miércoles, 27 de mayo de 2020

Ilusión en juego


Ánclate en lo que no ha sucedido
en lugar de en lo que ha sucedido.
Nassim Nicholas Taleb, El lecho de Procusto.


Más normal

Éramos cuatro: Eladio, Gus, Ray —entonces coordinadores estatales en sendas entidades federativas del centro-sur del país— y yo. Habíamos sido convocados por don JQ a una reunión en el piso 8 que se prolongó demasiado, así que salíamos con diez minutos de retraso. Después de que el elevador tardó eternidades en plantarnos en la planta baja, salimos corriendo del edificio. Ya enfilada sobre Patriotismo, nos esperaba una camioneta. Nos trepamos resoplando, tosiendo —todavía fumábamos como carretoneros— y aventamos maletas y portafolios al compartimento de atrás. Aunque nos tocaría el alto sólo unos metros más adelante, muy en su papel, el chófer arrancó rechinando llantas. Avanzamos sin contratiempos hasta entrar al Viaducto, pero apenas pasando el cruce con Insurgentes fue evidente que el esclerótico tránsito del Distrito Federal —así se llamaba la Ciudad de México en 1995— no nos permitiría llegar a tiempo al aeropuerto. Ya sin sacos ni corbatas, un poco más a gusto, comenzamos a lamentarnos de nuestra suerte: seguro íbamos a perder el vuelo a Aguascalientes y como teníamos que estar allá a la mañana siguiente, no nos iba a quedar de otra más que tomar carretera… Eladio, quien venía atrás del copiloto, bajó la ventanilla para cuestionar al taxista que venía junto a nosotros a vuelta lenta de rueda:

— Amigo, ¿es normal que esté el tráfico así?

El chafirete tiró su mirada estoica a diestra y siniestra, se sacó la paleta de dulce que traía en la boca y respondió: — Jefe, hoy está un poco más normal que otros días.



Cómoda ilusión

La normalidad es una ilusión colectiva a la que nos aferramos. En condiciones normales, a la mayoría de las personas la realidad nos resulta familiar, conocida, previsible… Podrá gustarnos o no, podrá sernos favorable o adversa, pero si una situación es normal no resulta incierta. En este orden de ideas, la normalidad es el modo confortable de la realidad. Por eso, si la normalidad muestra visos de que está cambiando, la gente prefiere minimizarlos, apostar por que las cosas volverán a ser como eran o de plano ignorarlos…, cualquier cosa antes que quedarse sin la cómoda ilusión de que el mundo es como debe ser. Paul Watzlawick (1921-2007) lo explicaba así: “el desvencijado andamiaje de nuestras cotidianas percepciones de la realidad es, propiamente hablando, ilusorio, y… no hacemos sino repararlo y apuntalarlo de continuo…, incluso al alto precio de tener que distorsionar los hechos para que no contradigan a nuestro concepto de realidad, en vez de hacer lo contrario, es decir, en vez de acomodar nuestra concepción del mundo a los hechos incontrovertibles” (¿Es real la realidad? Heder).



Antes del brote pandémico previsto/sorpresivo del coronavirus SARS-CoV-2, es decir, hace muy muy poco tiempo, vivíamos inmersos en una normalidad —como todas— en la que lo más cómodo era asumir sin chistar como incuestionables, como inamovibles, una serie de situaciones que no tienen el menor sentido o al menos que pueden perfectamente ser de otra manera. Incluso, aquella normalidad caduca es para muchos —y justo por eso sobran ahora a quienes les urge regresar a ella— la mejor de entre todas las circunstancias posibles. Junto con el perceptor Pagloss —inolvidable personaje de Cándido o el optimismo de Voltaire (1694-1778)—, pueden proclamar muy seguros que “los que afirmaron que todo está bien han dicho una tontería; debieron decir que nada puede estar mejor”. Vivíamos hasta hace unos días pensando que es natural que la gente trabaje cinco días a la semana, de lunes a viernes; que la mayoría lo haga desde temprano en la mañana y hasta cerca del ocaso; que hay que hacerlo juntos, en un mismo espacio compartido; que las reuniones de trabajo son presenciales; que todos los empleados de una organización deben laborar simultáneamente, en el mismo horario y que a partir de cierto rango hay que usar corbata… Hasta hace tan sólo unos días si algún encuestador se hubiera atrevido a preguntarnos si en un momento dado sería posible que la maquinaria productiva del mundo entero, al menos la no esencial, se detuviera durante unas semanas para darle un respiro al planeta, sin duda le habríamos contestado de inmediato que a todas luces eso era impensable, imposible… Muchos de nosotros escuchábamos en los noticieros los informes de la bolsa de valores, y cuando se reportaban grandes pérdidas en la jornada, nadie lo habría considerado un loco si usted esbozaba un gesto de preocupación, aunque, claro, jamás hubiera tenido ni medio peso invertido en acciones bursátiles. Hasta hace tan sólo unas semanas el ideal del crecimiento sostenido —trasvestido de sustentable— era un dogma, la productividad —eufemismo para no mentar descaradamente al afán voraz de lucro— lo más cercano a la virtud, y la trinidad racionalista ciencia-tecnologá-bigdata la fuerza imbatible de la Humanidad, capaz de contener y dominar cualquier agente de la Naturaleza. Pero, ¡bueno!, ya sabemos que un pinche bicho —es un decir, porque ni vivo está— vino a tambalear el orden —también es un decir— en que los sapiens corríamos desquiciados en pos de la autodestrucción.


Ni siquiera en el impasse del confinamiento todos tienen claro la trascendencia de lo que estamos y estaremos jugándonos en los próximos días. Si en condiciones normales la capacidad de tomarnos el pelo funciona a la perfección —“la mente puede ser una herramienta maravillosa para el autoengaño: no está diseñada para abordar la complejidad y las incertidumbres no lineales”, establece Nassim Nicholas Tale (El lecho de Procusto)—; en tiempos de anormales y de incertidumbre, más.

viernes, 22 de mayo de 2020

La normalidad inexistente


We can start to begin
Living in the world we live
This is it, here and now
We can find our way somehow
Paul McCartney, Dominoes.


¡Vaya temporada por la que nos tocó en suerte transitar: insólita, inusitada, sorpresiva! Y, claro, en tiempos anómalos, aparejadas al desasosiego y la incertidumbre, las expectativas prenden rápido y cunden por doquier… ¿Cómo van a quedar las cosas después de la pandemia? ¿Cuándo por fin regresemos seguiremos igual? ¿En qué condición vas a encontrarte tú después de que todo esto pase? ¿Cambiará mi situación? ¿Para bien, para mal? ¿El mundo empeorará o mejorará? Por supuesto, las respuestas posibles abarcan un espectro muy amplio, pero voy generalizar… En un extremo encuentro a los conservadores y en el opuesto los progresistas, la gente de derechas y la de izquierdas, pues. Los unos suelen ser desconfiados, maliciosos, y los otros, cándidos, ingenuos. Los conservas declaran sin dudarlo un segundo que lo que se nos viene encima es una hecatombe económica, política, social, sanitaria… you named it, o, si acaso, que todo continuará exactamente igual que antes, pero con el agravante de que el mentado SARS-CoV-2 se quedará aquí despachando gente al panteón… Los progres en cambio sostienen que el coronavirus no es otra cosa que la gota que derramará el vaso definitivamente, que de por sí el status quo ya no aguantaba más y que, por tanto, estamos en los albores de un gran cambio de sistema, por descontado, hacia un modelo más benévolo. En pocas palabras, pesimistas por un lado, optimistas por el otro.



Como era de esperarse, a la facción de los pesimistas le ha caído muy mal la sola idea de la nueva normalidad —¿podrá haber una noción más antagónica frente a la ideología conservadora?—: ¿cómo que nueva normalidad? ¡Las cosas son como son y punto! En contrapartida, entre sus opositores la idea fue muy bien recibida, prácticamente como una promesa. Y es que enunciar que después de la pandemia habremos de inaugurar una nueva normalidad resulta, en efecto, por sí misma una proclama revolucionaria. Con todo, percibo que tanto en unos como en otros impera la preconcepción de que la supuesta normalidad futura ya está definida, escrita, determinada, de tal manera que lo que nos queda no es construirla sino predecir cómo será…

La palabra normalidad es tramposa. Se refiere tanto a lo que es natural como a lo que es habitual u ordinario, pero también a lo que se ajusta a las reglas, a la normatividad. Una connotación compartida por las tres acepciones señala, por supuesto, que la normalidad es el estado como deben estar las cosas. Así, una permuta de normalidades, pasar de una que se desecha por una u otra razón a otra nueva, es un cambio del orden de las cosas. Ni más ni menos. No es de extrañar entonces que el anuncio de una inminente nueva normalidad ponga nerviosa a mucha gente.

Por conveniencia, por tranquilidad, mantenemos en el olvido que el orden de las cosas no es obligado, que la dichosa normalidad no es más que una ilusión colectiva. Toda normalidad tiene caducidad, y a diferencia de lo que solemos pensar, puede trasmutar en unos cuantos días. “La pandemia de COVID-19 y la crisis económica que desató no terminarán, si terminar significa que las cosas volverán a ser como eran. Lo que haya sido que pudiera haber significado normal el 1º de enero de 2020, nunca volverá.”, escribe Rebecca Solnit, experta en las respuestas sociales a las situaciones de desastre, en un ensayo publicado hace un par de días en The GuardianThe way we get through this is together’: the rise of mutual aid under coronavirus—. Y en dado caso, ¿cuándo comenzaría esa otra normalidad? Laurie Garrett explicó hace unos días en una entrevista para Democracy Now! que es un error entender que la pandemia del coronavirus será como una especie de tsunami del cual, en confinamiento, habrá que escapar, para que una vez que haya reventado la enorme ola en la playa las cosas vuelvan a ser como antes. Sucede más bien que el mar ha embravecido y las olas pegarán aquí y allá a lo largo de mucho tiempo. El COVID-19 no se va a ir ni el próximo mes ni este año. Ahora, tampoco se haga usted demasiadas ilusiones, porque toda situación anormal es efímera, por antonomasia. La situación de contingencia terminará.

“Los antiguos sabían muy bien que la única manera de entender acontecimientos era causarlos”( Nassim Nicholas Taleb, El lecho de Procusto). La nueva normalidad no está allá afuera esperándonos. Ni siquiera podemos decir que hay que salir a construirla. Buena parte de la vieja normalidad que está feneciendo ahora mismo está caducando puertas adentro, aquí en casa, en esta cotidianeidad extravagante que hoy vivimos. Buena parte de la nueva normalidad que surgirá a lo largo de los siguientes días y semanas está ahora mismo gestándose bajo nuestra propia piel, en nuestros cuerpos y conciencias —por ejemplo, en la manera en la que obligadamente hemos podido percibir el mundo a otra velocidad, desde la parsimonia—.

La nueva normalidad no está aguardándonos en junio ni en un futuro más lejano. Ni siquiera podemos decir que la vamos a construir de hoy en adelante. La mayor parte de la normalidad, de cualquier normalidad, se construye con base en acuerdos tácitos, acuerdos que nunca se someten a discusión pública, mucho menos a votación. Pesimistas y optimistas intervendremos en esos acuerdos y tal vez quienes logren una mayor incidencia sean quienes lo hagan de manera consciente, sin tratar de adivinar un futuro que todavía no existe.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Arcaísmos oníricos

Soñé que Gustavo Sainz tocaba el interfón, yo bajaba a abrir y él, barbón y sonriente, me decía:

- Buzo Caperuzo, manis -y se iba.

Yo pensé que ya nadie hablaba así, ni en sueños.

sábado, 16 de mayo de 2020

Cisnes negros en parvada



¡Uy, quién se hubiera imaginado lo que estamos viviendo!, escuchas o tú mismo lamentas un día sí y al otro también. Desde hace varias semanas, la perplejidad se está haciendo un estado de ánimo generalizado… La incertidumbre de siempre de pronto se hizo patente, lo cual resulta una situación doblemente extraña, porque la pandemia que ha trastocado la vida de miles de millones de personas conforma, desde hace tiempo para amplias porciones de la población, un escenario tan conocido que hasta debería parecernos familiar: el mainstream lo tenía más que visto —hace unas semanas escribía yo aquí mismo que lo que hoy está ocurriendo lo hemos visto varias veces en el cine, aunque ahora sí no tenemos ni idea de cómo diablos vaya a terminar la película—.

La pandemia que nos sorprendió prácticamente a todos, marcadamente a los gobiernos de cada uno de los países del mundo, en realidad no debería haber sorprendido a nadie: ¡estaba cantadísima!, y no únicamente por la ficción… No solamente Bill Gates había alertado que era inminente que algo así se nos viniera encima, también, con todas sus letras, lo había advertido desde hace mucho Laurie Garrett (1951):

Los científicos han pronosticado desde hace mucho tiempo la aparición de un virus de influenza capaz de infectar al 40% de la población mundial y matar a una cantidad inimaginable. Recientemente, una nueva cepa, la gripe aviar H5N1, ha mostrado todas las características de convertirse en esa enfermedad. Hasta ahora, se ha limitado a ciertas especies de aves, pero eso puede cambiar.

Con el párrafo anterior iniciaba Laurie Garrett su artículo The Next Pandemic?, publicado hace ya quince años en la revista Foreign Affairs —la misma autora, en 1994 había publicado el libro The Coming Plague: Newly Emerging Diseases in a World Out of Balance—.

Por su parte, para el matemático y filósofo Nassim Nicholas Taleb (1960), la pandemia del coronavirus que hoy enfrentamos no debe entenderse como un cisne negro, es decir, como un evento inesperado por improbable, sino más bien como un presagio que nos permite vislumbrar la fragilidad del sistema global. Es naíf, por decir lo menos, pensar que nuestro porvenir se parecerá al pasado inmediato. “¿Quién sabe qué cambiará cuando termine la pandemia? Lo que sí sabemos es que no podemos permanecer igual”, señaló hace unos días en una entrevista para The New Yorker.

Cada vez es más evidente que lo impredecible se vuelve más probable. Los cisnes negros se vienen en parvada…

Y en medio de la incertidumbre, al parecer la cascada de números cada vez sirve menos para entender la situación… El sábado 9 de mayo de 2020, un año pletórico de estupores, la cifra de casos confirmados de contagiados en el mundo por el coronavirus SARS-CoV-2 —severe acute respiratory syndrome coronavirus 2— ya rebasó los cuatro millones (4’078,647), y la de muertes atribuidas a la enfermedad que causa, el COVID-19, alcanzó casi 280 mil. Esto, cuatro millones de contagios y 280 mil defunciones, ha ocurrido a lo largo de algo más de un cuatrimestre —el anuncio de la identificación del virus se oficializó el 31 de diciembre de 2019, por las autoridades sanitarias de la ciudad china de Wuhan, Hubei—. La anterior gran pandemia sucedió hace apenas ciento dos años, en 1918, cuando una cepa de gripe H1N1, tal vez originada en Kansas o en Francia o quizá en China, se propagó por todo el orbe. En dos años, la llamada influenza española mató a unos 100 millones de hombres y mujeres, quienes por aquel entonces representaban alrededor del 5% de la población mundial. Hoy plagamos el planeta Tierra más de 7,783 millones de seres humanos, así que los óbitos que ha provocado el nuevo coronavirus, al menos por ahora, resultan estadísticamente despreciables: menos de 0.004%. El mismo sábado, minutos antes de que comenzara la conferencia diaria del subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, el doctor Hugo López Gatell, en punto de las siete de la noche, en lo que va de este ajetreado año habían ya fallecido por diversas causas veinte millones de personas en el mundo, y tan sólo ese día, también para esa hora, alrededor de 140 mil —claro, también habían nacido unos 300 mil humanos en lo que iba de la jornada, y casi 49 millones a lo largo de lo que va del año—.

Nuestro vecino, Estados Unidos, es con mucho la nación más golpeada por el SARS-CoV-2: mientras que su población total respecto a la del mundo no llega al 5%, allá se concentran un tercio (32.8%) del total de contagiados en el mundo, ¡uno de cada tres! Más de 1.3 millones de contagiados. En cuanto a las muertes por COVID-19, los más de 80 mil fallecidos en territorio norteamericano representan el 28% del total de defunciones ocurridas en todo el mundo. Y con estos números…, ¡y en aumento!, ¿qué va a ocurrir?, ¿qué está ocurriendo? Por supuesto, lo que desde cualquier pensamiento racional resultaría impredecible: el apuro por reactivar la economía se está imponiendo, the rush to reopen.

¿Y del otro lado del Bravo? Bueno, pues justo cuando los números señalan palmariamente que las medidas de mitigación que se tomaron en este país de casi 130 millones de habitantes fueron correctas y oportunas —las defunciones, también con datos al sábado pasado, no llegan a 3,500, y el momento del pico epidemiológico logró postergarse varias semanas—, en lugar de poner atención a la realidad, la discusión pública se dirigió animadamente… ¡a los números! ¡Zopilotes!

domingo, 10 de mayo de 2020

Ni pipa ni gato

La famosa pipa de Magritte, más precisamente la no pipa de Magritte, en realidad se titula La traición de las imágenes. El belga surrealista René François Ghislain Magritte (1898-1967) pintó este celebérrimo óleo en 1929: una pipa y abajo la leyenda Ceci n'est pas une pipe, esto no es una pipa.


¿Qué observamos? ¿Una pipa? Si usted me dice que sí, le recuerdo que Magritte repeló en su momento: “Y sin embargo, ¿podría usted rellenarla? No, claro, es una mera representación. Si hubiera escrito en el cuadro ‘Esto es una pipa’, ¡habría estado mintiendo!”

Con tinta china y acuarela, algunos años después —no está fechada la obra— el artista plástico juchiteco Francisco Benjamín López Toledo (1940-2019) realizó Gato y palabra gato (perdonarán ustedes, pero la pieza estaba colocada de tal manera que resultaba imposible evitar el reflejo del fotógrafo con camiseta de José Guadalupe Posada). ¿Qué observamos? ¿Un gato? Yo veo más un gato en la palabra gato que en el gato de la izquierda, y sin embargo, reclamaría el belga al maestro Toledo, ¿podría usted acariciar al gato?


 

sábado, 9 de mayo de 2020

El regreso indeseable


La idea central de las cosmogonías
es la del ‘sacrificio primordial’.
Invirtiendo el concepto, tenemos que
no hay creación sin sacrificio.
Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos.


Desde los primeros días del confinamiento nos vimos obligados a sacrificar al pobre marrano. No era un cerdo muy grande, pero eso sí, ya estaba bien cebado. Bastó con dos martillazos: en el piso, sobre un trapo, quedó un revoltijo de tepalcates negros y un reguero de calderilla. Conforme al acuerdo al que Inés y yo habíamos llegado cuando comenzamos a criar al puerco, prácticamente todas eran monedas de cinco pesos. Separamos unas pocas de a diez, y 38 pesos en moneditas de a dos que se colaron. Entonces contamos las demás: en total, 484 monedas. Los restos del cochino se fueron a la basura y nuestro ahorro hormiga de varios meses, 2 420 pesos, a una vasija que quedó en el comedor, muy cerca del balcón que da a la calle.


Marzo se agotaba, y nosotros comenzábamos la primavera en la sana distancia decretada desde el lunes 23 por las autoridades sanitarias del país… La misma mañana en que le vaciamos las entrañas al puerquito, comenzamos el reparto… A lo largo de poco más de un mes, las monedas han ido volando desde nuestro balcón a sombreros, gorras y cachuchas, manos y bolsas, o de plano al pavimento, de donde las han cosechado acordeonistas desafinados, dúos de organilleros ataviados en sus tradicionales uniformes caqui, un saxofonista que cree hacerse fuerte con un vetusto aparato de sonido, una interminable legión de trompetistas melancólicos y solitarios, pandas de alegres marimberos, tríos norteños improvisados, un clarinetista anciano acompañado de un tamborilero menor de edad, familias menesterosas y tristes disfrazadas de bullangueros conjuntos de tambora… Muchos vecinos, me atrevería a decir que la mayoría, han salido también a cooperar aventando monedas desde sus ventanas y balcones. Recuerdo incluso que una tarde asoleada de los primeros días de abril muchas personas se asomaron a aplaudirles a unos soneros que hasta arpa traían cargando y nos vinieron a alburear a domicilio… Además de la horda de músicos callejeros, han pasado el vendedor de obleas, el camotero, chavos que piden alguna ayudita por haber limpiado las coladeras, señoras con caudas de infantes chamagosos que tocan pidiendo que les regalen ropita o cualquier otra cosa…

Conviene decir que habito en el municipio del país en donde la gente ha respetado más el confinamiento voluntario establecido por el Consejo de Salubridad General, la demarcación territorial Benito Juárez de la Ciudad de México. Aquí hay muy pocos niños, mucha gente de edad avanzada —la edad mediana es de 38, cinco años más que la de la Ciudad de México y once por arriba a la del promedio nacional— y hasta 2015 la Benito Juárez era el municipio con el nivel de escolaridad promedio más alto del país. El encierro aquí se percibe afuera: entre un extraño silencio —que agradezco—, apenas manchado de vez en cuando por el paso de algún auto o una motocicleta, el canto de los pájaros recuperó las tardes chilangas. Aquí la ilusoria sensación de vivir en un paréntesis se puede generalizar fácilmente… Con todo, no me la creo: cada que escucho o leo el fraseo, día a día más frecuente, cuando regresemos, tal o cual… o lo primero que voy a hacer cuando regresemos… me digo: no, no nos hemos ido a ningún lado, así que no, no vamos a “regresar” a ninguna parte. La metáfora del regreso a la normalidad más que imprecisa es un engaño: no es obligado regresar a lo mismo, volver a recomponer todo lo que estaba tan mal. De hecho, me parece que hacerlo ya es imposible.

De la misma vasija en la que quedaron los entresijos del marrano de barro negro oaxaqueño han salido también las bien ganadas propinas para el muchacho que semana a semana nos trae los garrafones de agua potable que consumimos, para los señores del camión de la basura, para el chalán de la hamburguesería de la colonia en la que vivo y para todos los demás repartidores de comida que a lo largo de estos atípicos días nos han traído tacos, tortas, pizzas, sushi…, para el propio que manda la farmacia con las medicinas que hemos pedido por teléfono y para los mensajeros del supermercado en el cual, en línea, hemos comprado la despensa… Todos ellos han sido trabajadores esenciales para nosotros, tanto como otros muchos que no vemos, como los que se encargan de que siga llegando la energía eléctrica, el gas, el agua, la señal de internet… Hace unos días, en la ciudad de Toronto, Canadá, una mano inteligente pintó en un muro una pregunta que me parece pertinente: Why are the most essential paid the least?

Observo que aún nos quedan muchas monedas de cinco pesos en la vasija, y pienso que no, que decididamente no nos conviene “reactivar la economía”, tal como reza el mantra que atruena por el mundo a todas horas durante estos últimos días. Reactivar significa volver a echar a andar un artilugio que por alguna razón se detuvo, y a nosotros, los sapiens, a la especie y al planeta entero, lo que nos urge es abolir el status quo destructivo, voraz, acelerado, profundamente inequitativo y en última instancia suicida que, en efecto, está ahora atascado. Seguramente no será nada fácil construir un modelo de producción y consumo distinto, pero hace seis meses cualquiera de nosotros hubiera dicho que sería imposible estar varados como ahora, efectivamente, lo estamos.

sábado, 2 de mayo de 2020

Las piedras y la incertidumbre


Los Rolling y el status quo

Este lunes, temprano, mi amiga y maestra ASA me mandó vía WhatssApp la liga a un video. Cuatro venerables ancianos, cada uno desde su mansión respectiva, perfectamente bien sincronizados, interpretaron una rola originalmente grabada a finales de 1968, y publicada unos meses más tarde en el álbum Let It Bleed (1969): You Can't Always Get What You Want. Pero el video que me envió ASA fue grabado más de medio siglo después, apenas el sábado 18 de abril pasado, como uno de los platos fuertes del One World: Together At Home. Inició sir Mick Jagger (76 años)…

I saw her today at the reception
A glass of wine in her hand
I knew she would meet her connection
At her feet was her footloose man

… y enseguida, en el extremos superior derecho de la pantalla, se sumó Keith Richards (76), cada quien con su guitarra acústica; después se incorporó Ronnie Wood (75) con su bajo eléctrico, y finalmente, armado nada más con sus baquetas y una batería imaginaria, Charlie Watts (78)…

No, you can't always get what you want
You can't always get what you want
You can't always get what you want
But if you try sometime you find
You get what you need

Los Rolling Stones participaron así en el evento organizado por Global Citizen y la señora Stefani Joanne Angelina Germanotta, alias Lady Gaga (34 años). La transmisión del One World: Together At Home oucrrió vía internet, en vivo, con la idea de pormover el confinamiento masivo en casa, como estrategia para desacelerar el avance de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2, y además lanzar una campaña para apoyar económicamente a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Vale recordar que apenas el martes 14, el presidente Trump (73 años) había declarado que su administración le va a retirar los fondos a la OMS, al menos mientras revisa “su papel en el severo mal manejo y encubrimiento de la propagación del coronavirus” —el gobierno norteamericano aporta entre 400 y 500 millones de dólares anuales a la OMS, y en un solo día, el concierto en línea logró recaudar cerca de 130 millones de dólares—. Mientras el orate de la Casa Blanca insiste un día sí y otro también que urge reactivar la actividad económica, muy propios ellos, muy conscientes, sus satánicas majestades, los totémicos representantes de la contracultura de los años sesenta, ya pospusieron su gira de conciertos por suelo gringo: “Estamos muy decepcionados de tener que posponer el tour. Ofrecemos disculpas a todos los fanáticos que lo esperaban tanto como nosotros, pero la salud y la seguridad de todos deben ser prioridad”.

Total que vi el vido, disfruté la rola, pensé un rato y respondía a mi querida amiga ASA: “El status quo en la espalda de los Rolling.” ¿Quién lo diría?



La incertidumbre y el status quo

– ¿Que cuándo regresamos?
– ¿Pos a dónde nos fuimos?

Ese mismo lunes —otra nuev falsa esperanza del comienzo de un nuevo ciclo—, cundía una pregunta entre muchos grupos del WhattsApp —remedo virtual de la plaza pública—: ¿oigan, y ya pa´ cuándo regresamos a la normalidad? ¿La normalidad…, cómo les digo?

Sin cura, sin vacuna, sin historiales de caso suficientes, ¿seguiremos besándonos, abrazándonos, saludándonos de mano? Incluso para los que ya fuimos contagiados y después de que pasó encima de uno la aplanadora y seguimos aquí para contarla, el pretendido premio de la inmunidad ya nos ha sido arrebatado: el viernes la OMS señaló: “no existe evidencia sobre pacientes que hayan desarrollado inmunidad”. ¿Qué queda entonces? Solamente la incertidumbre: “… me parece fascinante que por fin entendamos que estamos en un mundo incierto y que eso no quiere decir que la ciencia no sirva”, brillante, afirmó hace unos días la doctora Atocha Aliseda, investigadora del  Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, en una entrevista para El país que no tiene desperdicio.

Y en medio de la incertidumbre, todavía al menos a más de un mes de que el confinamiento termine, yo me pregunto, después de esto…, ¿vamos a seguir creyendo que cada uno de nosotros no tiene que nada ver con con todos los demás? ¿Se mantenderá el individualismo ciego? ¿Seguiremos sintiéndonos tan especiales, tan únicos, tan distintos? ¿Y después de esto vamos a seguir tratando igual a los demás? Y yo me pregunto, después de estos días, ¿vamos a regresar como si nada hubiera pasado?,  ¿cómo si no fuera verdad que cada día dudamos más y más de que al terminar la contingencia vayan a volver a sumarnos al concierto social? ¿Saldremos de este episodio como si hubiera sido tan sólo un paréntesis en el transcurrir cotidiano? ¿Vamos a seguir usando corbatas y zapatos de tacón? ¿Vamos a seguir pretendiendo que es necesario ir a la oficina de lunes a viernes, todos con el mismo horario, que nuestra actividad es tan relevante? ¿Vamos a seguir sintiéndonos indispensables, más cruciales fuera de casa que dentro? Tú mismo, ¿después de esto vas a salir a la calle sintiéndote más importante que los señores del camión de la basura? ¿Vamos a seguir viendo por encima del hombro a los muchachos que reparten los garrafones de agua y a las cajeras que nos cobran en el súper? ¿Vamos a mantenernos adeptos a la fe del acelere, de la productividad, del crecimiento sostenido? ¿Vas a seguir haciendo como si entendieras en qué país vives? De verdad, ¿no vamos a aprovechar la sacudida?