Con Steven Pinker y Hans Rosling —Enlightenment
Now y Factfulness, respectivamente,
ambos libros publicados este año—, llevo ya tres semanas en sana conchabanza insistiendo
con la misma cantaleta: aunque muchísima gente no lo perciba así, en general,
la vida actual, nuestra vida, es mucho mejor que la de antes, que la que les
tocó a nuestros antepasados. En general, somos más saludables y longevos,
sentimos menos miedo y dolor, disponemos de muchos más bienes y servicios, y
vivimos más seguros. La argucia, por supuesto, se halla en el complemento
circunstancial: en general…
Durante el extensísimo primer tramo de nuestra existencia como especie
—considerando 200 mil años de existencia, alrededor del 94% del total—, nos
dedicamos únicamente a adaptarnos y sobrevivir, primero, durante unos de 130
mil años, confinados en un rincón de África, y luego en constante diseminación por
todo el orbe. Hasta hace unos treinta mil años, la población total de seres
humanos se mantuvo relativamente estable, seguramente en menos de un millón de
individuos: gente que si bien logró mantener viva la especie, se abstuvo de
dejar cualquier tipo de huella civilizatoria. Luego, unos 12 mil años antes del
presente, con el tránsito a la vida sedentaria y el estallido de la revolución
agrícola, arrancó —o quizá nada más se evidenció— una megatendencia: de
entonces para acá el homo sapiens se ha dedicado, con un éxito inaudito, a
plagar el planeta. En una gráfica, el incremento ocurrido durante los primeros
diez mil años se muestra como los momentos posteriores a la ignición de un
cohete: del constante millón de habitantes llegamos, en el año 1 de nuestra
era, a 170 millones de personas; es decir, más 185 mil años con una población
estable, para entonces multiplicarnos por 170 en tan sólo diez mil años. Algo ciertamente
fenomenal…, aunque aquel despegue resultaría desdeñable para lo que vendría
después: poco antes del año 1200 ya nos habíamos duplicado (340 millones), y volveríamos
a hacerlo (680 millones) en menos de 550 años. En los albores de la revolución
industrial, hace menos de 300 años, la Tierra era hogar de poco menos de 800
millones de personas, y hoy tú y yo somos parte de una plaga planetaria de más
de 7.6 mil millones de humanos. Si tuvieron que pasar 200 mil años para que alcanzáramos
una población de mil millones de sapiens, fueron necesarios solamente 200 para
llegar a siete mil millones (2011). No sólo nos trepamos a la cúspide de la
cadena alimenticia, plagamos el mundo, y no es metáfora. Nuestra especie se ha apropiado
de la enorme mayoría de los recursos del planeta y lo ha reconfigurado. El
triunfo biológico de los sapiens es palmario en la cantidad de especímenes con
los que hoy cuenta la especie, y en el tiempo de vida que en promedio alcanzan.
Foto: Alan Schaller |
La toma planetaria por parte de los humanos ha sucedido aparejada a un tenaz tránsito de lo simple a lo complejo, de lo homogéneo a lo diverso, y conforme el proceso se ha acelerado, la diferenciación al interior de la especie se ha acrecentado. Las grandes revoluciones que han permitido a los sapiens, en tanto especie, dominar el mundo, no necesariamente han significado una vida diaria más placentera para todos los individuos, ni siquiera para la mayoría de ellos. El caso de la revolución agrícola es ejemplar: “en su conjunto parece que los cazadores-recolectores gozaban de un estilo de vida más confortable y remunerador que la mayoría de los campesinos, pastores, jornaleros y oficinistas que les siguieron los pasos”, explica el historiador Yuval Noah Harari (De animales a dioses). Y va más allá: “…la revolución agrícola dejó a los agricultores con una vida generalmente más difícil y menos satisfactoria que la de los cazadores-recolectores… Ciertamente, la revolución agrícola amplió la suma total de alimento a disposición de la humanidad, pero el alimento adicional no se tradujo en una dieta mejor o en más ratos de ocio, sino en explosiones demográficas y élites consentidas… Esta es la esencia de la revolución agrícola: la capacidad de mantener más gente viva en peores condiciones.” Y, claro, esto fue sólo el punto de partida de una megatendencia hacia la polarización, porque, en efecto, en la medida en la que las civilizaciones se han hecho cada vez más complejas, las distancias entre los distintos estratos que las integran son cada vez mayores, al punto que no es excesivo afirmar que hoy día la humanidad se encuentra en una crisis de desigualdad. El informe del año pasado de Oxfam brinda algunos datos contundentes para soportar la afirmación anterior: desde hace tres años, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el resto del planeta, y “tan sólo ocho personas (ocho hombres en realidad) poseen ya la misma riqueza que 3,600 millones de personas, la mitad más pobre de la humanidad”. Seguramente a este hecho se debe, en buena medida, el que muchas personas no aprecien la mejora que, en general, ha tenido la vida para todos. A final de cuentas, quizá nadie encarne el promedio, y en cambio sí casi todos mantengamos la mirada echada hacia lo que suele considerarse lo mejor que ofrece nuestro tiempo, disfrutando la mustia mejora generalizada…
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