Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 15 de junio de 2025

Las reglas de la estupidez IV y última

  

Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano

Friedrich Schiller, Die Jungfrau von Orleans.

 

 

El poder de la estupidez: sobre eso medita Carlo M. Cipolla en el séptimo capítulo de su ensayo The Basic Laws of Human Stupidity (1976). Más que un resumen, enseguida me atrevo a destilar del texto del italiano una glosa aforística… Escribo, pues, veinte gotas transmutadas:

 

  • El malvado te roba la cartera; el estúpido la quema por accidente y luego te culpa por haberse quedado sin el dinero.
  • Con el mal se puede negociar; con la estupidez sólo se puede rezar…, y resulta inútil.
  • Un estúpido nunca se equivoca, sólo interpreta mal todo.
  • El malvado maquila en la oscuridad, el estúpido tropieza con la lámpara y provoca un incendio.
  • La maldad tiene un precio; la estupidez, consecuencias infinitas y sin lógica.
  • Un enemigo inteligente puede arruinar tu día; un estúpido puede desbarajustar tu vida.
  • El mal es un desafío estratégico; la estupidez, una lotería catastrófica.
  • El tonto no conspira: improvisa el desastre generalizado con talento innato.
  • Si la lógica fuera un lenguaje, el estúpido no sería un pobre analfabeta, sino un feliz afásico.
  • El malvado siempre quiere ganar, sin importarle un comino los demás; el estúpido no sabe ni siquiera que está jugando.
  • A los estúpidos no se les puede subestimar, porque ya lo han hecho todo ellos solos.
  • Contra el mal puedes construir murallas, intentar blindarte; contra la estupidez sólo puedes intentar correr.
  • La estupidez no es una debilidad: es una fuerza elemental mal dirigida.
  • El estúpido ataca sin motivo y se ofende si te duele.
  • Donde el malvado calcula, el estúpido colapsa el sistema operativo.
  • Nadie puede prever el próximo paso del estúpido, ni siquiera el estúpido mismo.
  • El estúpido no tiene ninguna claridad acerca de lo que hace, pero lo hace con entusiasmo.
  • El mal necesita un plan; la estupidez sólo necesita una ocasión, y ni siquiera tiene que ser la más oportuna.
  • La estupidez se mueve sin brújula ni croquis, pero siempre encuentra el mejor camino al desastre.
  • El malvado sueña con dominar el mundo; el estúpido lo atrofia sin querer ni darse cuenta.

 

 

Cuarta regla

 

Como era de esperarse, los incautos no reconocen la peligrosidad de los estúpidos. “Pero lo que resulta verdaderamente sorprendente es que tampoco las personas inteligentes ni las malvadas consiguen muchas veces reconocer el poder devastador y destructor de la estupidez.” Y no resisto la tentación… De mi cosecha, apunto otras máximas mínimas, a partir del texto cipollano:

  • El estúpido nunca avisa, pero siempre llega a tiempo para arruinarlo todo.
  • La inteligencia subestima a la estupidez como quien confunde una chispa con una tormenta.
  • El ingenuo confía; el malvado manipula; pero ambos pierden ante el estúpido: la entropía está de su lado.
  • Despreciar al estúpido es el primer paso para quedar a su merced.
  • El problema de los inteligentes es que suponen que la estupidez tiene alguna lógica.
  • Frente al estúpido, ¿te doblaste de la risa? Error: debiste correr.
  • El malvado se esfuerza por dañar, el estúpido lo logra sin querer. Adivina quién gana.
  • Si crees que un estúpido sólo se daña a sí mismo estás confundiendo estupidez con candidez.

Cipolla, además, alerta: solemos creer que es muy fácil sacar ventaja de la gente estúpida, y caer en la tentación de tomarle el pelo a un estúpido. Seguramente lo conseguirás, pero hacerlo es una trampa. Aunque al principio parezca manipulable, esa estrategia revela una falta total de comprensión sobre lo que implica la estupidez. Al darle margen de acción, no sólo se le subestima, sino que se le permite desplegar su poderío entrópico. Como su conducta es imprevisible, tarde o temprano acabará perjudicando incluso a quien creyó usarla en su beneficio. En suma, y esta es la cuarta ley propuesta por Cipolla, “las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas”.

 

 

Quinta ley

 

La quinta ley cae por su propio peso: “La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe”. Y tiene un corolario: “El estúpido es más peligroso que el malvado.” Brillante, pero totalmente inútil… ¿Por qué? He aquí el genial mecanismo de la estupidez: Carlo M. Cipolla nos advierte —con elegante desesperación— que los estúpidos son las personas más peligrosas de todas, pero también admite que los no estúpidos jamás lo entenderán del todo. Es como colgar un letrero de “peligro: mentes impredecibles” en un idioma que nadie puede leer, excepto el propio estúpido, que lo interpreta como elogio. Así, la quinta ley se erige como un faro encendido para un mundo de ciegos: brilla con razón, pero no guía a nadie.


Con todo, es posible transpolar la quinta y última ley de la estupidez humana de lo individual, lo psicológico, al plano sociológico. Considere usted que el malvado al menos hace cuentas, mientras que el estúpido rompe la calculadora. Por lo demás, donde el malvado roba, el estúpido incendia la caja fuerte… con él dentro. ¿Qué implica? Que el mal reparte pérdidas y ganancias; la estupidez sólo distribuye ruina. Ergo:

  • En una sociedad de malvados, hay saqueo; en una de estúpidos, sólo escombros.
  • Si la maldad mueve la riqueza, la estupidez la volatiliza, la esfuma.
  • El malvado vive del sistema; el estúpido lo colapsa.
  • El estúpido no persigue el desastre: lo reparte.
  • El estúpido no se beneficia de su daño: lo distribuye.

En palabras del propio Cipolla “las personas estúpidas ocasionan pérdidas a otras personas sin obtener ningún beneficio para ellas mismas. Por consiguiente, la sociedad entera se empobrece”. O sea, el estúpido puede ser el pasajero o el polizón o el marinero o el capitán, en cualquier caso, no va a cambiar el rumbo ni a saquear ni a conspirar: simplemente hundirá el barco en el que todos viajamos.

domingo, 8 de junio de 2025

Las reglas de la estupidez III

  

… el estúpido no sabe que es estúpido.

Carlo M. Cipolla.

 

 

Van tres reglas para comprender la estupidez humana: primera, siempre hay más estúpidos de los que uno cree; segunda, la estupidez no discrimina: aparece en igual proporción entre ricos y pobres, millonarios y menesterosos; y tercera, el estúpido es el único agente social que causa daño sin beneficios —ni para él mismo—. Nada más y nada menos que la esencia misma de nuestro despropósito colectivo.

 

Antes de establecer una cuarta regla fundamental, Carlo M. Cipolla elocubra sobre la distribución de los estupidos en el mundo y sobre su relación con el poder. El economista italiano parte de un hecho que todos podemos constatar, ejemplificar o incluso autoejemplificar: “La mayor parte de las personas no actúa de un modo coherente.” Hoy lúcida, mañana crédula, pasado mañana pérfida con buenos modales. No es de humanos mantenerse siempre alejados de la maldad, de la ingenuidad. La constancia cosa no es de mujeres ni de hombres. Todos, todas, menos los estúpidos. Ellos son el único grupo humano cuya perseverancia es absoluta, inflexible, implacable. “Normalmente, muestran la máxima tendencia a una total coherencia”, y siempre hacia abajo. Gracias a eso, podemos ubicarlos con admirable precisión: no por lo que hacen, sino por lo que son. A los demás, hay que promediarlos: un estúpido de ocasión puede salvarse, un malvado refinado puede disimular durante años, un inteligente tendrá que tropezar y decir una babosada de vez en cuando. Pero el estúpido —ese punto fijo en el caos— no falla: es el eje inmóvil de la idiotez universal. “La razón de esto es que la gran mayoría de personas estúpidas son fundamental y firmemente estúpidas”. Abundan especímenes bípedos que no se conforman con perjudicar al prójimo: se dañan a sí mismos en el proceso. No son los estúpidos comunes, son los superestúpidos, categoría élite del desastre humano, ubicados —según la cartografía cipolliana— en esa zona gloriosa donde el afán de daño es tan ciego que ni el propio autor se salva. 

 

Cipolla dedica un par de capítulos de su ensayo a la relación entre la estupidez y el poder. No todos los estúpidos son igual de letales: los hay de daño restringido, moderado y los hay de alcance masivo, capaces de arruinar no solo a unos cuantos individuos, sino a sociedades enteras. Bueno, hoy padecemos de estúpidos de alcances globales. El poder destructivo de un estúpido depende, primero, de una dotación genética generosa en estupidez, y luego —y aquí empieza el verdadero problema— del cargo que ocupan, es decir, del rol que ocupan en la organización humana en la que fueron a caer. Porque cuando un estúpido accede al poder, la estupidez se vuelve institucional. Y sí: generales, políticos, presidentes, primeros ministros, burócratas, prelados... Cipolla no escatima. ¿Pero cómo llegan hasta ahí? Antes eran las castas; hoy, lo logran por medios más sofisticados: partidos, burocracias, democracias, oligarquías… Las elecciones, según la Segunda Ley, no siempre impiden que la fracción de votantes estúpidos pueda colocar, incluso sin saberlo y sin ganancia propia, a sus pares en la cima. La estupidez, además de tenaz, es fácilmente reproducible. La estupidez no se enseña, se contagia. Peor: la estupidez es como un virus que mejora su eficacia en cada huésped. La ventaja respecto a la inteligencia es enorme: mientras que ésta tiene que evolucionar, aquella simplemente se clona. Por lo demás, Cipolla advierte:

Esencialmente, los estúpidos son peligrosos y funestos porque a las personas razonables les resulta difícil imaginar y entender un comportamiento estúpido. Una persona inteligente puede entender la lógica de un malvado.

En efecto, la inteligencia puede prever la maldad, pero nunca anticiparse a la estupidez. El mal tiene lógica; la estupidez, sólo consecuencias.

… una criatura estúpida os perseguirá sin razón, sin un plan preciso, en los momentos y lugares más improbables y más impensables. No existe modo alguno racional de prever si, cuándo, cómo y por qué, una criatura estúpida llevará a cabo su ataque. Frente a un individuo estúpido, uno está completamente desarmado.

Y lamentablemente la inteligencia, en su exceso de confianza, cree que todo tiene sentido, incluso la estupidez. Y tenemos que agregar otro factor: la cuestión de la autoconciencia. El inteligente sospecha que lo es. El malvado sabe muy bien lo que hace. El incauto, con algo de dolor, reconoce las pruebas exuberantes que la realidad le da de su propia torpeza. El estúpido, en cambio, opera con una ventaja demoledora: no tiene la menor idea que es estúpido. Carece de conciencia de sí, no duda, no se detiene, no calcula, no siente culpa. Llega con la mejor disposición —y la peor consecuencia—, arrasando sin premeditación, sin intención y, por supuesto, sin explicación. Su poder radica en eso: en hacer daño con la serenidad de quien cree estar regando una planta, amarrándose las agujetas, bostezando… El inteligente, claro, de vez en cuando puede cometer una estupidez, pero el estúpido nunca hará algo inteligente, a menos de que lo haga en un contexto tal que hacerlo resulte una terrible estupidez. El error del inteligente es ocasional, aleatorio; el acierto del estúpido es siempre contraproducente. El estúpido puede hacer algo brillante, siempre que sea el peor momento para hacerlo.

 

Quizá por eso la estupidez es tan poderosa: porque no se disfraza, no se justifica y no se sabe a sí misma. No quiere convencer, ni agradar, ni dominar —y, sin embargo, termina haciéndolo—. Es la única fuerza que logra su efecto sin intención, sin método y sin pausa. Mientras la inteligencia duda, la estupidez ya está en marcha.

miércoles, 4 de junio de 2025

Gratitud a la Karamazov

 

Gratias agere, summam esse virtutem, et matrem omnium virtutum*.

Cicerón, Pro Plancio (54 a. C.).

 

 

Sobre la gratitud, pocos años antes de morir, Melanie Klein escribió:

Uno de los derivados más importantes de la capacidad para el amor es el sentimiento de gratitud. La gratitud es esencial para el establecimiento de la relación con el objeto bueno y se encuentra también en la base de la apreciación de la bondad en otros y en uno mismo. La gratitud tiene su origen en las emociones y actitudes que surgen en el estadio más temprano de la infancia, cuando para el bebé la madre es el primer y único objeto. (Envidia y gratitud, 1957)

Klein destaca la gratitud como un afecto profundo y fundante en la relación con el objeto bueno primario: la madre. La gratitud no se limita a una simple muestra de agradecimiento: implica una elaboración psíquica compleja: el reconocimiento de lo bueno en el otro, la integración del objeto y el amor sostenido, incluso en ambivalencia.

 

En Los hermanos Karamazov (1880), Fiódor Dostoyevski alude a la gratitud como una elaboración psíquica de la relación con el objeto bueno. Pienso en el personaje de Alyosha Karamazov, quien representa, dentro del universo turbulento y violento de la novela, la capacidad de amar, de reconocer el bien en los otros, de sostener la fe en el amor humano incluso frente al mal. Un momento particularmente significativo se halla al final de la novela, cuando, después del entierro del pequeño Iliusha, Alyosha le habla a un grupo de niños y les pide que recuerden, toda su vida, el momento de amor y unión que están compartiendo.

— Señores, vamos a despedirnos muy pronto… Decidamos aquí, junto a la roca de Iliusha, que nunca vamos a olvidarnos de él, en primer lugar y, en segundo, los unos a los otros. Sea lo que sea lo que nos pase en la vida, aunque estemos veinte años sin vernos, aun así vamos a recordar que hemos enterrado a un pobre niño al que una vez tiramos piedras…, y que después todos lo quisimos. Era un buen niño, un niño valiente y bondadoso… Vamos a recordarlo toda la vida… Y aunque estemos ocupados por los asuntos más importantes…, aun así no olvidemos nunca lo bien que estuvimos aquí, todos juntos unidos por un sentimiento tan bello y bueno y que, en estos momentos de amor por el pobre niño, quizá nos haya hecho mejores de lo que somos en realidad… Han de saber que no hay nada más alto, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, especialmente el que se atesora ya en la infancia, en la casa materna. Os han hablado mucho de la educación, pero cualquier recuerdo bonito, sagrado, conservado desde la infancia, puede ser la mejor educación que exista. E, incluso si nuestro corazón solo guarda un único recuerdo bueno, éste puede salvarnos en algún momento. Quizá nos volvamos malos, incluso puede que no tengamos fuerzas para resistir con firmeza ante una mala acción, que nos riamos de las lágrimas de los hombres… Aun así, da igual lo malos que seamos, Dios no lo quiera, pues, en el momento en que recordemos cómo hemos enterrado a Iliusha, lo mucho que lo hemos querido en sus últimos días y cómo estamos hablando aquí junto a la roca, tan amistosamente y todos juntos, el más cruel de nosotros y el más burlón, si es que nos convertimos en eso, ya no se atreverá a reírse en su interior de cómo una vez fue bueno y bello.

Alyosha guía a los niños en la elaboración colectiva del duelo por Ilusha, transformando el dolor por su pérdida en un momento de unión afectiva, ética y simbólica. Esto puede leerse, desde la teoría kleiniana, como un pasaje ejemplar de tránsito por la posición depresiva: los niños se enfrentan a una pérdida real (la muerte del amigo), y Alyosha los ayuda a no escindir, no negar, no proyectar la culpa, sino a reconstruir internamente al objeto perdido como bueno, lo cual implica no sólo una evocación afectiva, sino una integración psíquica del objeto bueno, en tanto Ilusha se convierte en punto de unión para los niños, incluso a pesar del conflicto. Desde la perspectiva kleiniana, se trata de una identificación reparadora: los niños recuerdan no sólo lo que hicieron mal, sino cómo repararon la relación con Ilusha al final, lo amaron y lo acompañaron en su agonía. Ese recuerdo no busca escindir lo bueno de lo malo, sino soportar la ambivalencia, lo cual caracteriza la maduración psíquica. Alyosha confía en que un recuerdo bueno y compartido puede proteger al sujeto incluso en momentos de angustia, hostilidad o crueldad futura: “Incluso si nuestro corazón solo guarda un único recuerdo bueno, este puede salvarnos en algún momento.” Este recuerdo funciona como un objeto bueno internalizado, que puede ser invocado para resistir el retorno de la destructividad.

 

Continúa Alyosha:

— He dicho todo esto por si algún día llegamos a ser malos. Pero ¿por qué hemos de serlo? ¿No os parece, amigos míos, que no hay ninguna razón para que lo seamos? Seremos buenos, honrados y no nos olvidaremos unos a otros. Yo os doy mi palabra de que no olvidaré a ninguno de vosotros; de que siempre, por muchos años que pasen, me acordaré de estas caras que me miran ahora… Queridos amigos: seamos todos generosos y valientes como Iliucha; bravos, nobles a inteligentes como Kolia y modestos y amables como Kartachov… A todos os quiero y os querré siempre igual. Y ya que nunca os faltará un lugar en mi corazón, puedo pediros que me llevéis toda la vida en el vuestro. ¿Quién nos ha unido en este hermoso sentimiento que deseamos conservar siempre en la memoria? Ihucha, ese bondadoso y gentil muchacho al que no dejaremos nunca de querer. ¡Nunca, nunca lo olvidaremos! ¡Será un bello recuerdo que llevaremos eternamente en nuestros corazones!

Este discurso de Alyosha es mucho más que una exhortación moral: es una puesta en acto de la función psíquica materna, contenedora, amorosa, integradora. En términos kleinianos, podríamos decir que:

  • Ayuda a los niños a atravesar la posición depresiva sin caer en la culpa persecutoria.
  • Les ofrece un modelo de reparación simbólica frente al daño causado.
  • Introduce una memoria afectiva que puede funcionar como sostén de la identidad frente a la destructividad.
  • Y sobre todo, funda un espacio compartido donde la gratitud es posible y deseable, no como deber, sino como fuente de ligadura, de sentido y de amor.

 

La alocución de Alyosha es, en este sentido, kleiniana por excelencia, cuya función no es curar desde fuera, sino sostener la capacidad psíquica de recordar el bien, de alojarlo internamente y de dejarse transformar por él.


En suma, el discurso de Alyosha Karamazov constituye una escena literaria de altísima densidad psíquica, en la que podemos leer, desde la teoría kleiniana:

  • Un proceso de elaboración del duelo que transforma el objeto perdido en objeto bueno interno.
  • Un modelo de identificación reparadora, ajena a la rivalidad, que permite a los niños reconocerse en el otro.
  • Una estructura de memoria afectiva compartida, que ancla al yo en experiencias de amor y de goce.
  • Finalmente, una realización simbólica del postulado de Klein: que la gratitud sólo es posible si antes hubo goce —un goce confiable, amable, alojado en el otro.

Alyosha actúa, así, como figura materna en el sentido psicoanalítico: contenedora, reparadora, transmisora de esperanza. Su palabra es una defensa contra el odio, la escisión y el olvido, y una afirmación de que la ternura vivida puede salvarnos incluso cuando el mundo parece perdido.


* Agradecer es la suprema virtud y la madre de todas las demás.

domingo, 25 de mayo de 2025

Las reglas de la estupidez II

  

 

One can fight evil but against stupidity one is helpless.

Henry Miller, Sextet: Six essays.

 

 

 

Antes de poder establecer la tercera de Las leyes básicas de la estupidez humana, Carlo M. Cipolla debe hacer un intervalo técnico, en el que reflexiona sobre la naturaleza social del ser humano y encuadra el concepto de estupidez en una inteligente clasificación de las relaciones interpersonales. El pensador italiano esboza un espectro de la sociabilidad, en cuyos extremos hallamos, por un lado, a quienes evitan a toda costa el contacto con los demás por considerarlo una carga, y por el otro, a quienes no soportan la soledad, por lo que prefieren cualquier compañía, incluso de la de gente más indeseable. Es decir, en una antípoda, tenemos al hurañus maximus, al asocialito, el misántropo pleno; y en la opuesta, al filantropus delirantis, al compas totus, al sociabilis incontenibilis… Considera que la mayoría de nosotros se inclina más hacia esta segunda categoría. Aquí, Cipolla, no se aguanta las ganas de citar a Aristóteles y nos recuerda que para el alumno de Platón el hombre es “un animal social” —como lo hace el italiano, suele citarse a Aristóteles con cierta imprecisión: él no escribió que el hombre fuera un animal social, sino político (politikón zōion), en el sentido de que su verdadera naturaleza era vivir en la polis, en la ciudad, en convivencia cercana y cotidiana con otros humanos—. Con todo y que los divorcios siguen en aumento y que el ideal ingenuo del individuo autónomo sigue imponiéndose en nuestra cultura, la soledad continúa entendiéndose como un mal. Partamos pues de que la gran mayoría de los sapiens prefiere estar mal acompañados que solos.

 

Cipolla sostiene que “toda interacción humana, incluso la omisión o el rechazo del contacto, conlleva un efecto sobre los otros”. Podemos decir, pues, que concuerda con el primer axioma de la teoría de la comunicación humana de Paul Watzlawick —puesto que todo comportamiento es una forma de comunicación, es imposible no comunicarse, y toda comunicación genera reacciones—. Ahora, Cipolla explica que el efecto de cualquier interacción humana puede entenderse en términos de ganancias o de pérdidas, tanto para quien la ejecuta como para los demás. Establecido esto, mediante un sistema de coordenadas, representa gráficamente el abanico de posibles consecuencias de toda acción humana. El eje X representa el beneficio o perjuicio que obtiene cualquier Fulano, en tanto agente, mientras que el el eje Y mide lo que ganan o pierden los otros involucrados en la acción. Ambos ejes se cruzan en el punto O, a la derecha del cual se grafican las ganancias positivas del Fulano, y a la izquierda, sus pérdidas; en tanto que debajo y por arriba se muestran las pérdidas y ganancias, respectivamente, del Otro. Así, si el Fulano obtiene un beneficio con una acción que provoca una pérdida al Otro, esa acción debe ubicarse en el cuadrante inferior derecho del gráfico (GP), pero si el Fulano obtiene una ganancia negativa, una pérdida, y el Otro un beneficio, la acción se ubica en el cuadrante opuesto, arriba a la derecha (PG). Entonces, una acción virtuosa gracias a la cual ganan todos, tanto quien la ejecuta como quien está involucrado o están involucrados en ella se localizará en el cuadrante superior derecho (GG), y en el cuadrante inferior izquierdo la acción que produce una pérdida tanto para el Fulano como para los demás (PP). 

 

Las ganancias y pérdidas pueden medirse en plata (dólares, pesos, etcétera), pero también en términos emocionales o psicológicos, por ejemplo, lo que, ciertamente, resulta difícil de mesurar con precisión. A pesar de ello, el análisis de costo-beneficio puede ser útil. La cuestión es que, al evaluar las consecuencias para cada persona, se debe usar el sistema de valores del sujeto que experimenta el resultado: al analizar lo que Fulano gana o pierde, debe considerarse cómo lo valora Fulano; pero para saber si el Otro ha ganado o perdido, se debe atender al criterio del Otro. 

 

Una vez armado el marco de referencia, Cipolla establece que su tercera ley fundamental se finca en el siguiente postulado: “todos los seres humanos están incluidos en una de estas cuatro categorías fundamentales: los incautos, los inteligentes, los malvados y los estúpidos”. Y, claro, echando mano de su gráfico cartesiano coloca a cada uno en su lugar: el incauto pierde y provoca ganancias al otro, el inteligente consigue ganar y que los demás ganen, el malvado gana haciendo perder a los demás y, por último, los estúpidos sólo consiguen que todos pierdan, incluyendo ellos mismos.

 

 

Tercera regla

 

Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio. Aunque esta tercera ley fundamental pueda parecer inverosímil para los seres humanos racionales —pues, como es natural, tienden a no poder concebir el comportamiento irracional—, en la vida cotidiana se encuentran ejemplos que la confirman. Tú y yo, todos hemos tenido experiencias con personas que actuaron en su propio beneficio causando daño a otros, lo que permite identificarlas como malvadas. También hemos conocido a individuos que, al actuar, se perjudicaron a sí mismos mientras favorecían a los demás; estos son considerados incautos. Finalmente, existen situaciones en las que tanto el actor como los demás salieron beneficiados, lo que caracteriza a la persona inteligente. Pero nadie se escapa de sufrir pérdidas de dinero, tiempo, energía, apetito, tranquilidad y buen humor “por culpa de las dudosas acciones de alguna absurda criatura a la que, en los momentos más impensables e inconvenientes, se le ocurre causarnos daños, frustraciones y dificultades, sin que ella vaya a ganar absolutamente nada con sus acciones”. ¿Por qué? Aparentemente en broma, responde Cipolla, “en realidad, no existe explicación —o mejor dicho—, sólo hay una explicación: la persona en cuestión es estúpida”.

domingo, 18 de mayo de 2025

Las reglas de la estupidez I

  

La bêtise insiste toujours,

on s'en apercevrait si l'on ne pensait pas toujours à soi.

Albert Camus, La peste.

 

 

El pavés Carlo M. Cipolla (1922-2000) nos juzgó con dureza. Para dar comienzo a su célebre ensayo The Basic Laws of Human Stupidity, inclemente, sentenció: “La humanidad se encuentra en un estado deplorable. Ahora bien, no se trata de ninguna novedad. Si uno se atreve a mirar hacia atrás, se da cuenta de que siempre ha estado en una situación deplorable”. Las leyes básicas de la estupidez humana, escritas originalmente en inglés, fueron publicadas por primera vez en 1976 en una edición privada y numerada, bajo el sello Mad Millers. El autor, para quien el italiano era su lengua madre, creía que su ensayo solo podía ser plenamente valorado en inglés, por lo que durante años se negó a permitir su traducción. Yo lo he leído en inglés y en español, y me parece que es perfectamente traducible. Con todo, no fue sino hasta 1988 que Cipolla aceptó incluir una versión de The Basic Laws of Human Stupidity en italiano, en el libro Allegro ma non troppo, junto con otro ensayo suyo también escrito originalmente en inglés —The Role of Spices (and Black Pepper in Particular) in Medieval Economic Development—. Allegro ma non troppo se convirtió pronto en un bestseller.

 

Curiosamente, el libro de Cipolla no sería publicado en inglés sino hasta ya bien entrado el siglo XXI (Doubleday, 2011). En la edición de 2019 se incorporó un prólogo del pensador de origen libanés nacionalizado norteamericano Nassim Nicholas Taleb (1960), quien afirma que el ensayo de Cipolla es en realidad una teoría económica disfrazada de humor, que, aunque de entrada parece una sátira, revela pronto su carácter serio y riguroso. De cualquier forma, para él, el libro es una obra maestra. Taleb concluye su prefacio con una hipótesis irónica: quizá la estupidez sea un mecanismo natural para frenar el progreso excesivo humano, como si la naturaleza misma usara a los estúpidos para evitar el sobrecalentamiento social y económico. Si es así, digo yo, hasta en eso la estupidez ha fallado.

 

En el apartado introductorio, el economista oriundo de Pavía sostiene que, desde sus inicios, la vida humana fue organizada de forma absurda, de tal suerte que lo raro sería que estuviéramos bien. Aunque todas las especies de seres vivos comparten dolores y dificultades, los humanos tenemos una carga extra: sufrimos no sólo por lo que impone la vida misma, sino también por culpa de otros humanos. Lo trágico es que ese grupo que nos complica la existencia no tiene ni programa ni objetivo ni líderes, tampoco estructura ni reglas…, y sin embargo funciona con una eficacia inquietante, como si estuviera perfectamente coordinado. Cipolla afirma que su ensayo, lejos de ser una queja amarga o un gesto cínico, propone un entendimiento racional de ese grupo, con el mismo espíritu con el que se estudian los virus patógenos en un laboratorio.

 

 

Primera regla

 

Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo. Irónico, Cipolla alude en un pie de página a una cita del Eclesiastés —stultorum infinitus est numerus, “el número de los necios es infinito”— como una forma antigua de su Primera Ley. No obstante, puntualiza que los autores bíblicos incurrieron en una exageración poética, ya que el número de personas vivas, y por tanto de estúpidos, no puede ser infinito. Cipolla combina erudición, humor y lógica para reforzar su argumento: la estupidez humana es inconmensurable, sí, pero no infinita.

 

 

Segunda regla

 

La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona. Lógicamente, Cipolla parte de un postulado necesario: aunque “la genética y la sociología… se esfuerzan por probar… que todos los hombres son iguales por naturaleza”, eso no es cierto: “algunos son estúpidos y otros no lo son”. ¿Y por qué? Ninguna condición histórica determina que un Fulano llegue al mundo estúpido, sino “los manejos biogenéticos de una inescrutable Madre Naturaleza”. Es decir, es un misterio: unos nacen estúpidos y otros no. Cipolla es muy claro: ni el color de piel ni el origen geográfico ni la cantidad de riqueza que posea ni ninguna otra caracterización cultural prefija la probabilidad de que un bebé pegue su primer berrido desde la estupidez congénita. En otras palabras, no importa si uno explora el fenómeno entre las filas del partido más recalcitrantemente conservador del espectro político, si lo hace echándose un clavado etnográfico en el grupo étnico más aislado del Amazonas o en las aulas de la más fifí universidad neoliberal del orbe, “si se encierra en un monasterio o decide pasar el resto de su vida en compañía de mujeres hermosas y lujuriosas”, no importa si uno está al Sur o al Norte del Ecuador, en la reunión anual de payasos de carpa o en el Congreso Nacional de Vendedores de Ligas d Colores, al final, uno deberá de vérselas con la misma proporción de gente estúpida, el cual —recuérdese la Primera Ley— “superará, siempre las previsiones más pesimistas”.

 

Este planteamiento de Carlo M. Cipolla tiene implicaciones profundas, tanto teóricas como sociales. Si la probabilidad de que una persona sea estúpida no depende de ninguna otra característica —ni educación, ni clase social, ni ideología, ni raza, ni contexto cultural—, entonces la estupidez se convierte en una constante universal, impredecible e imposible de erradicar mediante políticas, reformas o buenas intenciones. No hay entorno, élite o grupo marginal que esté exento. La estupidez aparece con la misma fuerza en un convento que en la selva, en la izquierda y en la derecha, entre ricos y pobres. La conclusión es inquietante: no podemos identificar de antemano al estúpido por ningún rasgo externo, y por tanto debemos estar siempre preparados para sus efectos disruptivos, porque, como señala Cipolla en su Primera Ley, son siempre más —y más peligrosos— de los que creemos. Además, al atribuir su origen a una especie de azar biogenético, Cipolla se distancia de explicaciones morales o sociológicas: no es culpa del sistema, ni de la educación, ni del capitalismo, ni del patriarcado. Es simplemente así: hay humanos estúpidos.

 

La estupidez no es un defecto corregible, sino una condición permanente de la especie.

viernes, 16 de mayo de 2025

Las punitivas Guerras Púnicas

Aunque punitivo y púnico suenan parecidas, no están relacionadas etimológicamente.


▪︎ Punitivo

Viene del latín punire (‘castigar’), derivado de poena (‘pena’, ‘castigo’). Está emparentado con palabras como pena, penal, penitencia o impune.

▪︎ Púnico

Viene del latín Punicus o Poenicus, que era la forma romana de referirse a los cartagineses, por su origen fenicio (Phoinix en griego). Así, bellum Punicum significa literalmente ‘la guerra púnica’, es decir, la guerra contra los cartagineses.


En suma, punitivo viene de pena (castigo), y púnico de Poenus (cartaginés). Son palabras homófonas, pero de raíces muy distintas. Curiosamente, las Guerras Púnicas sí fueron punitivas…



miércoles, 14 de mayo de 2025

Datalaxia

 

Lifespans keep getting shorter. Obsolescence is no longer just technological: now ideas, discourses, emotions, relationships, and even tragedies age quickly. Everything is ephemeral, recyclable, dispensable. To paraphrase Bauman, the present has become liquid. Not only that—it has become messy and, in many ways, indigestible. The immediacy of the present overwhelms us.

 

Today, calm is an extravagance, and stability a rare commodity. Neither our ability to adapt nor our capacity for astonishment withstands the test of time. Things become obsolete in no time.

It’s often said that history has accelerated so much that the extraordinary has become ordinary. And that makes sense, because it would be impossible to live in constant astonishment. No matter how phenomenal our circumstances are today, we are not: we remain as imperfectly human as our grandparents were.

 

Since the beginning of the 21st century, we’ve been shaken by pandemics, financial crises, climate catastrophes, wars, the boom of social media, hyper-individualism reaffirmed in every selfie, big data and artificial intelligence, fake news spread by algorithms... We have normalized living in a state of alert. The bombardment never stops: data, figures, messages, alerts, stimuli. Instead of understanding, we barely manage to react.

 

Consider this: in 2000, only 7% of the world’s population had internet access. Today, 68% do. We’ve gone from a few hundred million users to over five and a half billion. Never in the history of our species have so many people been in contact with so many others. But we’ve also never been this confused.

 

The fact is, although more people than ever can now be informed, more people are also exposed to deception, manipulation and—above all—noise. Misinformation has become a global plague. Don’t take my word for it: the World Economic Forum stated in its 2025 report that the greatest short-term threat to the planet isn’t climate change, nuclear war, or a new pandemic—but misinformation and disinformation: false information spread unintentionally and intentionally, respectively.

 

Is that it? Are lies the greatest evil? Perhaps not. Perhaps the biggest problem is no longer untruth, but unmanageability. Because in addition to being uninformed, we are overinformed. We’re no longer sure whether what paralyzes us is not knowing... or knowing too much.

 

That’s why I’ve come up with a new concept: datalaxia. From the Latin data (data) and the Greek ataxia (disorder). It is neither an infection nor a computer virus. It’s a cognitive disorder caused by information overload. It isn’t born out of lies, but out of saturation. It’s not falsehood that hinders our thinking—it’s overload.

 

Datalaxia manifests as a kind of lucid paralysis: we know something is wrong, but we’re not sure what. We struggle to distinguish between reality and simulation—not because we’re naïve, but because we’re overwhelmed. The avalanche of data disorganizes us, exhausts us, shuts us down.

 

Censorship is no longer necessary: saturation is enough. There’s no need to hide the truth—just bury it in irrelevance. Between memes, fleeting scandals, hourly opinions, and five-minute headlines, how could we not lose our judgment? Confusion is no longer a flaw—it’s the norm.

 

Datalaxia doesn’t discriminate. It affects the overinformed and the disillusioned alike. It strikes the enlightened skeptic and the credulous militant, the multitasker who thinks they’re staying up to date and the one who’s gone off to live in the woods. It’s the syndrome of the collapsed mind overwhelmed by stimuli: information without hierarchy, knowledge without understanding, connection without meaning.

 

Sharing an opinion no longer requires thinking. Knowing no longer implies understanding. We defend half-formed ideas with crusader-like passion, get outraged at everything and nothing, share what we don’t read, and argue about what we don’t understand. Datalaxia shows up in this wild hyperopinion, in the generalized suspicion that everything is manipulated, in the fatigue of constantly being on high alert.

 

And in the midst of so much excess, paradoxically, we get bored. So many stimuli end up overwhelming our senses. The contemporary individual no longer suffers from lack, but from abundance. It is not deprivation that causes distress —but excess. It is not silence that oppresses— but noise.