Because things are the way
they are,
things will not stay the
way they are.
Bertolt Brecht
En general, la vida es hoy mejor que antes. Uno puede encontrar por
todos lados cascadas estadísticas para ahogar de un sopetón a todos los que se
atrevieran a negarlo. Abundan las evidencias para acallar a los que sostengan
que hoy las cosas están peor que antes. Entendida como un todo, la vida de los
seres humanos era hasta hace poco mucho más corta, medrosa, enfermiza,
dolorosa, pobre y peligrosa.
No tiene ni un siglo que en todo el orbe fuimos informados de que lavarse las manos antes de comer y después de ir al baño nos puede salvar el pellejo varias veces al día. En 1900, la esperanza promedio de vida en el mundo era de 40 años, mientras que hoy día supera los 72. En México, en 1930 la gente vivía en promedio 34 años; y en 2016, 75.2.
Según la recreación documentada que hace el historiador David Wootton (The invention of science: A new history of the Scientific Revolution. 2015), en vísperas de la revolución científica del siglo XVII, un inglés bien educado…
… creía en la existencia de los hombres-lobo, y aunque sabía que no había ninguno en Inglaterra, no tenía ninguna duda de que pululaban en Bélgica… Para él, Circe realmente había convertido en cerdos a toda la tripulación de Ulises. Creía que los ratones surgen en los pajares por generación espontánea… Creía que el cuerpo de una persona asesinada sangraba en presencia del homicida. Creía que existía una pomada que al ser embarrada en la daga que había causado determinada herida, la curaría instantáneamente. Estaba seguro de que la forma, el color y la textura de una planta eran pistas para determinar cómo funcionaría como medicina, puesto que Dios había diseñado la Naturaleza para ser interpretada por la Humanidad.
Nuestro caballero inglés, al igual que Moctezuma Xocoyotzin, pensaba que los cometas eran presagios inequívocos de grandes males. La gente que vivió antes de la revolución científica experimentaba, en palabras del sociólogo Robert Scott, “una especie de paranoia colectiva”, desatada por “la creencia de que determinadas fuerzas externas controlaba la vida cotidiana” (Miracle cures: Saints, pilgrimage, and the healing powers of belief. 2010).
Fieros guerreros como Sargón de Acadia y Ciro II de Persia, o incluso Alejandro Magno, cosieron sus heridas sin anestesia. Ni Pedro el Grande, zar de Rusia, ni Luis XIV, le Roi Soleil, tuvieron una aspirina para aliviarse una neuralgia. El mercado era un desierto yermo en donde muy poco podía comprar la descomunal fortuna de Carlos V, comparado con la plétora y variedad selvática de productos que un consumista clasemediero armado con una tarjeta de crédito puede adquirir hoy en cualquier centro comercial. Mozart jamás escuchó tantas veces ninguna de sus propias sinfonías como hoy puede hacerlo cualquier melómano. En pequeños e inmensos espacios artificiales, abolimos la oscuridad nocturna, el calor veraniego y la gelidez invernal. En la actualidad y a nivel mundial, hay más gente sufriendo sobrepeso que hambre, y más son los que se suicidan que los que son asesinados por un soldado.
El margen de libertad que la revolución científica ha posibilitado a los humanos es colosal, a grado tal que, de acuerdo a pensadores como Yuval Noah Harari (Homo deus, 2015), ya reporta repercusiones de carácter evolutivo. La aseveración no es del todo novedosa; el novelista soviético Vasili Grosman había escrito en 1955 (Todo fluye):
… la historia de la humanidad
es la historia de su libertad. El crecimiento de la potencia del hombre se
expresa sobre todo en el crecimiento de la libertad… El progreso es, en
esencia, progreso de la libertad humana. Ya que la vida misma es libertad, la
evolución de la vida es la evolución de la libertad.
Así que vamos repitiéndolo con todas sus letras: nuestra vida es mejor que la de nuestros antepasados; somos más saludables y longevos, sentimos menos miedo y dolor, disponemos de muchos más bienes y servicios, y vivimos más seguros. Por supuesto, la contundencia con la que puede defenderse objetivamente la aseveración anterior no ataja que muchas personas crean que todo pasado fue mejor y que el género humano se dirige en imparable estampida hacia el abismo. Tanta gente piensa así que no resulta ocioso un libro como Enlightenment Now (2018), en el cual Steven Pinker se esfuerza por convencernos de que “esta sombría apreciación del estado del mundo es incorrecta. And not just a little wrong—wrong wrong, flat-earth wrong, couldn’t-be-more-wrong.”
Para muchos, el acabose inminente se halla en el cambio climático, para otros la estupidez humana que terminará concretándose en el holocausto nuclear. Y claro, el convencimiento de que las cosas empeoran no precisa que el augurio sea el fin del mundo: de hecho, el pesimista, para ejercer, necesita mantenerse vivo para atestiguar que tenía razón. Así que proliferan las visiones distópicas, incluso muchas de ellas bien fundamentadas, en las que se bosquejan porvenires espantosos que, en dado caso, viviríamos para padecerlos.
Solamente podemos estar aquí, siempre aquí, en el presente. Desde el ahora cotejamos nuestra vida no con el pasado, en el cual no estuvismos presentes, sino con nuestras expectativas. Poco nos importa cómo viviríamos si hubieramos llegado al mundo cien, dos mil, cien mil años atrás; nos perturba cómo viviríamos si tuviéramos la suerte del vecino, el caudal del Slim, las condiciones de vida de los canadienses… Y el futuro, de por sí incierto, intimida cada vez más, en la medida en la que el tiempo histórico se acelera. Ya en el futuro dirán que tan mal vivíamos ahora.
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