Y podemos decir… de todo objeto histórico…,
lo que Heráclito decía del dios de Delfos,
que 'no dice ni esconde, sino significa'...
Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia.
Escribo “Vivimos tiempos extraordinarios”. Instantes, horas, años, centurias después, pero siempre ahora mismo, usted lee el aserto: Vivimos tiempos extraordinarios, y no se inmuta. La aseveración no modifica en nada su ánimo. Aquí, hoy, en las postrimerías del primer cuarto del siglo XXI, vivimos tiempos extraordinarios. Es un hecho, pero frasearlo así, por lo regular, causa el efecto contrario respecto a lo que la grandilocuencia del enunciado pretende: enhastía, embola, aburre…
— Vivimos tiempos extraordinarios…
— Ah, ¿sí? Qué bien, eh… –y a lo que sigue… Por varias razones, la frase provoca una reacción de escepticismo, desinterés o incluso fastidio. Menciono cinco.
Primera. En un mundo, este, el nuestro, donde los eventos espectaculares y los reportes escandalosos se hilvanan uno tras otro, la repetición cotidiana de esta sentencia ha llevado a las personas a volverse insensibles. En un ambiente atiborrado de estímulos y mucho ruido, la apatía cunde. La catarata inclemente de datos que se precipita sin pausa sobre nosotros ha provocado que la mayoría de la gente ande con un impermeable de indiferencia puesto. La saturación informativa causó que los individuos se hayan acostumbren a lo extraordinario, y, por ende, pierdan la capacidad de asombro. Lo extraordinario se ha vuelto cosa de todos los días.
Segunda. Cuando se presenta un momento histórico como “extraordinario”, la gente de inmediato espera presenciar eventos impactantes, preferentemente a tiro de piedra. Si lo que percibe directamente no cumple con esa expectativa, la reacción normal es la indolencia.
Tercera. Muchas veces, los eventos extraordinarios pueden parecer lejanos o ajenos a la vida cotidiana de las personas. Lo macro, lo estructural, lo histórico, usualmente es percibido como algo distante, algo que pasa en otra pista, de tal modo que las personas no se involucran emocionalmente con todo ello.
Cuarta. En tiempos de incertidumbre generalizada, como la que causan las crisis económicas, una pandemia, guerras o conflictos sociales de gran calado, las afirmaciones sobre la extraordinaria naturaleza del tiempo presente pueden ser interpretadas como intentos de manipulación o propaganda.
Quinta, y la que me parece más importante. Sin una adecuada y suficiente contextualización histórica, es difícil apreciar por qué un momento histórico determinado es considerado extraordinario. La historia está llena de eventos que, en su momento, fueron percibidos como comunes y sólo adquirieron significado con el tiempo. Sin esa perspectiva histórica, el presente puede parecer menos significativo. Si esto nos puede suceder a todos a nivel personal, el efecto es mayor conforme se escala.
Y con todo, hay que decirlo así: vivimos tiempos extraordinarios.
Vivimos tiempos extraordinarios, y el hecho de que nos haya tocado a nosotros vivirlos no asegura que seamos capaces de apreciar esta circunstancia. De hecho, suele suceder que la gente que tuvo la suerte de ser parte de los grandes cambios históricos no sea capaz de darse cuenta de ello. ¿Por qué? Justo porque está ahí y carece de una distancia mínima que le permita darle cierta perspectiva y contexto a lo que está ocurriendo. Por ejemplo, sea que se haya llamado realmente Rodrigo de Triana o Rodrigo Bermejo o Juan Bermejo o Rodrigo Pérez de Acevedo, que para el caso da lo mismo, ¿ustedes creen que el marinero que iba a bordo de la carabela La Pinta y avistó por primera vez tierra la madrugada del 12 de octubre de 1492 pudo entender la trascendencia del avistamiento que protagonizó? Digo, sin duda le habrá dado un gusto enorme, en principio porque le dio esperanzas de salvar el pellejo, pero de ahí a poder significar el impacto que tendría la llegada de la expedición de Colón al continente que años después se llamaría América hay una distancia enorme, trasatlántica. Bueno, recordemos que el almirante genovés mismo se fue de este mundo creyendo que había llegado al extremo oriental de Asia.
¿O qué me dicen del cura Hidalgo? Don Miguel fue fusilado en la Villa de San Felipe el Real de Chihuahua a las siete de la mañana del 30 de julio de 1811, es decir, 319 días después de lo que muchos años después llamaríamos el Grito de la Independencia. Murió, claro, con pleno conocimiento de las consecuencias que tuvo en su biografía propia el haber hecho lo que había hecho la noche del 15 de septiembre del año anterior, pero ¿imaginaría que algún día sería recordado como el Padre de la Patria? ¿De qué Patria? Nada menos que de un Estado Nacional que diez años después surgiría, el nuestro, México. Él y todas las personas que estaban en Dolores la noche del 15 de septiembre de 1810 no tenían forma de justipreciar la trascendencia del acontecimiento.
¿A cuántos hombres y mujeres como usted o como yo les habrá tocado presenciar el 1 de enero de 1861 el paso por la calzada de Chapultepec y luego por el Paseo Nuevo de Bucareli, dirigiéndose hacia el Zócalo de la Ciudad de México, del presidente Benito Juárez y su triunfante ejército liberal? ¿Cuántos habrán dimensionado la ocasión? ¿Cuántos habrán entendido en esos momentos que estaban presenciando el fin de la Guerra de Reforma?
O bien, ¿cuántos lectores habrá leído algún ejemplar de la primera edición del libro La sucesión presidencial en 1910, escrito por Francisco I. Madero y publicado en San Pedro, Coahuila, en diciembre de 1908? ¿Cuántos habrán podido valuar el carácter histórico del documento que tenían entre sus manos?
De igual modo, ¿qué tan apropiadamente hemos podido tasar nosotros, los coevos, la magnitud de los cambios que nos ha tocado presenciar? Hoy vivimos tiempos extraordinarios y para tratar de entenderlo, de entrada, conviene intentar prescindir un rato del desdén por lo propio, por lo que uno vive cotidianamente. Y quizá entenderlos sea tarea de los que vengan después, por lo pronto nuestra oportunidad es significarlos. Suele repetirse el dicho —que se atribuye a Napoleón— de que la historia la escriben los ganadores; cierto, aunque pocos caen en la cuenta de que quienes escribieron la historia no la ganaron antes de hacerlo, sino que resultaron ganadores justo porque la escribieron.