Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

jueves, 18 de noviembre de 2021

Inconsciencia por sentido común

  

A María Elena de Luna…,

que se acordó de los japoneses.

 

Parasitizing others’ experiences is by far

the best way to acquire information…

Gaia Vince, Transcendence.

 

 

 

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Hace casi treinta años formé parte de un equipo de trabajo que consiguió emprender una tarea épica. No entraré en detalles, pero para lograrlo, además de partirnos el lomo de lunes a sábado durante más de doce horas diarias a lo largo de casi dos años, de andar de arriba para abajo por todo el país y de organizar a un montonal de gente, fue necesario importar tecnología de punta. Cinco individuos coordinábamos las direcciones de área, encabezados por un neolonés terco, enojón y entrañable, don JQG (†). Dado que habíamos podido importar e incorporar muy pronto a las actividades operativas un titipuchal de sofisticadísimos artefactos de medición y posicionamiento que apenas comenzaban a emplearse en el resto del mundo, era frecuente que recibiéramos visitantes de otros países, sobre todo de gobiernos interesados en averiguar cómo lo habíamos hecho. A don J le encantaba recibir a los invitados en su despacho con un platón de frutas al centro de la mesa, cuantimás si se trataba de extranjeros. Una ocasión, un grupo de japoneses acudió a nuestras hidrocálidas oficinas. Luego de las solemnes presentaciones, tomamos asiento. En el platón había manzanas, mangos, uvas y, claro, guayabas de Calvillo. Se repartieron vasos de agua, tazas de café… Don J, quien muy rara vez comía algo, prendió uno de sus infaltables Raleigh, se encendió el proyector e iniciaron las exposiciones. Alguno comenzó a comer uvas, otro más tomó un mango… Minutos después escuché un reprimido alborozo entre los japoneses… No fue sino hasta que terminó la presentación inicial que pude entender lo que sucedía: todos ellos estaban sorprendidos y subyugados por el sabor de las guayabas. Uno de ellos explicó que no conocían la fruta. La reunión se prolongaría unas tres horas más; las guayabas volaron mientras íbamos abordando un sinfín de complejidades geodésicas, jurídicas, topográficas, logísticas, geomáticas…, eso sí, ninguno de nosotros se animó a aclarar a los amables orientales que las guayabas se comen sin pelar.

 

 

2

 

Por supuesto, no hay nada malo en descascarar guayabas, nada incorrecto…, pero, al menos en México, así no se comen. Aquí, pelar guayabas va en contra de las reglas. ¿Reglas?

 

Como explica Chomsky, gran parte de nuestro comportamiento se rige por reglas, “incluso si en la mayoría de las situaciones no tenemos que pensar en esas reglas, o incluso ni siquiera en que existen esas reglas” (Noam Chomsky, Marv Waterstone, Consequences of Capitalism: Manufacturing Discontent and Resistance, 2021). Bien, ¿qué reglas? Reglas sociales. “Las normas sociales rigen nuestras vidas y, sin embargo, no existen como propiedades objetivas del mundo. La gravedad existe tanto si te suscribes a ella como si no; el asesinato está mal en algunos contextos culturales, pero merece una medalla en otros” (Gaia Vince, Transcendence). Las reglas sociales son pautas que acatamos sin necesidad de que estén estipuladas en ningún tipo de ordenanza o instrumento jurídico, sobre todo en la medida en la que las emparentamos con el sentido común, al menos con la noción de sentido común que le otorga una función normativa, equivalente al buen sentido, al buen juicio. ¿Por qué? Porque así se hace y punto. Desde esta perspectiva, en México va contra el sentido común, no es correcto, pelar guayabas: comemos esos frutos con su cáscara, y para hacerlo nadie necesita pensar en ello, decidirlo. En cierto sentido, lo hacemos de manera inconsciente. Inconsciente no desde el punto de vista freudiano, ni desde la inconsciencia en la que uno se aposenta cuando está dormido ni en la que puede agenciarte un buen toletazo en la cabeza —no es que uno haya perdido el registro de los estímulos circundantes—. Inconsciente tampoco en el sentido de actuar sin tener conciencia de la información requerida para hacerlo adecuadamente —v.g.: Fulano era inconsciente de que el agua tenía cianuro y se la tomó toda—. No, se trata de otro tipo de inconsciencia, una inconsciencia construida socialmente… e inconscientemente: comemos guayabas sin necesidad de tener que pensar ni decidir si es necesario pelarlas gracias a que disponemos de lo que el sociólogo británico Anthony Giddens (Londres, 1938) denomina conciencia práctica, la cual opone a la conciencia discursiva (Consciousness, Self and Social Encounters, segundo capítulo del ya clásico The Constitution of Society; University of California Press, 1984). Giddens llama conciencia práctica a la acumulación de comportamiento aprendido que nos sirve para transitar funcionalmente por las situaciones que enfrentamos en la vida cotidiana, sin necesidad de reflexionar y decidir a cada momento. La conciencia práctica es, pues, una especie de piloto automático, una forma de llamar al dichoso sentido común. Así que no sólo es práctica, es necesaria, porque sin ella permaneceríamos atascados.

 

Siguiendo la teoría de Giddens (structuration), Noam Chomsky subraya que “las personas a través de sus prácticas crean y refuerzan las reglas [sociales], pero luego se olvidan del hecho de que son reglas creadas por la gente. Las reglas comienzan a tomar un carácter tal, que parece que simplemente operan independientemente de la sociedad. Ese es problema, que olvidamos que somos los creadores de reglas…”

 

 

3

 

Cuando se fueron los japoneses, claro, comentamos el asunto de las guayabas.

 

— ¿Y por qué no les dijeron que no se pelaban? –nos cuestionó don J.

 

— Tampoco usted les dijo nada —le respondí.

 

— …

 

En realidad, nos pasó como a ellos: nuestra conciencia práctica no tenía respuesta automática para esa situación.

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