Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 8 de diciembre de 2024

Por la cuarta

  

¿Que qué me ha dado el destino? Alcance…

 

Inaplazable, este es el hecho: en unas semanas dejaré de ser adulto menor. De un día para el otro voy a despertar apoltronado en el último tramo de la vida, de mi vida. ¿El último? Pues sí, el último, porque, aceptémoslo, ¿quién diablos ha oído hablar de una “cuarta edad”? La tercera es la vencida. En fin, por más que yo sienta que es demasiado temprano para llegar a la “madurez tardía”, la mutación abrupta es ineludible y está fatalmente programada: uno cumple sesenta años e ipso facto, esté como esté, ande como ande, ingresa a la vejez. El paso es inapelable, palmario, una deportación a la categoría de provecto.

 

El tercer cambio de página es algo muy distinto de lo que ocurre con los límites más bien porosos de los otros dos tramos de la existencia. Porque, a ver, ¿la primera edad comienza con el primer berrido, es decir, cuando uno es expulsado al mundo, o tenemos una especie de pretemporada, una etapa prologal, digamos, al menos hasta que el recién nacido consiga estructurar un incipiente Yo o quizá hasta que comience a gatear o pueda balbucear algunas palabras? Y después, ¿cuándo comienza la segunda edad? ¿Al principio de la ajetreada pubertad, alrededor de los doce, o a su término, por ahí de los quince o tres años después, a los dieciocho, cuando alcanzamos la ciudadanía? ¿O quizá hasta los treinta cuando ya es ridículo andar por la vida negando la condición de adulto? Eso sí, en términos jurídicos, usted puede exigir que lo consideren joven mientras ande entre los doce y los veintinueve años. Por mi parte, es indiscutible que vivo los últimos días de mi segunda edad: en este país, oficialmente, de acuerdo con la Ley de los Derechos de las Personas Adultas Mayores, la tercera edad comienza oficialmente a los sesenta años. Al día siguiente de mi próximo cumpleaños podré ir a tramitar mi credencial del INAPAM para poder acreditarme como viejito.




 

*

 

La costumbre de dividir la vida en tres tramos es antañona, por lo menos en la tradición occidental. Por ejemplo, podemos recordar una célebre adivinanza milenaria. Aunque por allá del siglo V antes de nuestra era ni en Edipo rey ni en Edipo en Colono Sófocles haya referido a detalle el enigma que la ambigua Esfinge planteó al trágico joven tebano, en su explicación argumental, siglo y medio más tarde, Aristófanes de Bizancio la recupera: 

Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz, y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, por el aire o en el mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad en sus miembros es mucho más débil.


Aristófanes da cuenta igual de la solución, que debió de ser la respuesta de Edipo. También la provee, pero más bonito y un montón de siglos después, un porteño, Borges:

Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día

y con tres pies errando por en vano

ámbito de la tarde, así veía

la eterna esfinge a su inconstante hermano.

Recordemos que, en su Ética a Nicómaco, Aristóteles seccionó la vida humana en tres: la infancia dependiente y formativa; la juventud, en la que se forja la autonomía, y la plenitud, en la que es exigible que uno alcance la sabiduría y la virtud. Hace poco menos de doscientos años, Augusto Comte adujo que la vida de las personas sucede en tres estadios: “cada uno de nosotros, al examinar su propia historia, ¿no recuerda haber sido sucesivamente, en lo que respecta a sus nociones más importantes, un teólogo en su infancia, un metafísico en su juventud y un físico en su madurez?” (Curso de filosofía positiva). De igual manera, Herr Doktor Freud, postuló que el desarrollo de nuestra sexualidad ocurre en tres trancos: pregenital, de latencia y genital. Y podría seguir ejemplificando…

 

Como sea, no tiene caso alegar que en la actualidad resulta más bien raro toparse con un sexagenario obligado a usar bastón o que es frecuente cruzarse con personas que, con la misma edad a cuestas, siguen pensando teológicamente o tengan cualquier característica menos la de ser sabios, como sea, con o sin báculo, pensando científicamente o no, chocheando o rockeando, llegando al sexto piso, todos y todas, sanos y decrépitos, animados y quebrados, somos confinados en bola en el copete de la pirámide. Y si uno es lo de menos, uno mismo, yo en esta ocasión, más; así que si traje a cuento mi caso es por significativo, y no por ejemplar, pero sí como ejemplo, ejemplo de un evento, importante desde un punto de vista generacional, que está a punto de suceder.

 

*

 

En el texto clásico sobre el tema, El problema de las generaciones (1928), el húngaro Karl Mannheim propone que una conexión generacional se establece gracias a un cierto parecido cultural que hay entre los individuos agregados a un determinado período histórico. Si bien conviene en que, efectivamente, el fenómeno sociológico de la conexión generacional se fundamenta en el hecho del ritmo biológico del nacimiento y la muerte de la gente, no lo determina, porque “estar fundamentado en algo no llega a significar ser deducible de eso o estar contenido en ese algo”. En cambio, piensa que “para estar incluido en una posición generacional, tiene uno que haber nacido no sólo el mismo año sino, en el mismo ámbito histórico-social —en la misma comunidad de vida histórica— y dentro del mismo período”. Y aquí está dicho, pues, lo que permite entender desde entonces que no necesariamente todas y cada una de las generaciones tienen que durar lo mismo: conforme se acelera el cambio histórico, las generaciones se acortan, y en contra parte, en períodos en los que la estabilidad se prolonga, las generaciones se ensanchan.

 

Desde una perspectiva sociológica, una generación es un grupo de hombres y mujeres que nacieron en un período histórico relativamente delimitado, y que por eso mismo más o menos comparten determinadas experiencias, eventos significativos, valores, en fin, ciertas características culturales. Dichas cohortes demográficas pretenden dar cuenta de las peculiaridades en cuanto a la visión del mundo, actitudes, comportamientos y formas de relacionarse, a partir del tiempo en el que a cada uno le tocó vivir. Desde esta postura conceptual, una de las cohortes generacionales más utilizadas en Occidente tiene su origen en la Sociología, pero sus usos más bien en la comunicación masiva y marcadamente en la mercadotecnia. Así, por ejemplo, se habla de los dichosos milenials, una generación que nació aún en el siglo XX, entre 1981 y 1996. Híbridos, muestran una mezcla de tradición y modernidad. Crecieron en los albores de la revolución digital, pero también vivieron las postrimerías de la época aquella en la que las computadoras eran cosa de películas de ciencia ficción. Previa a la de los milenias fue la llamada generación X, compuesta por quienes nacieron entre 1965 y 1980, por lo que crecieron en un contexto de cambios sociales y tecnológicos significativos, como el auge de la informática y el final de la Guerra Fría.  A los milenials le seguirían los centenials o generación Z, nacidos entre 1997 y 2012, y luego los más chavitos, la generación alfa, llegados al mundo de 2013 hasta hoy. Pero más que de las más recientes, considerando el evento histórico que está a punto de suceder y del cual fatalmente tomaré parte, me quiero referir a las generaciones más vetustas.

 

Comienzo por la generación perdida, individuos nacidos entre 1883 y 1900, alcanzaron la mayoría de edad durante la Primera Guerra Mundial. El origen del término se halla en el arte; fue un mote popularizado por Gertrude Stein y Ernest Hemingway para referirse al grupo de escritores y artistas expatriados que vivieron en París durante la década de 1920. Fue una generación caracterizada por la desilusión ante los horrores de la guerra, lo que los llevó a la bohemia, la vanguardia y a rechazar las normas y valores tradicionales de la sociedad burguesa. De esa generación no queda ya nadie vivo.



Luego llegó la generación grandiosa. Comprende a las personas nacidas entre 1901 y 1927, así que muchos de sus miembros alcanzaron la mayoría de edad durante la II Guerra Mundial. Esta generación es valorada por su sentido del deber, patriotismo y capacidad de trabajo y para superar desafíos significativos. Muy probablemente aún permanezcan entre nosotros, en todo el mundo, poco menos de un millón de miembros de esta generación. Después tenemos a la generación silenciosa, los nacidos entre 1928 y 1945. De actitud conservadora y una fuerte preferencia por la estabilidad social, prefirieron evitar el activismo político y las expresiones artísticas novedosas. Hoy los más jovencitos de ellos tienen 78 años.

 

Enseguida aparecieron los famosos baby boomers. Nacidos entre 1946 y 1964, fueron y son hombres y mujeres que crecieron durante un periodo de prosperidad económica y estabilidad, tras la Segunda Guerra Mundial. Esta cohorte fue la que protagonizó un aumento significativo en la natalidad, el baby boom, de ahí su nombre. La celebérrima explosión demográfica se refiere a ellos. En general, pudieron disfrutar de un entorno familiar seguro y acceso a educación, tecnología y servicios de salud.



Son, somos un montón… y en unos cuantos días, el primero de enero de 2025, no quedará ya ninguno de ellos, ninguna de ellas, ninguno de nosotros que no sea un venerable integrante de la tercera edad.

 

Sirva todo lo anterior para fundamentar una propuesta. Juzgo que, en este país, actualmente, buena parte de los sexagenarios, más menos unos diez millones de personas, modestia aparte, todavía aguantamos un piano, todavía tenemos y debemos aportar. Así que propongo que vayamos instaurando que después de la tercera edad hay al menos una cuarta, digamos que comienza, comenzará en mi caso, a los 85 años.

 

A seguir dándole que hay mucho qué hacer. Por lo demás, a mí se me hace que estas dos preguntas de Juan Gelman son afirmaciones y les sobran los signos de interrogación:

El temor a la vejez ¿envejece?

el temor a la muerte ¿enmuerta?

domingo, 1 de diciembre de 2024

Generaciones de perros y perrófilos

 

Una especie que viviera eternamente

tendría que aprender a olvidarse de sí misma,

y compensar la falta de nuevas generaciones.

Karl Mannheim, El problema de las generaciones.

 

 

Vengo del tianguis. Presté atención especial al tema y puedo reportar lo siguiente: vi más perros que niños. No exagero si digo que la proporción anda como de tres a uno. Claro, eso ocurre porque cada vez hay más gente que tiene canes en vez de prole. En inglés, comienzan a mentar el fenómeno como petparenting (paternidad de mascotas); el término refleja la tendencia de muchas personas a considerar a sus mascotas, especialmente perros, como parte de la familia, asumiendo roles de cuidado y crianza similares a los de los padres con sus hijos.



Sería un despropósito afirmar que, a diferencia de todas las anteriores, las nuevas generaciones de perros se sienten hijos de sus dueños. ¿Por qué? Porque si bien podemos hablar de generaciones de perros en términos biológicos —“El Borisjonson y la Ladydi son ya de la cuarta generación desde que nos regalaron a la primera pareja de mastines ingleses”—, desde finales del siglo XIX el término se refiere más bien a humanos. Por lo demás, los perros no presentan comportamientos culturales, en cualquier caso, se prestan a formar parte de ellos. Así, ¿lo correcto sería sostener que, a diferencia de todas las anteriores, las nuevas generaciones de humanos actúan como si sus perros fueran niños? Sin duda el fenómeno es novedoso, reciente, pero ¿será que se muestra entre las “nuevas generaciones”? Bueno, debo decir que la mayoría de las personas que uno ve en la calle exhibiendo los dotes parentales que le pueden dispensar a sus perros son gente que ya no se cuece al primer hervor. Muy probablemente el perfil demográfico más común sea mujer solitaria de más de cincuenta años, aunque también abundan canofílicos jóvenes, mujeres y hombres. ¿Quienes hoy tienen, digamos, cincuenta años, necesariamente pertenecen a una generación distinta a la de una pareja de treintañeros? Desde una perspectiva biológica, sin duda, pero no necesariamente en términos culturales.

 

Alfred Victor Espinas (1844-1922), un pensador francés discípulo de Augusto Comte, escribió en 1878 Des sociétés animales, un ensayo seminal en el campo de la sociología comparada y la psicología animal. Espinas aborda la cuestión de las estructuras sociales en los animales, en particular en aquellas especies que viven en grupos (abejas, hormigas, lobos, monos), y compara sus comportamientos y organización comunitaria con los de los seres humanos. Espinas pretende establecer paralelos entre la vida social humana y la animal. Una de las contribuciones más importantes de Espinas fue la distinción que hizo entre sociabilidad instintiva, propia de los animales, y la sociabilidad reflexiva, específicamente homínida. Subrayó también que, aunque las sociedades animales presentan ciertas analogías con las nuestras, las sociedades humanas son mucho más dinámicas y flexibles, ya que evolucionan culturalmente por medio del lenguaje y la reflexión individual, mientras que las animales permanecen prácticamente sin cambios mientras la evolución biológica no los requiera.

 

Por cierto, Comte (1798-1857) —quien para más de uno debemos considerar el primer sociológo de la historia— pensaba que el cambio generacional entre los seres humanos está directamente relacionado con la duración de la vida de las personas. Es decir, mantenía aún un criterio apegado a la Biología. Sostuvo que, si se alargara demasiado la duración de la vida de la gente, el tempo del progreso se ralentizaría; en tanto que, por el contrario, si nuestra vida tuviera menos duración, digamos la mitad o una cuarta parte del promedio actual, el tempo del progreso se aceleraría. ¿Por qué? Porque pensaba que la gente mayor es conservadora y los jóvenes revolucionarios, necesariamente, de tal suerte que, si perduraran más los primeros, el cambio se atascaría. Por supuesto, don Augusto se equivocó feo. Justo cuando la esperanza de vida ha aumentado como nunca —en 1800, a nivel mundial, difícilmente superaba los treinta años, mientras que, si bien con variaciones significativas según la región, actualmente la esperanza de vida global promedio ronda los 72-73 años—, la velocidad del progreso científico y tecnológico —justo como a él le parecía adecuado medirla— se ha vuelto vertiginosa.

 

Los primeros intentos de teorizar seriamente la cuestión de las generaciones fueron realizados en el marco del positivismo, sobre todo por franceses. “En el fondo de la cuestión estaba el afán por encontrar una ley general del ritmo de la historia, y de encontrarla a base de la ley biológica de la limitada duración de la vida del hombre y del hecho de la edad y sus etapas”, explica el húngaro Karl Mannheim (1893-1947) en el texto clásico de la Sociología en la materia, El problema de las generaciones (1928).

 

Otro francés, François Mentré (1877-1950), en su libro Les générations sociales, (1920), realizó la primera revisión histórica del concepto de generaciones, desde la perspectiva social. Hay que considerarlo el último positivista —su ensayo se apoya en el trabajo de Espinas— y el primero que logró salir de la visión biologista. Mentré desarrolla la tesis de que las generaciones humanas no sólo se definen por criterios biológicos o cronológicos, sino también por factores sociales y culturales que moldean su identidad colectiva. Mentré aventura por fin la idea de que cada generación está influida por el contexto histórico y las transformaciones sociales de su tiempo, lo que genera un conjunto de experiencias compartidas que configuran sus valores, actitudes y perspectivas. Para él, el concepto de generación es clave para entender la dinámica de cambio en las sociedades, ya que las tensiones y los contrastes entre generaciones impulsan la evolución social.

 

Será Karl Mannheim quien termine de redondear el concepto. En fin, sin adelantar la próxima entrega, adelanto que él comprendió que la juventud no es necesariamente innovadora y que la mera contemporaneidad biológica no basta para constituir una posición generacional afín, de modo tal que es perfectamente posible que sean hoy las personas más vetustas quienes sigan imponiendo patrones culturales a los más jóvenes. 

 

— Mi abuelo decía que su generación era más obediente –le comentó un padre a su hijo.

 

— Mi perro ahora dice lo mismo de mí —respondió el joven.