El Alacrán era ratero. Bertrand Arthur William Russell le pegaba duro a las matemáticas y a la filosofía. Jacobito Saldívar, agente de la casa Bayer, vendía aspirinas por los rumbos de Toluca, Ixtlahuaca, Asunción Malacatepec y Zitácuaro. Rafael Bernal fue diplomático de carrera y narrador. El coronel García tenía una doble vida.
La primera vez que agarró camino para Valle de Bravo −remotos tiempos, previos a las cadenas de fármacos que no son originales pero son similares−, a Jacobito se le antojó jugarle al pirata: entrado en alcoholes, ingresó a una tienda amenazando: No se muevan amigos. Yo soy el Alacrán. Dizque nomás quería embromar a los parroquianos haciéndose pasar por el famoso bandido que azotaba la región.
Russell sigue siendo un best-seller: en La conquista de la felicidad (1930), por ejemplo, miles de personas en todo el mundo siguen buscando guía. Bernal no tuvo tanta suerte: más allá El complot mongol (1969), su obra es prácticamente desconocida.
Jacobito tuvo mala pata: nomás terminó de declararse el Alacrán, cuando a su espalda escuchó al coronel García: No se mueva, amigo, que lo tengo encañonado.
Russell publicó The Problems of Philosophy (1912) y Bernal Los diferentes mundos (1967), una colección de ensayos y una antología cuentos, respectivamente. El primer texto del libro de Russell arranca con una pregunta aparentemente sencilla: “¿Hay en el mundo algún conocimiento tan cierto que ningún hombre razonable pueda dudar de él?” Enseguida, el filósofo advierte: “Este problema, que a primera vista podría no parecer difícil, es, en realidad, uno de los más difíciles que cabe plantear”.
En su cuento “El Alacrán”, Bernal narra cómo Jacobito, patético, rogó al coronel García para que trajeran su equipaje, en donde encontrarían sus credenciales, con todo y foto. No era para menos, ya había sido sentenciado: al amanecer sería fusilado: “Jacobito cayó sentado en la silla de tule, los ojos desencajados, fijos en la mesa… Al lado derecho, un nudo oscuro en la madera”.
“En este momento me parece que estoy sentado en una silla, frente a una mesa de forma determinada…”, escribe Russell. “Sin embargo, todo esto puede ser puesto en duda de un modo razonable…, concentremos la atención en la mesa.”
“Era una mesa impersonal que ahora, en medio de la tragedia, se convertía en su mesa… Era el altar del sacrificio y era, a la vez, la única cosa real y familiar… en medio de esta pesadilla. Pero en las pesadillas las mesas no eran tan perfectamente mesas de cantina”, escribe Bernal. “Ese nudo ovalado era la prueba de la realidad”.
Pero después de razonar un poco respecto a la percepción del dichoso mueble, Russell concluye: “… nuestra mesa familiar… aparece ahora como un problema lleno de posibilidades... Lo único que sabemos de ella es que no es lo que aparenta. Más allá…, tenemos la más completa libertad conjetural…”, y más incluso: “la duda sugiere que acaso no existe en absoluto mesa alguna.”
A pesar de que el coronel sabía quién era realmente el Alacrán, aunque Jacobito no parecía un maleante, el agente de la casa Bayer fue fusilado al despuntar el día.