, como bien recordará usted, la figura quien esté libre de culpa que lance la primera piedra se la debemos Jesús de Nazaret. Cuenta uno de sus discípulos (Juan 8:1-11) que, después de andar en el Monte de los Olivos, Jesús regresó al templo, en donde la gente acudía en busca de sus enseñanzas. “Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer… Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” Jesús contestó: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Ninguno de los denunciantes dijo ni hizo nada. Además, “acusados por su conciencia” todos los que estaban en el templo fueron saliendo: “y quedó solo Jesús, y la mujer… ¿Ninguno te condenó?… Ninguno, Señor. Entonces Jesús dijo: Ni yo te condeno…”. Sin ánimo de mancillar la investidura presidencial ni de arroparme con roles de exegeta que no me corresponden, me permito apostillar que durante los hechos narrados el Mesías de los cristianos no imputó a nadie, no determinó que ninguno podía tirar la primera piedra, y conste que podría haberlo hecho, puesto que para ese momento, de acuerdo también a la doctrina cristiana, toda la humanidad seguía manchada por la caída ancestral, la de Adán: Jesús aún no había pasado por el tormento que expiaría el pecado original.
Hace dos años Peña dijo que la corrupción es un característica cultural de México. En 2015, fue más allá: “… me parece que es un tema (la corrupción) de orden global, está en todo el mundo y a veces más que aparejado a una cultura, lo está a una condición: a la condición humana”. ¡Como el pecado original!
Discrepo del juicio del presidente, y también me atrevo a lanzar no una piedra sino un mito: aquel que Protágoras relata, según el diálogo homónimo de Platón, sobre la virtud política (Protágoras, 320d-322a):
Los dioses forjaron a los seres mortales con tierra y fuego. Luego ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que otorgaran capacidades a cada especie. Epimeteo tomó la iniciativa y repartió destrezas y caractrísticas defensivas entre los animales. Pero olvidó al hombre, a quien dejó “desnudo, descalzo y sin coberturas ni armas”. Prometeo soluciona el problema robando para los humanos el fuego a Hefesto y a Atenea los oficios, y así armados fueron puestos en el mundo. Inicialmente habitaban dispersos, no había ciudades y eran vulnerables al ataque de las fieras. No poseían el arte de la política, así que tan pronto conseguían fundar una ciudad se agredían unos a otros, y se dispersaban y perecían. Zeus, temiendo que la humanidad desapareciera, intervinó: “envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden… y ligaduras acordes de amistad. Hermes cuestionó a Zeus cómo debía repartir el sentido moral y la justicia, ¿sólo a algunos individuos, como el resto de las habilidades y conocimientos? “A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades si sólo algunos de ellos participaran. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad”. Zeus, pues, lanzó la primera pedrada.
En su incriminación, el formato que empeló el primer mandatario de nuestra República laica fue el bíblico. Porque, como bien recordará usted, la figura quien esté libre de culpa que lance la primera piedra se la debemos Jesús de Nazaret. Cuenta uno de sus discípulos (Juan 8:1-11) que, después de andar en el Monte de los Olivos, Jesús regresó al templo, en donde la gente acudía en busca de sus enseñanzas. “Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer… Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” Jesús contestó: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Ninguno de los denunciantes dijo ni hizo nada. Además, “acusados por su conciencia” todos los que estaban en el templo fueron saliendo: “y quedó solo Jesús, y la mujer… ¿Ninguno te condenó?… Ninguno, Señor. Entonces Jesús dijo: Ni yo te condeno…”. Sin ánimo de mancillar la investidura presidencial ni de arroparme con roles de exegeta que no me corresponden, me permito apostillar que durante los hechos narrados el Mesías de los cristianos no imputó a nadie, no determinó que ninguno podía tirar la primera piedra, y conste que podría haberlo hecho, puesto que para ese momento, de acuerdo también a la doctrina cristiana, toda la humanidad seguía manchada por la caída ancestral, la de Adán: Jesús aún no había pasado por el tormento que expiaría el pecado original.
Hace dos años Peña dijo que la corrupción es un característica cultural de México. En 2015, fue más allá: “… me parece que es un tema (la corrupción) de orden global, está en todo el mundo y a veces más que aparejado a una cultura, lo está a una condición: a la condición humana”. ¡Como el pecado original!
Discrepo del juicio del presidente, y también me atrevo a lanzar no una piedra sino un mito: aquel que Protágoras relata, según el diálogo homónimo de Platón, sobre la virtud política (Protágoras, 320d-322a):
Los dioses forjaron a los seres mortales con tierra y fuego. Luego ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que otorgaran capacidades a cada especie. Epimeteo tomó la iniciativa y repartió destrezas y caractrísticas defensivas entre los animales. Pero olvidó al hombre, a quien dejó “desnudo, descalzo y sin coberturas ni armas”. Prometeo soluciona el problema robando para los humanos el fuego a Hefesto y a Atenea los oficios, y así armados fueron puestos en el mundo. Inicialmente habitaban dispersos, no había ciudades y eran vulnerables al ataque de las fieras. No poseían el arte de la política, así que tan pronto conseguían fundar una ciudad se agredían unos a otros, y se dispersaban y perecían. Zeus, temiendo que la humanidad desapareciera, intervinó: “envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden… y ligaduras acordes de amistad. Hermes cuestionó a Zeus cómo debía repartir el sentido moral y la justicia, ¿sólo a algunos individuos, como el resto de las habilidades y conocimientos? “A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades si sólo algunos de ellos participaran. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad”. Zeus, pues, lanzó la primera pedrada.
viernes, 30 de septiembre de 2016
La tercera edad es la vencida
Naces, mueres
Y el resto es pasar el tiempo.
James Joyce.
Tengo el propósito de seguir vivo para el 2050. Por supuesto, no hay prisa, que ya habrá tiempo para la ansiedad crónica —“la vejez y la impaciencia… siempre van de la mano”—. Total, no falta mucho, apenas 34 añitos. Si lo consigo, llegaré con 85 a cuestas, y ésos sí que ya serán muchos años, demasiados seguramente: “… me crujen todas la junturas del cuerpo. No hay forma de parar el declive. Como mucho de vez en cuando tienes días en que te molesta menos esto o lo otro, pero lo de encontrarte bien del todo se acabó. Ya no volverá a crecerte más el pelo de pronto. Al menos no en la cabeza, aunque te salga por la nariz y las orejas. Las venas no se desatascarán. No desaparecerá ni una sola roncha y el grifo de abajo no dejará de gotear. Una carretera de sentido único que te lleva derecho al ataúd: eso es lo que es. Ya no volverás a ser joven, ni un solo día, ni una sola hora, ni un solo minuto”.
Pues sí, envejecer no tiene nada de grato, pero es la única estrategia efectiva que se conoce para no morir joven. Así que, ¡bueno!, supongamos que para entonces siga habiendo Tierra y supongamos que la libro: en 2050 seré parte de un ejército de ancianos. Expertos del Fondo de Población de Naciones Unidas estiman que, a medio siglo, 21.2% de los habitantes del mundo tendrá 60 años y más. Aquí en suelo mexicano —conjeturando también que de eso quede algo en 2050—, adultos mayores seremos poco más de uno de cada cinco (21.5%) personas. Traducción: se nos viene encima un tsunami de decrepitud y achaques, del cual, con un poco de suerte, uno mismo formará parte.
Acabo de leer una extraordinaria novela sobre la vejez. Si en esas andas o para allá enfilas, es un libro indispensable: Intentos de sacarle algo a la vida. El diario de Hendrik Groen de 83 años y cuarto. Así nada más, porque el autor es anónimo: no se sabe si quien narra es efectivamente un anciano o bien un portentoso escritor neerlandés. Los apuntes iniciales de esta obra fueron publicados por una revista literaria en línea, torpedomagazine.nl, antes de que, en junio de 2014, saliera a la venta la primera edición del libro en holandés (editorial Meulenhoff). Fue un campanazo; hasta ahora se han vendido más de 60 mil ejemplares en Países Bajos, y ya hay traducciones en todas las lenguas principales de Europa. Un bestseller internacional. En marzo de este año comenzó a circular en España la traducción a nuestro idioma (Martha Arguilé Bernal), y desde junio se puede conseguir la edición mexicana (Rocaeditorial).
La novela se hilvana en las entradas del diario de un octogenario residente en una casa de la tercera edad. Ninguno de los hombres y mujeres que ahí van aproximándose al fin de sus días tiene que vérselas con la pobreza, tampoco con un cuadro clínico particularmente delicado —“Para celebrar que no tengo cáncer de pulmón he encendido otro purito”—… Por el contrario: avanzan sin distractor alguno hacia la muerte o, quizá peor, a la disolución paulatina de la identidad, el Alzhéimer —“pensar que lenta pero inexorablemente irás perdiendo la noción de la realidad; a diferencia de la rana que van cociendo despacio sin que se dé ni cuenta, eres penosamente consciente de tu propia degradación”—. Acompañados por sus pares, el espejo colectivo es omnipresente. Hendrik tiene la capacidad de observación, la honestidad y la inteligencia que permiten una autocrítica iluminadora: “Cuanto mayor se hace uno, más miedoso se vuelve. ¿No sería más lógico que a nuestra edad no le tuviéramos miedo a nada porque ya no tenemos nada que perder?” Se trata de una mirada penetrante y certera; hay que leerlo para que luego uno no pueda decir que no se lo advirtieron: “A diferencia de lo que cabría esperar, con el paso de los años la mezquindad aumenta mientras que la tolerancia se va haciendo más pequeña. Viejo y sabio es más una excepción que la regla”. Duros, directos, agudos, pero casi siempre envueltos en un sentido del humor inteligente, los juicios de Hendrik Groen iluminan: “Nos queda poco tiempo, pero tenemos todo el tiempo. Deberíamos darnos prisa, pero ya no hay casi nada por lo que valga la pena apresurarse”.
Durante el año que documenta el provecto narrador —del 1º de enero al 31 de diciembre de 2013— basta y sobra para mostrar que ninguna arruga es garantía ni de sabiduría ni de estupidez, que al final de la vida los únicos atenuantes verdaderos al calvario son los mismos que en las primeras etapas y en la vida adulta, la amistad y el amor, y que nada ni nadie es suficiente para librarse de uno mismo: “A veces la soledad es mucho peor en compañía”. Cada quien sacará sus propias conclusiones y enseñanzas; por mi parte, subrayé una, que pretendo labrar en la memoria: “no quedarse solo cuesta un montón de esfuerzo, a veces infructuoso”.
El éxito de Intentos de sacarle algo a la vida ha sido tanto que la secuela ya tiene título — As Long as there is Life. The Second Secret Diary of Hendrik Groen, 85 Years— y está programado que salga a la venta en Holanda a principios de 2018.
lunes, 26 de septiembre de 2016
El primer soplo de vida
A finales de julio de 2012, en buena parte del norte de la India ocurrió un apagón: durante un par de días, cerca del 10% de la población que el mundo cargaba entonces perdió el suministro de energía eléctrica. Hasta ahora es el blackout más vasto de la historia. Los más de 620 millones de personas que se quedaron a oscuras, entre otras cosas, no pudieron ver las competencias deportivas que por aquellos días se celebraban en Londres, por cierto, capital del imperio que mantuvo a la India bajo control colonialista durante un siglo (1845-1947). Si las motivaciones de indios e indias para ver la tele eran nacionalistas, no se habrán perdido de mucho: en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, su país quedó en el lugar 55, con apenas seis medallas —dos de plata y cuatro de bronce—. Comparación odiosa: Dinamarca logró colocarse en el escaño 29 del medallero, con nueve metales: dos de oro, cuatro de plata y tres de bronce; nada mal, considerando que entonces su población total era de unos cinco millones de habitantes, mientras que la India aquel año era residencia de más de 1.2 mil millones de seres humanos. Expresado de otra manera: en Londres 2012 la India obtuvo una medalla por cada 200 millones de habitantes, mientras que los atletas daneses lograron una medalla por cada 555 mil conciudadanos. La India es el segundo país más poblado del orbe, y en cuanto a territorio, con 3.2 millones de kilómetros cuadrados, resulta incomparable a Dinamarca, que apenas tiene una superficie de 43 mil kilómetros cuadrados; en efecto, en la India cabe unas 75 veces el territorio europeo danés … Preciso “europeo” porque si consideramos también la soberanía que Dinamarca detenta sobre Groenlandia la cosa cambia: sus poco más de dos millones de kilómetros cuadrados alcanzan para trepar al lugar 12 en la tabla de países por superficie territorial.
El 84% de la Tierra Verde —Grønland en danés, Greenland en inglés— es blanca: cientos y cientos de miles de kilómetros cuadrados cubiertos de hielo. Si no regateamos a Australia la categoría de continente, Groenlandia es la isla más extensa del mundo. También a finales de julio de 2012, mientras en Londres comenzaban las competencias en las que 10,768 deportistas se desvivían por conseguir preseas, un equipo de científicos australianos comandado por Allen Nutman, geólogo de la Universidad de Wollongong, descubrió los rastros fósiles de vida más antiguos del planeta Tierra. El hallazgo no sería reportado sino hasta hace unos días, cuando la revista científica Nature publicó el artículo Rapid emergence of life shown by discovery of 3,700-million-year-old microbial structures, con el cual, para decirlo rápido, se echó para atrás más de 200 millones de años (Ma) el surgimiento de la vida terrícola.
Lector, si no tienes presente la profundidad del tiempo planetario, te recuerdo: la Tierra se formó hace aproximadamente 4,560 Ma. Nature reporta que los australianos encontraron en la cinta supracortical Isua, ubicada en el suroeste de Groenlandia, un afloramiento recién expuesto por el calentamiento global. Ahí hallaron la evidencia fósil más antigua: firmas isotópicas estables en rocas metacarbonadas que contienen estromatolitos de 1 a 4 centímetros de alto. Los dichosos estromatolitos, según la definición del Instituto de Geología de la UNAM, son “estructuras organo-sedimentarias laminadas que crecen adheridas al sustrato y emergen verticalmente del mismo, produciendo estructuras de gran variedad morfológica, volumétrica y biogeográfica”, cuya “formación y desarrollo a lo largo del tiempo se debe a la actividad de poblaciones microbianas”. Ocurre que los estromatolitos hallados en Groenlandia son anteriores por 220 Ma a la evidencia de vida más antigua que hasta ahora era aceptada: los vestigios descubiertos en Pilbara Craton, Australia, de 3,480 Ma de antigüedad. “La presencia de los estromatolitos de Isua demuestra el establecimiento de la producción de carbonato en aguas marinas poco profundas, gracias a la fijación de CO2 biótico hace 3,700 Ma… Una sofisticación biológica como esta permite colocar el origen de la vida, de acuerdo con los estudios del reloj genético molecular, en el eón Hádico”. ¿Eón Hádico? Sí, la era geológica inicial del planeta, de los 4.5 mil Ma a los 4 mil Ma.
El primer Eón de la Tierra se llama Hádico en referencia a Hades, la deidad griega del inframundo, espacio mítico que de alguna manera corresponde a la noción cristiana del infierno. En su Diccionario de símbolos, Cirlot explica que, “al margen de la existencia ‘real’ del infierno o de un infierno, esta idea posee un valor mítico y constante, activo en la cultura humana, primera mente concebido como una forma de ‘subvida…” Charles Darwin, por su parte, en 1871, en una carta a su amigo el naturalista Joseph Hooker, escribió sobre la subvida y especuló en torno al origen de todo ser orgánico: “Pero qué tal si (y, ¡oh!, ¡qué gran si!) pudiéramos concebir que en alguna pequeña charca cálida, con todo tipo de amoníaco y sales fosfóricas, luz, calor, electricidad, etcétera, un compuesto de proteína se haya formado químicamente…” Y líneas después: “Probablemente todos los organismos que han vivido en la Tierra descienden de alguna forma primordial…”, y lo que sigue no me animo a traducirlo: “…into which life was first breathed…” Haciendo a un lado las creencias, los actos de fe, no es posible saber si el soplo de vida fue inbuido a la materia, lo que sí sabemos con certeza es que todos los seres vivos estamos aquí gracias a la oxigenación provocada por las cianobacterias…, el aliento primigenio.
El 84% de la Tierra Verde —Grønland en danés, Greenland en inglés— es blanca: cientos y cientos de miles de kilómetros cuadrados cubiertos de hielo. Si no regateamos a Australia la categoría de continente, Groenlandia es la isla más extensa del mundo. También a finales de julio de 2012, mientras en Londres comenzaban las competencias en las que 10,768 deportistas se desvivían por conseguir preseas, un equipo de científicos australianos comandado por Allen Nutman, geólogo de la Universidad de Wollongong, descubrió los rastros fósiles de vida más antiguos del planeta Tierra. El hallazgo no sería reportado sino hasta hace unos días, cuando la revista científica Nature publicó el artículo Rapid emergence of life shown by discovery of 3,700-million-year-old microbial structures, con el cual, para decirlo rápido, se echó para atrás más de 200 millones de años (Ma) el surgimiento de la vida terrícola.
Lector, si no tienes presente la profundidad del tiempo planetario, te recuerdo: la Tierra se formó hace aproximadamente 4,560 Ma. Nature reporta que los australianos encontraron en la cinta supracortical Isua, ubicada en el suroeste de Groenlandia, un afloramiento recién expuesto por el calentamiento global. Ahí hallaron la evidencia fósil más antigua: firmas isotópicas estables en rocas metacarbonadas que contienen estromatolitos de 1 a 4 centímetros de alto. Los dichosos estromatolitos, según la definición del Instituto de Geología de la UNAM, son “estructuras organo-sedimentarias laminadas que crecen adheridas al sustrato y emergen verticalmente del mismo, produciendo estructuras de gran variedad morfológica, volumétrica y biogeográfica”, cuya “formación y desarrollo a lo largo del tiempo se debe a la actividad de poblaciones microbianas”. Ocurre que los estromatolitos hallados en Groenlandia son anteriores por 220 Ma a la evidencia de vida más antigua que hasta ahora era aceptada: los vestigios descubiertos en Pilbara Craton, Australia, de 3,480 Ma de antigüedad. “La presencia de los estromatolitos de Isua demuestra el establecimiento de la producción de carbonato en aguas marinas poco profundas, gracias a la fijación de CO2 biótico hace 3,700 Ma… Una sofisticación biológica como esta permite colocar el origen de la vida, de acuerdo con los estudios del reloj genético molecular, en el eón Hádico”. ¿Eón Hádico? Sí, la era geológica inicial del planeta, de los 4.5 mil Ma a los 4 mil Ma.
El primer Eón de la Tierra se llama Hádico en referencia a Hades, la deidad griega del inframundo, espacio mítico que de alguna manera corresponde a la noción cristiana del infierno. En su Diccionario de símbolos, Cirlot explica que, “al margen de la existencia ‘real’ del infierno o de un infierno, esta idea posee un valor mítico y constante, activo en la cultura humana, primera mente concebido como una forma de ‘subvida…” Charles Darwin, por su parte, en 1871, en una carta a su amigo el naturalista Joseph Hooker, escribió sobre la subvida y especuló en torno al origen de todo ser orgánico: “Pero qué tal si (y, ¡oh!, ¡qué gran si!) pudiéramos concebir que en alguna pequeña charca cálida, con todo tipo de amoníaco y sales fosfóricas, luz, calor, electricidad, etcétera, un compuesto de proteína se haya formado químicamente…” Y líneas después: “Probablemente todos los organismos que han vivido en la Tierra descienden de alguna forma primordial…”, y lo que sigue no me animo a traducirlo: “…into which life was first breathed…” Haciendo a un lado las creencias, los actos de fe, no es posible saber si el soplo de vida fue inbuido a la materia, lo que sí sabemos con certeza es que todos los seres vivos estamos aquí gracias a la oxigenación provocada por las cianobacterias…, el aliento primigenio.
viernes, 16 de septiembre de 2016
Palabras perro bravo
I know nothing in the world that has as much power as a word.
Sometimes I write one, and I look at it, until it begins to shine.
Emily Dickinson
El error metodológico
Una pinche mosca está a punto de colmarte el plato. Lleva una eternidad revoloteando sobre tu escritorio. Díptero asqueroso. Más allá de la probabilidad de que porte alguna enfermedad infecto-contagiosa —digamos, que te deje sembrada una tifoidea o una salmonelosis en la taza de café—, son tus nervios los que ya no la toleran un minuto más. Para colmo, el negruzco insecto se posa ahora sobre el monitor de tu lap, casi al centro, y parsimonioso recorre unas cuantas letras, justo sobre el renglón en el cual estabas a punto de redactar el meollo del reporte que tu jefe te está pidiendo con urgencia desde temprano. Lo que vas a informarle lo va a sacar de quicio… Te hará responsable del error, y no habrá manera de echarle la culpa a alguien más. Tus días en la empresa están contados. La mosca levanta el vuelo otra vez y se pierde en al aire. En el escritorio de enfrente, Hana sigue pintándose las uñas. La mosca pasa zumbando muy cerca de tus ojos. Manoteas desesperado, el teléfono timbra… La llamada proviene de la extensión de tu jefe. ¿Contestas o terminas de escribir la última línea de tu sentencia? La duda es atajada por la minúscula bestia que se para ahora en el teléfono. No piensas más: sacas del portafolio la Astra calibre 22 con la que, según te prometiste a ti mismo, jamás permitirías que volvieran a asaltarte en la calle… Quieres creer que el balazo también mató a la mosca. El cadáver de Hana quedó con todas las uñas bien pintadas. Te acusarán de homicidio y tú alegarás que fue una equivocación. ¡No fue un asesinato, fue un error de método!
La Lechuga
En 2018, La Lechuza cumplirá 40 años. Ahí sirven los mejores tacos de rajas con crema de toda la Ciudad de México. El negocio está sobre Miguel Ángel de Quevedo, a unos pasos de Insurgentes Sur. Anoche que llegamos a cenar ahí no encontramos sito en la calle, así que enfilé hacia el estacionamiento que está a unos cuantos locales.
— ¿Van a La Lechuga? –nos preguntó el vigilante que controla el acceso.
— ¿La Lechuga? La Lechuza, querrá usted decir.
— Yo así le digo: La Lechuga.
— Ok… Sí, sí vamos a La Lechuza.
Estacionamos el auto y mientras salíamos del estacionamiento presenciamos la llegada de otro vehículo.
— ¿Van a La Lechuga?
— No.
— Sólo es para clientes, señorita.
Bufando, la mujer metió reversa. Unos veinte minutos después la reconocí cuando entró a La Lechuza…, ¡pobre!, quién sabe hasta dónde encontraría estacionamiento.
El plagio
El alma mater del presidente de la República emitió un comunicado en el cual sentenció que, en su tesis de licenciatura, el joven Enrique Peña Nieto incluyó “reproducciones textuales de fragmentos sin cita a pie de página ni en el apartado de la bibliografía”. Días después, el mandatario declaró: “Yo hice mi tesis…, nadie me puede decir que plagié mi tesis. ¿Que pude haber mal citado o no bien citado alguno de los autores que consulté? Es probable que sí. Tendría que aceptar un error metodológico…”
Las palabras
“¿Qué son entonces las palabras? ¿Existen siquiera?”, cuestiona Daniel Dennett (Boston, 1942), filósofo y experto en ciencias cognitivas y biología evolucionista. “Podría parecer una pregunta filosófica ociosa…, pero es, de hecho, tan seria y motivo de polémica como la que pueden formularse respecto a si los genes existen o no realmente” (Dennett, The Cultural Evolution of Words and Other Thinking Tools. Tufts University, 2009). El surgimiento del lenguaje y la cultura de los homo sapiens es una de las más importantes transiciones de la evolución biológica, tanto como la transición de los organismos procariotas a los eucariotas o la aparición de la reproducción sexual (Maynard Smith J, Szathmary E. The major transitions in evolution. Freeman, 1995). Gracias a las palabras es que “únicamente en una especie, la nuestra, haya despegado la transmisión de información por medio de su reproducción no genética. En nuestro caso, la cultura se acumula de forma recursiva, explosiva, saltando a lo largo de miles de miles de siglos en pasos individuales”. Dennett sostiene que hasta hace muy poco todas las palabras habían evolucionado de acuerdo a las reglas del juego de la selección natural, no de un diseño inteligente. Pero el proceso se ha modificado…
Palabras rata, palabras gallina
Según Darwin (La variación de los animales y las plantas bajo domesticación, 1868)
se logra domesticar una especie cuando se controla su reproducción. Vacas, cerdos, gallinas son especies domesticadas. Las especies sinantrópicas, en cambio, “han evolucionado para prosperar en compañía de los humanos, pero nadie las posee y nadie es responsable de su bienestar”; tal es el caso de chinches, ratas, palomas, cucarachas… Dennet sostiene que la enorme mayoría de las palabras son sinantrópicas, no domesticadas. ¿Quién inventó palabras como casa, árbol, tierra, duelo…? Nadie, todos, la evolución cultural. No puede decirse lo mismo de una palabra como cibernética, la cual, como se sabe, fue acuñada por el matemático norteamericano Norbert Wiener (Cybernetics: Or Control and Communication in the Animal and the Machine, 1948). No todas las palabras domesticadas han sido creadas en el ámbito de la ciencia. Por ejemplo, José Luis Coll es autor de una plétora de palabras, por muestra, creó el vocablo abiertamiente, “que miente con toda franqueza y sin reserva”.
Palabras perro bravo
Siguiendo la analogía, además de palabras sinantrópicas y domesticadas, sufrimos la violencia semántica de palabras no salvajes, puesto que no surgieron fuera del ámbito de la cultura, sino de palabras como perros que alguien embraveció y ya no puede controlar. Ejemplos: levantón, sicario, plagio…
sábado, 10 de septiembre de 2016
Trump en Los Pinos: la Navaja de Hanlon y las tijeras de Videgaray*
La pregunta
… y después del oprobio, amaneció de nuevo: el jueves pasado, es decir, al siguiente día de que Donald Trump, invitado por el presidente Peña, ratificara desde Los Pinos y con el Escudo Nacional de fondo que si gana la Presidencia de Estados Unidos efectivamente construirá el dichoso muro fronterizo, la mayoría de los columnistas más influyentes hicieron públicos su desconocimiento y consecuente confusión. La misma pregunta, como si se hubieran puesto de acuerdo, se leyó en todas las páginas editoriales: ¿para qué lo invitó? Aguilar Camín lo fraseó así: “Los medios estadunidenses saben lo que buscaba Trump en México: una foto para su campaña. Los mexicanos no sabemos aún qué quería el presidente Peña”. Carlos Puig se lamenta: “Ahora sí que como diría El divo de Juárez, pero qué necesidad. ¿Para qué? ¿Por qué?” Jorge G. Castañeda, quien ha cobrado como secretario de Relaciones Exteriores, pudo calificar la invitación —“innecesaria, inútil y a destiempo” — sin necesidad de saber qué la motivó: “Trump vino y se fue, y no quedó muy claro por qué se le invitó”. Ricardo Raphael propuso que alguno de los jóvenes que al siguiente día departiría felizmente con Peña preguntara: “¿Con qué propósito invitó usted a Donald Trump? ¿Por qué prestó Los Pinos como escenario para el relanzamiento de una campaña que iba a la baja?” José Cárdenas de plano tituló su texto (es un decir) “¿A qué diablos vino Trump?” Carlos Elizondo no sólo afirmó que la jugada era “incomprensible”, sino que, en tanto fenómeno, “es la mayor torpeza que recuerdo de este sexenio —y hay de dónde escoger— y de la política exterior mexicana”. Otras plumas no tan influyentes también expresaron su confusión: “¿qué ganas?” (Félix Cortés Camarillo); “¿pero qué necesidad?’. ¿A qué vino Masiosare?” (Fausto Alzati); “no entiendo cuál fue la intención” (Yuriria Sierra); en fon, como escribe Gil Gamés, quien por cierto también expresó su consternación: “Gil no da crédito y cobranza.”La respuesta insuficiente
El mismo jueves, el propio presidente Peña firmó un texto que El Universal hospedó: “¿Para qué me reuní con Donald Trump?” ¡La misma pregunta! Claro, en el texto no pasó de lo que ya había dicho: el diálogo y las arañas. La respuesta fue o inverosímil o insuficiente, porque, parafraseando a Dylan, siguió la pregunta flotando en el aire.El runrún
Hasta el jueves por la tarde, la respuesta dominante era sencilla: “la estulticia se explica a sí misma”, como resumió el Maestro de El Pueblito. También supe de otra espeluznante: “lo hace para burlarse de todos: ¿no me aprueban, no me aplauden? Pues aquí les traigo al míster”. Y dos estrambóticas elucubraciones: se vendió o le averiguaron algo y lo están chantajeando.Hanlon's Razor
El llamado a la sensatez me llegó por whats: la doctora Asando Lav, sabia mentora y amiga, me exhortó a entrar en razón y recordar el principio de Hanlon, también conocido como la Navaja de Hanlon. Para algunos se trata sólo de un corolario de la Ley de Finagle sobre la Negatividad Dinámica —formulada por cierto décadas antes que la Ley de Murphy—, que establece: “Algo que pueda ir mal, irá mal en el peor momento posible”, o incluso, en última instancia, de una consecuencia lógica de la segunda ley de la termodinámica. En cualquier caso la Navaja de Hanlon es tan filosa como la que debemos a Guillermo de Ockham (1280-1349): “En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable”¬. “Hanlon es probablemente una variación fonética de Robert Heinlein, quien acuñó el principio en una noveleta publicada en 1941, Logic of Empire” (Giancarlo Livraghi, The Power of Stupidity. Monti & Ambrosini SRL, 2009); total, que la Navaja de Hanlon estipula: “Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”.La respuesta filtrada
Pero, me temo, la opinión pública no se guía por la el principio de Hanlon: al despertar del viernes, en el ágora el respetable seguía buscándole una respuesta al misterio: “No, cómo crees, hasta ellos lo pudieron haber previsto”. “Si hasta la gente de la cancillería les dijo que no lo hicieran”… Pero en la tarde comenzó a correr la luz: que la idea salió de Hacienda, que fue Videgaray, que lo recomendó para salvar nuestra economía… Y a media noche, puntual como suele hacerlo, Riva Palacio publicó su columna en ejecentral.com: “el arquitecto de la reunión, Luis Videgaray, secretario de Hacienda, quien convenció al Presidente de que o se acercaban a Trump o el 8 de noviembre, si ganaba la elección, sería la catástrofe económica para México”. Y al otro día, ya para un público más amplio, Carlos Loret, desde el título de su columna, apuntaba con la tecla flamígera: “Videgaray, el artífice del encuentro Peña-Trump”. Conforme cundió el trascendido, los pocos interesados y atentos fueron plantando gesto circunspecto y diciéndose: “Ahí está, había algo más”. Ya en la noche aquello era verdad no oficial, es decir, verdad de verdad.Las tijeras de Videgaray
Pero nunca falta un cerebro inquieto: también por whats un amigo atento al acontecer nacional me escribió el viernes a medio día: “Oye, pero eso de que fue para estabilizar los mercados es una tontería”. Cauto, yo le respondí con el emoji de carita dubitativa acariciándose el mentón. Él fue más allá: “Nomás quieren justificar la salida del Vice de secre: tijeras!” (¿qué quieren?, así se escribe en whats). ¡Uf…! Lástima, no tengo navajitas en los emojis, así que tuve que teclear la respuesta: “Navaja de Hanlon”.* En donde dice "y las tijeras de Videgaray" debió decir "y las tijeras a Videgaray"
sábado, 3 de septiembre de 2016
La medida de todas las cosas
“El hombre es la medida de todas las cosas” —por favor noten que entrecomillé el pensamiento ajeno y que, lo que es más decente, explicitaré enseguida el nombre de la persona a quien se atribuye el juicio:—, sentenció hace ya más de dos mil cuatrocientos años un tal Protágoras, un señor que al parecer nació en Abdera, una polis localizada en la costa de Tarcia. Si hemos de creer lo que más de cuatro siglos después reportó Sextus Empiricus (c. 65 – c. 140), Protágoras escribió Discursos demoledores, tratado en el que afirmó: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son”. Platón y luego Aristóteles recuerdan a Protágoras; por el primero sabemos que Sócrates, su coetáneo, lo respetaba, mientras que el polímata de Estagira dedicó algunos párrafos de su Metafísica a la referida sentencia protagórica: “… Protágoras pretendía que el hombre es la medida de todas las cosas, lo cual quiere decir simplemente que todas las cosas son en realidad tales como a cada uno le parecen”. Es decir, en su exégesis posiciona al de Abdera como un relativista, para luego reprenderlo: “Si así fuera, resultaría que la misma cosa es y no es, es a la vez buena y mala, y que todas las demás afirmaciones opuestas son igualmente verdaderas, puesto que muchas veces la misma cosa parece buena a éstos, mala a aquéllos, y que lo que a cada uno parece es la medida de las cosas”. A saber si eso haya querido afirmar Protágoras —aunque es la misma lectura que, según se lee en el diálogo platónico Teeteto, censuró Sócrates—, porque quizá al mentar al hombre no se refería a un fulano en particular, sino a todos nosotros, la especie, hombres y mujeres, los sapiens, en cuyo caso la interpretación sería otra. Por ejemplo, que el mundo es la realidad humanizada y por tanto, que el hombre es, efectivamente, la medida de todo: el antropocentrismo que caracteriza a Occidente desde el Renacimiento, pues.
Como se sabe, Protágoras, por educar, cobraba —por eso era tachado de sofista—. Pero entre los socráticos también hubo quien se interesó por su peculio: en su libro Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres —un imprescindible escrito en siglo III—, Diógenes Laercio sostiene que Aristipo de Cirene “fue el primer discípulo de Sócrates que enseñó filosofía por estipendio”. Quizá no fue mala idea, porque se supone que el africano —Cirene estaba en Libia— murió muy viejo (435 a. C. - 350 a. C.), y eso que, si fue congruente, seguro le dio vuelo a la hilacha, puesto que aducía que la felicidad estaba en el placer, y no en cualquiera, sino especialmente en el mejor de todos, el corporal: “Los deleites del cuerpo son muy superiores a los del ánimo, y muy inferiores las aflicciones del cuerpo a las del ánimo”.
Otro mercenario, Marcus Vitruvius Pollio (c. 80-70 a. C. – 15 a. C.) —cobró muchos dinares como arquitecto del mismísimo Julio César—, cuenta en el libro sexto de su De Architectura —escrito entre el 27 y 23 a.C.— una historia protagonizada por el de Cirene: “El filósofo Aristipo, discípulo de Sócrates, víctima de un naufragio, fue arrojado a las costas… y al advertir unas figuras geométricas dibujadas en la arena, cuentan que gritó a sus compañeros ‘Tengamos confianza, pues observo huellas humanas.’” Ciertamente, el mar los había tirado en un sitio habitado, nada menos que en Rodas. “Enseguida se dirigió a la ciudad… y se encaminó directamente hacia el gimnasio. Allí empezó a discutir sobre temas filosóficos y fue objeto de numerosos regalos que no solamente le sirvieron para equiparse él, sino que también suministró a sus compañeros vestidos y todo lo necesario para vivir”. Esta pequeña historia ha dado pie a numerosas reflexiones en torno al mundo de los hombres, en oposición a la Naturaleza. Debe destacarse un ensayo: Huellas en la playa de Rodas, de Clarence J. Glacken (Serbal, 1996). La guía discursiva del libro se halla en tres preguntas persistentes en el pensamiento occidental: “¿Es la Tierra un entorno adecuado para el hombre y otras formas de vida, una creación hecha a propósito? ¿Tienen sus climas, su relieve, la configuración de sus continentes una influencia en el carácter moral y social de las personas, una injerencia en la cultura humana? En su larga permanencia de la tierra, ¿de qué manera ha cambiado el hombre la condición prístina del la Tierra?”
¿Hacia a dónde apuntan hoy las respuestas? Una pista certera se encuentra en el aludido libro de Marcus Vitruvius Pollio, De Architectura, en cuyo Libro III establece el “origen de las medidas de los templos”, para lo cual define las proporciones ideales del cuerpo humano: “Es imposible que un templo posea una correcta disposición si carece de simetría y de proporción, como sucede con los miembros o partes del cuerpo de un hombre bien formado”. Y podríamos consignar aquí todas las correspondencias —v.g.: “Desde el mentón hasta la base de la nariz, mide una tercera parte de la altura del rostro”—, pero para qué, si ya un genio realizó el trabajo: en 1490 Leonardo Da Vinci dibujó el “Hombre de Vitruvio”, siguiendo al pie de la letra aquellas instrucciones. Cuesta pensar que mientras lo hacía no tuviera el aforismo de Protágoras en mente.
Como se sabe, Protágoras, por educar, cobraba —por eso era tachado de sofista—. Pero entre los socráticos también hubo quien se interesó por su peculio: en su libro Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres —un imprescindible escrito en siglo III—, Diógenes Laercio sostiene que Aristipo de Cirene “fue el primer discípulo de Sócrates que enseñó filosofía por estipendio”. Quizá no fue mala idea, porque se supone que el africano —Cirene estaba en Libia— murió muy viejo (435 a. C. - 350 a. C.), y eso que, si fue congruente, seguro le dio vuelo a la hilacha, puesto que aducía que la felicidad estaba en el placer, y no en cualquiera, sino especialmente en el mejor de todos, el corporal: “Los deleites del cuerpo son muy superiores a los del ánimo, y muy inferiores las aflicciones del cuerpo a las del ánimo”.
Otro mercenario, Marcus Vitruvius Pollio (c. 80-70 a. C. – 15 a. C.) —cobró muchos dinares como arquitecto del mismísimo Julio César—, cuenta en el libro sexto de su De Architectura —escrito entre el 27 y 23 a.C.— una historia protagonizada por el de Cirene: “El filósofo Aristipo, discípulo de Sócrates, víctima de un naufragio, fue arrojado a las costas… y al advertir unas figuras geométricas dibujadas en la arena, cuentan que gritó a sus compañeros ‘Tengamos confianza, pues observo huellas humanas.’” Ciertamente, el mar los había tirado en un sitio habitado, nada menos que en Rodas. “Enseguida se dirigió a la ciudad… y se encaminó directamente hacia el gimnasio. Allí empezó a discutir sobre temas filosóficos y fue objeto de numerosos regalos que no solamente le sirvieron para equiparse él, sino que también suministró a sus compañeros vestidos y todo lo necesario para vivir”. Esta pequeña historia ha dado pie a numerosas reflexiones en torno al mundo de los hombres, en oposición a la Naturaleza. Debe destacarse un ensayo: Huellas en la playa de Rodas, de Clarence J. Glacken (Serbal, 1996). La guía discursiva del libro se halla en tres preguntas persistentes en el pensamiento occidental: “¿Es la Tierra un entorno adecuado para el hombre y otras formas de vida, una creación hecha a propósito? ¿Tienen sus climas, su relieve, la configuración de sus continentes una influencia en el carácter moral y social de las personas, una injerencia en la cultura humana? En su larga permanencia de la tierra, ¿de qué manera ha cambiado el hombre la condición prístina del la Tierra?”
¿Hacia a dónde apuntan hoy las respuestas? Una pista certera se encuentra en el aludido libro de Marcus Vitruvius Pollio, De Architectura, en cuyo Libro III establece el “origen de las medidas de los templos”, para lo cual define las proporciones ideales del cuerpo humano: “Es imposible que un templo posea una correcta disposición si carece de simetría y de proporción, como sucede con los miembros o partes del cuerpo de un hombre bien formado”. Y podríamos consignar aquí todas las correspondencias —v.g.: “Desde el mentón hasta la base de la nariz, mide una tercera parte de la altura del rostro”—, pero para qué, si ya un genio realizó el trabajo: en 1490 Leonardo Da Vinci dibujó el “Hombre de Vitruvio”, siguiendo al pie de la letra aquellas instrucciones. Cuesta pensar que mientras lo hacía no tuviera el aforismo de Protágoras en mente.
domingo, 28 de agosto de 2016
Naturaleza cultural
Humankind cannot bear very much reality.
T.S. Eliot
Traía la atención puesta en un asunto paradójico: las soluciones culturales con las que los seres humanos hemos intentado gozar de espacios naturales incorporados a nuestros hábitats. La creación de estos sitios se relaciona con la nostalgia del Paraíso y, en tanto práctica cultural, solamente pudo cobrar sentido y comenzar hasta que los seres humanos dejamos de andar a salto de mata y nos volvimos sedentarios. Eso principió mucho antes de que pudiéramos escribir la primera página de la Historia, hace unos 12 mil años, lo cual, visto en un contexto amplio, fue hace cosa de nada, cuando ya había transcurrido algo así como el 94% de la existencia total de nuestra especie. Particularmente, andaba yo interesado en dos de los primerísimos coqueteos del hombre con la vida sedentaria, Dja’de Mughara y Jerf el Ahmar, yacimientos arqueológicos hallados en el norte de Siria, en el embalse de una presa alimentada por el río Éufrates, la Tishrin, a poco menos de 100 kilómetros de Aleppo —por cierto, la ciudad en la que estaba el hospital bombardeado por aviones rusos la noche del miércoles de la semana pasada, en donde fue tomada la imagen de Omran Daqneesh, el niño de cinco años rescatado de entre los escombros, quien aparece ensangrentado y cubierto de polvo, observándonos en el fondo de una ambulancia desde la absoluta incomprensión de la locura que le tocó padecer–. El caso es que leía yo que ambos asentamientos, hoy bajo el agua de la presa y en medio del fuego de la guerra civil siria, fueron construidos y habitados casi dos mil años antes que la villa neolítica más grande del mundo, Çatalhöyük. A partir de eso, y a resultas de un montón de cadenas de preguntas y respuestas que incluyeron varios eslabones inopinados, desvíos súbitos en la sucesión de los indicios y hallazgos como caídos del cielo, me salió al paso el más reciente libro de Ian Hodder. Todo ocurrió en aparente enredo. Digo aparente, porque si bien no se percibe un orden, al menos me ilusiona creer que la pesquisa tenía un sentido, una dirección: Studies in Human-Thing Entanglement, publicado este mismo año.
Podría traducir el título del libro como Estudios acerca de la maraña Humano-Cosa o también como Estudios acerca del entrelazamiento Humano-Cosa. La primera traducción tiene la ventaja de que connota la idea del desorden que entraña la relación entre la gente y las cosas, pero la segunda quizá sea más acertada, porque remite a una aberración de la física subatómica presagiada por Einstein, Podolsky y Rosen, el entrelazamiento cuántico, fenómeno que se produce cuando parejas o grupos de partículas se generan o interactúan de manera tal que el estado cuántico de cada una de ellas no puede ser descrito de forma independiente, sino sólo para el sistema en su conjunto.
Ian Hodder (Bristol, 1948), quien desde hace varios años dirige las excavaciones arqueológicas en Çatalhöyük, inicia su libro describiendo con un buen pincelazo una de las certidumbres de la tradición occidental: “la fijeza y la solidez de la civilización (material culture) ofrece estabilidad y continuidad a la vida social”. El argumento central de Hodder es que si bien las cosas materiales efectivamente cohesionan a las sociedades, “al mismo tiempo son entidades indomables, difíciles de manejar…” Nuestra relación con las cosas es ciertamente productiva, pero también esclavizante —o enajenante, como se diría en términos marxistas—: “con una dependencia plena, los seres humanos se relacionan con las cosas, a las que quedan atados por cuidar de ellas. Trabajamos cada vez más duro para hacernos de más cosas, cosas que nos ayuden a manejar otras cosas. Hay una tensión dialéctica continua entre nuestra dependencia de las cosas, nuestra confianza en sus diversas posibilidades, y las limitaciones y las trampas que la dependencia de las cosas conlleva”.
Que el hombre dependa de las cosas es algo evidente e inmemorial: desde el Homo faber, no sólo nosotros sino todos los homínidos, hemos dependido de herramientas. Necesitamos cosas no sólo para hacer, también “para simbolizar, para intercambiar y manipular las relaciones sociales. En su desarrollo cognitivo y psicológico, en términos de poder y autoridad, en términos de identidad, la percepción y el bienestar, los seres humanos dependen de las cosas”. El arqueólogo británico da por sentadas pues las relaciones Humano-Cosa (HC), y más bien concentra su análisis en las relaciones Cosa-Hombre (CH) y Cosa-Cosa (CC). El autor demuestra que, en el mundo creado por los hombres, no sólo los humanos dependen de las cosas, sino que también las cosas dependen de los seres humanos, y las cosas se interconectan entre sí en términos de dependencia. De acuerdo al doctor Hodder, justo en las relaciones CH y CC es que se encuentra “la fuerza motriz del entrelazamiento”, y al igual que en el nivel cuántico de la realidad, “en el corazón de la idea del entrelazamiento se halla el desorden inestable”. El alcance de ello no se restringe al mundo de los hombres, como pudiera creerse, lo trasciende: “desde el Paleolítico, los seres humanos hemos impactado nuestro entorno de tal manera que el ‘medio ambiente’ es siempre ya parte de la cultura humana”. Así que, en estricto sentido, la expulsión del Paraíso fue definitiva y todo paraíso es artificial, insertado en “un único entrelazamiento inmenso y heterogéneo, unido por dependencias transversales entre las piedras, los ríos, los seres humanos, las cosas hechas, las ideas, las instituciones y así sucesivamente”. En efecto, absolutamente toda nuestra naturaleza es cultural.