A hundred times have I thought
New York is a catastrophe,
and fifty times: It is a beautiful catastrophe.
Le Corbusier
Según Robert Hughes “nunca ha existido una ciudad tan ambiciosa como Roma…, aunque Nueva York le ofrece competencia” (Rome: A Cultural, Visual, and Personal History). Humilde, Truman Capote sentenció alguna vez que “Nueva York es un iceberg de diamante flotando en agua de río”. Al igual que Roma, NY simboliza la vitalidad y poderío de un imperio, el norteamericano, y al mismo tiempo el centro de gravedad de un orden mundial, el antiguo y el contemporáneo: todos los caminos llevaban a Roma y en NY se halla la sede de la Organización de las Naciones Unidas. No parece ser excesivo, pues, el trauma abrumador que provocaron los atentados del 11 de septiembre de 2001. En un ensayo publicado en The Atlantic, cuenta Ben Rhodes que “en una gran habitación sin ventanas en las entrañas de la CIA, hay un cartel que dice every day is september 12th” (The 9/11 Era Is Over). El acontecer neoyorquino marca el compás de la vida de Estados Unidos. Pasaba igual con Roma, cumbre urbanística del mundo antiguo: su acaecer se entendía engarzado al de la civilización a la que dio su nombre, por lo que sus respectivas historias también se leen aparejadas.
En junio pasado, Woody Allen le concedió una entrevista a Here's the Thing, el potcast de Alec Baldwin. Hablaron de cine, sobre todo, pero en un momento dado, el actor y el cineasta neoyorkino se refirieron a los estragos causados en Estados Unidos por la pandemia del COVID-19. Woody Allen lamentó que Manhattan, corazón de Nueva York, es prácticamente un pueblo fantasma…, pero enseguida metió reversa: como sucedió después de los ataques terroristas que tumbaron las torres gemelas, la ciudad se va a recuperar y volverá a ser la de siempre… ¿La de siempre?
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La eternidad está detrás, no delante.
Frente a nosotros no hay más que el vacío,
que llenamos a la medida del tiempo.
Max Aub, La calle de Valverde.
Si bien no existe registro arqueológico de asentamiento urbano alguno en el monte Palatino anterior al 625 a. C., la tradición clásica establece que la ciudad se fundó más de cien años antes, justo el 21 de abril del 753 a. C. Hasta hoy siguen siendo célebres Rómulo y Remo, los dos hermanos que protagonizan el origen legendario de Roma. Eran descendientes de un héroe de la Guerra de Troya, Eneas, y por tanto del mismísimo Zeus.
No por cobardía —se había enfrentado al propio Aquiles— sino por órdenes de su madre, la diosa Afrodita —Venus en la Eneida—, Eneas había logrado escapar cuando Troya fue asaltada por los astutos aqueos. Su padre, Anquises, era vástago del rey Capis, y Capis primogénito de Asáraco. Asárco era hijo del Tros, quien a su vez era vástago de un tal Dárdano. Y justo había sido este señor Dárdano, hijo de Zeus y Eléctra, una de las Pléyades, quien había fundado Dardania, la ciudad al pie del monte Ida que a la postre se convertiría en Troya. Se amarran así los lazos simbólicos de la Urbs por antonomasia con el dios supremo del panteón grecolatino. Y aún faltaba una carga divina…
Eneas y la princesa Creúsa, hija del rey Príamo y hermana de Héctor y Paris, procrearon a Ascanio, quien habría de fundar Alba Longa, en los montes Albanos de Lacio. Mucho después Alba Longa sería gobernada por un descendiente de Ascanio, Numitor. Numitor sería destronado por su hermano Amulio, quien, además, para desaparecer el linaje, asesinó a los hijos varones de su hermano y obligó a su hija, Rea Silvia, a convertirse en virgen vestal. Pero otra divinidad intervino: Marte, dios de la pasión, la virilidad y la guerra, violó a Rea Silvia, a resultas de lo cual ella daría a luz a los célebres gemelos. Amulio ordenó que los recién nacidos fueran sacrificados, arrojándolos al río Tíber. Como ocurrió con Moisés, se salvarían a bordo de una canasta. Fueron amamantados por una lupa —loba o prostituta—, Luperca, y luego criados por un pastor. Igual que Caín, Rómulo asesinaría a su hermano. Como Caín, quien edificó la primera ciudad, Enoc, Rómulo fundó Roma.
Más de medio milenio después, Albio Tibulo (54 a. C. – 19 a. C.), poeta latino contemporáneo de Virgilio, escribió los siguientes versos: “[Eneas] No confiaba en que Roma iba a existir, cuando, triste, desde alta mar volvía la mirada hacia Ilión [Troya] y sus dioses en llamas. Rómulo todavía no había levantado los muros de la ciudad eterna, que no debía habitar Remo… Entonces pacían la hierba del Palatino terneras y se alzaban en la ciudadela de Júpiter humildes chozas” (Elegías). Nadie le dio importancia al evidente carácter contradictorio de los versos —¿cómo puede ser eterno algo que en algún tiempo no existía?—; la frase tuvo una extraordinaria recepción. Horacio, Ovidio, Tito Livio y el propio Virgilio usarían la misma imagen, así que pronto se popularizó al grado que llegó a hacerse una tradición que ha perdurado más de dos mil años: la città eterna.
Es verdad que la grandeza de la ciudad que llegó a ostentarse como la Caput Mundi —capital del mundo— no fue igualada sino hasta el siglo XIX. Es verdad que la civilización romana persistió a lo largo más de diez siglos, pero colapsó. Los Gigantes y los Jets de Nueva York están iniciando temporada.
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