jueves, 30 de diciembre de 2021

Lascas y lonchas 2021


Lascas

 

La frase hecha "no tengo pruebas pero tampoco dudas" expresa con mucha nitidez lo que es negarse a pensar razonablemente con tal de no poner en duda los propios prejuicios.

 

Es falso que un razonamiento claro precise mucha información.

 

A este planeta le urge un terrapeuta.

 

Esos que dicen que la culpa no sirve de nada se equivocan, sí sirve: pa echársela a alguien.

 

Recientes estudios —con robusta evidencia acumulada— apuntan que lo que un grupo de expertos ya temía es cierto: usar pants diariamente, aunque sean los mismos, durante meses, no mejora la condición física de las personas.

 

Se repite hasta el cansancio que un doctorado no quita lo bruto, y es cierto —puedo dar fe de ello—. Habría que agregar que tampoco da ni honorabilidad ni fuero.

Si crees que la ciencia tiene las respuestas a todo, tienes una idea bastante supersticiosa de la ciencia.

 

Muchas personas se sienten engañadas por la ciencia… ¡Cómo que no tiene todas las respuestas!… ¡Pobres!, no saben que la ciencia ni siquiera tiene todas las preguntas.

 

La nostalgia de lo eterno es la menos pasajera.

 

Ojalá el viento se llevara tanto pensamiento anquilosado.

 

Quizá el atavismo que más sufro es mi apego a los libros en papel.

 

Si no puedes cambiar la realidad, échate un render.

 

El pasado inmediato debería habernos enseñado qué tan malos somos prediciendo el futuro.

 

Predicción infalible: en el futuro seguiremos siendo tan malos como fuimos en el pasado para predecir el porvenir.

 

Que el futuro se adelante es ya cosa del pasado.

 

Estar mejor o peor respecto al pasado tiene que ver con tu ideal de futuro. Estamos mucho mejor porque se detuvo la caída a la barbarie.

 

Los economistas siempre han sido pésimos futurólogos. ¿Por qué siguen haciéndoles caso?

 

El pesimismo aisla. Ya escribía Cioran: “El horror al futuro sólo se cura en estas islas donde el tiempo se ha detenido, donde sólo existe el presente, si es que siquiera existe”.

 

 

Conservas

 

El pesimismo es fundamentalmente conservador. En la posición opuesta, evidentemente, está el optimista, quien desea que el futuro llegue cuanto antes.

 

Los conservas tienen nostalgia de un país que jamás ha existido.

 

— ¡Usted es un extraterrestre que cena niños y en las noches de luna llena se convierte en ganso asesino!

— No es verdad. Soy un ser humano igual que usted, jamás he cometido antropofagia y no tengo capacidad de metamorfosearme en ave alguna.

— ¡No es tolerante a la crítica! ¡Dictador!

 

Con todo y que prácticamente está compuesto al 100% por conservadores, el PAN se echó a perder.

 

No es lo mismo gente derecha que gente de derecha.

 

Los de derecha suelen ser chuecos.

 

Los conservas están seguros de que estaríamos mejor si siguiéramos de mal en peor.

 

Los conservas creen que hablar mal de todos los políticos es políticamente correcto.

 

El ridículo como postura política está diezmando a la derecha.

 

Cada vez queda más claro que la proposición más acabada del ideario de la reacción mexicana es: — ¡El Peje nos cae bien gordo!

 

Quienes quieren meter reversa histórica obviamente no impulsan un avance. El prianismo es la vía retrógrada.

 

La reacción, por definición, no es propositiva.

 

¿Sí saben que la reacción es muy molesta?  Y no estoy hablando de vacunas…

 

Llevaban años llamando Peje-zombis a los simpatizantes de quien apodaron El Mesías Tropical, y ahora claman que no polaricen al país…

 

Aguantaron sin chistar que Peña nos dijera corruptos a todos y todas, y se encrespan porque AMLO dice que “un sector de la clase media” es aspiracionista.

 

Vivían amurallados, inalcanzables, protegidos por ocho mil elementos del EMP, y al actual que viaja en vuelos comerciales y sin ejército de guaruras lo llaman dictador.

 

Le pasaron que en vez de una refinería entregara una barda, y este les cae gordo porque las sucursales del banco del bienestar no tienen diseño chic.

 

Le perdonaron que haya plagiado la tesis de licenciatura…, ¡ah!, pero detestan al actual porque a veces se pone camisas de manga corta.

 

Le aguantaban que jamás aceptara entrevistas que no fueran a modo, ¡ah, pero al actual no le perdonan que de lunes a viernes esté dispuesto a contestar cualquier pregunta de la prensa!

 

Les aguantaban que permitieran y en algunos casos impulsaran la violencia de Estado…, ¡ah, pero al actual no le perdonan que se coma las eses!

 

Al otro le aplaudieron a la Gaviota, y lamentan lo corriente que es que este coma tlayudas.

 

Le aguantaron la casa blaca y a este lo abominan porque no trae zapatos nuevos.

 

Maroma concerva: decir que AMLO es un represor que no se atreve a reprimir.

 

La mentira palmaria sobre asuntos públicos atenta contra el tejido social.

 

Durante décadas cuidaron la macroeconomía nacional… en las cuentas bancarias de una élite económica.

 

Misma falacia:

Criticar a algunos funcionarios del INE no es atacar al INE, menos a la Democracia; esos funcionarios del INE no son La Democracia.

Criticar a ciertos exfuncionarios del Conacyt no es criticar al Conacyt, menos a la Ciencia; esos exfuncionarios no son La Ciencia.

 

A los fachos buenaondita mexicanos les encanta la izquierda… guapetona y en otro país.

 

Trampita retórica de los conservas: enfrentar “datos duros” versus “percepción”. Los datos son en sí mismos expresiones de determinadas percepciones y, además, se perciben. Los números no hablan solos, se leen, alguien los lee.

 

 

Calambures

 

Se quedó con el alma en silo…

 

Os hilé y oscilé.

 

Yo, cuando estoy a todo mecate, siempre me siento en la cuerda floja.

 

 

Epitafios

 

Aquí, aprendiendo una lengua muerta.

 

Aquí nomás, perdiendo el tiempo.

 

Déjame en visto.

viernes, 24 de diciembre de 2021

Las mañaneras y la res publica

  

A la doctora Graciela Márquez Colín,

próxima presidenta del INEGI. Felicidades.

 

 

Hace unos días me invitaron a participar en una mesa de análisis en la 4TV. El tema que tratamos fue las conferencias matutinas del presidente, así, en general. No es un asunto menor: a mitad del sexenio, ya quedó sobradamente claro, y todos, incluidos los adversarios declarados de Andrés Manuel López Obrador y hasta sus más enconados enemigos y malquerientes, por no hablar de la mayoría de la gente que lo apoya, todos entendemos las mañaneras como parte sustantiva de la vida pública de nuestro país. A estas alturas, ni tiros ni troyanos pueden obviarlas.

 

En la inédita situación de plenitud democrática que estamos disfrutando en México, las mañaneras se han convertido en nuestra ágora, en el sitio y la puntual ocasión en la que se ventilan los asuntos públicos —la definición de ágora que aporta doña María Moliner en su Diccionario de uso del español es bastante puntual: “plaza en donde se reunían las asambleas públicas en las ciudades de la antigua Grecia”—. Todos los días, de lunes a viernes —y desde hace poco también los sábados— nos encontramos al primer mandatario a tiro de piedra, atendiendo personalmente a la prensa, sin que antes se hayan acordado las preguntas, sin mayor aparato de producción. Ni los medios de comunicación ni la burocracia ni la ciudadanía en este país estábamos habituados a un ejercicio de esta naturaleza. En buena medida porque nuestra relación con los presidentes era igual a la que se tienen que ajustar los espectadores con actores, comediantes y demás histriones. No teníamos a seres humanos despachando en la Presidencia de la República, sino a unos señores que eran intérpretes de spots, figurantes de eventos en los que cada detalle se pensaba para hacerlos lucir fuertes, inteligentes, buenos, justos, superdotados, infalibles…; personajes que no eran personas de carne y hueso, sino productos de una producción. Las escasas veces que se decidían a salir a la palestra todo se tenía bajo control, incluso muchas veces ensayado. Era absolutamente impensable que alguien tratara de hacer algo fuera de lo programado, ya no digamos que intentara poner en aprietos al presidente… Recuérdenlo, así era hasta hace poco… Por eso, el desconcierto no ha sido menor cuando, de buenas a primeras, tienes diariamente en la mañana a un señor que, sin más, llega y dice buenos días y se pone a disposición de los periodistas que se animaron ese día a madrugar… Por supuesto, el hombre es como cualquiera, extraordinariamente ordinario, normal quiero decir, así que a veces llega de buenas y a veces no tanto o incluso de malas, y eso resulta evidente, se le nota, igual que algunas veces se puede apreciar —no hay actuación— que amaneció indispuesto o ronco o de plano enfermo… Entre quienes desprecian a AMLO abundan los que lo llaman a él “tlatoani” y a las conferencias “su púlpito”, y lo que estamos presenciando es precisamente lo contrario: la desmitificación del presidente de la República. Las mañaneras son todos los días, no son eventuales, son cotidianas, no pueden ser especialmente cuidadas, al menos no en lo que respecta a la presencia del presidente López Obrador; no es extraño que de vez en cuando salga a cuadro con la corbata mal puesta, por ejemplo. Antes era imposible que el primer mandatario en turno apareciera en la televisión con mácula alguna, simple y sencillamente porque lo que veíamos era, repito, una producción, una realidad montada, el trabajo de un montón de personas que implicaba horas y horas y al que se le invertían un demonial de recursos. Así que el doblez del pantalón o lo bien o mal boleado de los zapatos no podían ser sucesos y no eran tema. Además, no olvidemos que todo lo que aquellos políticos salían a declarar había sido escrito antes, seguramente por otra persona y no pocas veces por una tropilla de estresados funcionarios. Unos mejor que otros, pero todos, desde hace varias administraciones solían usar teleprompter —no era raro que resultara evidente que lo que leían lo leían por primera vez—. El cambio es drástico y ha pivoteado fenómenos muy simpáticos; por muestra, que tengamos celebérrimos columnistas publicando sesudas parrafadas alusivas a las condiciones del brillo o ausencia de brillo del calzado presidencial, o profundas elucubraciones en torno a lo que quiso decir o no quiso decir cuando en medio de una respuesta hizo una pausa demasiado larga…, demasiado larga incluso para su consabido ritmo pausado.

 

Por lo demás, si antes de diciembre de 2018 no era extraño que López Obrador impusiera la agenda nacional, es decir, desde la oposición y con todos los medios de comunicación en contra, ahora, desde la Presidencia, prácticamente no la suelta nunca. Además, durante toda la semana, desde muy temprano, establece los tiempos y jerarquiza los temas de interés público. Esta situación no sólo se debe a la destreza política de AMLO, interviene también una oposición contestataria…, perdón, sólo contestataria, que se limita a contestar, a replicar, pues. El acontecer del día comienza con las novedades que se difunden desde las mañaneras, así que desde hace tres años los periódicos casi se volvieron inútiles. Ante esto, la prensa tradicional ha intentado hacerle un vacío al gobierno: muchos han optado por no enviar a sus reporteros para volver irrelevante la conferencia, y, claro, quienes se volvieron irrelevantes fueron esos medios.

 

Termino subrayando que uno de los grandes beneficios que han traído las mañaneras es la vuelta al terreno de los asuntos de interés público de la cosa pública. No es un juego de palabras: venimos de un período durante el cual el público chismeaba sólo de cosas privadas, mientras que de la cosa pública, de la política, mejor no se hablaba…, eso era privado. Afortunadamente, ya no.

viernes, 17 de diciembre de 2021

La chispa humana


En la noche del insecto hay un minuto

en que se pregunta a qué sabrá sentirse humano.

El tema no le interesa demasiado:

se considera superior a nosotros.

José Emilio Pacheco, Noche del insecto.

 

 

Fauna

 

¿Qué piensas cuando escuchas la palabra fauna?

Tal en cebras, leopardos, elefantes… O quizá visualices una lechuza o un venado, un oso…, en fin, fieros o tiernos, animales de la algaba. Bestias silvestres, de zoológico, de documental… O tal vez pienses en fauna exótica: tucanes de policromo pico, monstruosos ofidios, un okapi, koalas… Difícilmente pensarás en un salchicha o en un Chihuahua, porque, con el gato y el canario y demás aves de jaula, los perros están dentro del saco de las mascotas. Tampoco uno suele relacionar fauna con vacas, gallinas, pollos… Todos ellos, más que fauna, son comida. Quizá entre costeños acuda a la mente una mantarraya, pulpos, bancos de peces… El caso es que sería extraño que alguien recuerde a los más pequeñitos, aunque ellos son los que infestan nuestro mundo.


 

En The rise of the ants: A phylogenetic and ecological explanation (PNAS. May, 2005) Wilson y Hölldobler, certeros, detallan el colosal bestiario de menudencias que solemos olvidar: “La humanidad vive en un mundo en gran parte lleno de procariotas [seres unicelulares sin estructuras unidas a las membranas; pequeños y simples, invisibles a simple vista]… gusanos nematodos, arañas, ácaros y seis grupos de insectos ecológicos clave: termitas [isópteros], hemípteros [pulgas y chinches, por ejemplo], escarabajos fitófagos, moscas, polillas e himenópteros, entre otros abejas, avispas y, mayoritariamente, hormigas”. Se trata de la fauna que, mientras no sea un problema, ignoramos, aunque nos rodee, aunque parte de ella nos habite —sin contar millones de millones de virus, más de diez billones de bacterias y arqueas deambulan dentro de una persona—.



 

 

Hormigas

 

Las hormigas son “especialmente notables entre los insectos por su dominio ecológico como depredadoras, carroñeras y herbívoras indirectas. Aunque las once mil especies de hormigas (Formicidae) constituyen sólo el 2% de la fauna de insectos, conforman al menos un tercio de su biomasa”.


Y no surgieron ayer. Fósiles de ámbar báltico testimonian que hace al menos 45 millones de años “las hormigas se encontraban entre los insectos dominantes, y la especie en su conjunto tenía un aspecto claramente moderno”. Las hormigas han venido evolucionando a lo largo de los últimos 150 millones de años (NSF. “Ancient Ants Arose 140-168 Million Years Ago”. ScienceDaily, April 2006). Lentas pero ganadoras: se estima que, poblando casi todos los ecosistemas del planeta, actualmente hay entre mil billones y diez mil billones de estas sabandijas, las cuales representan entre el 15 y el 25% de la biomasa total de todos los animales terrestres. Su éxito se debe tanto a su capacidad de organización social —como las termitas, las abejas, las avispas y un par de roedores, son animales eusociales—, como a que han evolucionado aparejadamente con otras formas de vida, lo cual les ha permitido establecer un montón de relaciones simbióticas. Las antañonas hormiguitas, organizadas entre sí y en armonía con su entorno, perduran.

 

 

Homínidos

 

Frente a las humildes hormigas y sus 45 millones de años de existencia sin necesidad de cambios genéticos mayores, por no mencionar los 150 millones de años que lleva su evolución, nosotros, los soberbios homo sapiens, lucimos como una irresponsable improvisación de la Naturaleza.


Con orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos, somos parte de la familia Hominidae. Los Australopithecus son uno de los géneros más antiguos de nuestra subfamilia. Estos homínidos, muy probablemente los primeros bípedos, surgieron de la cadena evolutiva no hace 45 millones de años —cuando ya existían las hormigas modernas—, ni 20 ni 10 millones…, ni siquiera cinco…, sino hace apenas unos cuatro millones de años. Lucy y la menos célebre niña Selam pertenecieron a una de las especies de esta subfamilia, los Australopithecus afarensis, a quienes, conforme con el acuerdo científico generalizado, debemos considerar nuestros respetables ancestros.

Ya mucho más cerca, el Homo erectus fue un modelito de ser humano que se mantuvo vigente a lo largo de casi dos millones de años —existió entre 1.9 millones y 117 mil años antes del presente—. El llamado niño de Turkana es un ejemplar de una de las subespecies de Homo erectus, los Homo ergaster, que habitó África entre 1.9 y 1.4 millones de años antes del presente. Se especula que pudieron ser los primeros homínidos que desarrollaron el lenguaje simbólico. Si así fue, no dejaron prueba de ello.

Luego, hace ya sólo poco menos de medio millón de años surgió una poderosa especie humana, los neandertales. Lograron sobrevivir durante el Paleolítico medio, y además se extendieron por buena parte de Europa y el Oriente Próximo, e incluso desarrollaron un complejo de soluciones tecnológicas, el Musteriense: entre 125 mil y 40 mil años antes del presente, elaboraron herramientas de sílex y cuarcita como raederas, puntas, hendidores, cuchillos, denticulados, raspadores…, y seguramente otros muchos chunches hechos con madera, de los cuales no quedó ningún rastro. Un enorme salto respecto a todo lo que hasta entonces habían hecho los homínidos y el reino animal en pleno. Claro, hay otra manera de expresarlo: a lo largo de casi cien mil años estos humanos no pasaron de tallar piedras.

 

Respecto a las hormigas, el neandertal tuvo una rauda existencia —los restos más antiguos datan de hace 430 mil años (Meyer, Arsuaga, et al. “Nuclear DNA sequences from the Middle Pleistocene Sima de los Huesos hominins”. Nature531; 2016.)—: perduraron el 0.3% del tiempo que las Formicidae llevan trabajando en la Tierra, y de aquellos humanos no queda ni uno.


 

Instinto

 

It is impossible to overlook the extent to which civilization

is built up upon a renunciation of instinct....

Sigmund Freud, Civilization and Its Discontents.

 

El efímero Homo neanderthalensis, quien por cierto no sólo era más fuerte que el sapiens sino que además tenía un cerebro más grande que el nuestro, consiguió el doble de permanencia que la que nosotros llevamos. Encima, consideremos que durante la mayor parte de nuestra historia —que fue prehistórica— los sapiens, si acaso, desplegamos las mismas tecnologías que los primos neandertales. Imaginemos que es un solo día el lapso que va desde la primera aparición arqueológicamente documentada del Homo sapiens, hace unos 200 mil años, hasta el presente. De esas 24 horas, el tiempo durante el cual los humanos fueron sólo cazadores-recolectores se habría prolongado a lo largo de casi 23 horas. Es decir, 95% de nuestra existencia lo pasamos a salto de mata, refugiándonos en cuevas, tallando piedras…, atendiendo básicamente la programación que llevamos en los genes, nuestros instintos. Y con todo y que nuestra evolución natural y cultural ha ocurrido en apenas un pequeñísimo instante, el impacto que hemos causado es planetario. Comparemos…

 

Los procariotas han habitado la Tierra desde hace unos 3,500 millones de años. En términos evolutivos, el cambio más trascendente que han impulsado estuvo a cargo de las cianobacterias, bichos que, hace unos 2,300 millones de años, desarrollaron la fotosíntesis, con la cual, por fortuna, oxigenaron el orbe y posibilitaron el surgimiento de formas de vida más compleja. Sin las microscópicas cianobacterias jamás hubieran podido existir ni los dinosaurios ni la ballena azul, un mamífero que llega a pesar hasta 200 toneladas. Bueno, ni cetáceos ni hormigas.

 

“Las comunidades de hormigas están dirigidas por una o varias reinas —leo en un artículo de NatGeo—, cuya misión en la vida es poner miles de huevos para garantizar la supervivencia de la colonia”. Muy bien, pero ¿“dirigidas”? Porque en realidad ni son reinas —la colonia no está organizada como una monarquía— ni “dirigen” a nadie; sencillamente todas saben lo que tienen que hacer, y lo hacen. Cuando construyen un hormiguero, por ejemplo, ninguna necesita que otra hormiga le enseñe cómo tiene que intervenir; su instinto se lo indica.

 

Instinto proviene del latín instinctus, “lo que te pincha e instiga desde el interior”. ¿Los primeros sapiens que buscaron refugio en una caverna lo hicieron por instinto? Seguramente, considerando que nuestros ancestros lo venían haciendo desde cientos y cientos de miles de años atrás. Habitadas a lo largo de medio millón de años por diversos homínidos, las cuevas de Nahal Me'arot, ubicadas en la cuesta oeste del Monte Carmelo, ofrecen un magnífico registro de la vida troglodita. En sus cavidades y túneles, sus últimos inquilinos, neandertales y sapiens, comían, se reproducían, ejecutaban rituales funerarios, facturaban herramientas… Nahal Me'arot testimonia tanto la evolución biológica como el incipiente desarrollo cultural del hombre, tanto sus respuestas instintivas como sus inaugurales invenciones tecnológicas.

 

 

Sapiens

 

A lado las cianobacterias, las hormigas —y todos los eucariotas, incluidos nosotros— son fauna muy novedosa. Si la biósfera tuviera 24 horas de edad, y la actualidad fuera la media noche de ese día, los organismos multicelulares habrían aparecido en la Tierra casi hasta las once de la mañana, y la vida terrestre habría comenzado a diversificarse hasta las diez de la noche. Las hormigas habrían surgido de la cadena evolutiva hace apenas una hora y la pedrada cósmica que causó la extinción de los dinosaurios habría ocurrido hace apenas 27 minutos.


Los australopitecos habrían aparecido a las once de la noche con 58 minutos y 20 segundos. Y nosotros los sapiens hace solamente cinco segundos…, durante la mayor parte de los cuales, tres segundos y un cuarto, nos dedicamos apenas a sobrevivir en el sureste africano. ¿Y el otro segundo y tres cuartos?

Hace unos 70 mil años los sapiens salieron del continente africano para plagar el orbe. Hoy, no queda un centímetro cuadrado de la superficie terrestre, emergido o marino, que no pensemos nuestro. Y lo mismo el subsuelo, el espacio aéreo, el espectro radial…, incluso el espacio exterior, la Luna y demás cuerpos celestes, considerados por nosotros mismos “patrimonio común de la especie”, según se asienta en el tratado internacional respectivo de 1967. Y eso que sólo hace unos 40 mil años comenzamos a dejar trazas de la revolución cognitiva que estábamos experimentando y que daría origen a la cultura, nuestra naturaleza.


Hace unos diez mil años, con la revolución agrícola y el sedentarismo, ninguna de ellas respuesta instintiva, ambas innovaciones culturales, comenzamos a apropiarnos del mundo.

En un parpadeo “… hemos pasado de ser un primate insignificante en peligro de extinción en las sabanas de África hasta convertirnos en el animal grande más numeroso de la Tierra” (Gaia Vince, Transcendence.). Ninguna especie de la fauna mayor ha logrado la población que hoy alcanzamos —superamos 7,900 millones en octubre pasado y estamos a meses de llegar a la colosal cifra de 8 mil millones—. Con todo, en términos de biomasa, resulta (in)significativo nuestro peso comparado con la presión que ejercemos sobre la biósfera: ¡los humanos sólo conformamos el 0.01% de la materia viva! (Yinon M. Bar-On, Rob Phillips, and R. Milo, “The biomass distribution on Earth”. PNAS. June, 2018). 

Aunque por peso nuestra participación relativa en la biomasa es estadísticamente despreciable, hemos intervenido por doquier, de tal suerte que los llamados espacios naturales ya sólo quedan como una abstracción, y tristemente somos responsables de la sexta extinción masiva de especies que ha acontecido en la Tierra. Durante el último segundo del día de la biósfera, los sapiens nos adueñamos del planeta.

 

 

(I Can't Get No) Satisfaction

 

El sapiens pegó un salto a la cúspide de la cadena trófica. En un santiamén, se adaptó a todos los ecosistemas y adecuó todos los entornos, apropiándose de paso de las fuentes de energía. Hace cinco mil años, con la invención de la escritura, potenciamos nuestra más poderosa herramienta de pensamiento, el lenguaje. La historia comenzó. En la escala humanidad/24 horas, la historia se limita a los últimos 36 minutos del día. Las tecnologías que hemos desarrollado, sobre todo a partir de la revolución científica —acaecida hace tres siglos, menos de dos minutos y medio—, lo han transformado en un ser a quien sus antepasados recientes, digamos la gente del Medioevo, vería como un ser sobrenatural.

Hemos humanizado todos los rincones del orbe. “Mira a tu alrededor: somos los diseñadores inteligentes de todo lo que ves. No hay ninguna parte de la Tierra que no haya sido tocada por nosotros…”, resume Gaia Vince (Transcendence, 2020). Todo gracias a nuestro deseo y capacidades culturales, no a nuestros instintos, tampoco a nuestra inteligencia, sino a nuestra ferviente avidez de alterar todo. Somos la fauna insatisfecha con el mundo tal y como está: “el ser humano es un animal que raramente alcanza un estado de completa satisfacción, excepto en breves períodos de tiempo”, afirma Maslo. Somos bichos insaciables

 

“Si un pez deseara vivir en la tierra, no podría hacerlo. Pero —señala la famosa hipótesis de Clynes y Kline, quienes acuñaron el concepto cyborg— si existiera un pez particularmente inteligente e ingenioso, que hubiera estudiado bastante bioquímica y fisiología, fuera ingeniero cibernético, y tuviera excelentes instalaciones de laboratorio a su disposición, ese pez podría diseñar un instrumento que le permitiría vivir en tierra y respirar el aire con facilidad.” (Cyborgs and Space). Tal vez…, pero intuyo que sería mucho más fácil encontrar un pez súper inteligente y estudiado que uno que tuviera el más mínimo deseo de vivir de forma diferente a como lo hace naturalmente.

Nosotros, en cambio, hemos creado herramientas, armas, jardines, arte, infinidad de mecanismos, mitos, ornato, incontables objetos innecesarios, repuestos y extensiones corporales, sistemas filosóficos, juegos, ¡el mole!… Hemos creado un mundo humano. ¿Por qué? Porque sería tan difícil encontrar un pez ingeniero en cibernética que un humano que no deseara vivir de manera distinta de como vive ahora. El ansia de cambio es el demiurgo del sapiens.

 

 

Chispa

 

El mundo no está creciendo, pero la población humana sí, vertiginosamente. Con todo y pandemia, al viernes pasado, se estima que, descontando todos los fallecimientos y sumando los nacimientos, tan sólo de enero a noviembre de 2021 la población mundial se ha incrementado en más de 76 millones, unas ocho veces la población total de la CDMX. Cada vez consumimos más recursos y alteramos más drásticamente el medio ambiente. La masa antropogénica —la masa de los objetos sólidos inanimados fabricados por humanos que no han sido demolidos ni sacados de servicio y reincorporados— ha crecido galopante durante el último siglo, ¡duplicándose aproximadamente cada 20 años! La masa antropogénica ha pasado del 3% de la biomasa mundial en 1900… ¡a rebasarla! Efectivamente, en 2020 el peso de masa antropogénica superó por primera vez el peso seco (excepto el agua y los fluidos) de toda la vida en la Tierra, incluidos humanos, animales, plantas, hongos e incluso la amplísima fauna micro orgánica.

Y todo, claro, fabricado a partir de materias primas. Para construir carreteras, alfombras, edificios, papel, tazas de café, autos, computadoras y todas las demás cosas hechas por el hombre, se requieren miles de millones de toneladas de combustibles fósiles, metales y minerales, madera, productos agrícolas… Anualmente extraemos unos 90 mil millones de toneladas de materias primas de la Tierra.

Somos una chispa: intensa, luminosa…, sí, pero también incendiaria y muy probablemente, me temo, fugaz. Dados los estropicios causados por la injerencia humana en todas partes, el más reciente Informe… del Programa de la ONU para el Desarrollo admite que la peor amenaza para la humanidad somos hoy nosotros mismos, y establece que más nos vale parar la desquiciada estampida al abismo — lemming-like rush towards to our destruction, Iain McGilchrist dixit—.  Cambiamos el sistema —cuyo “único objetivo al parecer es incinerar la Tierra para que una pequeña camarilla de los absurdamente súper ricos sume filas interminables de ceros a sus cuentas bancarias”, formula Fabian Scheidler— o la catástrofe está asegurada. Dado que “los desequilibrios planetarios y los desequilibrios sociales se agravan mutuamente”, se requiere el desarrollo, pero eliminando las presiones planetarias. Pero ¿cómo? ¿Regresando a la Naturaleza? No, al contrario: “… mejorando la equidad, fomentando la innovación e inculcando el afán de custodia de la naturaleza.”, apunta el documento de la ONU.

 

El diseño inteligente existe, pero no es la causa, es el resultado de la evolución. Somos nosotros. Modificando nuestros patrones culturales, para salvar el pellejo, debemos ahora hacernos cargo de la custodia de la Naturaleza.

 

Finalizo citando un documento publicado hace poco. Entonces generó una enorme polémica, aunque apuesto que muy pocos lo leyeron. En las siguientes palabras encuentro una bien consensada respuesta a la pregunta de cómo encarar nuestro presente: “Compartimos el planeta con un sinfín de organismos no humanos. Muchos de ellos están en la tierra desde millones de años antes del surgimiento de la humanidad y muchos otros seguirán aquí cuando ya no estemos. De las plantas y de los otros animales nos distinguen el intelecto y una capacidad cualitativamente mayor para transformar el entorno, tan portentosa como terrible. Salvo por las comunidades agrarias y ancestrales, la humanidad ha perdido el control de esa capacidad y ha generado daños inconmensurables al medio ambiente. Es un imperativo ético… recuperar ese control para restaurar los ecosistemas… y colaborar para recuperar el equilibrio perdido en el ámbito planetario, no sólo por la supervivencia de las otras especies sino por la de la nuestra” (Guía Ética para la transformación de México de la 4T).

 

¿Estamos satisfechos o cambiamos?

jueves, 25 de noviembre de 2021

El bicho, la marmota y el realismo capitalista

  

Para que haya un cambio social…,

es necesario que haya una transformación cultural.

Es decir, un nuevo sentido común…

Kate Crehan, Gramsci's Common Sense: Inequality and Its Narratives.

 

 

 

1

 

Los demasiados meses de confinamiento a cuenta y cargo del nefando bicho fueron un formidable laboratorio sociológico en el que fue posible observar una marabunta de fenómenos, entre otros, la desazón que puede originar en muchas personas la carencia de protocolos de comportamiento para encarar situaciones inéditas. Parcialmente, a dicho déficit se reduce la nostalgia de normalidad que tanta gente parece (o cree) experimentar. Millones de personas permanecimos en reclusión domiciliaria a lo largo de meses y meses que, sorpresivamente, rebasaron el año. Más allá de las penurias económicas que ha padecido mucha gente, incluso entre quienes tuvimos la fortuna de poder seguir trabajando desde el encierro cundió el desasosiego. Recuerdo que, a finales del año pasado, durante una conversación telefónica, mi buen amigo RD me dijo que ya no aguantaba más el enclaustramiento:

 

— Yo sí ya estoy muy estresado. Te juro que hay días en que nada más quiero salir corriendo.

 

Solamente para confirmar, le pregunté si padecía algún tipo de claustrofobia, si faltaba espacio en su departamento…, incluso me animé a cuestionarlo si tenía alguna bronca familiar. Nada.

 

— ¡Pero ve tú a saber cuándo vamos a regresar a la normalidad…! De plano no se le ve fin a esto.

 

— La incertidumbre, claro.

 

— ¡Y tanto día de la marmota! –se quejó.

 

— ¿Marmota…, cuál marmota?

 

— ¿No viste esa película? Ya viejita. Sale Bill Murray. Una en donde todos los días un cuate se despierta el mismo día, el mismo, igualito todo, diario… ¡Un infierno! Así estamos: ¡pinches días están de la marmota!

 

 

2

 

Nuestro día a día resultaría absolutamente pasmoso si no contáramos con las instrucciones de vida con las que, desde que llegamos al mundo, somos socialmente dotados. Casi todo nuestro comportamiento, en realidad, está predeterminado socialmente: somos seres culturalmente programados. El sentido común es en buena medida un ubérrimo bagaje de usanzas cotidianas, rutinas y en general maneras de actuar que nos permiten enfrentar la existencia sin tener que pensar y decidir a cada paso qué creer, qué hacer, cómo hacerlo… Desde esta perspectiva, el sentido común —lo que Giddens denomina conciencia práctica— no es otra cosa que un abultadísimo acervo de algoritmos que posibilita que podamos actuar prejuiciadamente. El sentido común es nuestro piloto automático social.

 

Actuar en piloto automático social es muy cómodo, pero cuando la dinámica social cambia bruscamente —también cuando alguien viaja a lugares con costumbres diferentes a las suyas— de inmediato surge la confusión y el estrés. Como Giddens, Noam Chomsky recalca la practicidad del sentido común e insiste en que vivir sin él resulta humanamente imposible. Sin embargo, en su más reciente libro (Consequences of Capitalism: Manufacturing Discontent and Resistance, 2021), el sabio nonagenario enfoca su atención en los peligros que encierra andar por la vida en puro piloto automático. 

 

Para explicar de dónde viene el sentido común y cómo es que se forma, Chomsky primero apunta que en las sociedades occidentales contemporáneas los gobernados tienen que creer que el gobierno actúa a favor del interés público. “Esta es la base sobre la cual las personas ceden su consentimiento para ser gobernadas.” ¿Y cómo se desarrolla esta noción? Cuando los gobernantes promulgan y refuerzan constantemente un sentido común particular sobre el mundo, según el cual la forma en que están operando no sólo es la forma en que es el mundo, sino que la forma en que el mundo debe ser. A partir de ahí, “por definición, todo lo que se opone a ese sentido común se vuelve literalmente impensable y se convierte —y uso este término deliberadamente— en una tontería (nonsense)”. Enseguida, Chomsky recuerda que conforme al sentido común dominante “si no tienes éxito, o no estás trabajando lo suficiente o no estás cumpliendo con las reglas o ambas cosas”. ¡Échale ganas! La solución está en ti. No hay pobreza que resista años de trabajo, Sí se puede…, y demás monserga. En suma, si no eres exitoso resulta que, esencialmente, tu fracaso es tu culpa. Por supuesto, el afianzamiento de este sentido común —o realismo capitalista, según el concepto acuñado por Mark Fisher (Capitalist Realism. Is There No Alternative?, 2009)—, resulta muy conviene para las élites gobernantes, sobre todo si se quiere afianzar la idea de que el gobierno no tiene ningún pendiente que atender en favor de la equidad, sobre todo si se quiere apuntalar el dogma de que las cosas son como son y no hay de otra. Efectivamente, “parte de la potencia del sentido común es descartar de nuestro pensamiento diferentes maneras de concebir el mundo. Es decir, subyugar nuestra propia capacidad mental para imaginar el mundo de otra manera.”

 

 

3

 

Ante el Consejo de Seguridad de la ONU, hace unos días (9/XI/2021), el presidente López Obrador afirmó: “… en el mundo actual la generosidad y el sentido de lo común están siendo desplazados por el egoísmo y la ambición privada. El espíritu de cooperación pierde terreno ante el afán de lucro y, con ello, nos deslizamos de la civilización a la barbarie y caminamos como enajenados…”  El sentido de lo común, ciertamente, hoy no es parte del sentido común hegemónico. El piloto automático social vigente instruye a usted a que se preocupe por usted, y que los demás se rasquen con sus propias uñas. El piloto automático social hegemónico es fundamentalmente antisocial. Mientras no construyamos un nuevo sentido común seguiremos caminando como enajenados y los días seguirán de la marmota.

jueves, 18 de noviembre de 2021

Inconsciencia por sentido común

  

A María Elena de Luna…,

que se acordó de los japoneses.

 

Parasitizing others’ experiences is by far

the best way to acquire information…

Gaia Vince, Transcendence.

 

 

 

1

 

Hace casi treinta años formé parte de un equipo de trabajo que consiguió emprender una tarea épica. No entraré en detalles, pero para lograrlo, además de partirnos el lomo de lunes a sábado durante más de doce horas diarias a lo largo de casi dos años, de andar de arriba para abajo por todo el país y de organizar a un montonal de gente, fue necesario importar tecnología de punta. Cinco individuos coordinábamos las direcciones de área, encabezados por un neolonés terco, enojón y entrañable, don JQG (†). Dado que habíamos podido importar e incorporar muy pronto a las actividades operativas un titipuchal de sofisticadísimos artefactos de medición y posicionamiento que apenas comenzaban a emplearse en el resto del mundo, era frecuente que recibiéramos visitantes de otros países, sobre todo de gobiernos interesados en averiguar cómo lo habíamos hecho. A don J le encantaba recibir a los invitados en su despacho con un platón de frutas al centro de la mesa, cuantimás si se trataba de extranjeros. Una ocasión, un grupo de japoneses acudió a nuestras hidrocálidas oficinas. Luego de las solemnes presentaciones, tomamos asiento. En el platón había manzanas, mangos, uvas y, claro, guayabas de Calvillo. Se repartieron vasos de agua, tazas de café… Don J, quien muy rara vez comía algo, prendió uno de sus infaltables Raleigh, se encendió el proyector e iniciaron las exposiciones. Alguno comenzó a comer uvas, otro más tomó un mango… Minutos después escuché un reprimido alborozo entre los japoneses… No fue sino hasta que terminó la presentación inicial que pude entender lo que sucedía: todos ellos estaban sorprendidos y subyugados por el sabor de las guayabas. Uno de ellos explicó que no conocían la fruta. La reunión se prolongaría unas tres horas más; las guayabas volaron mientras íbamos abordando un sinfín de complejidades geodésicas, jurídicas, topográficas, logísticas, geomáticas…, eso sí, ninguno de nosotros se animó a aclarar a los amables orientales que las guayabas se comen sin pelar.

 

 

2

 

Por supuesto, no hay nada malo en descascarar guayabas, nada incorrecto…, pero, al menos en México, así no se comen. Aquí, pelar guayabas va en contra de las reglas. ¿Reglas?

 

Como explica Chomsky, gran parte de nuestro comportamiento se rige por reglas, “incluso si en la mayoría de las situaciones no tenemos que pensar en esas reglas, o incluso ni siquiera en que existen esas reglas” (Noam Chomsky, Marv Waterstone, Consequences of Capitalism: Manufacturing Discontent and Resistance, 2021). Bien, ¿qué reglas? Reglas sociales. “Las normas sociales rigen nuestras vidas y, sin embargo, no existen como propiedades objetivas del mundo. La gravedad existe tanto si te suscribes a ella como si no; el asesinato está mal en algunos contextos culturales, pero merece una medalla en otros” (Gaia Vince, Transcendence). Las reglas sociales son pautas que acatamos sin necesidad de que estén estipuladas en ningún tipo de ordenanza o instrumento jurídico, sobre todo en la medida en la que las emparentamos con el sentido común, al menos con la noción de sentido común que le otorga una función normativa, equivalente al buen sentido, al buen juicio. ¿Por qué? Porque así se hace y punto. Desde esta perspectiva, en México va contra el sentido común, no es correcto, pelar guayabas: comemos esos frutos con su cáscara, y para hacerlo nadie necesita pensar en ello, decidirlo. En cierto sentido, lo hacemos de manera inconsciente. Inconsciente no desde el punto de vista freudiano, ni desde la inconsciencia en la que uno se aposenta cuando está dormido ni en la que puede agenciarte un buen toletazo en la cabeza —no es que uno haya perdido el registro de los estímulos circundantes—. Inconsciente tampoco en el sentido de actuar sin tener conciencia de la información requerida para hacerlo adecuadamente —v.g.: Fulano era inconsciente de que el agua tenía cianuro y se la tomó toda—. No, se trata de otro tipo de inconsciencia, una inconsciencia construida socialmente… e inconscientemente: comemos guayabas sin necesidad de tener que pensar ni decidir si es necesario pelarlas gracias a que disponemos de lo que el sociólogo británico Anthony Giddens (Londres, 1938) denomina conciencia práctica, la cual opone a la conciencia discursiva (Consciousness, Self and Social Encounters, segundo capítulo del ya clásico The Constitution of Society; University of California Press, 1984). Giddens llama conciencia práctica a la acumulación de comportamiento aprendido que nos sirve para transitar funcionalmente por las situaciones que enfrentamos en la vida cotidiana, sin necesidad de reflexionar y decidir a cada momento. La conciencia práctica es, pues, una especie de piloto automático, una forma de llamar al dichoso sentido común. Así que no sólo es práctica, es necesaria, porque sin ella permaneceríamos atascados.

 

Siguiendo la teoría de Giddens (structuration), Noam Chomsky subraya que “las personas a través de sus prácticas crean y refuerzan las reglas [sociales], pero luego se olvidan del hecho de que son reglas creadas por la gente. Las reglas comienzan a tomar un carácter tal, que parece que simplemente operan independientemente de la sociedad. Ese es problema, que olvidamos que somos los creadores de reglas…”

 

 

3

 

Cuando se fueron los japoneses, claro, comentamos el asunto de las guayabas.

 

— ¿Y por qué no les dijeron que no se pelaban? –nos cuestionó don J.

 

— Tampoco usted les dijo nada —le respondí.

 

— …

 

En realidad, nos pasó como a ellos: nuestra conciencia práctica no tenía respuesta automática para esa situación.