Imposible saber quién es el ser
humano más antipático del mundo —antipático es alguien que causa antipatía, es
decir, un sentimiento de aversión, rechazo, repugnancia, odio incluso—. Imposible
saberlo, porque piénselo: nada impide que la persona más antipática del planeta
viva en una aldea perdida del remoto Altái occidental de Mongolia, o qué tal
que es una castrosa viuda encerrada en una desvencijada casona en la colonia
Juárez de la Ciudad de México que no sale más que para lo estrictamente
indispensable y no le habla a nadie… Nada impide que el ser humano más
antipático del mundo sea un esquimal que amarga la vida de cinco o seis
familiares suyos y de su cuadrilla de perros, o un multimillonario californiano
tapiado en un bunker de plomo y hierro a varios metros bajo tierra… De hecho, una
de las consecuencias naturales de la antipatía es, al menos en condiciones
normales, el aislamiento de la persona que la padece en carne propia y la hace
padecer a quienes la rodean. La antipatía tiende a dificultar la interacción
social. En un entorno
social medianamente libre y diversificado, la antipatía mantenida conduce al retraimiento.
Así que, dada la naturaleza de la antipatía resulta imposible saber quién es el
ser humano más antipático del mundo… Pero lo que sí podríamos saber es qué
persona es la que provoca antipatía en más gente, es decir, quién es el fulano
o fulana que le resulta antipático a más congéneres. Por descontado, hoy día
tendrá que ser alguien con una exhibición mediática extrema, global… Creo que a
estas alturas ya cualquiera que me esté leyendo tiene definido su candidato.
Como seguramente también usted lo cree, me parece que el ser humano que genera
antipatía en más humanos es míster Orange-gután. Es más, considerando que nunca
había habido ni tantos sapiens vivos —más de 8,240 millardos— ni tanta gente comunicada
entre sí, aventuro que el aludido esperpento norteamericano es el ser humano
que más millones de malquerientes ha logrado acopiar en toda la historia de la
humanidad…, lo cual no es poco.
martes, 12 de agosto de 2025
El sapiens con más malquerientes de la historia
domingo, 10 de agosto de 2025
Los más influyentes
En su libro Socrates Meets Jesus, Peter Kreeft (1937) sostiene (traduzco):
Jesús y Sócrates son sin duda los dos hombres más influyentes de la historia. Las dos raíces principales de la civilización occidental son la cultura bíblica (judeocristiana) y la clásica (grecorromana). Así como Jesús se sitúa en el corazón de la primera, Sócrates lo hace de la segunda.
Pero el segundo juicio contradice al primero: la historia del mundo, por supuesto, no se reduce a la civilización occidental. Limitar la historia de los seres humanos a la civilización occidental implica ignorar las ricas y milenarias contribuciones de otras culturas, como las antañonas civilizaciones de Asia —China, India, Japón, Persia—, el mundo islámico, las culturas precolombinas americanas, y las culturas africanas y oceánicas. Estas tradiciones han dado lugar a cosmovisiones, gastronomías, expresiones artísticas, sistemas políticos, ciencia… Por otra parte, la mayor parte de la humanidad no se encuentra en la órbita occidental: actualmente, no más de una cuarta parte de la población mundial vive en el ámbito de la civilización occidental —Europa, América, Oceanía y algunas regiones con fuerte influencia judeocristiana y grecorromana—, y aunque esta cifra es significativa —alrededor de 1,850 millones de personas—, la mayoría de la humanidad reside fuera de este marco.
Considerando lo anterior, resulta difícil estar de acuerdo en que Jesús y Sócrates son los dos hombres más influyentes de la historia, puesto que estaríamos dejando fuera a personajes como Confucio, Buda y Mahoma, quienes han marcado profundamente el pensamiento y la conducta de miles de millones de personas —más o menos el 47% de la población mundial vive influenciada por el budismo, el confucianismo o el islam—.
Bien, entonces reformulemos la cuestión: ¿Jesús y Sócrates son los hombres más influyentes de la historia de la civilización occidental? Pensemos no en dos, ampliemos a cinco, y tratemos de acotar un poco qué entendemos por “influyentes”: ¿quiénes son las cinco personas más influyentes de la civilización occidental, a lo largo de toda su historia y considerando a la cantidad de gente cuyas vidas se encuentran actualmente afectadas para bien o para mal por ellas?
Enseguida, los cinco personajes más influyentes de la civilización occidental, según los principales chatbots —modelos de lenguaje grandes (LLM)—:
ChatGPT
1. Jesús de Nazaret
Figura central del cristianismo. Ha moldeado la religión, moral, cultura y política de Occidente y buena parte del mundo durante dos milenios.
2. Platón
Fundador de la tradición filosófica occidental. Impacto enorme en la metafísica, ética, política, educación…; sus ideas aún nutren el pensamiento contemporáneo.
3. Aristóteles
Su enfoque sistemático influyó en casi todas las áreas del conocimiento y su obra fue pilar durante la Edad Media y el Renacimiento.
4. Moisés
Figura fundacional del judaísmo, cuyas leyes y enseñanzas han permeado la tradición judeocristiana y, por ende, la cultura occidental.
5. Isaac Newton
Sentó las bases del método científico moderno y la física clásica, transformando radicalmente la comprensión del mundo y la tecnología.
Para este artilugio, Sócrates, maestro de Platón quien a su vez tuvo por discípulo a Aristóteles, no entra en la lista. Curiosamente, considera a Moisés, fundador de una religión que hoy en el todo el orbe difícilmente alcanza los veinte millones de practicantes —el sijismo, por ejemplo, una religión fundada a finales del siglo XV en la India, por Guru Nanak, tiene más de treinta millones de fieles—.
Deepseek
También coloca a Jesucristo en primer lugar.
2. Karl Marx
Padre del socialismo científico y del comunismo moderno. Su pensamiento inspiró revoluciones (URSS, China, Cuba) y sigue influyendo en movimientos políticos y económicos, afectando a miles de millones.
3. Isaac Newton
4. Aristóteles
5. Albert Einstein
Revolucionó la física con la teoría de la relatividad y sentó las bases de la energía nuclear. Su trabajo afecta la vida diaria y la geopolítica.
Tampoco la AI de los chinos considera a Sócrates.
Grok
El chatbot de X coincide en cuatro personajes con las anteriores respuestas:
1. Jesucristo
2. Aristóteles
3. Isaac Newton
4. Karl Marx
Sin embargo, su última selección resulta sorpresiva —quizá al leer su nombre no sepas quién es, y digo es porque el personaje sigue vivo—:
5. Tim Berners-Lee
Inventor de la World Wide Web, transformó la comunicación, la economía y la sociedad al democratizar el acceso a la información. La web afecta a miles de millones diariamente.
Gemini
La IA de Google también ubica en primer lugar a Jesucristo, pero enseguida enlista a dos personajes no mencionados hasta ahora:
2. Julio César
No sólo expandió el poder de Roma, también transformó la República en un imperio, sentando las bases para el modelo de gobierno que dominó Europa durante siglos.
3. Johannes Gutenberg
Su invención, la imprenta de tipos móviles, es una de las innovaciones tecnológicas más influyentes de la historia.
Gemini completa su quinteta con Newton y Marx.
Kimi-K2
Los primeros cuatro: Jesucristo, Aristóteles, Newton, Gutenberg…, pero en último sitio no coloca a Marx, sino a…
5. Adam Smith
Su descripción del mercado como mecanismo de coordinación pacífica se convirtió en el marco mental de la economía global. Capitalismo, socialdemocracia y planificación soviética se definieron en diálogo con él.
En todos los casos, extraño dos nombres: Charles Darwin y Sigmund Freud.
Ahora, cuando pedí a los mismos motores de IA quién es la mujer más influyente de la civilización occidental, todos coincidieron en la respuesta: María, por ser la madre de Jesús. Me sorprende porque hasta donde entiendo todos los demás también tuvieron madre.
martes, 5 de agosto de 2025
El socrático Don Quijote
Los hechos narrados por el alcalaíno Miguel
de Cervantes (1547-1616) en el capítulo XLII de la segunda parte de El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se sitúan en el segundo bloque
de la primera salida del dilecto personaje. En aquel momento, El Caballero de
la Triste Figura y Sancho Panza han vivido ya varias desventuras a causa de las
fantasías caballerescas del manchego. El capítulo se desarrolla en la casa don
Diego de Miranda, un noble que acoge a los protagonistas y comparte con ellos
sus ideas y experiencias. Sancho confiesa a don Quijote sus dudas sobre
gobernar Barataria, la ínsula que supuestamente le ha sido prometida como
recompensa por sus servicios como escudero. Con su peculiar lógica y humor, Sancho
revela su incertidumbre sobre su capacidad para desempeñar labores de gobierno,
temiendo no estar a la altura de las responsabilidades. Don Quijote, por su
parte, lo anima, dándole además diversas recomendaciones sobre cómo debe
comportarse como gobernador; destaco una de ellas:
… has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
Al batracio al que Don Quijote se refiere es
el de la fábula “La rana y el buey”, de Cayo Julio Fedro (c. 14 a. C. – 50 d.
C.).
En cierta ocasión una rana vio a un buey en un prado y, envidiosa de tan gran corpulencia, infló su piel arrugada. Entonces preguntó a sus hijos si era más grande que el buey. Ellos dijeron que no. De nuevo estiró su piel con mayor esfuerzo y otra vez preguntó quién era más grande. Ellos dijeron que el buey; finalmente, llena de indignidad, al querer inflarse con más fuerza, cayó en el suelo reventada.
Unos seis siglos antes, Esopo había ya
escrito una fábula equivalente, “El gusano y la serpiente”:
Había una higuera en el camino. Un gusano, que vio a una serpiente dormida, sintió envidia de su tamaño. y al querer igualarla se echó a su lado e intentó estirarse, hasta que, por esforzarse tanto, sin darse cuenta, se rompió.
Así, don Quijote le dice a Sancho que, si
se conoce a sí mismo y mantiene la humildad, su pasado como porquero no será
motivo de vergüenza. Pero si se infla de orgullo y olvida su origen, ese pasado
se volverá grotesco y lo arrastrará al ridículo, como parte de una locura
absurda en la que el humilde se cree grande sin razón.
Por supuesto, la recomendación de don
Quijote a Sancho no es otra que la célebre máxima griega γνῶθι σεαυτόν (gnōthi
seautón), inscrita en el templo de Apolo en Delfos y atribuida
tradicionalmente a Sócrates. Nosce te ipsum, en latín, es mucho más que una simple exhortación: es
un principio filosófico que atraviesa la historia del pensamiento de la
tradición occidental. Cervantes fue un lector literatura clásica grecorromana.
La máxima “conócete a ti mismo” era ampliamente conocida en el Renacimiento, no
sólo por los textos de Platón y Cicerón, sino también por los manuales morales
y políticos del siglo XVI.
Desde hace mucho es generalizada la
creencia de que la máxima “conócete a ti mismo” fue ideada por Sócrates (470 –
399 a. C.). Aquí mismo me he referido ya a este
desacierto; no voy a repetir la explicación, sólo diré que es una
genialidad de Cervantes, ¡otra!, poner en boca de su loco entrañable la máxima
apolínea.
domingo, 3 de agosto de 2025
El oráculo, la cruz y el diván
¿Quién es Víctor Eremita, Johannes de Silentio, Constantin Constantius, Johannes Climacus, Vigilius Haufniensis, Un Casado, Frater Taciturnus, Hilarius Bogbinder, Anticlimacus y Nicolaus Notabene? Tres pistas: 1) no pregunto quiénes son, sino quién es; 2) Johannes de Silentio aparece como autor de Temor y temblor (1843); 3) Vigilius Haufniensis —apelativo que podríamos traducir como “El vigilante de Copenhague”— firmó la obra El concepto de la angustia (1844).
Por supuesto, cada uno es un pseudónimo y todos ellos fueron “máscaras dialécticas” de una misma persona, el filósofo Søren Kierkegaard (1813-1855). En 1844, usando el sobrenombre de Johannes Climacus —quien, por cierto, existió realmente: fue un asceta del siglo VII—, Kierkegaard publicó Philosophiske Srnuler eller En Srnule Philosophi. En el mundo anglosajón, habitualmente este libro se ha traducido como Philosophical Fragments, lo cual resulta poco adecuado, mientras que al español se ha traducido de manera más atinada: Migajas filosóficas o un poco de filosofía, palabras que expresan mejor la ironía de Kierkegaard.
En el capítulo inicial de sus Migajas filosóficas, el joven danés —tenía entonces 31 años— explica con cortesía la noción de reminiscencia platónica —decimos platónica, aunque Aristocles, alias Platón (427 – 347 a. C.), la presenta por interpósita persona: su maestro Sócrates (470 – 399 a. C.), el héroe intelectual de los Diálogos—. Kierkegaard parte de una pregunta: ¿es posible aprenderse la virtud, es decir, la verdad, el conocimiento? En efecto, en el Protágoras, Sócrates argumenta que las virtudes (justicia, templanza, valor, etcétera) no son distintas, sino que forman parte de una sola y misma virtud: la sabiduría o conocimiento. En el Eutidemo, el mismo personaje propone que toda acción que conduce al bien requiere conocimiento, y de este modo, el bien proviene necesariamente del conocimiento, por lo que la virtud se equipara a sabiduría. Y en el Menón propone: “Si la virtud es ciencia, entonces es posible enseñarla.” Pero enseguida trae a cuento la llamada Paradoja de Menón: si la verdad debe aprenderse, es porque no está en el sujeto; por lógica y en contraparte, sería imposible buscar lo que ya se sabe pues no hay necesidad…, ¡pero tampoco lo que no se sabe! ¿Por qué? Porque no se tiene idea de qué buscar. Menón —según Jenofonte y Diodoro Sículo, Menón fue un político y general probablemente originario de Tesalia— interpela a Sócrates en estos términos:
¿Cómo vas a buscar algo, Sócrates, si no sabes en absoluto lo que es? ¿Qué clase de cosa vas a buscar? Y si lo encontraras, ¿cómo sabrías que eso es lo que estabas buscando?
Platón, también por boca de Sócrates, soluciona esta paradoja apelando a la doctrina de la anámnesis o reminiscencia. El alma es inmortal y ha conocido todas las verdades en vidas anteriores, así que el conocimiento está potencialmente en el sujeto: no se adquiere ex novo, sino que se reactualiza desde la interioridad del alma. Cuando nos hacemos de una verdad, en realidad no la aprendemos, sino que la recordamos mediante las preguntas adecuadas, entonces un alma ignorante puede “recordar” una verdad que no sabía conscientemente. Kierkegaard lo resume así:
Sócrates resuelve la dificultad a través de la idea de que todo aprender y todo buscar es sólo recordar, de tal modo que el ignorante no necesita más que rememorar para llegar a ser consciente de lo que sabe.
Por cierto, apenas lo anoto de paso, esta noción resulta sorprendentemente afín al objetivo del psicoanálisis según Sigmund Freud (1856-1939): hacer consciente lo inconsciente, o mejor, “trasportar lo inconsciente a lo consciente” (Conferencia 19, Resistencia y represión). El analista sería entonces, como Sócrates, una comadrona, un partero del saber.
Søren Kierkegaard, él bajo el pseudónimo de Johannes Climacus, propone una solución distinta a la Paradoja de Menón. Niega que el conocimiento esté en la persona y que baste una mediación para evocarlo. Para él, si el individuo está en la no-verdad, no puede por sí mismo producir la verdad. La verdad debe venir desde fuera de él. Aquí aparece la noción cristiana de la encarnación del Maestro —el Dios hecho hombre— y la idea de que la verdad debe ser comunicada por el Absoluto en el tiempo: un evento paradójico e irracional desde la lógica humana, lo que Kierkegaard llama “el instante”. Ese instante es el punto de irrupción entre lo eterno (la verdad) y lo temporal (el individuo), donde se da el salto de fe. No hay camino racional desde la ignorancia a la verdad; lo que hay es una conversión, un cambio radical de existencia posibilitado por la intervención del Maestro (Jesús), quien no enseña la verdad, sino que es la Verdad.
Una misma tesis —que el mal es inseparable de la ignorancia— recorre el pensamiento de Sócrates, Freud, Kierkegaard y Jesús.: el mal no se opone al conocimiento, sino que proviene de su falta. El ignorante no es culpable de no saber; su culpa, si acaso, radica en no querer saber. De ahí la necesidad de un partero —el filósofo, el analista, el maestro absoluto— que ayude a romper la inercia de la inconsciencia. Sócrates lo hace por la vía mayéutica; Freud, a través de la transferencia y la interpretación; Kierkegaard, con la exigencia del salto de fe. Jesús, por su parte, no apela a la memoria ni al método, sino al perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas, 23:34). La frase no niega la violencia de la acción, pero suspende la condena del agente: no hay odio, sino ignorancia; no hay herejía, sino ceguera. Sócrates que no enseña, sino que hace que el otro recuerde; el analista que no instruye, auxilia a metabolizar pensamiento al paciente; Jesús no transmite una verdad, sino que encarna la Verdad… Y claro, todos ellos suponen que el saber transforma.
Diálogos mayéuticos, migajas de filosofía, parábolas celestes, asociaciones libres…, puede que no hallemos nunca la verdad definitiva, y quizá por eso el oráculo, la cruz o el diván sigan teniendo adeptos.
domingo, 27 de julio de 2025
Los primeros amantes de Sophia
1
Pierre Hadot (1922-2010) escribió varios libros imprescindibles, entre ellos Qu’est-ce que la philosophie antique? (1995). El filósofo y traductor parisino no se guarda las resultas necesarias de sus averiguaciones; yo intento una síntesis:
- La filosofía no es sólo abstracción, sino vida: los antiguos griegos la entendían como una elección existencial que transforma. Filosofar no se queda en el pensamiento.
- El discurso filosófico nace de un modo de vida, no al revés. Primero está la opción vital; luego, la justificación racional.
- Filosofar obliga a ejercitarse: dieta, diálogo o contemplación, meditación, en fin, prácticas para trasladar el pensamiento a la existencia.
- No hay filósofo aislado; filosofar requiere comunidad. La “escuela” era el crisol donde se forjaba un nuevo ser. Un yo producto de la filosofía precisa de los demás.
- La sabiduría no obliga al silencio. El fin no es callar tras el razonamiento, sino vivir en coherencia con él.
- La filosofía se origina en una askesis del alma, un ejercicio de transformación interior mediante prácticas disciplinadas destinadas a elevar el espíritu hacia la sabiduría.
En suma, la filosofía antigua clásica se entendía como un arte de vivir vinculado a prácticas concretas.
2
¿Y cuándo y dónde se originó la dichosa filosofía? Si bien la palabra philosophia y sus derivados no aparecen en Grecia sino hasta el siglo V a. C., evidentemente hubo filósofos antes que filosofía: el pensamiento racional surge al menos un par de siglos antes, en Jonia —en efecto, la cuna de la filosofía occidental está en Asia Menor—.
Los llamados filósofos presocráticos rompieron con las cosmogonías míticas e intentaron explicar el mundo mediante la interacción de fuerzas físicas. Con todo, sus cosmografías, bajo la nueva racionalidad, mantenían la estructura del viejo esquema triple: origen del cosmos, del hombre y de la ciudad. El concepto de phusis marcó el tránsito del pensamiento mítico a la explicación racional del mundo. Al sustituir las cosmogonías basadas en la interacción entre dioses por una indagación sobre la phusis —la naturaleza entendida como principio dinámico y autónomo—, los primeros filósofos —Tales, Anaximandro y Anaxímenes— sentaron las bases de la ciencia y la filosofía occidentales.
Además, la educación —la paideia— fue el suelo en el que germinó el pensamiento griego, transformando el aretéaristocrático en virtud del alma humana. Si Homero enseñó honor; la democracia exigió retórica: la fuerza del cuerpo cedió terreno al poder de la palabra. Los sofistas —pensadores provenientes de las colonias griegas, como Protágoras de Jonia o Gorgias del sur de Italia— entran en escena en Atenas como maestros de lo útil; no buscaban la verdad, sino persuadir para lograr el éxito político. La filosofía nacerá, en parte, para responderles.
3
La historia —indagación— presocrática precede a la sophia: verdad en movimiento. Nacido en Halicarnaso —Asia Menor— hacia el 484 a. C., Heródoto, considerado el padre de la historia, documentó guerras, culturas y tradiciones del mundo mediterráneo. En el Libro I, Clío, de las Historias, Heródoto cuenta cómo el rey Creso de Lidia recibió a Solón:
¡Oh huésped ateniense! Hasta nosotros ha llegado gran fama acerca de ti, tanto por tu sabiduría como por tus viajes, pues movido por tu amor al saber (philosopheōn), has recorrido muchas tierras para observar.
He aquí la primera aparición documentada de philosopheōn, usado aquí para describir los viajes de Solón como búsqueda activa de conocimiento.
4
Atenas, en el siglo V a. C., convirtió la filosofía y el cultivo de la belleza (philokalein) en pilares de su identidad democrática. Pericles, en su discurso fúnebre, celebra que los atenienses filosofaran (philosophein) “sin debilidad”: el saber ya no era privilegio de nobles, sino aspiración colectiva. Esta filosofía abarcaba desde la ciencia presocrática hasta la retórica sofística, que convertía el debate en espectáculo público. Isócrates reivindicaría este legado.
¿Y qué se entendía entonces por sophia? El concepto en la Grecia antigua brotó como una noción polisémica que evolucionó desde sus raíces homéricas como habilidad técnica —en la cerámica, la carpintería, la música u otros oficios, combinando el aprendizaje con la inspiración divina— hasta convertirse en una sabiduría integral que abarcaba tanto el conocimiento como la conducta ética. En los siglos VII y VI a. C., figuras como Solón y Hesíodo ampliaron su significado al destacar el poder transformador de la palabra, tanto de la poética y como de la política. Los llamados Siete Sabios encarnaron la fusión del conocimiento científico, la habilidad técnica y la sabiduría práctica, sintetizada en las famosas máximas délficas. Con el desarrollo de las ciencias exactas y la reflexión sobre la phusis, la sophia incorporó dimensiones cosmológicas que los sofistas del siglo V a. C. profesionalizarían, orientándola hacia la retórica política y la cultura general, allanando así el camino para el surgimiento de la philosophia como el amor sistemático al saber. La sophia griega fue una semilla que, al integrar técnica, poesía, política, ciencia y ética, florecería finalmente en la filosofía clásica.
5
El origen arcaico de la sophia griega tiene tres dimensiones: una técnica —Homero, como habilidad artesanal—, una poética —Hesíodo, como sabiduría inspirada— y otra política. Dichas ramas convergen en la sophia clásica, a la que se añaden dos nuevas vertientes: la científica —los presocráticos, el estudio de la phusis, la indagación histórica— y la sofística. Todo esto devendrá en la aparición de la philosophia, pero no será sino hasta Sócrates que la filosofía alcance una definición filosófica.
jueves, 24 de julio de 2025
Homo sui interficens
¿Cuál es nuestra naturaleza? ¿Cuál es nuestra esencia? Antañón cuestionamiento, tan viejo quizá como la misma especie… A ver, ¿existe alguna característica que nos haga sustancialmente distintos del resto de los animales? Podríamos intentar categorizar todas las respuestas con las que, a lo largo de la historia, hemos pretendido contestar dicha pregunta…
Primero
están las respuestas teológicas o creacionistas. Según ellas, lo que nos distingue
es un origen divino especial. En algunos casos, ni siquiera fuimos el primer intento.
Por ejemplo, según el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas quichés,
los dioses realizaron dos modelitos fallidos de humanos antes de conseguir
crearnos: primero hicieron a los hombres de barro, pero eran débiles e
incapaces de hablar; luego lo intentaron con madera, pero, aunque resultaron
más sólidos, carecían de entendimiento y gratitud hacia los dioses, y
finalmente con una masa de maíz blanco nos hicieron a nosotros, los humanos
verdaderos, sabios y agradecidos. Para la mitología mesopotámica, según el
poema babilónico Enuma Elish, los dioses crearon a los humanos no por
amor, sino para aliviarse del trabajo. Tras una guerra divina, Marduk, el dios
vencedor, decidió formar al hombre con arcilla mojada con la sangre del dios
Kingu, quien había comandado las fuerzas del caos. La noción del hombre
modelado por una divinidad aparece en muchos otros corpus mitológicos; en la
griega, por ejemplo, Prometeo modela al hombre con barro y luego Atenea le
insufla alma. En otras tradiciones, como la hinduista o la nórdica, el ser
humano procede de una parte o de la esencia de los dioses, ya sea como
emanación, descendencia o fragmento. Para algunas religiones, no sólo fuimos
creados por decisión de Dios, sino que también a su semejanza. La noción de que
la humanidad fue creada “a imagen de Dios” con un estatus único en la creación
es distintiva del judeocristianismo. Según estas religiones, somos una especie
de réplicas terrenales de Dios y también los señores de la creación:
Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. (Génesis, 1:26-27)
Según
esto, tenemos una semejanza ontológica y funcional con Dios: nuestra
racionalidad, moralidad, creatividad, en fin, serían un reflejo de atributos
divinos y, además, los humanos tenemos que asumirnos como representantes de
Dios en la Tierra.
En
segundo lugar, mencionemos las respuestas racionalistas. Se trata de una noción
genérica que proviene del pensamiento griego clásico, y luego fue reforzada por
el humanismo renacentista: la razón, el logos, se pondera como la cualidad
distintiva del ser humano. Esta respuesta constituye uno de los pilares de la
cosmovisión occidental y parte desde Sócrates, esto es, data al menos del siglo
V antes de nuestra era. En el Fedón (80a), Platón hace argumentar a su
maestro que el ser humano es su alma (psyché), y que esta es inmortal
por su afinidad con lo divino a través de la razón. El enfoque
socrático-platónico sentó las bases del racionalismo occidental, reforzado
luego por Aristóteles —quien definió al humano como el animal racional—, recuperado
dos milenios después por el humanismo renacentista —por ejemplo, Pico della
Mirandola, Erasmo de Róterdam, Montaigne, Francisco de Vitoria—. La idea de que
el hombre se distingue por su capacidad de raciocinio sigue siendo un pilar de
la filosofía hasta hoy. En el siglo XVIII, Linneo sistematizó el término
consolidando la visión del humano como especie única por su intelecto: homo
sapiens.
Lo cual nos lleva al tercer grupo: las respuestas biológicas o evolucionistas. El término homo sapiens —“hombre sabio”, “hombre que piensa”—, fue acuñado por el naturalista y taxónomo sueco Carl Linnaeus en su obra fundamental Systema Naturae. Homo sapiens condensa la noción de que el ser humano es un organismo específico producto de un largo y complejo proceso evolutivo. Para estas teorías, la razón sería una diferencia de grado, no de clase. Charles Darwin mostró que el ser humano no es una criatura caída desde el cielo ni una excepción en la Naturaleza, sino el resultado de millones de años de evolución biológica, con facultades que emergen de procesos compartidos con otros animales. En su libro El origen del hombre, Darwin escribe:
El hombre, con todas sus nobles cualidades —con la simpatía que siente por los más débiles, con la benevolencia que extiende no sólo a los otros hombres, sino a las criaturas más humildes, con su intelecto divino que ha penetrado los movimientos y la constitución del sistema solar— con todo eso, el hombre aún lleva en su cuerpo el sello indeleble de su humilde origen.
Y hablando de humildad… En una cuarta categoría coloquemos la respuesta psicoanalítica. El hombre como resultado de fuerzas intra-psíquicas, de procesos psicodinámicos. Sigmund Freud (1856-1939) sostiene que el hombre es un animal pulsional (Triebwesen), estructurado por el inconsciente, con la sexualidad posicionada como el núcleo del deseo y la motivación principal de la conducta, y atravesado por un conflicto constante entre sus deseos (inconscientes), las exigencias de la realidad y las exigencias de la cultura. El humano no es dueño de sí mismo ni transparente a su conciencia. Y cada uno de nosotros tiene una vida anímica que, en esencia, es un combate entre Eros y la pulsión de muerte.
En una quinta categoría coloquemos las respuestas existencialistas o fenomenológicas. El humano no tiene una esencia dada de antemano, sino que se construye en vida, a través de sus elecciones, acciones y experiencias. Pensadores como Martin Heidegger (1889-1976) y Jean-Paul Sartre (1905-1980) defendieron esta tesis. Sartre afirma en El existencialismo es un humanismo: El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace”.
Agregaría,
por supuesto, un sexto grupo: las respuestas sociológico-culturales, según las
cuales lo que define al ser humano no es la biología ni su psique
individual, sino su capacidad genérica para crear cultura, símbolos, lenguaje,
instituciones, ritos, e inscribir su vida en ese marco. En lugar de ver al
humano como un individuo aislado o una esencia fija, lo entiende como un ser
simbólico y social, moldeado por sus contextos históricos y culturales. Ernst
Cassirer considera al ser humano como animal simbólico y afirma que “el hombre
no vive en un universo meramente físico, sino en un universo simbólico.” El
galo Pierre Bourdieu introdujo las nociones de habitus y campo
para explicar cómo las estructuras sociales modelan al individuo desde dentro,
y Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur, en la línea hermenéutica, ven al ser
humano como un ser interpretativo, constituido en el lenguaje y en la historia.
Desde un ángulo afín, aunque con otra terminología, los pragmatistas como
Richard Rorty o John Dewey y los constructivistas como Nelson Goodman entienden
lo humano no como una esencia, sino como una invención sostenida por prácticas
narrativas, descripciones revisables y metáforas vivas. La especie humana
sería, entonces, una construcción contingente y relacional. Y desde una
variante más lógico-formal, autores como Noam Chomsky o Douglas Hofstadter han
propuesto que lo distintivo del ser humano radica en su capacidad de generar
estructuras simbólicas complejas, como los lenguajes naturales, la gramática
universal o los sistemas recursivos de tipo lógico o matemático. En fin, Daniel
Dennett teoriza que la evolución cultural ya supera a la biológica.
Hasta
aquí, ¿cuál es el rasgo que caracteriza al ser humano? ¿Qué es el homo sapiens?
Según las teologías, un reflejo de Dios; según los racionalistas, un alma
pensante; para los evolucionistas, un mamífero que aprendió a calcular; según
Freud, una criatura del deseo y el conflicto; para los existencialistas, una
nada que elige su ser; y según la sociología, un animal que teje símbolos,
instituciones y lenguaje para no perderse en el caos. Cada época ha tallado su
propia efigie del humano: dios menor, razón encarnada, bestia refinada, sujeto
escindido, proyecto abierto o ser culturalmente producido.
Conozco
también al menos otras dos respuestas que se cuecen en otra olla: la de Hegel y
la del novelista ruso Vasili Grossman.
Para
el filósofo alemán, la gran diferencia entre el hombre y el resto de los seres
vivos estriba en que el ser humano puede tener valores superiores a la vida
misma: ningún conejo se mata por amor, no se sabe de cacomixtle alguno que haya
entregado su vida por un ideal, en cambio, abundan héroes que mueren por su
patria, sabemos del despechado que se suicida por amor, del guarura que
interpone su propio pecho entre la bala asesina y su custodiado…, en fin. Bien
podríamos etiquetar la respuesta de Hegel como idealistas o ético-axiológica.
Por
su parte, para Grossman, el hombre es el eslabón más desarrollado de la
evolución de la vida hacia la libertad. Por supuesto, ambos planteamientos son
cercanos a la postura de Carlos Marx, para quien el ser genérico del hombre
está precisamente en el trabajo transformador, siempre y cuando se realice de
manera consciente y libre.
Y quedan todavía otras
respuestas a la pregunta por la esencia del ser humano:
Un noveno paquete podría
incluir las posturas tecnológicas o posthumanistas que plantean que lo humano
no es un destino cerrado, sino una plataforma biotécnica susceptible de
expansión, fusión o superación. Autores como Donna Haraway (con su Manifiesto
Cyborg) o Yuval Noah Harari sostienen que la especie humana está en proceso de
convertirse en otra cosa, mediante inteligencia artificial, neurotecnología o
ingeniería genética. El rasgo humano distintivo, en esta línea, no es una
esencia fija, sino la capacidad de autoproyectarse, rediseñarse y exceder sus
propios límites. El ser humano es un animal en transición. Los títulos de los
dos primeros libros de Yuval condensan esta tesis: el primero fue Sapiens,
de animales a dioses, y el segundo Homo deus.
Una décima categoría
corresponde a las respuestas ecológico-relacionales o ecofilosóficas. Aquí lo
distintivo no es lo que nos separa de la naturaleza, sino cómo nos relacionamos
con ella. Pensadores como Gregory Bateson o Timothy Morton proponen que el ser
humano debe entenderse como un nodo en una red de interdependencia ecológica,
no como un sujeto autónomo. En vez de buscar la esencia en la excepcionalidad,
estas posturas enfatizan la relacionalidad, la simbiosis y la coevolución. El
ser humano, entonces, no es el “rey de la creación”, sino un ser entrelazado
con todos los demás. Claro, esta postura se aproxima al pensamiento holístico
oriental.
Y, para terminar, propongo una última respuesta —quizá no muy agradable, pero cada vez más difícil de ignorar—: lo que distingue al ser humano es que es la única especie con capacidad para extinguirse a sí misma de forma deliberada. Ningún otro ser viviente ha desarrollado un poder de destrucción tan vasto ni ha demostrado tal combinación de inteligencia técnica y ceguera moral. A diferencia de los desastres naturales o las extinciones masivas del pasado, la amenaza actual no proviene del cosmos ni del azar, sino de nuestra propia mano. Somos la única especie que ha construido los medios para su autoaniquilación: armas nucleares, colapsos ecológicos, sabotajes tecnológicos, desinformación global. Desde que la humanidad desarrolló armas termonucleares y las capacidades logísticas para desplegarlas a escala global, es decir, desde los años 50 del siglo XX, los bípedos parlantes tenemos la capacidad práctica de autodestruirnos. No se trata ya de un mito, castigo divino o ficción apocalíptica, sino de un hecho técnico e histórico. Se estima que con unas 200 bombas nucleares bien repartidas bastarían para desencadenar un invierno nuclear con consecuencias catastróficas para toda la humanidad. 200. Bien, a nivel global, la estimación más reciente (enero de 2025) cifra la cantidad total de ojivas nucleares en 12,241. El homo sapiens dispone hoy de un arsenal con el cual es capaz de autodestruirse más de 60 veces. Pertenecemos a la única especie hostil y suicida con superávit letal.
Tal vez haya que añadir un
nuevo epíteto a nuestro nombre científico: homo sapiens demens, el sabio
insensato. O quizá, para ser más claros, homo sui interficens, “el
hombre que se mata a sí mismo”.
domingo, 20 de julio de 2025
Homo se quaerens
El hombre es, en efecto, el más cruel de todos los animales.
F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra.
Homo deus
Hace unos dos mil quinientos años, en los albores del racionalismo occidental, un señor llamado Protágoras, natural de Abdera, se animó a decir que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Inmediatamente hubo quien estuvo dispuesto a refutar este juicio, comenzando por el mismísimo Sócrates… Con todo, el hombre más sabio de Grecia —oráculo de Delfos dixit— no rebatió el planteamiento porque le pareciera una estupidez palmaria; por el contrario, se dio tiempo para discutirla razonablemente porque la consideró una afirmación perfectamente debatible.
Somos una especie tan arrogante que, durante mucho tiempo, tuvimos la certeza de habitar en el meritito centro del universo. Podrán decir ustedes que esas creencias son cosa del pasado, de gente ignorante, supersticiosa. Bueno, según una encuesta de Ipsos Global Advisor (2020), en la actualidad más menos una de cada cinco personas en el mundo cree que los humanos somos los únicos seres vivos del universo. Hoy por hoy, en pleno siglo XXI, varios siglos después de la revolución científica, no sólo nos asumimos dueños de todas las tierras emergidas del planeta, también del mar. Los países con costas ejercen soberanía marítima hasta doce millas náuticas, y más allá, las aguas internacionales son consideradas como “patrimonio común en beneficio de toda la humanidad”, o sea, dote no de todas las especies, no de los peces, no de las ballenas, no del plancton, nada más de nosotros… Lo mismo ocurre con el subsuelo, el espacio aéreo, el espectro radial… Los sapiens nos creemos dueños del mundo…, y también de la Luna, los demás cuerpos celestes y el espacio sideral, que son considerados, por nosotros mismos, “patrimonio común de la especie” —así se asienta en un tratado internacional de 1967—. Los sapiens nos decimos dueños también del espacio sideral.
El ser humano es una criatura tremendamente soberbia. Pruebas de ello abundan. Muchas religiones postulan que el universo entero existe para que el ser humano se condene o se redima. El hombre, según el zoroastrismo, tiene una misión cósmica: elegir el bien y colaborar en la renovación del mundo (frashokereti). Además, según un montón de corpus mitológicos y de religiones, somos seres hechos por la mano de dios. Para judeocristianismo, incluso, a su imagen y semejanza. En el Génesis está bien documentada esa arrogancia.
La presunción humana permite que hoy se valore como algo perfectamente razonable la tesis de que somos tan maravillosos que actualmente estamos mutando para dejar de pertenecer al reino animal y convertirnos en dioses. Tal es planteamiento central del libro Homo Deus: Breve historia del mañana (2015), de Yuval Noah Harari. El historiador israelí aduce que la humanidad está transitando hacia una nueva etapa en la que el ser humano dejará de tener en la supervivencia su principal foco y comenzará a buscar la divinización de sí mismo, es decir, a convertirse en un “hombre-dios” (homo deus) mediante la tecnología, la inteligencia artificial, la ingeniería genética y los avances biomédicos. La idea de que la humanidad —o por lo menos parte de ella— está “mutando a dioses” —impulsada por avances tecnológicos— es una narrativa contemporánea que mezcla transhumanismo, cientificismo y antiguas aspiraciones y miedos primordiales. Vuelvo al Génesis para recordar con qué argumento tentó la serpiente a Eva para que tomara el fruto del árbol prohibido: “… sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal.”
El cambio es profundo: ahora soñamos ser dioses prescindiendo de Dios.
Homo diurnus
En su obra Systema Naturae, para clasificar a todos los seres vivos, el naturalista y taxónomo sueco Carl Linnaeus (1707-1778) estableció el sistema moderno de nomenclatura binomial: género + especie. Por ejemplo, género: canis; especie: lupus: Canis lupus, lobo. En la primera edición de su obra, 1735, Linneo catalogó en total unas diez mil especies, considerando animales, plantas y minerales, y entre todas ellas, por supuesto, a nosotros mismos. ¿Homo sapiens?
Homo sapiens: la presuntuosa autodenominación con la que, hasta hoy, pese a todo, nos seguimos sintiendo tan identificados proviene, al menos, de la Antigüedad Clásica: Aristóteles (s. IV a. C.) se definió a sí mismo y a sus congéneres como animales racionales: zōon logon echon. Sin embargo, veintiún siglos después, en principio ni siquiera para Linneo fue del todo evidente que la racionalidad sea nuestra característica distintiva. En las primeras ediciones de su libro, Linneo nos llamó de otra manera: Homo diurnus. Llamarnos así, “hombre diurno”, puede parecer una designación anodina, quizá zoológica, desatinada, pero tal vez revele la prudencia del sueco ante la tentación de glorificar a su propia especie. Al subrayar simplemente que la mayor parte de la gente realiza sus actividades durante el día, el naturalista optó por una característica observable, neutra, empírica, evitando atribuirnos de entrada atributos como la sabiduría o la racionalidad. La luz del día, además, remite simbólicamente al orden, a la vigilancia, a lo civilizado, en contraste con lo nocturno, lo oculto, lo salvaje. Con homo diurnus no sólo nos distinguía de los animales nocturnos, sino también de los “otros humanos” imaginados —los trogloditas, los salvajes mitológicos— que Linneo aún no se atrevía a clasificar. Tuvieron que pasar diez ediciones para que, acaso ya más confiado en los ideales ilustrados, se atreviera a rebautizar a nuestra especie como homo sapiens, el término del que tan orgullosos nos sentimos. Nos entregó, sin saberlo, una medalla con la inscripción del autoengaño.
Homo se quaerens
Quizá un día lleguemos a autodenominarnos de otra manera. Mientras tanto, seguimos usando como espejo una palabra que nos halaga. Nos gusta creernos sabios e incluso divinos. Pero si algo nos define con precisión es la obstinación con la que insistimos en autodefinirnos por lo que deseamos ser, y no por lo que somos: homo se quaerens, “el hombre que se busca a sí mismo”.