Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 12 de octubre de 2025

Abducción

 

 

No se puede realizar el menor avance en el conocimiento

más allá de la fase de la mirada vacua,

si no media una abducción en cada paso.

Charles Sanders Peirce

 

 

 

Inferencia

 

En su auto sacramental El gran teatro del mundo, el madrileño Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) hace que Hermosura diga un soneto. He aquí sus primeros versos:

Viendo estoy mi beldad hermosa y pura;

ni al rey envidio, ni sus triunfos quiero,

pues más imperio ilustre considero

que es el que mi belleza me asegura.

 

Porque si el rey avasallar procura

las vidas, yo, las almas, luego infiero

con causa que mi imperio es el primero,

pues que reina en las almas la hermosura.

En pocas y prosaicas palabras, Hermosura afirma que no envidia al monarca porque si él gobierna cuerpos mortales; ella, almas inmortales. Si el rey domina las vidas de sus súbditos, ella conquista las almas; de ahí infiere que su poder es superior. 

 

Es imposible andar por la vida sin hacer inferencias. Inferir significa extraer una información que no se tenía a partir de ciertos datos, hechos o premisas. Fuera del ámbito de la lógica, inferir también puede significar sospechar, deducir o colegir algo implícito. La inferencia es el núcleo del razonamiento. Inferir proviene del latín inferre, “llevar hacia adentro” o “conducir a”. Inferir es, pues, conducir el pensamiento hacia una consecuencia. Los dos tipos más conocidos de inferencia son la deducción y la inducción.

 

 

Deducción

 

En el siglo III a. C., Eratóstenes de Cirene pudo inferir el tamaño de la Tierra. Sabía que en Siena —hoy Asuán, Egipto—, al mediodía del solsticio de verano el Sol se reflejaba en el fondo de un pozo —esto es, caía justo a plomo—, mientras que, en Alejandría, ese mismo día y a la misma hora, los objetos proyectaban una sombra. Midió el ángulo de esa sombra y obtuvo 7.2 grados, 1/50 del círculo completo. Si la distancia entre ambas ciudades era de unos cinco mil estadios, dedujo que la circunferencia terrestre debía ser 50 veces esa distancia: unos 250 mil estadios, entre 39 mil y 46 mil kilómetros —la medida real es de 40,075 km—. Eratóstenes no midió, infirió: si la Tierra es esférica, la diferencia angular del Sol en dos puntos distantes corresponde al arco que los separa sobre su superficie. El cálculo de Eratóstenes es una deducción geométrica.

 

 

Inducción

 

Isaac Newton (1643-1727) formuló la Ley de la Gravitación Universal mediante un razonamiento inductivo. Newton observó fenómenos particulares: la caída de los cuerpos en la Tierra, el movimiento de la Luna y de los planetas. A partir de estos hechos y tomando en cuenta las leyes de Kepler sobre las órbitas planetarias, generalizó un principio universal: todos los cuerpos se atraen con una fuerza proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa.

 

 

Abducción

 

Freud (1856-1939) no descubrió el inconsciente como quien descubre un objeto físico, ni llegó a determinar su existencia mediante una inducción —generalización a partir de observaciones repetidas— ni tampoco la dedujo —como una conclusión a partir de premisas generales ya establecidas—. Propuso su existencia como la hipótesis necesaria y más coherente para dar sentido a una constelación de fenómenos psíquicos que, de otro modo, resultan incomprensibles. Los sueños, los lapsus, los actos fallidos, los síntomas histéricos, en fin, eran sucesos observados que la ciencia no podía explicar. La única forma de dotarlos de causalidad y propósito fue postular, mediante un salto inferencial creativo, la existencia de una instancia psíquica oculta —el inconsciente—, en la que pulsiones y deseos reprimidos ejercían una presión constante. Así, el inconsciente freudiano no fue un hallazgo ni una generalización inductiva ni una conclusión deductiva, sino la pieza teórica brillantemente inferida sin la cual el rompecabezas de la conducta humana quedaba incompleto. Ahora, si no fue ni fue una inferencia inductiva ni deductiva, ¿qué fue?

 

Charles Sanders Peirce (1839–1914) teorizó el tercer tipo de inferencia y le puso nombre: abducción. La palabra abducción proviene del latín tardío abductio-ōnis, “separación”. El verbo abducir deriva del latín abducere, “llevar lejos”, “llevar fuera” o “apartar”. En el latín clásico, abductio tenía el significado de “rapto” o “secuestro”. El vocablo experimentó una ampliación semántica durante el Renacimiento. Por ejemplo, en anatomía abducción se refiere al movimiento que aleja un órgano del centro corporal, y en el diccionario de la RAE encontramos que es sinónimo de secuestro o rapto. Por su parte, el sentido que Charles Sanders Peirce dio a abducir es el de proponer una conjetura plausible que pueda explicar un hecho sorprendente o inesperado. “La abducción es el proceso de formar una hipótesis explicativa” (Collected Papers). Mientras que la deducción deriva consecuencias necesarias a partir de una ley general y la inducción generaliza a partir de casos particulares, la abducción inventa o crea una ley posible que, si fuera correcta, haría comprensibles tales casos. Peirce resume así la estructura lógica de la abducción: 1) se observa un hecho sorprendente: C; 2) si A fuera verdadero, C resultaría comprensible; 3) por lo tanto, hay razones para pensar que A es verdadero. Peirce comienzó a esbozar el concepto de abducción en la década de 1860, pero lo desarrolla entre 1878 y 1903. Para Peirce, la abducción es el motor del pensamiento científico y creativo: es el tipo de razonamiento que introduce novedad en el conocimiento, de tal suerte que sin ella no habría descubrimientos, pues ni la deducción ni la inducción pueden generar ideas nuevas. La analogía opera como un mecanismo concreto dentro de este proceso: al observar una semejanza estructural entre dos dominios distintos, se abduce que la relación conocida en uno puede explicar el otro. Así, la analogía no sólo descansa en una comparación, sino que expresa un razonamiento abductivo capaz de generar hipótesis plausibles basadas en paralelos formales.

 

Umberto Eco (1932-2016) —Los límites de la interpretación (1990), Semiótica y filosofía del lenguaje (1984) y Cuernos, cascos, zapatos— amplió la teoría de Charles Sanders Peirce para explicar cómo interpretamos los signos en distintos contextos, desde lo más automático hasta lo más creativo, desde la abducción hipercodificada o deducción disfrazada, pasando por la abducción hipocodificada o abducción propiamente dicha —la peirceana—, en la que se ejerce la interpretación, hasta la meta-abducción, la que inventa una nueva regla o teoría para explicar un fenómeno desconcertante, y es base de las grandes revoluciones científicas y artísticas, y modifica el paradigma de comprensión del mundo.

 

Entre los sentidos que perciben y la mente que intenta comprender hay un salto: el de la abducción. Es el instante en que el pensamiento inventa sentido donde había enigma. Sin ese salto, no habría ciencia ni arte, sólo silencio ante lo inexplicable. Conocer no se limita a razonar, exige atreverse a conjeturar.

 

domingo, 5 de octubre de 2025

El sujeto colectivo

 

Delirio

 

El padre del psicoanálisis pensaba que los mitos, la religión, muchas ideologías y en general buena parte de la cultura pueden ser entendidas como delirios colectivos. Según Sigmund Freud (1857-1939), la eficacia de tales “formaciones delirantes” no se sostiene ni en su coherencia lógica ni mucho menos en su correspondencia con la realidad concreta, sino que se explica porque encierran verdades afectivas e inconscientes, transmitidas y repetida desde las experiencias más primitivas del género humano.

Si uno toma a la humanidad como un todo y la pone en lugar del individuo humano aislado, halla que también ella ha desarrollado formaciones delirantes inasequibles a la crítica lógica y que contradicen la realidad efectiva. Si, no obstante, han podido exteriorizar un poder tan extraordinario sobre los hombres, la indagación lleva a la misma conclusión que en el caso del individuo: deben su poder a su peso de verdad histórico-vivencial, que ellas han recogido de la represión de épocas primordiales olvidadas (Construcciones, 1937).

Aquí Freud propone pensar a la humanidad como un sujeto colectivo, en paralelo con el individuo. Este planteamiento freudiano forma parte de una rica tradición de conceptualizaciones de la sociedad como una entidad que trasciende la suma de sus individuos. Conforme a esta perspectiva, las sociedades desarrollan conciencia, estructuras psicodinámicas, traumas…, en fin.

 

 

Espíritu

 

Hegel (1770-1831) desarrolló el concepto de Espíritu Objetivo, la conciencia colectiva de la sociedad. Para filósofo alemán, el Espíritu Objetivo abarca “el reino de las costumbres, instituciones, leyes, normas, prácticas, rituales, reglas y tradiciones de las culturas y sociedades”. No es simplemente la suma de conciencias individuales, sino una realidad autónoma que preexiste a los individuos y moldea su desarrollo. El Espíritu se autorealiza históricamente en las instituciones sociales, creando un universo simbólico que trasciende la experiencia personal. Para Hegel, la sociedad es la encarnación del Espíritu Objetivo, la realización histórica y normativa del espíritu libre y racional.

 

 

Voluntad

 

Ferdinand Tönnies (1855-1936) distinguió dos formas de voluntad colectiva: la Wesenwille (voluntad natural), una motivación orgánica e instintiva orientada hacia el bien comunitario de la Gemeinschaft (comunidad), y la Kürwille(voluntad racional), encaminada por el cálculo instrumental que determina el funcionamiento de la Gesellschaft(sociedad).

 

 

Conciencia

 

Émile Durkheim (1858-1917) desarrolló uno de los conceptos más influyentes para entender a la sociedad como sujeto colectivo. El sociólogo francés postuló que una sociedad posee una realidad sui generis que existe más allá de las conciencias individuales. La conciencia colectiva constituye “la totalidad de creencias y sentimientos comunes al promedio de los miembros de una sociedad, formando un sistema determinado que tiene vida propia”. Esta entidad psíquica colectiva no reside en las mentes individuales, sino que existe como un orden simbólico externo que moldea y constriñe el comportamiento de la gente. La conciencia colectiva se manifiesta a través de instituciones, rituales, leyes y otras prácticas culturales que trascienden la experiencia personal. Durkheim distinguió entre solidaridad mecánica, característica de las sociedades tradicionales en las que la conciencia colectiva es muy fuerte y homogénea, y solidaridad orgánica, propia de sociedades modernas en las que esta conciencia se vuelve más abstracta y requiere sistemas legales para mantener la cohesión social.

 

 

Falsa conciencia

 

Aunque Marx (1818-1883) no utilizó la expresión “falsa conciencia”, sí desarrolló conceptos relacionados con esta idea, como el de ideología y el fetichismo de la mercancía, los cuales explican cómo las sociedades generan representaciones distorsionadas de la realidad. Friedrich Engels (1820-1895) acuñó luego el término falsa conciencia, para referirse al fenómeno. Ambos pensadores describieron cómo el capitalismo produce formas invertidas de conciencia que ocultan las verdaderas relaciones sociales de producción. La ideología es un conjunto de ideas falsas que surge de las condiciones materiales de vida en sociedades capitalistas.

 

 

Inconsciente

 

Carl Gustav Jung (1875-1961) distinguió entre el inconsciente personal freudiano y un nivel de estructuras psíquicas universales compartidas por todos los seres humanos, al que llamó inconsciente colectivo. Según el psicoanalista suizo, además del personal, “existe un segundo sistema psíquico de naturaleza colectiva, universal e impersonal, idéntico en todos los individuos”. El inconsciente colectivo jungiano se integra por instintos y arquetipos universales —patrones universales y primitivos de pensamiento y comportamiento—. Jung aplicó esta teoría para analizar fenómenos masivos, como el surgimiento del nazismo, interpretándolo como una manifestación del inconsciente colectivo a través de la influencia de Wotan, el dios teutónico de las tormentas y la guerra. 

 

 

Mente

 

Gustave Le Bon (1841-1931) analizó cómo las personas, al integrarse a una multitud, desarrollan una mente colectiva que funciona según principios diferentes a la racionalidad individual. Le Bon argumentó que en las multitudes “las aptitudes intelectuales de los individuos, y en consecuencia su individualidad, se debilitan. Lo heterogéneo es sumergido por lo homogéneo”. La multitud desarrolla características específicas: impulsividad, irritabilidad, incapacidad de razonar, ausencia de juicio crítico y exageración de sentimientos. El sociólogo francés argumentó que el alma colectiva opera principalmente a través del contagio emocional y la sugestión, haciendo que las multitudes actúen de maneras que los individuos aislados nunca lo harían.

 

 

Estructuras mentales

 

Claude Lévi-Strauss (1908-2009) desarrolló una teoría de las estructuras mentales colectivas que organizan la experiencia cultural humana. Influenciado por Jung, el antropólogo reinterpretó el inconsciente colectivo en términos lingüísticos y estructurales. Para Lévi-Strauss, la mente humana opera según una lógica estructural universal basada en oposiciones binarias, que se manifiesta en sistemas de parentesco, mitos y clasificaciones totémicas. Esta lógica no está sujeta a la realidad concreta, sino que constituye la estructura subyacente del pensamiento humano. Las culturas son manifestaciones de estas estructuras mentales colectivas, que forman parte del inconsciente colectivo, la unidad mental última de la humanidad.

 

 

Imaginación

 

Benedict Anderson (1936-2015) piensa que las naciones son comunidades imaginadas construidas socialmente a través de medios de comunicación y prácticas culturales compartidas. Argumentó que las comunidades nacionales son “imaginadas porque los miembros incluso de la nación más pequeña nunca conocerán a la mayoría de sus conciudadanos, ni los encontrarán, ni siquiera oirán hablar de ellos; sin embargo, en las mentes de cada uno vive la imagen de su comunión”. Esta imaginación colectiva se sostiene a través de instituciones como periódicos, novelas, censos, mapas y museos. El concepto de Anderson trasciende el nacionalismo para explicar cómo cualquier comunidad grande desarrolla formas de identidad colectiva que existen más allá de las relaciones interpersonales directas, incluyendo comunidades online y movimientos sociales contemporáneos.

 

 

Macroorganismo

 

Todas estas concepciones son metáforas que parten de un mismo símil: pensar a la humanidad como un sujeto colectivo, a un conglomerado de organismos como un solo macroorganismo. Por ello, vale recordar que el principal impulsor moderno de dicho símil, el naturalista y sociólogo Herbert Spencer (1820-1903), quien popularizó la visión de la sociedad como un macroorganismo, estableció límites claros a su planteamiento. Según Spencer, padre del darwinismo social, la mente en un organismo real reside y se concentra en una parte específica del cuerpo, mientras que en una sociedad no es una entidad centralizada, sino que está dispersa, repartida entre todos los individuos que la componen.

 

 

Nosotros

 

Al final, todas estas nociones —delirio colectivo, espíritu objetivo, conciencia común, voluntad social, inconsciente colectivo, mente de masas, estructuras mentales universales o comunidades imaginadas— apuntan hacia una intuición compartida: resulta imposible entender a la humanidad únicamente como una suma de individuos, pues está habitada por formas de pensamiento, deseo y memoria que la trascienden, que nos trascienden. Concebir a la sociedad como sujeto colectivo es una forma de reconocer que la vida de los humanos se despliega siempre en un entramado simbólico y afectivo que moldea lo individual. Esa es la paradoja: cada uno de nosotros es irreductiblemente singular, una identidad única modelada por el nosotros que nos precede, nos constituye y nos va a sobrevivir.

 

domingo, 28 de septiembre de 2025

Heterotopías

  

Utopía

 

En su libro The Story of Utopias (1922), Lewis Mumford apunta que la palabra utopía actualmente alude tanto a los sueños más disparatados de la esperanza humana y de la imaginación desbordada, como a los programas más racionales de transformar, con inteligencia y trabajo, las instituciones, la sociedad y hasta la condición imperfecta del ser humano. En lo utópico cabe lo deschavetado y lo razonable. Tomás Moro (1478-1535), quien acuñó el vocablo, era consciente de este doble sentido. Incluso, para que sus lectores captaran la paradoja, la evidenció en un cuarteto que lamentablemente suele obviarse en las ediciones modernas de Utopía. Los versos están escritos en latín y comúnmente se editan con el título “De Utopia” o aparecen simplemente como un epigrama. Esta es la versión más comúnmente aceptada:

Utopia priscis dicta ob infrequentiam,

Nunc civitatis aemula Platonicae,

Fortasse vocandum Utopia,

Eutopia, nam sic ego nunquam mea.

Que al español podríamos traducir…

Utopía, llamada así por los antiguos debido a su rareza,

Ahora rival de la ciudad platónica,

Quizá no deba ser llamada Utopía,

Sino Eutopía, pues así nunca sería mía.

 

 

Eutopía

 

El cuarteto no es un adorno, es la condensada declaración de la intención de toda la obra. Moro advierte desde el principio que su Utopía es ambivalente. Por un lado, es un “No-lugar”, una quimera, una sátira que no debe tomarse al pie de la letra porque es esencialmente irrealizable. Por otro, es un modelo ideal, un “Buen lugar”, contra el cual contrastar los defectos de las sociedades europeas de su tiempo para inspirar reformas. Moro no inventó eutopía —del griego εὖ (eu), “bueno”, “bien”, y τόπος (tópos), “lugar”— como un concepto independiente, sino como contraparte del juego de palabras con utopía para evidenciar el carácter paradójico de su libro. A lo largo de más de quinientos años de historia, utopía se posicionó como una palabra de uso común, absorbiendo ambos significados, el lugar ideal y el lugar irreal, mientras que eutopía quedó relegada al cajón de las curiosidades eruditas. Con todo, el término resulta útil para la clasificación de los mundos ficticios, de mundos estrella, sumándose a la triada si consideramos su antónimo directo: distopía.

 

 

Distopía

 

La palabra distopía se forma con el prefijo griego δυσ- (dys-), “malo”, “difícil” o “anormal” —también presente en otras tantas palabras, como disfuncióndistorsióndiscrepancia…—, y la raíz -topía (-τόπος, -tópos), “lugar”. Así que distopía se refiere a un lugar indeseable, opresivo o de degradación social. Muchos afirman que el filósofo y economista británico John Stuart Mill (1806-1873) fue el primero que echó mano del término, dystopia en inglés. En 1868, en un discurso ante la Cámara de los Comunes, criticó la política del gobierno irlandés diciendo: “No puede ser llamado gobierno utópico, sino todo lo contrario, distópico o cacotópico. O quizás sea demasiado halagador llamarlo gobierno; sería más apropiado denominarlo anarquía”. En efecto, como antípoda de utopíacacotopía —del griego kakós, “malo”— era el término generalmente utilizado —la primera aparición que se tiene documentada data de 1715, en la revista británica News from the Dead—.

 

 

Heterotopía

 

Pocas semanas antes de las elecciones de 2018, en Distopía 2018 —un texto publicado en estas mismas páginas— decía yo: Concebir y representar a detalle una utopía es utópico. Distopía y utopía son las dos caras de la misma moneda: “no hay tal lugar”, para usar la fórmula de Quevedo. Si una utopía o una distopía aparecieran cartografiadas en un mapa de este mundo dejarían de serlo: ambas son, como la idea de infinito, definibles, pero indescriptibles, de representación irrealizable…  

 

En cambio, en 1967 —Des espaces autres, una conferencia dictada en el Círculo de Estudios Arquitectónicos—, Michel Foucault acuñó un concepto para referirse a lugares muy de este mundo: heterotopía. Las heterotopías son lugares físicos reales, concretos y localizados, que también son “contraespacios”, sitios que funcionan como contra-emplazamientos, “utopías realizadas” que obedecen a reglas diferentes a las de otros lugares de la sociedad. Son lugares que representan, impugnan o invierten los espacios normativos. Son lugares de crisis o desviación: espacios que dan cabida a individuos o situaciones que se desvían de la generalidad —por ejemplo, hospitales, prisiones, velatorios…—. Su función y significado no son estables, cambian históricamente —v. g.:  cementerios—. En las heterotopías ocurre una yuxtaposición de espacios incompatibles: unen múltiples espacios reales o simbólicos —cines, teatros, estadios…—. Dan lugar a heterocronías porque rompen con el tiempo lineal —museos, bibliotecas, consultorios de psicoanálisis…—. Posibilitan experiencias intermedias entre lo real y lo irreal —elevadores, vagones, túneles…—. Funcionan mediante sistemas de apertura y cierre: están aislados, pero pueden ser accesibles conforme ciertas reglas específicas.

 

Resulta iluminador que el adjetivo heterotópico en medicina se utiliza para describir una condición en la cual un tejido, órgano o estructura del cuerpo se halla localizado fuera de su posición anatómica normal, pero sigue funcionando.

 

El pensador francés dice que el barco es la heterotopía por excelencia porque es un “pedazo flotante de espacio”, un lugar sin lugar inequívoco, que vive por sí mismo y está cerrado sobre sí mismo, pero al mismo tiempo está expuesto a la infinitud del mar. El barco funciona como un espacio aparte, autónomo, que se mueve de puerto en puerto, uniendo lugares fijos. Es un lugar que concentra imaginación y aventura.

 

Así, entre lo que no existe, lo que debería existir, lo que no quisiéramos que existiera y lo que existe de otra manera, los distintos -topoi dibujan el mapa imposible de la imaginación humana. Utopías/eutopías, distopías, y heterotopías son brújulas mentales para orientarnos en la relación entre los espacios que soñamos, los que tememos y los que realmentehabitamos. El desafío quizá siempre sea el mismo: descubrir el mundo.

 

domingo, 21 de septiembre de 2025

Huevos chilangos

  

Terrícolas

 

Primero prepara la salsa: licúa dos tomates con un pedazo de cebolla y tres dientes de ajo: sofríes con un poquito de aceite, sal y pimienta hasta que espese un poco. En otro sartén fríes unas rodajas de plátano macho maduro; que queden doraditas y crujientes. Aparte, saltea un poco de jamón en cubitos y unos chícharos cocidos. Las tortillas las fríes rápido en aceite para que no se rompan, y les untas frijoles refritos. Encima de cada tortilla montas un huevo estrellado, bañas con la salsa, y luego les pones el jamón con chícharos, las rodajas de plátano y, al final, queso fresco desmoronado. ¿Qué cocinamos? Unos huevos motuleños, motuleños como Felipe y Elvia Carrillo Puerto…

 

Motuleño no aparece en el diccionario de la RAE, pero sí en el Diccionario del español de México del Colmex: “que es natural de Motul o se relaciona con esta ciudad yucateca”. Motuleño es, pues, como hidrocálido, de Aguascalientes, un gentilicio, igual que tapatío —de Guadalajara—, guachochense —de Guachochi, Chihuahua—, regiomontano —de Monterrey, Nuevo León—, zapotlanejense —de Zapotlanejo, Jalisco—… Armadillenses son los oriundos del municipio de Armadillo de los Infante, y son también potosinos, como todos los oriundos del estado de San Luis Potosí, México, y como la gente de Potosí, Bolivia. Y con un margen de error que me parece despreciable podría decir que usted y yo y cualquier persona que conozca y nos quede por conocer compartimos un gentilicio: terrícola.

 

 

Gentilicio

 

La RAE da cuenta de tres acepciones para el vocablo gentilicio:

1. adj. Dicho de un adjetivo o de un sustantivo: Que denota relación con un lugar geográfico. 

2. adj. Perteneciente o relativo a las gentes o naciones.

3. adj. Perteneciente o relativo al linaje o familia.

Lugar geográfico, gente, nación, linaje o familia…  Probablemente para usted, lector, los gentilicios que denotan una relación con un lugar geográfico sean los más conocidos: estadounidense, rusa, constantinopolitana, coyoacanense… Claro, también hay gentilicios que se refieren a la pertenencia a un grupo familiar, tribal o dinástico: levita —perteneciente a la tribu de Leví—, judío —de la tribu de Judá—, carolingio —de la dinastía de Carlomagno—, cadmeida—descendiente del fenicio Cadmo, el fundador de Tebas—, etcétera.

 

 

Gente

 

La palabra gentilicio tiene sus raíces en el latín clásico gentilicius, que a su vez deriva de gentilis, con significado primario “que pertenece a un mismo linaje”. El vocablo tiene su núcleo en la voz latina gensgentis, que designaba la tribu, familia, estirpe o cepa. Por supuesto, gentilicio y gente comparten la misma raíz: gens, gentis, que se refería a un grupo de personas con un mismo origen o ascendencia —por ejemplo, la gens Julia era el clan familiar al que pertenecía Julio César—.

 

En la antigüedad romana el gentilicium tenía un significado diferente al actual. En lo absoluto se refería al lugar de origen de una persona, sino al nombre del linaje al que pertenecía un varón. Este nombre formaba parte del tria nomina, sistema onomástico que incluía el praenomen (nombre personal), el nomen gentile (nombre del clan) y el cognomen (apellido familiar). El gentilicium era, por tanto, un elemento identitario que conectaba al individuo con su progenie ancestral.Gentilicio se refería al linaje, no al origen geográfico. Por eso, además del gentilicium, los romanos empleaban la origo, un “indicador de procedencia u origen”, utilizado hasta la época de los Severos. Este término hacía referencia al lugar geográfico de procedencia, complementando la información genealógica. El concepto de natio también jugaba un papel en la denominación de origen. Derivado de nāscor (nacer), natio podía significar nacimiento, pueblo en sentido étnico, especie o clase. Es significativo que en los escritos latinos clásicos se contraponían las nationes, pueblos bárbaros no integrados al Imperio, con la civilitas (ciudadanía), estableciendo una distinción entre el origen étnico-cultural y la pertenencia política.

 

 

Huevos chilangos

 

La gente de la Ciudad de México tiene —tenemos— un gentilicio descontinuado: ya no somos defeños sencillamente porque el DF, el Distrito Federal, el sábado 30 de enero de 2016 dejó de existir. En julio del año siguiente —Chilangos sí, mexicas nel— yo apuntaba: “Según la RAE, para los naturales de la capital de la República Mexicana el gentilicio que nos toca es mexiqueño. A diferencia del horrible mexiquense que sí usa la gente del Estado de México, no conozco a nadie que se diga mexiqueño —más feo— o se refiera como tal a un capitalino…”

 

El gentilicio mexiqueño, en efecto, figuraba en el Diccionario panhispánico de dudas de la RAE, en cuya segunda edición lo definía como “el gentilicio de los naturales de la capital del país”. Desde su primera aparición, la palabreja enfrentó duras críticas por su casi nulo uso. La lexicografía académica proponía un neologismo de formación impecable, pero sin vitalidad en el habla. La supresión de mexiqueño culminó a finales de 2022.

 

En realidad, no es necesario darle muchas vueltas al asunto: chilango se impone. La Academia Mexicana de la Lengua establece que “el vocablo chilango designa a los habitantes de la Ciudad de México, ya sea a los nacidos ahí como a aquellos que se han asentado en ella”. Por su parte, en su aludido diccionario, el Colmex define: “que es originario de la Ciudad de México, que pertenece a esta ciudad o se relaciona con ella; capitalino”. Un estupendo gentilicio, que se establece no sólo por oriundez y pertinencia, sino también por pura relación.

 

Termino aceptando que resulta una pena para la CDMX que no existe una receta oficial o más o menos reconocida llamada “huevos chilangos”, como sí hay los motuleños o los rancheros y, por supuesto, los huevos a la mexicana. Hay hasta huevos divorciados, tirados y aporreados… Va pues la propuesta para que el gobierno de la CDMX convoque cuanto antes a un concurso a bien de llenar ese feo vacío en nuestro menú. Seguro Alejandra Frausto podría organizar muy bien el certamen. 

 

viernes, 19 de septiembre de 2025

Freud, los de Saussure y el sueño censurado


Sigmund Freud (1856-1939) y el semiólogo suizo Ferdinand de Saussure (1957-1913) fueron coetáneos. Freud publicó La interpretación de los sueños en 1900, mientras que el Curso de lingüística general de De Saussure fue publicado por sus alumnos póstumamente, en 1916. Los paralelismos conceptuales entre ambas obras me hicieron preguntarme si el libro del psicoanalista influyó en De Saussure.

 

Resulta que Freud y De Saussure nunca se conocieron personalmente ni mantuvieron correspondencia. No existe evidencia de que hayan tenido ningún contacto intelectual directo. Freud nunca leyó al lingüista, y de manera recíproca, no hay constancia de que el estructuralista conociera la obra freudiana. Pero existe una conexión curiosa…

 

Raymond de Saussure (1894-1971), el hijo menor de Ferdinand, primero estudió letras, después medicina en Ginebra y Zúrich (1914-1920) y luego se formó como psiquiatra en París, Viena y Berlín. Realizó algunos cursos con Théodore Flournoy, quien estudiaba los fenómenos relacionados con el espiritismo, el sonambulismo y la glosolalia, y quien sí conocía los trabajos de Freud e incluso intercambió correspondencia con él (la relación entre Flournoy y Freud merece una nota aparte, pero apunto sólo que aunque se profesaron un respeto intelectual mutuo, existía una divergencia fundamental entre ellos: mientras que los aportes de Freud avanzaban hacia la secularización del alma y ancló el psicoanálisis en el materialismo, Flournoy exploraba la mente sin rechazar lo paranormal). Raymond tuvo un primer matrimonio, justo, con una hija de Théodore Flournoy. En 1920, en La Haya, en el Congreso de la IPA, Raymond conoció al doctor Freud. Meses más tarde comenzaría su propio análisis en Viena con el mismísimo padre del psicoanálisis. Raymond de Saussure se convirtió en psicoanalista. De Saussure publicó en 1922 La méthode psychanalytique, libro de cuyo prefacio se encargó el propio Freud.

 

Raymond murió en 1971 de cáncer de próstata.

 

 

Enseguida, la traducción del francés al español del prefacio que Sigmund Freud escribió para el La méthode psychanalytique, de Raymond de Saussure.

Prefacio

Es con gran placer que puedo declarar al público que el presente trabajo del Dr. De Saussure es una obra de valor y mérito. Esta obra está destinada a ofrecer a los lectores franceses una idea justa de lo que es el psicoanálisis y de lo que contiene. El Dr. De Saussure no solo ha estudiado concienzudamente mis obras, sino que incluso ha hecho el sacrificio de venir a mi casa para someterse a un análisis durante varios meses. Esto le ha permitido formarse una opinión personal sobre la mayoría de las cuestiones aún flotantes del psicoanálisis. Gracias a ello, también ha podido evitar los múltiples errores y las numerosas aproximaciones que uno está acostumbrado a encontrar en las exposiciones francesas y alemanas del psicoanálisis. Tampoco ha omitido contradecir algunas afirmaciones falsas o negligentes que diversos autores repiten unos de otros; tales como, por ejemplo, que todos los sueños tendrían un significado sexual, o que la única fuerza vital de nuestro psiquismo sería, según yo, la libido sexual.

Dado que el Dr. De Saussure dice en su prefacio que revisé su trabajo, debo añadir una salvedad: mi influencia no se hizo sentir más que por algunas correcciones o algunas observaciones, pero de ninguna manera intenté modificar el punto de vista del autor. En la primera parte teórica de esta obra, yo habría expuesto ciertos temas un poco de manera diferente a él, especialmente ese difícil capítulo sobre el inconsciente y el preconsciente. Y ante todo, habría dado un desarrollo más importante al complejo de Edipo. El hermoso sueño que el Dr. Odier ha puesto a disposición del autor también puede dar a los profanos una idea de la riqueza de las asociaciones y de la relación que existe entre el contenido manifiesto de la imagen onírica y las ideas latentes subyacentes. Demuestra bien el significado que puede tener el análisis de tal sueño para el tratamiento del enfermo.

Finalmente, las observaciones que el autor hace sobre la técnica del psicoanálisis son excelentes. Son exactas y, pese a su concisión, no dejan de lado nada esencial. Son un testimonio brillante de la aguda comprensión que ha demostrado el autor. Sin embargo, el lector no deberá imaginar que el solo conocimiento de estas reglas técnicas sería suficiente para emprender un análisis. Hoy, el psicoanálisis comienza a despertar en mayor medida el interés de los profesionales y de los profanos en Francia, pero ciertamente no encontrará aquí menos resistencia de la que ha encontrado hasta ahora en otros países. Ojalá el libro del Dr. De Saussure aporte una contribución importante al esclarecimiento de las discusiones antes mencionadas.

Freud

 

El libro de Raymond de Saussure corrió mala suerte: fue censurado por la propia comunidad psicoanalítica de su tiempo. La Encyclopedia of Psychology confirma explícitamente que La méthode psychanalytique “sorprendió al público de la época y fue prohibida”. La “sorpresa” se refiere particularmente a un sueño, el sueño de Odier.

 

En el prefacio de Freud se menciona específicamente “el hermoso sueño que el Dr. Odier ha puesto a disposición del autor”. Freud destacó que este sueño podía “dar incluso a los no iniciados una idea de la riqueza de asociaciones oníricas y de la relación entre la imagen onírica manifiesta y los pensamientos latentes ocultos detrás de ella”. Charles Odier (1886-1954) era un psiquiatra y psicoanalista suizo, formado como psiquiatra en Viena y posteriormente analizado en Berlín entre 1923 y 1928. Era colaborador de Raymond de Saussure y co-fundador de la Société Psychanalytique de Paris (1926). El sueño aludido, proporcionado por Odier, pertenecía a una paciente llamada Emilie, y fue utilizado por Raymond de Saussure como ejemplo clínico en su libro.

En un jardín, cerca de un seto. Mi hermana está allí. Estamos recogiendo manzanas rojas. El sol está magnífico y resplandeciente. Cada vez que me inclino para coger una manzana, es un cangrejo enorme. Esto me es indiferente; lo encuentro natural. Lo encuentro dos veces seguidas, y las dos veces falta la garra izquierda. Mi madre está allí, y le digo: “Espero no tener que mudarme. No podría hacer una maleta”. No responde.

Según el análisis de Raymond de Saussure las manzanas que se transforman en cangrejos representaban los pechos maternos de la madre de Emilie y sus propios pechos marchitos. También simbolizaban la ansiedad sexual de la paciente. La conversión de manzanas en cangrejos simbolizaba cómo “todo lo que el amor le prometía tan bueno y sabroso” se había transformado en repugnancia debido a las experiencias con su esposo.

 

El libro fue censurado por la propia comunidad psicoanalítica porque el análisis del sueño de Odier contenía interpretaciones sexuales demasiado explícitas para la mentalidad conservadora de la época. Las referencias directas a sexualidad infantil, perversiones, y simbolismos genitales se consideraron “demasiado fuertes” para el público, incluso médico, de los años 1920.

domingo, 14 de septiembre de 2025

Somos legión

  

… somos ese quimérico museo de formas inconstantes.

Borges, Elogio de la sombra.

 

 

Cerdos

 

Cada uno es multitud. En un ensayo anterior, Uno mismo no es uno, argüía: “Eso de que uno es uno es mentira, puro cuento: ficción. Uno, uno mismo, no es uno: uno es un montón. Uno es legión”. ¿Legión?

 

Con algunas variantes, Marcos 5:1-20, Lucas 8:26-39 y Mateo 8:28-34 cuentan la misma historia. Enseguida, me permito escribir una versión integrada a partir de las tres narraciones, usando todas las coincidencias y, cuando hay diferencias, optando por las variantes que aparecen en dos evangelios o que enriquecen el relato: 

Y aconteció que Jesús y sus discípulos llegaron a la otra ribera del mar, a la región de los gergesenos, frente a Galilea. Apenas Jesús bajó de la barca, se acercó un hombre que estaba poseído por un espíritu inmundo. Vivía desnudo entre los sepulcros, y nadie había podido controlarlo, pues, aun cuando le ataban con cadenas y grilletes, él las rompía y escapaba. De día y de noche andaba dando voces por los montes y en las tumbas, e hiriéndose con piedras. Al ver a Jesús, el hombre corrió y se postró delante de Él: “¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me atormentes.” Jesús le ordenó: “Espíritu inmundo, sal de este hombre. ¿Cómo te llamas?” Y él respondió: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos.” Los demonios suplicaron a Jesús que no los desterrara de aquella región. Y había allí un enorme hato de cerdos que pacían en el monte, cerca de dos mil. Y los demonios le rogaron: “Déjanos ir a aquella piara de cerdos, para que entremos en ellos”. Jesús lo permitió y los espíritus inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos. En un instante, todos los animales se precipitaron por un despeñadero hacia el agua, y se ahogaron. Los lugareños vieron todo, y aterrados corrieron a contar lo que había pasado. Encontraron al hombre que antes estaba poseído, ahora tranquilo, vestido y sentado a los pies de Jesús, en su juicio y con la libertad restaurada. El hombre quería ir con Jesús, pero Él le ordenó que regresara a su casa y contara lo que el Señor había hecho por él. Asombrados y temerosos, los habitantes de la región le rogaron a Jesús que se marchara. Jesús partió de la comarca, dejando tras de sí el testimonio de la libertad que sólo Él puede dar.

 

 

Soldados

 

La palabra legión es antiquísima en nuestro idioma; su primera aparición en un diccionario castellano data de 1570 —Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana, de Cristóbal de las Casas—. Legión proviene del sustantivo latino legio, derivado del verbo legere. Este verbo es de los fundamentales del latín clásico; posee el significado primario de “escoger”, “juntar” o “reclutar”. La definición de una legión como un cuerpo de tropas está intrínsecamente ligada al acto inicial de su formación, la selección deliberada de sus miembros.

 

El verbo legere procede de la raíz indoeuropea, *leg-, de la cual se derivan un montón de palabras en diversas lenguas, se asocia con la acción de recoger o juntar. Por ejemplo, el verbo griego λεγειν (legein) comparte la misma raíz y ostentaba el doble significado de “escoger” y “hablar”. La pervivencia de este concepto a lo largo de milenios y en culturas tan influyentes como la griega y la romana subraya la universalidad de la noción de agrupar y seleccionar con un propósito determinado. Aunque el significado original de legere era “escoger” o “juntar”, en latín tardío y en las lenguas romances el verbo también adquirió el sentido de “leer”, y de hecho de ahí proviene el verbo español leer. A primera vista, la acción de “reclutar soldados” y “leer un libro” parecen inconexas; sin embargo, ambas operaciones consisten en un proceso de selección y agrupamiento. De la misma manera que una legión está compuesta por hombres reclutados y agrupados, la lectura consiste en agrupar determinadas letras para formar palabras, con las que se forma una oración. La palabra legióncapta la esencia del método bélico romano: un sistema meticuloso de reclutamiento y organización. 

 

En sus primeras manifestaciones, durante la época de los reyes de Roma, el término legio se utilizaba para referirse a la totalidad del ejército, integrado mediante el reclutamiento de los ciudadanos. Este uso primigenio reflejaba el concepto de un cuerpo reunido en el sentido más amplio. Con el advenimiento de la República, la legio se dividió, con cada uno de los dos cónsules al mando de una. Con el tiempo, el término se estandarizó para designar una unidad militar específica compuesta tanto de infantería como de caballería. El tamaño de esta unidad fue variable, adaptándose a las necesidades de cada época, desde los 4,200 hombres reportados por Polibio hasta los 6,200 descritos por Tito Livio.  En cualquier caso, la legión romana no era una masa de soldados desorganizada; era un modelo de orden y disciplina. La transición del significado de legión desde una unidad militar específica a una metáfora para referirse a una multitud da cuenta del impacto psicológico y cultural de las fuerzas romanas. El tamaño, la disciplina y el prestigio de las legiones eran tales que la palabra trasmutó en un sinónimo de una cantidad abrumadora.

 

El enunciado “Me llamo Legión, porque somos muchos”, pronunciado por el endemoniado del que se habla en el Nuevo Testamento, selló la asociación del término con una multitud inmensa e indefinida. Este ejemplo bíblico resulta especialmente interesante porque, a pesar de que la palabra originalmente se refería a una unidad organizada y meticulosamente seleccionada, su uso figurado lo asocia con una aglomeración innumerable y caótica.

 

 

Holobionte

 

Cada uno es multitud. Nosotros, usted, yo, somos legión. De entrada, biológicamente, estamos peor que el endemoniado gergeseno, quien fue poseído por unos dos mil espíritus inmundos.

 

Según el consenso científico más reciente, un humano adulto promedio —un varón de 70 kg— se integra por alrededor de 37 billones de células. De ellas, una abrumadora mayoría —84%, unos 26 billones— son eritrocitos, es decir, glóbulos rojos, células extraordinariamente simples respecto al resto: sin núcleo ni orgánulos, con un metabolismo limitado —obtienen energía únicamente por glucólisis anaerobia— y una morfología uniforme. Por lo demás, dada su intensa carga de trabajo y su estructura simplificada, los eritrocitos tienen una vida corta, de aproximadamente 120 días. Así que bien podemos decir que, a nivel celular, somos un río en constante fluir: más de cuatro quintas partes de nosotros mismos se renueva tres veces al año. En cuanto a las neuronas, si bien son muchos menos y son una minoría numéricamente sorprendente de menos de 0.3% de nuestras células, integran un ejército de alrededor de 86 mil millones. Por supuesto, además de eritrocitos y neuronas, nos conforman muchos más tipos de células: por ahora se han identificado más de cuatrocientos tipos diferentes y se piensa que hay muchos más. 

 

Quizá usted esté pensando que la cantidad de células que nos integran, por muchas y más diversas que sean, no nos hace seres múltiples y no únicos, puesto que, en última instancia, cada célula es nosotros mismos. Y eso es cierto, incluso a nivel subcelular: en principio, todas las células de un individuo comparten un genoma nuclear común que lo identifica como tal. Pero no estoy pensando en nuestras propias células cuando digo que biológicamente estamos peor que el endemoniado del que hablan los Marcos, Mateo y Lucas. No, pienso en los otros, en los demás.

 

El cuerpo humano es, en realidad, un vasto ecosistema que alberga una inmensa población de microorganismos: hay en nosotros más seres vivos que no somos nosotros más que células nuestras. Somos un holobionte, una super-entidad biológica compuesta por el huésped humano y sus comunidades microbianas simbióticas. Hoy día las estimaciones sitúan la proporción en 1.3 células bacterianas por cada una humana, lo que se traduce en una población bacteriana de entre 39 billones y 48 billones de individuos. Sin embargo, esta cifra se ve superada de manera exponencial por la población viral. El cuerpo humano alberga un estimado de 380 billones de virus, una cifra diez veces mayor que la población de bacterias, de los cuales la inmensa mayoría son bacteriófagos que coexisten de manera inofensiva y regulan el equilibrio bacteriano.

 

La funcionalidad del microbioma es tan vital como su número. Las comunidades microbianas actúan como un “órgano metabólico” y un “segundo cerebro”, desempeñando roles esenciales que van desde la fermentación de fibras no digeribles para la recuperación de energía y la síntesis de vitaminas, hasta la modulación del sistema inmune y la comunicación bidireccional a través del eje intestino-cerebro. Además de las bacterias y los virus, el microbioma humano es un tapiz de vida que incluye organismos de otros dominios y reinos. Los hongos, aunque son menos abundantes, son un componente esencial. La Candida albicans, por ejemplo, es un habitante común de la boca y el tracto intestinal, pero un desequilibrio puede causar infecciones como la candidiasis. En la piel, el hongo Malassezia es un miembro residente crucial de nuestro ecosistema cutáneo. Un dominio de vida menos conocido, pero también vital, son las arqueas. En el intestino de los seres humanos la arquea Methanobrevibacter smithii es la especie predominante. Su función principal es la metanogénesis, el consumo de subproductos de la fermentación bacteriana. Por último, el cuerpo también alberga eucariotas. Los protozoos son formas de vida unicelulares; si bien muchos de los que residen en el intestino son inofensivos, algunos pueden causar enfermedades graves como la giardiasis o la malaria.

 

El valor del microbioma humano no reside en su simple existencia, sino en su funcionalidad. Las comunidades microbianas no son meros pasajeros, sino socios metabólicos, inmunológicos y neurológicos que han coevolucionado con el huésped para contribuir a la homeostasis. El microbioma es tan importante como los principales órganos como el cerebro, el hígado o el corazón. El cuerpo humano es un ecosistema simbiótico de una complejidad asombrosa, un holobionte en el que la vida humana y la vida microbiana están inextricablemente entrelazadas. Las estimaciones más recientes demuestran que, en términos de número, somos una entidad microbiana, con una población viral que supera con creces a la bacteriana y a nuestras propias células. Este vasto y diverso mundo interior no es accesorio, es un orden biológico que desempeña funciones esenciales para la digestión, el metabolismo, la modulación del sistema inmune e incluso la salud mental.

 

 

Cosmos

 

Así que uno es un demonial. El mundo de virus y microorganismos que nos habita no es un caos, sino un cosmos, un orden del cual depende nuestra vida: no es un conjunto aleatorio de microorganismos, sino legiones, un ecosistema altamente organizado y fundamental para nuestra existencia… Y quizá así, quiero decir, quizá todo sea cósmico, ordenado: quizá llamamos caos a lo que no comprendemos.