Daniel Defoe vivió y murió endeudado. Con todo, logró que su nombre pasara a la historia de las letras gracias un hombre que logró sobrevivir 28 años sin un centavo, el protagonista de su obra más famosa. Robinson Crusoe, publicado por primera vez en 1719, es para muchos la primera novela escrita en inglés (en realidad, el título original del libro es quizá el más extenso para una novela: The Life and strange Surprizing Adventures of Robinson Crusoe of York, Mariner: Who lived Eight and Twenty Years, all alone in an un-inhabited Island on the coast of America, near the Mouth of the Great River of Oroonoque; Having been cast on Shore by Shipwreck, where-in all the Men perished but himself. With An Account how he was at last as strangely deliver'd by Pyrates. Written by Himself.). Defoe nació en Londres entre 1659 y 1661, o sea que él era apenas un infante cuando, en 1665, su ciudad natal recibió la indeseada visita multitudinaria de la yersinia pestis, el bicho microscópico causante de la peste negra, también conocida como bubónica. Si bien Daniel sobrevivió la peste, dado el carácter de escuincle que tenía entonces, seguramente el valor testimonial de sus recuerdos hubiera resultado más bien escaso para, a partir de ellos, escribir un libro que, aunque en estricto sentido es una novela, resulta el documento más útil para comprender el horror que fue la Gran Plaga.
La primera edición de Diario del año de la peste (también con un subtítulo ingente: being observations or memorials of the most remarkable occurrences, as well public as private, which happened in London during the last great visitation in 1665), comenzó a circular en 1722; desde su portada contenía un ingrediente que le redituó gran verosimilitud: ahí se asentaba que su autor era “un ciudadano” que había presenciado los hechos. Al parecer, no sólo se trataba de un truco de novelista: el Diario aparece firmado por un tal H.F., iniciales que corresponden a las de Henry Foe, tío del escritor —el “De” se lo agregó Daniel a su apellido para que tuviera cierta resonancia aristocrática—, de tal suerte que muy probablemente el escritor sí se basó en una fuente de primera mano. El Diario del año de la peste tiene el formato de una crónica, más próxima al reportaje periodístico que a la literatura—ésa y cualquier otra licencia puede darse un novelista—; incorpora relatos pormenorizados de los avatares de algunos personajes, cuadros estadísticos, descripciones de época, diálogos y sesudas reflexiones, que en su conjunto bien pueden leerse como un magnífico retablo sobre el pavor colectivo que puede desatar el azote de una epidemia. En las páginas del libro de Defoe uno puede aproximarse al terror que un inglés del siglo XVII podía sentir al asumirse castigado por la voluntad de dios, una punición que, aunque nadie tenía claro a qué se debía, era repartida a rajatabla entre todos con la fuerza igualitaria de la muerte.
Han pasado casi 350 años de que la peste bubónica mató a cerca de cien mil londinenses. De entonces a la fecha el desarrollo científico y tecnológico ha sido enorme, en cualquier caso suficiente para que hoy sepamos qué origina las epidemias e incluso muchas veces tengamos la capacidad de desarrollar curas y vacunas. Desde la soberbia del siglo XXI, podemos pensar que para aquella gente su vulnerabilidad era tanta como su ignorancia; por ejemplo, mataron a todos los perros y gatos domésticos pensando que eran acarreadores del mal, y nada más empeoraron el asunto, porque libraron de sus depredadores a los verdaderos enemigos, las ratas. En 1665, Londres contaba con alrededor de medio millón de habitantes, y llegaron a ocurrir siete mil decesos en tan sólo una semana. El lunes 27 de abril de 2009, en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, con una población de cerca de 20 millones, se tiene la certeza de que la influenza AH1N1 de origen porcino ha matado a menos diez personas. Desde la perspectiva que me ofrece la calle y los medios, ni las evidencias que aporta la aritmética ni siglos de conocimiento científico acumulado han ayudado mucho para paliar el miedo. Falso que a mayor información menos temor, falso también que a mayor conocimiento construido racionalmente desaparezca nuestra necesidad de modelar mitos para comprender el mundo. Un botón: el domingo 26, un grupo de creyentes sacó de la Catedral en procesión por las calles del centro histórico al Cristo de la Salud, una escultura de más de dos metros de altura, considerada particularmente milagrosa en casos de contingencias sanitarias —las fuentes católicas no se ponen de acuerdo si la última vez que deambuló la figura fue en 1850 o en 1691—. El fervor religioso frente al ataque viral, sí…, aunque los que cargaban el pedestal llevaban tapabocas.
Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.
miércoles, 29 de abril de 2009
domingo, 19 de abril de 2009
Pupitres megachiquititos
Eustaquio está por terminar el martirio de la secundaria. Hasta ahora, toda su vida académica, desde kínder, la ha transitado en una sola escuela, un colegio particular que puede presumir, y de hecho presume, un alto nivel académico. Por supuesto, además de un tanto cuanto petulante, no es una escuela barata; para la mayoría de los progenitores que tienen ahí a su prole, el gasto en colegiaturas, reinscripciones, uniformes, útiles, libros y toda la parafernalia de la vida escolar en este tipo de planteles representa una parte sustantiva de su presupuesto.
– Y espérate, amiga, que sigue la prepa y las mensualidades del Tec están que ni para qué te digo.
– Pues ojalá que los hijos sepan aprovechar el esfuerzo que hacemos, oye… –porque, efectivamente, para muchas familias mantener a sus vástagos en un colegio particular constituye, todavía, si no una inversión segura, sí al menos la única apuesta por, ya no digamos la ascendencia social, sino al menos por un antídoto contra la depauperación.
Eustaquio cuenta que hace unos días, como todos los estudiantes que están cursando el tercer año de secundaria, presentó el Exani I. Para ello, a él y a todos sus compañeros los llevaron a una escuela pública, una secundaria técnica. Luego del típico recorrido en camión –cánticos, empujones e intercambio de bromitas perversas entre los púberes a evaluar–, tan pronto llegaron, los distribuyeron en varios salones… “¡No inventes!, siguen usando pizarrones antigüitos, de los de gis. Y los pupitres que usan están megachiquititos”. Eustaquio relata que incluso tuvieron que traer de otras aulas algunos escritorios de maestros, porque muchos de sus compañeros, hombres y mujeres, de plano no cupieron en los pupitres…
Las diferencias socioeconómicas son perceptibles en la anatomía de las personas, en peso y tallas. Esto resulta evidente entre países y responde a diferentes niveles de desarrollo; por ejemplo, en Estados Unidos, los niños con déficit en la relación estatura/edad representan apenas el 1%, mientras que en Kenia el 30% y en India ¡casi la mitad! (48%). Este mismo indicador –relacionado a la estatura media por edad de la población de referencia internacional reconocida por la Organización Mundial de la Salud de la ONU– muestra desigualdades drásticas entre países latinoamericanos, por ejemplo: Guatemala, 49%; México 12.7%; Brasil, 10%; Chile,1%. Sin embargo, los pupitres megachiquititos de aquella secundaria técnica muestran la dimensión anatómica de las diferencias socioeconómicas no solamente al interior de un país, el nuestro, sino de una misma ciudad (y además una, Aguascalientes, en la que el componente indígena en su población es prácticamente nulo).
Me parece que no hay indicador alguno que muestre que la talla y el peso sean características de un niño que determinen directamente su eficiencia en la academia –claro, mientras quepa en el pupitre–, sin embargo, recientes estudios científicos vienen a demostrar lo que el sentido común podría sugerir a muchos: el desarrollo socioeconómico es una variable que incide frontalmente no sólo en el desarrollo físico de los infantes, sino también en el desempeño de ciertas funciones cerebrales ligadas al aprendizaje y en general a la cognición.
En su edición de marzo 30 pasado, la revista Proceedings of the National Academy of Sciences publica una ponencia firmada por Gary W. Evans y Michelle A. Schamberg –Childhood poverty, chronic stress, and adult working memory–, en el cual aportan pruebas de que la pobreza afecta el cerebro de los niños que la padecen. Particularmente, demuestran que “la pobreza durante la niñez es inversamente proporcional a la memoria de trabajo de los adultos jóvenes”. Los investigadores de la Universidad de Cornell trabajaron para probar dos hipótesis engarzadas. La primera, “que la pobreza durante la niñez va a interferir en el desarrollo de la memoria de trabajo de los jóvenes adultos”. Aquí conviene recordar que el concepto de working memory se refiere a algo así como al RAM de las personas: “el mecanismo de almacenamiento de información temporal que nos permite retener activas pequeñas cantidades de datos durante breves intervalos y manipularlas”. Dicho mecanismo resulta esencial para la comprensión del lenguaje, la lectura y la resolución de problemas; y, obviamente, es un requisito indispensable para luego almacenar información en la memoria de largo plazo. La segunda hipótesis establece que “la relación prospectiva entre una niñez en condición de pobreza y la memoria de trabajo de la juventud adulta se encuentra mediada por estados de estrés psicológico crónico”. En forma esquemática: pobreza – estrés crónico – problemas de memoria de trbajo.
Vale decir entoces que si bien es cierto que las repercusiones de la pobreza infantil tienen una dimensión socioeconómica innegable, también acarrean una afectación directa en los mecanismos neurocognitivos de los chavos.
Quien quiera, pues, podrá ver en aquellos pupitres megachiquititos un atisbo de cómo estamos ahora modelando el perfil del capital humano de México.
– Y espérate, amiga, que sigue la prepa y las mensualidades del Tec están que ni para qué te digo.
– Pues ojalá que los hijos sepan aprovechar el esfuerzo que hacemos, oye… –porque, efectivamente, para muchas familias mantener a sus vástagos en un colegio particular constituye, todavía, si no una inversión segura, sí al menos la única apuesta por, ya no digamos la ascendencia social, sino al menos por un antídoto contra la depauperación.
Eustaquio cuenta que hace unos días, como todos los estudiantes que están cursando el tercer año de secundaria, presentó el Exani I. Para ello, a él y a todos sus compañeros los llevaron a una escuela pública, una secundaria técnica. Luego del típico recorrido en camión –cánticos, empujones e intercambio de bromitas perversas entre los púberes a evaluar–, tan pronto llegaron, los distribuyeron en varios salones… “¡No inventes!, siguen usando pizarrones antigüitos, de los de gis. Y los pupitres que usan están megachiquititos”. Eustaquio relata que incluso tuvieron que traer de otras aulas algunos escritorios de maestros, porque muchos de sus compañeros, hombres y mujeres, de plano no cupieron en los pupitres…
Las diferencias socioeconómicas son perceptibles en la anatomía de las personas, en peso y tallas. Esto resulta evidente entre países y responde a diferentes niveles de desarrollo; por ejemplo, en Estados Unidos, los niños con déficit en la relación estatura/edad representan apenas el 1%, mientras que en Kenia el 30% y en India ¡casi la mitad! (48%). Este mismo indicador –relacionado a la estatura media por edad de la población de referencia internacional reconocida por la Organización Mundial de la Salud de la ONU– muestra desigualdades drásticas entre países latinoamericanos, por ejemplo: Guatemala, 49%; México 12.7%; Brasil, 10%; Chile,1%. Sin embargo, los pupitres megachiquititos de aquella secundaria técnica muestran la dimensión anatómica de las diferencias socioeconómicas no solamente al interior de un país, el nuestro, sino de una misma ciudad (y además una, Aguascalientes, en la que el componente indígena en su población es prácticamente nulo).
Me parece que no hay indicador alguno que muestre que la talla y el peso sean características de un niño que determinen directamente su eficiencia en la academia –claro, mientras quepa en el pupitre–, sin embargo, recientes estudios científicos vienen a demostrar lo que el sentido común podría sugerir a muchos: el desarrollo socioeconómico es una variable que incide frontalmente no sólo en el desarrollo físico de los infantes, sino también en el desempeño de ciertas funciones cerebrales ligadas al aprendizaje y en general a la cognición.
En su edición de marzo 30 pasado, la revista Proceedings of the National Academy of Sciences publica una ponencia firmada por Gary W. Evans y Michelle A. Schamberg –Childhood poverty, chronic stress, and adult working memory–, en el cual aportan pruebas de que la pobreza afecta el cerebro de los niños que la padecen. Particularmente, demuestran que “la pobreza durante la niñez es inversamente proporcional a la memoria de trabajo de los adultos jóvenes”. Los investigadores de la Universidad de Cornell trabajaron para probar dos hipótesis engarzadas. La primera, “que la pobreza durante la niñez va a interferir en el desarrollo de la memoria de trabajo de los jóvenes adultos”. Aquí conviene recordar que el concepto de working memory se refiere a algo así como al RAM de las personas: “el mecanismo de almacenamiento de información temporal que nos permite retener activas pequeñas cantidades de datos durante breves intervalos y manipularlas”. Dicho mecanismo resulta esencial para la comprensión del lenguaje, la lectura y la resolución de problemas; y, obviamente, es un requisito indispensable para luego almacenar información en la memoria de largo plazo. La segunda hipótesis establece que “la relación prospectiva entre una niñez en condición de pobreza y la memoria de trabajo de la juventud adulta se encuentra mediada por estados de estrés psicológico crónico”. En forma esquemática: pobreza – estrés crónico – problemas de memoria de trbajo.
Vale decir entoces que si bien es cierto que las repercusiones de la pobreza infantil tienen una dimensión socioeconómica innegable, también acarrean una afectación directa en los mecanismos neurocognitivos de los chavos.
Quien quiera, pues, podrá ver en aquellos pupitres megachiquititos un atisbo de cómo estamos ahora modelando el perfil del capital humano de México.
jueves, 9 de abril de 2009
Mejor alucinante que acartonado…
No tengo muy claro desde cuándo, pero tiene ya algún tiempo que andaba circulando por mis neuronas una sospecha. Casi fantasmal, la pobre apenas alcanzaba una presencia mínima para hacerse sentir ocasionalmente; así, tímida, intentaba cosquillear de vez en cuando mi conciencia, pero nunca antes había logrado textualizarse lo suficiente como para que yo pudiera prenderla por las orejas para analizarla y compartirla. Pero ocurrió que las locas fuerzas del azar, o quizá del destino —en cuyo caso estarían aun más locas—, operaron de tal forma que, si bien no uno tras otro pero sí muy próximos entre sí, leí primero La invención de América y luego El mundo alucinante, un ensayo y una novela. Algunas noches después, la sospecha aquella agarró confianza, jaló aire y argumentos, y sin pedir permiso a nadie conectó ideas para transmutarse en conclusión: el realismo mágico, más que una corriente literaria, es una forma inteligente de entender América.
En el ensayo (La invención de América, FCE), Edmundo O’Gorman (1906-1995) dispone su inteligencia, que no era poca, y su talento de historiador, que era mucho, alineados para “reconstruir la historia, no del ‘descubrimiento de América’, sino de la idea de que América había sido descubierta”. Y lo logra. Por supuesto, O’Gorman parte de que el descubrimiento de América no es un hecho, sino la interpretación hegemónica de un hecho, y en pocas páginas consigue seguirle la pista a esa idea. Pero quiero destacar otro ingrediente de la obra: la insistencia de don Edmundo en el sentido de que todo acto en sí mismo carece de sentido, de tal suerte que es su interpretación la que lo “dota de un ser al postularle una intención”. Dicho en corto, los hechos adquieren carácter de históricos solamente si son interpretados.
La novela se la debemos a un marielito, Reinaldo Arenas (1843-1990). La edición que encontré (Cátedra, 2008) incluye una postdata al prólogo que el propio autor escribe en 1980; cuando la leí me pareció excedida e incluso supuse que resultaría errónea: “Me informan que informes desinformados (y patéticos) informan que hay en esta novela escrita en 1965…, influencia de obras que se escribieron y publicaron después de ella, como Cien años de soledad (1967)… He aquí otra prueba irrebatible… de que el tiempo no existe”. ¿Realismo mágico antes que el del patriarca García Márquez? Pues después de leer la obra hay que aceptar que sí, y no como atisbos —Rulfo, Borges, Carpentier, en fin—, sino pleno, evidente. Arenas escribió una novela de aventuras con base en la vida de José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra (1763-1827), un regiomontano que a los 16 años ingresó a la orden dominicana y a los 31 pronunció un discurso que marcaría su vida y la manera en que concebimos la historia de México. Debo advertir que si buscas la precisión historiográfica respecto a la estrambótica biografía de Fray Servando, no leas El mundo alucinante —para eso, más te valdría echar mano de la investigación que varios años después escribió Christopher Domínguez, Vida de Fray Servando (Era, 2005)—; tal no fue el propósito de Reinaldo Arenas. La intención del novelista fue literaria: espejear estéticamente el sinsentido que pretendió enfrentar el dominico, precisamente reasignando significados. En el prólogo que hace a su libro para la edición de 1982 el cubano se descara: “Esta es la vida de Fray Servando Teresa de Mier. Tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me hubiera gustado que hubiera sido”. A Fray Servando debemos, junto con Carlos María Bustamante, la conceptualización del primer nacionalismo mexicano a partir de la resignificación de los principales ingredientes del patriotismo criollo, esto es, la interpretación de una serie de actos pasados por medio de la cual se dotó de un ser y de una identidad a México. Y no estamos hablando de un ratón de biblioteca, en lo absoluto; la vida de Fray Servando resulta precisamente, alucinante, digna de una novela de aventuras: ¿un republicano con aires de aristócrata?, ¿un autodenominado arzobispo sentado en el congreso constituyente?, ¿un religioso que terminó sus días en Palacio Nacional como un activo del naciente Estado Nación?, ¿un creador del nacionalismo mexicano que estableció la liga entre la virgen de Guadalupe y la Tonatzin?, ¿un mexicano decimonónico que entendía once idiomas y echó balazos trepado en un caballo?, ¿un hombre que pasó casi la mitad de su vida en prisión? Todo un caso.
El ensayo de O’Gorman “quien también fue un gran estudioso del pensamiento de Fray Servando” y la novela de Reinaldo Arenas permiten espabilarse un poco, para caer en la cuenta de que a lo largo de 500 años seguimos descubriendo América, interpretándonos. Hoy, acartonados andamos en mucho porque nos urgen nuevas interpretaciones de nosotros mismos.
En el ensayo (La invención de América, FCE), Edmundo O’Gorman (1906-1995) dispone su inteligencia, que no era poca, y su talento de historiador, que era mucho, alineados para “reconstruir la historia, no del ‘descubrimiento de América’, sino de la idea de que América había sido descubierta”. Y lo logra. Por supuesto, O’Gorman parte de que el descubrimiento de América no es un hecho, sino la interpretación hegemónica de un hecho, y en pocas páginas consigue seguirle la pista a esa idea. Pero quiero destacar otro ingrediente de la obra: la insistencia de don Edmundo en el sentido de que todo acto en sí mismo carece de sentido, de tal suerte que es su interpretación la que lo “dota de un ser al postularle una intención”. Dicho en corto, los hechos adquieren carácter de históricos solamente si son interpretados.
La novela se la debemos a un marielito, Reinaldo Arenas (1843-1990). La edición que encontré (Cátedra, 2008) incluye una postdata al prólogo que el propio autor escribe en 1980; cuando la leí me pareció excedida e incluso supuse que resultaría errónea: “Me informan que informes desinformados (y patéticos) informan que hay en esta novela escrita en 1965…, influencia de obras que se escribieron y publicaron después de ella, como Cien años de soledad (1967)… He aquí otra prueba irrebatible… de que el tiempo no existe”. ¿Realismo mágico antes que el del patriarca García Márquez? Pues después de leer la obra hay que aceptar que sí, y no como atisbos —Rulfo, Borges, Carpentier, en fin—, sino pleno, evidente. Arenas escribió una novela de aventuras con base en la vida de José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra (1763-1827), un regiomontano que a los 16 años ingresó a la orden dominicana y a los 31 pronunció un discurso que marcaría su vida y la manera en que concebimos la historia de México. Debo advertir que si buscas la precisión historiográfica respecto a la estrambótica biografía de Fray Servando, no leas El mundo alucinante —para eso, más te valdría echar mano de la investigación que varios años después escribió Christopher Domínguez, Vida de Fray Servando (Era, 2005)—; tal no fue el propósito de Reinaldo Arenas. La intención del novelista fue literaria: espejear estéticamente el sinsentido que pretendió enfrentar el dominico, precisamente reasignando significados. En el prólogo que hace a su libro para la edición de 1982 el cubano se descara: “Esta es la vida de Fray Servando Teresa de Mier. Tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me hubiera gustado que hubiera sido”. A Fray Servando debemos, junto con Carlos María Bustamante, la conceptualización del primer nacionalismo mexicano a partir de la resignificación de los principales ingredientes del patriotismo criollo, esto es, la interpretación de una serie de actos pasados por medio de la cual se dotó de un ser y de una identidad a México. Y no estamos hablando de un ratón de biblioteca, en lo absoluto; la vida de Fray Servando resulta precisamente, alucinante, digna de una novela de aventuras: ¿un republicano con aires de aristócrata?, ¿un autodenominado arzobispo sentado en el congreso constituyente?, ¿un religioso que terminó sus días en Palacio Nacional como un activo del naciente Estado Nación?, ¿un creador del nacionalismo mexicano que estableció la liga entre la virgen de Guadalupe y la Tonatzin?, ¿un mexicano decimonónico que entendía once idiomas y echó balazos trepado en un caballo?, ¿un hombre que pasó casi la mitad de su vida en prisión? Todo un caso.
El ensayo de O’Gorman “quien también fue un gran estudioso del pensamiento de Fray Servando” y la novela de Reinaldo Arenas permiten espabilarse un poco, para caer en la cuenta de que a lo largo de 500 años seguimos descubriendo América, interpretándonos. Hoy, acartonados andamos en mucho porque nos urgen nuevas interpretaciones de nosotros mismos.
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