domingo, 27 de diciembre de 2020

Lascas y lonchas 2020


Dar con la verdad, reírse de la apariencia.

Max Aub, Cuaderno verde.

 

 

Lascas

·      Los seres humanos no estamos hechos para estar tranquilos.

·      ¿Global? Global, global…, la diversidad.

·      Sin los demás no hay individuo.

·      La lejanía de lo cotidiano no puede ser cosa de todos los días.

·      Ningún conservador le pone sabor al caldo.

·      Todos los conservadores son tóxicos.

·      Todo pesimismo es desmemoriado.

·      Somos supersónicos cavernícolas, picapiedras supersónicos.

·      La ciencia no sólo puede llegar a contradecir al sentido común, sino también a la ciencia misma.

·      Hemos sepultado bajo toneladas de racionalismo, escepticismo y radicalismo cualquier posibilidad al hombre o a la mujer extraordinarios.

·      Más nos vale que Dios no nos haya hecho a su imagen y semejanza.

·      El futuro es para imaginárselo.

·      El inmenso entramado que llamamos cultura es una herramienta para gestionar la incertidumbre que produce sabernos anclados al presente continuo y arrojados fatalmente al futuro.

·      Atinadísimo —pero bobo— pronóstico: con toda seguridad seguirán tiempos de incertidumbre.

·      El viejo cuento de la historia.

·      Cosa tremendamente escasa es la materia.

·      En la pequeñez del sub-universo material, resulta un insólito privilegio no ser hidrógeno o helio.

·      Saber que no se sabe es de sabios.

·      Los vampiros no existen, pero nadie pone en duda que chupan sangre.

 

Calambures

·      Fue ego amigo.

·      Él fue ego de los otros.

·      Ver de azul a verde.

·      Se creía muy sueño de sí mismo…

·      Seguras, seguras… naranjas agrias.

·      La metamorfosis de Proceso, ¡kafkiana!

·      Proceso, ya sabes, kafkiano, en plena metamorfosis…

 

 

Microficciones

·      Ya le dije a mi súper ego que vamos a dormir en karmas separadas.

·      Me urge un espejo de cuerpo etéreo, dijo el fantasma vanidoso.

·      — ¿Cuál es tu postura política?

   Estoy pagando a plazos un carro bien nice.

·      Pensaba que un clásico era algo que se disfrutaba con caguamas…

·      Soñé que un viejo aliado onírico venía a instruirme:

   Recapacita.

   Sí, tienes razón, es momento de repensar todo –respondía yo.

   Recapacita y recapacítate.

 

 

Palindromas

·      Sol, ciclo, Sol, ciclos…

·      Dad revés: yo hoy sé verdad.

·      Ya ni fin…, ¡ay!

·      Alito, ¡tila!

·      Ata: Marte letra mata.

·      Son otoños y soñó tonos.

·      Da dina vanidad.

·      Ay, a payaso: ¡cosa ya paya!

·      … o mi goya yo gimo

·      ¿Seguro ruges?

 

 

 

 

Covidianas

Una pandemia es un fenómeno social

que involucra algunos aspectos médicos.

Rudolf Virchow

 

·      Pánico y pandemia no comparten raíz etimológica, pero deberían.

·      Dejar todo para después es lo de hoy.

·      Nos tocó en suerte vivir una situación paradójica: la lentitud se impuso vertiginosamente.

·      ¡Hágase el caos!, decretó el virus y el caos se viralizó.

·      El bichito zamarreó nuestra arrogancia tecnológica y desenmascaró la ridícula altanería de la datamancia y otras supersticiones modernas; nos dejó encuerados frente a la incertidumbre…

·      Creer que algún día vamos a regresar a la normalidad previa a la pandemia no es resistencia al cambio, es una combinación de ceguera e ingenuidad…, por lo demás, actitudes muy humanas.

·      En mi vida interior cualquiera puede puede salir sin cubrebocas.

·      No será utópico, pero para muchos el trabajo será cada vez más u-tópico.

 

 

2020

·      La realidad sorprendió a la humanidad con un evento totalmente previsible… y predicho.

·      La incertidumbre tomó el proscenio por asalto, se viralizó.

·      Lo impredecible se vuelve cada día más probable.

·      La incertidumbre de siempre de pronto se hizo patente.

·      La normalidad es una ilusión colectiva, de la cual resulta muy fácil despertar.

·      Resulta que la vida puede ser de otra manera.

·      No podemos decir que no sabíamos que podía suceder lo que hoy está pasando; en cambio, ahora sí tenemos que aceptar que no sabemos en qué va a terminar la película.

·      Poco a poco, ha comenzado a hervir el agua. Nosotros somos la rana en el perol. 

·      La metáfora del regreso a la normalidad más que imprecisa es un engaño.

·      ¡Cualquier cosa antes que quedarse sin la cómoda ilusión de que el mundo es como debe ser!

·      Me niego a aceptar que en el futuro nos esté esperando el pasado.

·      Si en condiciones normales la capacidad de tomarnos el pelo funciona a la perfección; en tiempos anormales y de incertidumbre, más.

·      Es naíf, por decir lo menos, pensar que nuestro porvenir se parecerá al pasado inmediato.

·      Es previsible, pero nos vamos a sorprender.

·      Se hizo escandalosamente notoria la incertidumbre que sistemáticamente nos esforzamos por enterrar bajo toneladas de anotaciones en agendas y cronogramas, tapar con detallados programas de trabajo, disfrazar con embrolladas matrices de riesgo y encubrir tras densas cortinas de planes y proyectos.

·      La posibilidad tiene que presentarse aquí y ahora mismo, acechando el mañana. Así que, en la medida en la que el futuro se perciba más incierto, las posibilidades se acrecientan. Por eso, la actualidad resulta una extraordinaria temporada para la pasión de la posibilidad.

·      Huele intensamente a postrimerías, se escuchan duro alertas de fin del mundo… ¡Caray, y tan contentos que hasta hace poco estábamos todos corriendo inconscientemente a la hecatombe! ¡Tan entretenidos que andábamos creciendo sostenidamente! ¡Ah, tan productivos que éramos!

·      Antropoceno es una noción antropocéntrica a rabiar y por antonomasia; y, aunque autocrítica, extraordinariamente soberbia.

viernes, 18 de diciembre de 2020

El fin de la Megamaquinaria

 

… unpredictability is precisely the decisive feature of the great systemic crisis

into which we are moving ever more deeply.

Fabian Scheidler, The End of the Megamachine.

 

 

Este año leí dos libros indispensables. Dos ensayos que brindan una relectura fresca, desprejuiciada y sólidamente documentada del devenir de los sapiens a través del tiempo, y a partir de ello una perspectiva oportuna, urgente, del momento histórico en el que nuestra especie se encuentra. Del primero de ellos ya he hablado aquíTranscendence. How humans evolved through fire, language, beauty and time, de inglesa-australiana Gaia Vince (Basic Books, 2020). El segundo es también una novedad editorial; originalmente publicado en la lengua en el que fue escrito, alemán (Promedia Publishers Vienna, 2015), apenas a finales de septiembre pasado comenzó a circular la edición de Zero Books en inglés, actualizada: The End of the Megamachine. A Brief History of a Failing Civilization. Su autor, Fabian Scheidler (Bochum, Alemania; 1968), estudió historia y filosofía en la Universidad Libre de Berlín y dirección teatral en la Universidad de Música y Artes Escénicas de Frankfurt. 

 


No se necesita demasiada perspicacia para saber que este año resultará memorable, digno de ser recordado, y The End of the Megamachine es un libro necesario para entenderlo. Su pertinencia es contundente. Aunque también parte de una perspectiva macrohistórica, a diferencia del de Gaia Vince, el ensayo de Fabian Scheidler no pretende ser una historia de la humanidad, sino la de un sistema específico de organización humana —social, política, económica y cultural—, al que él llama la Megamáquinaria, el sistema en el que vivimos hoy día.

            

La Megamaquinaria es el omnipresente engranaje ideológico, económico y político que conforma el mundo moderno. El concepto empata con la Modernidad, la etapa civilizatoria que durate el último medio milenio se ha apoderado de todos los rincones del planeta… ¿Cómo? Un ingeniero geólogo, seguramente el más exitoso de nuestro país a todo lo largo de la segunda mitad del siglo XX, me lo explicó así:

 

— Imagínate un balín…

 

— ¿Un balín? —bueno, entonces yo era un escuincle.

 

— Sí, uno enorme… O una bala de cañón, una esfera de hierro. Pulida, brillante. En un momento dado le caen encima unas cuantas gotitas, pequeñísimas, de agua, casi microscópicas. No las podemos ver, pero cayeron ahí hace más de doscientos mil años…

 

— ¿Y luego? 

 

— Luego no pasa nada durante mucho tiempo, más de cien mil años…, pero hace unos setenta mil años esas gotitas, por alguna razón, comenzaron a generar una especie de moho, de oxidación en la esfera…, lo cual comenzó a hacerse notorio, incluso a simple vista. La oxidación se fue difundiendo, primero lentamente, y luego, de pronto, muy rápido, rapidísimo, y desde hace unos diez mil años cada vez más aceleradamente… Y de un cuarto de milenio para acá, a una velocidad de vorágine, terminó de cubrir toda la esfera, completamente…

 

— Ajá…

 

— Bueno, ese moho somos nosotros, los seres humanos.

 

La imagen que ofrece el historiador/dramaturgo alemán —tiene una ópera que ha sido ya puesta en escena— es más dramática: “Imaginemos el lapso de tiempo desde la primera aparición arqueológicamente documentada del homo sapiens, hace unos doscientos mil años, hasta el presente. Ahora, imagínelo como un solo día. El tiempo durante el cual los humanos fueron exclusivamente cazadores y recolectores habría durado casi 23 horas. Por otro lado, el período de diez mil años desde el inicio de la agricultura —la Revolución Neolítica— cubre solo la última hora… Si imaginamos la historia de la Tierra durante los últimos 200 años como una película de lapso de tiempo, entonces, vista desde el espacio exterior, veríamos la imagen de una detonación violenta.” Esa explosión, para la civlización occidental  —otra marca de la Megamaquinaria— no es otra cosa que el resultado del progreso, ideal que, según el autor, está enraizado en el pensamiento religioso: “el culto moderno al progreso es una variante del concepto central del Apocalipsis”. Y tanto como con la poderosa noción del Apocalipsis, como con el inapelable ideal del progreso, y al igual que “sus predecesores cristianos, los predicadores radicales del mercado impulsan una ideología universalista y afirman que el suyo es el único camino a la salvación”. Por supuesto, la globalización es la cara contemporánea y terminal de dicha ambición ecuménica. Y, claro —como lo planteó hace algún tiempo Franz Hinkelammert —Hacia una crítica de la razón mítica—, Fabian Scheidler considera que la Megamaquinaria tiene fincada su razón mítica en la racionalidad instrumental: “El símbolo de este tipo de racionalidad es la máquina… Fascinados por el funcionamiento del reloj mecánico de rueda, inventado en el siglo XIV, pioneros de la ciencia moderna como Galileo Galilei, René Descartes e Isaac Newton comenzaron posteriormente a ver la naturaleza como una gran rueda dentada”, aunque nadie como Bacon ejemplifica mejor la fusión de cuatro de los pilares epistemológicos de la civilización occidental: el apocalipticismo, el colonialismo, la dominación de la Naturaleza por el hombre y la búsqueda de ganancias.

 

Además del componente ideológico de la Megamaquinaria, Scheidler revisa detalladamente sus sostenes político y económico, esto es, los estados nacionales, y el capitalismo, catastrófico sistema de producción que, afianzado en la obsesión suicida del crecimiento económico imparable y la religión del consumismo, ha devastado el orbe: “tiene más sentido nombrar esta nueva era Capitaloceno en lugar de Antropoceno…”

 

La tesis central de The End of the Megamachine es que este modelo civilizatorio ya dio de sí. En efecto, vivimos su colapso.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Insignificantes, inconmensurables…

 In memoriam Mauricio y José Luis.

 

 

Desde una perspectiva puramente aritmética, la covid-19 no significa nada para nuestra especie. No, al menos por ahora. Con corte al viernes pasado, 4 de diciembre de este estrambótico, inverosímil y alucinante año, la enfermedad causada por el SARS-CoV-2 había matado a 1.52 millones (1´519,381) de semejantes en todo el orbe. ¿Sabe usted cuántos sapiens plagábamos el planeta Tierra ese mismo día? 7 mil 830 millones —tan sólo en dos países, China e India, pululan 2 mil 828 millones, o sea, el 36% de todos los de humanos vivos en la actualidad—. Así que hagan ustedes cuentas, una reglita de tres simple, y resulta que por cada 5 mil 151 habitantes de la aldea global ha muerto uno, un hombre o una mujer, por culpa del nuevo coronavirus. Podríamos imaginar que si usted o yo residiéramos en un pueblito de poco menos de 5 mil 200 personas, y una de ellas hubiera fallecido hasta ahora debido a la pandemia, seguramente no la habríamos conocido, incluso, quizá, ni nos hubiéramos enterado de su lamentable óbito. Mire, me atrevo a afirmar lo anterior considerando lo siguiente… La pareja de inteligentísimos químicos D y T, entrañables amigos míos de toda la vida, dado que con demasiada frecuencia tienen que aterrizar y realizar gestiones en la capital del país, optaron por comprar un pequeño departamento —créanlo, pequeño no es un decir— en la Ciudad de México. El inmueble se halla al norte del otrora Distrito Federal, muy cerca de Tlatelolco. Sus desarrolladores, porque así se les llama ahora a los terratenientes urbanos, decidieron llamar Torres San Simón al nuevo desarrollo: 513 departamentos, en los cuales, si en promedio en cada uno de ellos cohabitan tres homínidos, en total pernoctan ahí unas 1,542 almas. ¿Y qué creen? Resulta que los vecinos de Torres San Simón conforman una comunidad imaginada, en la que nadie conoce a todos los demás… Ni los policías de la entrada ni los ejecutivos de la administración nos conocen a todos, me confirma D. Esto pasa en un conjunto de edificios densamente habitado, ahora imagine la situación en una población de más de cinco mil habitantes. Si en una comunidad de 5 mil 200 personas un individuo puede resultar numéricamente fútil, todavía más lo es un millón y medio dispersas en el contexto planetario… Por cierto, siendo las seis de la tarde —hora del centro de México— del mismo viernes próximo pasado, se estimaba que, ese mismo día, en el ancho mundo habían muerto 121 mil personas en total, y 54.6 millones en lo que iba del año…, ¡más de medio centenar de millones de muertes!, es decir, como si todas las personas que radican actualmente en España (46.7 millones), Dinamarca (5.7 millones) y Chipre (2.2 millones) se hubiera esfumado… Pero tal cúmulo, casi 55 millones de fenecidos, no representa dique alguno para el tsunami humano que invade cada rincón de la Tierra, puesto que para entonces habían ya nacido 130 millones de bebés sapiens a lo largo del año, nacimientos y defunciones que, combinadas, arrojaban ya un crecimiento poblacional, nada más del 1 de enero al 4 de diciembre de 2020, de más de 75.4 millones de especímenes, mucho más bípedos que los que pueblan hoy día países como Italia (60.4 millones), Francia (65.3 millones) o Tailandia (69.7 millones), por no mencionar a otros como Argentina (45.2 millones), Canadá (37.7 millones) o Venezuela (28.4 millones)—.

 

Sostengo pues que un prójimo o una prójima entre 5 mil 200 personas —ó 1.52 millones respecto a 7 mil 830 millones—… aritméticamente no es nada, o no pinta, como les gusta decir a un par de amigos duchos en numeralias agrícolas a la hora de minimizar un dato. Sin embargo, la perspectiva cambia dramáticamente cuando no hablamos de números, sino de gente de carne y hueso, de Fulano o Zutana, gente con un rostro, una historia, como un amigo o tu pareja o tus padres, por no decir uno mismo… Ahí las estadísticas chocan contra la pared, y cualquier promedio o porcentaje pierde sentido. Recuerdo que hace la friolera de un cuarto de siglo escribí el slogan para dar a conocer los resultados del Conteo de Población y Vivienda realizado por el INEGI en 1995: Ni absolutos ni relativos, personas.

 

Mi amigo y compañero de trabajo JLT sabía de estadística. La última vez que conversamos fue en mayo. Me llamó por teléfono cuando supo que me había pegado el pinche bicho. Me deseó pronta recuperación; yo le recomendé que se cuidara, que no saliera. Unos meses después lo mató el coronavirus. JLT no ha sido el único camarada al que se ha llevado el coronavirus; dos meses después lo alcanzó el querido MR. También fallecieron el papá y un hermano de la mejor amiga de mi mujer, el suegro de uno de mis mejores amigos… Y mi círculo cercano no abarca cinco mil personas. ¿Contradice esto lo antes dicho? No. Ocurre que me encuentro en un país, México, que, comparado al promedio mundial, presenta una proporción muy superior de decesos por covid-19 respecto a su población —también con datos al viernes pasado, por cada mil 197 habitantes de nuestro país ha muerto uno—, y además, a su interior, radico en el foco de la epidemia: la tasa de defunciones en la Ciudad de México es de 154.25 por cada 100 mil habitantes, la más alta del país —el siguiente sitio lo ocupa Sinaloa con 127.32, mientras que en los últimos lugares de la tabla se encuentran las entidades más rurales, Oaxaca y Chiapas, con 47.30 y 20.47, respectivamente—.

 

La frialdad de los números puede incidir en nuestra manera de percibir la realidad, pero también la cercanía de los episodios que nos atañen personalmente. En efecto, cada uno de nosotros es estadísticamente despreciable. En efecto, cada uno de nosotros es inconmensurablemente valioso.

viernes, 4 de diciembre de 2020

La abuela Gea

Gaia

 

Ya he traido a cuento aquí el nuevo libro de la británica-australiana Gaia VinceTranscendence. How humans evolved through fire, language, beauty and time (Basic Books, 2020). Un ensayo de avanzada acerca de cómo ha sido que los sapiens, en apenas unos pocos miles de años, “hemos pasado de ser un primate insignificante en peligro de extinción en las sabanas de África hasta convertirnos en el animal grande más numeroso de la Tierra”, el más peligroso y letal, la especie que actualmente consume algo así como 40% de la producción primaria total del planeta, equivalente a toda la energía solar procesada por las plantas. Vince muestra que a estas alturas de la evolución cultural ya todos somos ciborgs, y que además que hemos transmutado el mundo entero, de tal suerte que los espacios naturales propiamente dichos ya sólo existen como una abstracción, como una ilusión colectiva producida por la nostalgia de paraíso. “La acumulación de nuestros cambios materiales por sí sola, incluidas carreteras, edificios y tierras de cultivo, ahora pesa aproximadamente unos treinta millones de millones (1012) de toneladas, y nos permite soportar a una población mundial ultraconectada que se dirige a nueve o diez mil millones de personas. Mira a tu alrededor: somos los diseñadores inteligentes de todo lo que ves. No hay ninguna parte de la Tierra que no haya sido tocada por nosotros…” 

 

 

Γαῖα

 

Decir Gaia es decir Gea. Gaia proviene del mero principio, del Antes Absoluto, del Desorden Pretérito: “En primer lugar existió el Caos”, el Todo Desarticulado, una divinidad sin culto, la entidad sin identidad. ¿Qué siguió? “… Gea la de amplio pecho…” Eso es lo que en su Teogonía nos cuenta Hesíodo, un poeta que habría nacido cerca de Tebas, en una pequeña ciudad llamada Ascra, alrededor del 750 a. C. —el sitio tiene relevancia porque se localiza muy cerca del Helicón, en Beocia, un monte en el que habitan las hijas que Memósine tuvo con Zeus, las Musas, y según Hesíodo la cosmogonía que él canta, la olímpica, se debe a la inspiración de las nueve Heliconíadas: “¡dichoso aquel de quien se prendan las Musas! Dulce le brota la voz de la boca”—. Como Gea, el Tártaro —un abismo más profundo y tenebroso que el Hades—, Érebo —la oscuridad—, Nix —la noche— y Eros surgieron del Caos.

 

Gea, la Madre Tierra, fue la progenitora primigenia: dio a luz primero al cielo plagado de astros, el dador de la lluvia, “el estrellado Urano, con sus mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y poder ser así sede siempre segura para los felices dioses…” Luego, incestuosos, madre e hijo se dedicaron a procrear: “Contemplándola tiernamente desde las montañas, él derramó una lluvia fértil sobre sus hendiduras secretas, y ella produjo hierbas, flores y árboles, con los animales y las aves adecuados para cada planta. La misma lluvia hizo que corrieran los ríos y llenó de agua los lugares huecos, creando así los lagos y los mares” (Robert Graves, Los mitos griegos). Gea y Urano tuvieron abundante descendencia: los cíclopes —Arges, Brontes y Estéropes—; los Hecatónquiros, “enormes y violentos” —Coto, Briareo y Giges—; las titánides Tea, Rea, Temis, Mnemósine, Febe y Tetis, y sus hermanos los titanes: Océano, Ceo, Crío, Hiperión, Jápeto y Cronos, este último, según Hesíodo, “de mente retorcida, el más terribles de los hijos, lleno de un intenso odio hacia su padre”. Él será quien, siguiendo las instrucciones de su señora madre, se hará del poder durante un tiempo, no sin antes dañar irreparablemente la divina anatomía a su padre: “Vino el poderoso Urano conduciendo la noche, se echó sobre la Tierra ansioso de amor y se extendió por todas partes. El hijo, saliendo de su escondite, logró alcanzarle con la mano izquierda, empuñó con la derecha la prodigiosa hoz…, y apresuradamente segó los genitales de su padre y luego los arrojó…” Pero su poder fue eterno solamente mientras duró: resulta que habría de tener el mismo destino que su padre: uno de sus hijos, “el prudente Zeus, padre de dioses y hombres”, habría de destronarlo. El tercer hijo de Cronos y su hermana Rea, Zeus, con ayuda de su abuela materna/paterna, Gea, logró crecer oculto de la furia filófaga de su padre… No hay espacio aquí para entrar en detalles, pero Zeus engañó a Cronos, liberó a sus hermanos engullidos y luego los comandó en la guerra contra toda la primera camada de Gea y Urano, la Titanomaquia. Zeus derrotó a Cronos y a los demás titanes, a quienes despachó al Tártaro. Zeus y sus hermanos mayores, Poseidón y Hades, se repartieron el mundo. A Gea la dejaron en paz…, hasta entonces, y ella quedó resentida, hasta ahora…


Ética

“Mientras disfrutamos de los jardines plantados por nuestros antepasados, no debemos robar la sombra a nuestros descendientes”; Gaia Vince cierra su libro instándonos a asumir la responsabilidad que nos toca, porque después de todos, “no hay nadie más que nosotros”. Encuentro el mismo planteamiento en un documento publicado hace unos días: “Compartimos el planeta con un sinfín de organismos no humanos. Muchos de ellos están en la tierra desde millones de años antes del surgimiento de la humanidad y muchos otros seguirán aquí cuando ya no estemos. De las plantas y de los otros animales nos distinguen el intelecto y una capacidad cualitativamente mayor para transformar el entorno, tan portentosa como terrible. Salvo por las comunidades agrarias y ancestrales, la humanidad ha perdido el control de esa capacidad y ha generado daños inconmensurables al medio ambiente. Es un imperativo ético… recuperar ese control para restaurar los ecosistemas dañados o destruidos y colaborar para recuperar el equilibrio perdido en el ámbito planetario, no sólo por la supervivencia de las otras especies sino por la de la nuestra” (Guía Ética para la transformación de México, 2020).








sábado, 28 de noviembre de 2020

Parientes

 

No soy experto, pero hasta donde entiendo sólo podemos tener un padre. El nosotros tácito al que aludo aquí somos todos, nosotros los sapiens, lo únicos homínidos que quedan en el planeta Tierra. Y con un padre me refiero a un padre biológico. También entiendo que es obligado tener madre, al menos una, una madre biológica, quiero decir, y escribo al menos porque desde hace algunos años, muy pocos, sí es posible tener dos, dos madres biológicas: por medio ya sea de inseminación artificial o de fecundación in vitro o a través del tratamiento de reproducción asistida (Reception of OocytesfromPArtner), bien puede llegar al mundo un infante con dos madres biológicas, una, la que provea el óvulo, y la otra, quien lo geste es su útero. Pero son casos extraordinarios, estadísticamente despreciables, así que quedémonos únicamente con la forma natural de nacer…

 

Naturalmente, para que uno exista se requieren dos, dos personas, un papá y una mamá. Y ellos, a su vez, precisaron de cuatro: una abuela materna, un abuelo materno, y los dos paternos correspondientes. Y para que los cuatro abuelos, los de cualquiera, se hayan apersonado en esta dimensión terrena tuvieron que ocurrir actos de reproducción a cargo de cuatro bisabuelos y sendas bisabuelas, en tanto que ellas y ellos, los ocho, vivieron gracias a los afanes sexuales de 16 tatarabuelos… Sin embargo, suele pasar que si uno escudriña hacia atrás en su propio árbol genealógico alcanza a ver poco, en parte porque la memoria no sólo es corta, sino también selectiva, en parte porque las historias sentimentales inciden en los recuerdos. Yo, por ejemplo, tengo cierta perspectiva de mis raíces maternas, pero casi nula de las paternas. De los orígenes de mi padre sé quienes fueron sus progenitores, Rafaela Baltazar y Román Castro, mis abuelos, pero hasta ahí… En cambio, del lado de mi madre, de una de las dos ramas sé un poco más allá de los abuelos, la pareja que formaron Josefina Rivas de la Portilla y Roberto Ibarra Howard, una tamaulipeca y un duranguense avecindados en la Ciudad de México. Sé que la madre de la madre de mi mamá, mi bisabuela, quien murió semanas después de que yo fui alumbrado, se llamaba Aurora, jugaba ajedrez empedernidamente, alfabetizaba albañiles y empleadas domésticas en la cochera y tenía un humor negro que rayaba en la crueldad; leía y fumaba como energúmena y le gustaban los GansitosMarinela. Del esposo de Aurora, el padre de mi abuela Josefina, tengo noticia de que llevó el nombre de José Rivas, que era oriundo de Altamira, Tamaulipas, y que falleció en un accidente ecuestre días antes de que naciera su única hija. Los recuerdos dan para más, aunque solamente un poquito más: en términos genealógicos, lo más antiguo que sé de mí mismo llega al abuelo de mi abuela materna, mi tatarabuelo, Genaro de la Portilla, quien era un militar yucateco, nativo de Tizimin, que abandonó las armas y su terruño para irse a probar suerte en el otro extremo del Golfo de México, Lomas del Real, Tamaulipas…, y le fue bien. Yo hasta ahí llego, a uno de mis 16 tatarabuelos; no paso, pues, del siglo XIX…. No sé absolutamente nada de ninguno de los 32 trastatarabuelos que necesariamente tuvieron que intervenir para que yo existiera. Entre ellos pudo haber conservadores y liberales, asesinos y santos, esclavos y conquistadores, mexicas y tlaxcaltecas, idiotas y sabios… No lo sé, porque no paso de cuatro saltos generacionales hacia atrás a partir de mí: dos padres, cuatro abuelos, dos bisabuelos y un tatarabuelo. 

 

En sentido contrario la cosa cambia: a partir de mis abuelos maternos, la laboratorista Josefina Rivas y el doctor Roberto Ibarra, puedo dar cuenta de toda su descendencia hasta ahora. Un montón de parientes, casi todos conciudadanos, aunque algunos ya de distinta nacionalidad a la mexicana: primero sus cinco hijos, enseguida la camada a la que mi hermano y yo pertenecemos junto con mis 15 primos, luego mis dos hijas con sus 29 primos, generación que ya ha procreado cinco vástagos, de los cuales dos de ellos han a su vez traído al mundo sendas niñas, Ámbar y Aitza, choznas de Josefina, así que para ellas dos mi abuela materna fue su trastatarabuela y don Genaro de la Portilla uno de sus 128 hexabuelos.

 

En su extraordinario libro  Transcendence: How Humans Evolved through Fire, Language, Beauty, and Time (Basic Books, 2020), Gaia Vince expone: “Considere que tengo dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, 16 tatarabuelos, y así sucesivamente. Retrocedamos 40 generaciones, unos mil años, y cada uno de nosotros tendrá alrededor de un billón de antepasados, lo cual es mucho más que la cantidad total de personas que han vivido alguna vez”. ¡Ah, caray! ¿Cómo se explica eso, si hace unos pocos años éramos mucho menos humanos infestando el planeta? Recuérdese: en el año 1 de nuestra era, hace poco más de dos mil años, no llegábamos ni siquiera a 200 millones de personas… ¡en todo el mundo! ¿Entonces? La misma Gaia Vince resuelve el acertijo: “… sólo tienes que retroceder 3000 años para encontrar al ancestro común más reciente de todos los humanos que vivimos hoy en la Tierra… Soy descendiente de Confucio y Nefertiti”. ¡Sólo 3000 años! Estamos hablando del año 980 antes de Cristo. Así que, además de con el tizimileño Genaro de la Portilla, tengo lazos consanguíneos, lejanísimos, pero lazos al fin, con Tersipo, cuarto arconte epónimo de Atenas, y conUsermaatra Setepenamon Amenemopet, faraón de Egipto, señores con quienes compartimos parentesco milenario usted y yo… y la persona que más mal pueda caernos.

viernes, 20 de noviembre de 2020

¿Libro perverso?

 Morality is simply the attitude we adopt towards people we personally dislike.

Oscar Wilde, An Ideal Husband

 

There is no such thing as a moral or an immoral book.

Books are well written, or badly written. That is all.

Oscar Wilde, The Picture of Dorian Gray.

 

 


— ¡¿Estás leyendo la autobiografía de un señor que se casó con su propia hijastra?! —más que una pregunta, aquello sonó como una acusación, ¡qué digo acusación!, como una imputación flamígera, espetada con el mismo tono que hubiera empleado el santo Papa si le hubieran ido a Roma con el chisme de que en mi departamento se celebraran misas negras en honor de Asmodeo, el demonio de la lujuria.

 

— Bueno, sí —respondí, porque efectivamente estoy leyendo A propósito de nada, el más reciente libro de Allan Stewart Konigsberg, mejor conocido por su sobrenombre artístico, Woody Allen (Nueva York, 30 de noviembre de 1935)—, aunque él dice que nunca fue su padrastro…

 

— Entiendo que te haya gustado una que otra de sus películas, pero…

 

— No me gustaban, me siguen gustando, y mucho, y no una que otra, muchas de ellas: Take the Money and Run, Love and Death, Annie Hall, Interiores, ManhattanA Midsummer Night's Sex ComedyZelig…

 

— Ya, para… ¿Vas a enumerar todas?

 

— Pues casi todas me gustan, unas más, otras menos, pero casi todas me gustan… Incluso A Rainy Day in New York, la última, bueno, penúltima… Y eso que no me trago eso de que Diego Luna sea un gran actor…

 

— Te cae mal porque es pejefóbico.

 

— También.

 

— ¿No prohibieron esa película por lo del escándalo de la demanda de abuso sexual?

 

— No la prohibieron, más bien los circuitos comerciales no la proyectaon en Estados Unidos. Aquí en México la vi en la Cieneteca.

 

— Bueno, pero de seguir viendo sus películas a leer su autobiografía… ¡Es un perverso!

 

— Suponiendo que tuvieras razón, pero sólo suponiendo porque el cineasta no está en la cárcel, entonces lo confieso: estoy leyendo la autobiografía de un hombre perverso, y además me estoy divirtiendo horrores… No puedes valorar la obra de alguien desde la perspectiva de su comportamiento moral, de acuerdo a tu escala de valores.

 

— ¡No se debe desligar la obra de su autor!

 

— Uy, pues entonces vamos a tener que dejar de leer a Hesíodo y toda su Teogonía patriarcal y depravada, y también a Homero, porque tanto en la Ilíada como en la Odisea exalta el patriarcado y una misoginia atroz: “Ocúpate en las labores que te son propias, el telar y la rueca... y de hablar nos ocuparemos los hombres”, le dice Héctor a su esposa Andrómaca. Telémaco despacha a su madre a su cuarto y al silencio: “Conque marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca… La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio”. ¿Y qué me dices de Sócrates, Platón y Aristóteles? Las tres columnas de la filosofía Occidental fueron erigidas por un trío de esclavistas, es decir, personas que consideraban que era perfectamente aceptable que un ser humano fuera propiedad de otro. Y basta de leer y andar recomendando las Meditaciones del emperador romano Marco Aurelio, porque muy estoico, muy estoico, ¡pero el señor no era más que un conquistador imperialista! 

 

— Bueno, son textos de la Antigüedad que no son hoy los que marcan nuestros preceptos morales.

 

— ¿Y qué me dices de la Biblia? Desde el Génesis: la primera mujer, Eva, es nada menos que la culpable del pecado original. ¿O qué te parecen estas bonitas leyes establecidas en el Deuteronomio?: “Cuando salieres a la guerra contra tus enemigos, y Jehová tu Dios los entregare en tu mano, y tomares de ellos cautivos, y vieres entre los cautivos a alguna mujer hermosa, y la codiciares, y la tomares para ti por mujer…”

 

— Bueno, la misoginia es generalizada…

 

— O tú que consideras que la fiesta brava es una barbarie, ¿deberíamos de prescindir de los libros que escribieron grandes aficionados a la tauromaquia? No sé, Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera…, porque García Márquez era taurino. ¿A volar también los maravillosos cuentos de Rafael Ramírez Heredia o la poesía de Rafael Alberti, García Lorca, Gerardo Diego…?

 

— Bueno…

 

— ¿O qué, porque ahora defiende una postura ideológicas que detesto debo decir que las novelas de Vargas Llosa son malas? Casi todas son extraordinarias.

 

— ¿Y que tal está el libro de Woody Allen?

viernes, 13 de noviembre de 2020

Zurcir calcetines


Toda violencia tiene sentido para quien la ejerce.

Henning Mankell, La quinta mujer.

 

 


Alcanzó para cuatro días de entretenidísima lectura: acabo de terminar La quinta mujer (1996), de Henning Mankell (Estocolmo, 1948-2015). Más de seiscientas páginas espléndidamente bien escritas que, azuzado por la curiosidad y el suspenso, uno termina recorriendo apurado, a grandes trancos. La quinta mujer es la sexta, la sexta entrega de la serie de novelas policiacas protagonizadas por el inspector Kurt Wallander. Como las anteriores, es excelente, me parece que incluso mejor…, bueno, si no de manera aislada, sí mucho más disfrutable que las anteriores, justamente por ellas, porque a estas alturas, después de las primeras —Asesinos sin rostro, Los perros de Riga, La leona blanca, El hombre sonriente La falsa pista—, uno está más que familiarizado con el ensimismado Wallander, con sus modos y sus miedos, sus soliloquios, su entorno y la gente que lo rodea. Los hechos que narra Mankell en este libro acontecen durante el otoño en Escania de 1994, es decir, justo enseguida del verano durante el cual la policía de Ystad logró descubrir la identidad del asesino serial que a hachazos mataba y le cortaba parte de la cabellera a sus víctimas. Kurt acaba de volver del viaje a Roma que realizó con su padre, y en casa lo espera, además de la ropa sucia y la soledad de su piso, el homicidio brutal de un poeta casi octogenario amante de las aves. 

 

A lo largo de la novela, como suele hacerlo, Kurt se da tiempo para filosofar sobre el amor, la identidad, la vejez, la muerte, aunque en La quinta mujer sus preocupaciones, más que metafísicas, son de índole social. 

 

A media trama —ya anda indagando entre las raíces de un segundo asesinato—, Kurt casualmente se encuentra con el hijo mayor de Björk, su anterior jefe en la policía de Ystad. El joven estudia en la Universidad de Lund y trabaja de medio tiempo como recepcionista en un hotel… Para entonces, los crímenes que el inspector está tratando de resolver ya son del conocimiento público, y la saña con que se cometieron es monstruosa… Como suele decirse, la sociedad, está consternada; como suele ocurrir, la gente no acepta reconocerse a sí misma en ellos.

 

— Ya lo he visto en los periódicos. ¿Cómo es posible que todo haya empeorado tanto?

 

— ¿Qué quieres decir?

 

— Que todo es peor. Más brutal…

 

— No sé. Sinceramente, no sé… Aunque, la verdad, no me creo lo que estoy diciendo en este momento. En realidad, claro que lo sé. En realidad, todos sabemos por qué las cosas son como son.

 

El muchacho intentó continuar la conversación, pero Wallander lo detuvo…, tenía prisa. Sin embargo, él siguió dándole la vuelta al asunto… Sabía muy bien cuál era la explicación. Lo que piensa se parece tanto a una que otra alocución elaborada muy temprano cualquier mañana en Palacio Nacional, aquí en la Ciudad de México: Aquella Suecia que era la suya, en la que se había criado…, no estaba tan firmemente anclado a la roca como habían creído. Debajo de todo, había un tremedal. Ya cuando se construyeron, los grandes barrios de viviendas fueron calificados de ‘inhumanos’. ¿Cómo se podía pretender que la gente que vivía en ellos conservara toda su ‘humanidad’ intacta? La sociedad se había endurecido. Las personas que se creían a sí mismas innecesarias o francamente indeseadas en su propio país reaccionaban con agresividad y desprecio. Ninguna violencia carece de sentido, eso lo sabía bien Wallander. Toda violencia tiene sentido para quien la ejerce. Sólo cuando se osara aceptar esa verdad podría abrigarse la esperanza de enderezar el desarrollo…

 

Casi un ciento de páginas después, Kurt está conversando con Linda, su hija, quien preguntó por qué resultaba tan difícil vivir en Suecia. El inspector, a botepronto, responde:

 

— A veces he pensado que es debido a que hemos dejado de zurcir calcetines.

 

Ella lo miró inquisitivamente. La que sigue me parece una argumentación sabia; Mankell la pone en labios de su policía sueco y yo estoy seguro de que sirve para tratar de entender muchas de las puertas al infierno que hemos abierto en todo Occidente, también aquí, en México:

 

— Lo digo en serio. Cuando yo era pequeño Suecia era todavía un país en el que uno zurcía sus calcetines. Yo aprendí incluso en la escuela cómo se hacía. Luego, un día, de pronto, se terminó. Los calcetines rotos se tiraban. Nadie remendaba ya sus viejos calcetines. Toda la sociedad se transformó. Gastar y tirar fue la única regla que abarcaba de verdad a todo el mundo. Seguro que había quienes se empecinaban en remendar sus calcetines. Pero a ésos ni se les veía ni se les oía. Mientras este cambio se limitó a los calcetines quizá no tuviera mucha importancia. Pero se fue extendiendo. Al final se convirtió en una especie de moral, invisible pero siempre presente. Yo creo que eso cambió nuestro concepto de lo bueno y lo malo, de lo que se podía y no se podía hacer a otras personas. Todo se ha vuelto más duro. Hay cada vez más personas, especialmente jóvenes…, que se sienten innecesarias o incluso indeseadas en su propio país. ¿Y cómo reaccionan? Pues con agresividad y desprecio. Lo más terrible es que, además, creo que estamos sólo al principio de algo que va a empeorar todavía más.

 

Hoy me entero en la prensa que Héctor y Alan Yair, de 14 y 12 años, fueron torturados, asesinados y descuartizados en República de Cuba 86, en la azotea de una vecindad del centro histórico de la Ciudad de México.