The years teach much the days never know.
Ralph Waldo Emerson
— Turé me contó que vas a cometer el mismo error que él –me espetó el doctor Macedo tan pronto entré a la estancia. Acababan de desayunar. Él estaba sentado en una de las cabeceras del comedor, fumando tranquilamente y tomando café. Como solía hacerlo, sus palabras se fueron abriendo paso poco a poco, sin ninguna prisa, entre el espeso humo de tabaco.
Esto debió de haber sucedido uno de esos tantos sábados que, desde temprano y hasta ya bien avanzada la tarde, nos juntábamos a jugar tochito en la calle. Turé lo recordará también. Entonces éramos vecinos. Vivíamos con sendas ancianas, duras y dulces las dos; él con su abuela paterna, yo con mi abuela materna. Los dos habíamos terminado la preparatoria en la misma escuela; Turé, en el ciclo anterior, y yo, hacía unas semanas. Ese día, como solía hacerlo, había comenzado en la de la señora Macedo el peregrinar de casa en casa para ir reclutando a los amigos con los que armábamos los equipos.
— ¿Qué error, doctor?
— A mí me dijo lo mismo –divertido de las puyas de su padre, Turé se amarraba las agujetas de los tenis. En aquel tiempo, mediados de los ochenta del siglo pasado, un pasado remoto anterior al TLC, nuestros tenis eran alhajas.
— Entrar cuanto antes a la universidad.
Efectivamente, Turé Macedo ya cursaba el segundo semestre de Química. Yo quería estudiar Sociología.
— Bueno, me inscribí para presentar el examen de ingreso a la UNAM, pero falta que quede…
— Vas a quedar. Ese es tu error…
— ¿Estudiar en la UNAM?
— No –otra chupada a su cigarro–, apresurarte –otro sorbo de café–. Podrías dejar de estudiar al menos un año. No tendrías ningún problema con tu familia. Podrías viajar, leer lo que te dé la gana, pensar un poco… Después será más difícil.
— ¡Pero perdería un año, doctor!
— Eso… –se quitó el cigarro de entre los labios, se los remojó con la lengua, le dio un sorbo a su café, saboreó, se regresó el pitillo a la boca, le dio una fuerte calada, jaló el golpe y después de expulsar algunas volutas de humo terminó el enunciado:—, eso es imposible.
Turé y yo nos fuimos a jugar tocho. Yo salí sin entender lo que el doctor Macedo me había dicho, así que no sólo no atendí su consejo, sino que unos meses después estaba estudiando dos carreras.
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Cada vez escucho a más gente lamentarse de que va a perder el año. Claro, la pandemia, el confinamiento, la desaceleración de las actividades. En el ámbito escolar el plañido se ha cundido más entre universitarios, mientras que muchos padres de familia de niños pequeños lo usan más bien para etiquetar un mal menor: preferible perder el año a que Monchito se contagie. Entre los creyentes de la Economía, la situación ya se frasea en pasado: v.g., ¡un año perdido para la industria automotriz!
En nuestro país, el aletargamiento impuesto por el COVID-19 comenzó propiamente en abril, así que, de los doce meses del muy vituperado 2020, llevamos cinco en esta especie de hibernación social, este bien nutrido rosario de días nefastos.
En el calendario de la antigua Roma, cada día del año estaba marcado con diferentes letras: F, C, N, NP, EN, Q.R.C.F. o FP, todas con un significado. Por ejemplo, la F, fastus, señalaba que en tales días se podía tramitar cualquier asunto civil, sin temor a molestar a los dioses. La C, comitialis, indicaba los días en los que era posible tramitar asuntos públicos, políticos y legales. En cambio, la N, nefastus, marcaba los días religiosus, vitiosus o ater —religiosos, virtuosos o negros—, en los cuales nadie debía trabajar. Entre más días dies nefasti, se reducían los dies fasti. (W. Warde Fowler, The Roman Festivals of the Period of the Republic; Good Press, 2019). “En la época de la República, Roma tenía días festivos en los que se celebraban juegos en honor a varios dioses (ludi); el Ludi Romani, que duraba dos semanas, comenzó en 366 a. C., y durante los dos siglos siguientes se unieron el Ludi Plebei, el Ludi Florales y varios otros. En total, hubo 59 de esos días festivos. Pero además hay que agregar 34 días de juegos instituidos por Sila con diversos pretextos, y las 45 feriae publicae o días festivos generales, como la Lupercalia en febrero (que celebra la crianza de Rómulo y Remo por la loba), la Volcanalia en agosto, y la Saturnalia en diciembre. Luego estaban los días que los emperadores designaban para honrarse a sí mismos, o eran otorgados por un Senado obsequioso. En total, durante el reinado del emperador Claudio, Roma tenía 159 días festivos al año, ¡tres a la semana!… Y teniendo en cuenta los días festivos irregulares que los emperadores solían decretar con cualquier pretexto, no es equivocado afirmar que la Roma imperial tenía una fiesta por cada día de trabajo.” (Robert Hughes, Rome: A Cultural, Visual, and Personal History). La mitad del año dedicado al solaz o al sosiego o a lo que usted guste, pero no al trabajo. ¿Podríamos decir que perdían así los romanos buena parte del año? En cualquier caso no pareció afectar en modo alguno la construcción y fortaleza de una civilización que, grosso modo, perduró al menos a lo largo de doce siglos, del siglo VII a. C. al V d. C.
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El doctor Macedo tenía razón: es imposible perder el año. Podrá usted malgastar el tiempo o dedicarse ahora a algo y arrepentirse después o decepcionarse porque algo, como una pandemia, impida que sus planes se cumplan…, pero perder el año no, a menos de que su tiempo se agote definitivamente.
Cierro con epitafio: “Aquí, perdiendo el año”.