Hace apenas unos días, el National Book Critics Circle (NBCC) difundió los resultados de su premio anual. En la categoría de ficción, Roberto Bolaño resultó el galardonado: para la élite de la crítica literaria norteamericana, 2666 fue la mejor novela publicada en inglés el año pasado. Se dice fácil, pero…
La NBCC —actualmente agrupa a más de 600 críticos— se fundó en 1974, y comenzó a otorgar sus premios al año siguiente. A lo largo de sus 34 ediciones, es la primera ocasión que el NBCC Fiction Award se concede a una obra que originalmente no fue escrita en inglés. Ni García Márquez ni Fuentes lo han obtenido, tampoco Goytisolo ni Javier Marías ni ningún otro español… —sí un latinoamericano: en 2007 el inmigrante dominicano Junot Díaz, pero con una novela escrita en inglés, The Brief Wonderous Life of Oscar Wao—. Entre los premiados, vacas sagradas de las letras inglesas como John Updike (1932-2009) —quien alcanzó el premio dos veces— y la Nobel de Literatura Toni Morrison (1931). En 1992 ganó Cormac McCarthy (1933), autor de bestsellers (La carretera y No Country for Old Men, por ejemplo) y reconocido por la academia como uno de los grandes (Harold Bloom lo considera uno de los cuatro mejores novelistas del mundo anglo contemporáneo). De todos los premiados, únicamente en tres casos (el dominicano, un inmigrante alemán y Bolaño) la lengua materna del escritor no fue el inglés; el 63 por ciento han sido gringos; el resto, cuatro ingleses, dos canadienses, dos narradoras de la India y una australiana. En pocas palabras, con el NBCC Fiction Award la novela de Roberto Bolaño ingresa a un canon que trasciende la barrera del idioma.
Roberto Bolaño nació en Santiago de Chile (1953). Emigró en 1968; radicó en México y desde 1977 en España, donde falleció (2003). Con Los detectives salvajes (1998), se consolidó como un protagonista indiscutible de la literatura contemporánea en castellano.
Bolaño dedica 2666 a sus dos hijos. El dato debe aquilatarse: en una entrevista para Playboy México, le preguntaron qué era para él la patria… “Lamento darte una respuesta más bien cursi. Mi única patria son mis dos hijos… Y tal vez, pero en segundo plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria”.
2666 fue el estertor de despedida de Bolaño, ¡y qué jalón de vida!: un novelón de más de mil páginas. El punto de fuga aun no llega: el año 2666. En el centro geográfico, una ciudad mexicana: Santa Teresa, Sonora, el nombre que Bolaño usa para referirse a Ciudad Juárez, Chihuahua. Se estructura 2666 en cinco apartados. El primero se ocupa de cuatro filólogos expertos en el trabajo del misterioso novelista Benno von Archimboldi. Todos tras la pista del literato que se erige como candidato al Nobel. La amistad, el erotismo y sobre todo la imposibilidad de conocer realmente a los otros, son preocupaciones constantes. Un pitazo hará que la cofradía de críticos europeos viaje a México, particularmente a una ciudad tristemente famosa por las mujeres que ahí han sido asesinadas.
La segunda parte deja percibir un evidente aliento autobiográfico: Amalfitano es un chileno que ha pasado la mayor parte de su vida exiliado en España. Acaba de avecindarse en Santa Teresa, acompañado de su hija. La esposa es un caso perdido: perdida en Europa, perdida en sí misma. Amalfitano aterriza en Santa Teresa, y entra a trabajar en la UST, una universidad pública estatal muy como todas las demás…
El tercer apartado lo protagoniza un reportero afroamericano, deprimido y medio filósofo, quien viaja a Santa Teresa para cubrir una pelea de box. El periplo lo lleva a conocer de canto el mundo del narco fronterizo. En la penúltima parte, Bolaño da cuenta, uno a uno, de los feminicidios ocurridos en Santa Teresa de 1993 a 1997, y narra el contexto: las maquiladoras y los barrios pobres, la omnipresencia del narco, la esperanza del sur enfrentada a la realidad de la frontera, los tejemanejes de los judiciales, lo flexible de conceptos como bueno y malo si la argumentación se da a balazos, la locura, la impunidad que reditúa en desamparo.
En la última parte se cuenta la historia del escurridizo Benno von Archimboldi… No es sino hasta aquí que uno puede aquilatar el peso de la novela de Bolaño, cuando va tejiéndose la gran trama de una historia que pretende ser total: todo tiene que ver con todo. Roberto Bolaño logra salirse con la suya y uno, sin mucha reflexión mediante, termina, más que “entendiendo”, apropiándose de una conclusión: no existen las casualidades, absolutamente todo se integra en una totalizante red de causalidades…, y obvio, que tú hayas leído esto también forma parte de ella.
Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.
domingo, 29 de marzo de 2009
martes, 24 de marzo de 2009
El aleph y la señora Gordillo
El fin de semana anterior, el director de este diario se recetó a sí mismo una profecía que, me temo, seguramente se cumplió. Parafraseando al Premio Nobel de Literatura Sir Winston Churchill, arrancó su editorial afirmando: “Elba Esther Gordillo es la peor líder sindical (de entre las que tienen el poder), exceptuando a todos los demás”. Luego, el augurio: “No quiero imaginar el vendaval de críticas que recibiré…”. Claro, una provocación, y en esta ajetreada realidad de país, provocaciones brincan a diario y a montones, en mi caso, mucho más atendibles simplemente porque la mayoría de los que las tiran me caen mal. Infortunadamente para el debate, Jorge me cae bien, así que si no hubiera seguido la lectura de su texto la cosa no hubiera pasado de un retortijón dominguero…, pero el morbo es grande y seguí leyendo. En los primeros párrafos Álvarez lanza su argumento a la mesa: “la diferencia central es que a ‘la Gordillo’ le importa la manera en que será recordada, y al resto de los líderes charros en este país, eso los tiene sin cuidado”. ¿Cómo será recordada la líder vitalicia del SNTE? ¿Cómo seremos recordados nosotros? ¿Quiénes te recordarán? ¿Cuánto tiempo? La trascendencia, ¿eh?
¿Quién será el escritor más recordado en Occidente? Apuesto que es Cervantes, quien falleció el 22 de abril de 1610, o Shakespeare, quien murió, según el calendario juliano, al día siguiente. Es decir, el próximo año conmemoraremos, bueno, los que lleguen, cuatro siglos del óbito de ambos. ¿Los recordamos? Apenas el 11 de marzo pasado el mundo se enteró de un curioso descubrimiento: existe un retrato de don Guillermo, realizado cuando el dramaturgo inglés tenía 46 años de edad, esto es, seis años antes de morir, y es único. Lo anterior significa que la imagen que hasta hoy aparece en enciclopedias, museos y contraportadas corresponde a un cuadro de Shakespeare realizado 70 años después de que él sucumbiera. Hemos, pues, recordado un recuerdo. En cuanto al complutense, propongo un sencillo experimento: cierra los ojos y visualiza a don Quijote de la Mancha…, y después intenta hacer lo mismo con Cervantes. Seguramente al primero pudiste recordarlo con mucho más precisión, mientras que al escritor, quizá, lo viste como un señor extrañamente parecido a Sir Walter Raleigh, el pirata, el de los cigarros. Ahora, la estampa de los personajes cervantinos que armaste en tu cabeza muy probablemente es la de un vejestorio largucho y flaco, acompañado de un chaparro gordinflón y sonriente; tal icono se lo debemos a los grabados con que Gustave Doré ilustró una edición de 1863, y si alguna vez has leído El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, sabrás que la imagen no corresponden a la descripción que hace Cervantes en su novela.
Entonces, ¿qué recordamos, al autor o a sus obras? ¿Recordamos a la gente o a las representaciones mentales que de ella se imponen? Me parece que, sin excepción, las personas se olvidan, mientras que, si acaso, se recuerdan personajes. Por antonomasia, pues, a lo más que podemos aspirar es a que se salve del olvido —apenas por un rato y sólo entre un algunos— una abstracción de lo que fuimos, no más. Y, claro, dicha abstracción será producto de una convención social, un producto por lo demás dinámico, susceptible de mutar de acuerdo a los devaneos del dichoso imaginario colectivo. Por supuesto, los haceres y decires de la gente de carne y hueso de alguna manera influyen en la construcción de sus respectivos personajes, pero uno suelen hacerlo inconscientemente; es más, aunque haya personas que en vida procuren ir perfilando al personaje con el cual quieren ser recordados, a la larga sus esfuerzos no necesariamente resultan definitorios. Bien valdría leer Pancho Villa: una biografía narrativa (Planeta, 2006), uno de los mejores libros de Paco Ignacio Taibo II. En dicha obra, queda contundentemente claro que el consabido “juicio de la historia” no pasa de ser un lugar común, un ejemplazo de pensamiento ideológico. Doroteo Arango comenzó a modelar su personaje desde muy chavo, quizá incluso antes de renombrarse Pancho Villa, con una conciencia de cometido sorprendente…, sin embargo, al cabo de los años “el juicio” no lo falló la historia, sino, como siempre, quienes la han escrito.
Volviendo al caso de la señora Gordillo, opino que hoy, antes incluso de que fenezca, ella es ya más un personaje que una persona. Su rostro, el de la mujer que hace 64 años nació en Comitán, es con mucho bastante más difuso que los cientos y cientos de cartones que la prensa ha publicado para editorializar críticamente su actuar. ¿Qué tendrá más posibilidades de no perderse en el olvido, “el legado que a Elba Esther le importa construir” o su responsabilidad en la situación actual del sistema de educación pública mexicano, sus buenas intenciones o las Hummer?
¿Quién será el escritor más recordado en Occidente? Apuesto que es Cervantes, quien falleció el 22 de abril de 1610, o Shakespeare, quien murió, según el calendario juliano, al día siguiente. Es decir, el próximo año conmemoraremos, bueno, los que lleguen, cuatro siglos del óbito de ambos. ¿Los recordamos? Apenas el 11 de marzo pasado el mundo se enteró de un curioso descubrimiento: existe un retrato de don Guillermo, realizado cuando el dramaturgo inglés tenía 46 años de edad, esto es, seis años antes de morir, y es único. Lo anterior significa que la imagen que hasta hoy aparece en enciclopedias, museos y contraportadas corresponde a un cuadro de Shakespeare realizado 70 años después de que él sucumbiera. Hemos, pues, recordado un recuerdo. En cuanto al complutense, propongo un sencillo experimento: cierra los ojos y visualiza a don Quijote de la Mancha…, y después intenta hacer lo mismo con Cervantes. Seguramente al primero pudiste recordarlo con mucho más precisión, mientras que al escritor, quizá, lo viste como un señor extrañamente parecido a Sir Walter Raleigh, el pirata, el de los cigarros. Ahora, la estampa de los personajes cervantinos que armaste en tu cabeza muy probablemente es la de un vejestorio largucho y flaco, acompañado de un chaparro gordinflón y sonriente; tal icono se lo debemos a los grabados con que Gustave Doré ilustró una edición de 1863, y si alguna vez has leído El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, sabrás que la imagen no corresponden a la descripción que hace Cervantes en su novela.
Entonces, ¿qué recordamos, al autor o a sus obras? ¿Recordamos a la gente o a las representaciones mentales que de ella se imponen? Me parece que, sin excepción, las personas se olvidan, mientras que, si acaso, se recuerdan personajes. Por antonomasia, pues, a lo más que podemos aspirar es a que se salve del olvido —apenas por un rato y sólo entre un algunos— una abstracción de lo que fuimos, no más. Y, claro, dicha abstracción será producto de una convención social, un producto por lo demás dinámico, susceptible de mutar de acuerdo a los devaneos del dichoso imaginario colectivo. Por supuesto, los haceres y decires de la gente de carne y hueso de alguna manera influyen en la construcción de sus respectivos personajes, pero uno suelen hacerlo inconscientemente; es más, aunque haya personas que en vida procuren ir perfilando al personaje con el cual quieren ser recordados, a la larga sus esfuerzos no necesariamente resultan definitorios. Bien valdría leer Pancho Villa: una biografía narrativa (Planeta, 2006), uno de los mejores libros de Paco Ignacio Taibo II. En dicha obra, queda contundentemente claro que el consabido “juicio de la historia” no pasa de ser un lugar común, un ejemplazo de pensamiento ideológico. Doroteo Arango comenzó a modelar su personaje desde muy chavo, quizá incluso antes de renombrarse Pancho Villa, con una conciencia de cometido sorprendente…, sin embargo, al cabo de los años “el juicio” no lo falló la historia, sino, como siempre, quienes la han escrito.
Volviendo al caso de la señora Gordillo, opino que hoy, antes incluso de que fenezca, ella es ya más un personaje que una persona. Su rostro, el de la mujer que hace 64 años nació en Comitán, es con mucho bastante más difuso que los cientos y cientos de cartones que la prensa ha publicado para editorializar críticamente su actuar. ¿Qué tendrá más posibilidades de no perderse en el olvido, “el legado que a Elba Esther le importa construir” o su responsabilidad en la situación actual del sistema de educación pública mexicano, sus buenas intenciones o las Hummer?
sábado, 14 de marzo de 2009
Erizo inútil, erizo placebo
Por un desacuerdo teórico-literario, una furibunda fémina estuvo a punto de abofetearme. Ocurrió hace poco más de veinte años en El Parián. Apenas descentralizado, yo acababa de llegar a Aguascalientes, y además de proyectos traía un librito recién publicado bajo el brazo; Fernando Rivera Ibarra, generoso, comenzó a venderlo en Publicaciones Excélsior, y además me invitó a promocionarlo en La tertulia literaria, un programa de televisión que entonces se transmitía desde su cafetería-librería. Además del anfitrión, los asiduos eran algunos profesores de literatura, escritores en capullo, promesas de poetas, dandis de gazné y pipa, ajedrecistas y otros personajes con perfiles aproximados. Debo decir que casi todos fueron amables conmigo. Medianamente superados los primeros cuestionamientos, alguien me preguntó para qué servía la literatura. Contesté que la literatura, como el arte en general, no sirve para nada. Siguió un áspero silencio que, con un poco prudencia, yo hubiera debido soportar también callado, en cambio, caí en la tentación de resanar el momento tratando de explicar mi afirmación: un excusado, por ejemplo, sirve para algo, el Guernica de Picasso o la Novena Sinfonía de Beethoven no; y es que casi todo puede ser un medio para alcanzar otra cosa, el arte no puesto que es un fin en sí mismo… Fue entonces que la cólera hecha mujer surgió de entre las mesas y, esquivando comensales y cables, a grandes zancadas se me fue encima, vociferando que yo era un chilango malnacido, una afrenta para la humanidad, y que más valía que me arrepintiera de la herejía que acababa de escupir… Un grupo de valientes detuvo a la dama punitiva justo cuando su rabia estaba a punto de alcanzarme, y mandaron a comerciales.
Sé que es riesgoso, pero hoy sigo pensando lo mismo, es decir, que el arte es inservible. Hace poco conocí a una mujer que opina distinto —aparentemente—, y con quien, sin embargo, estoy del todo de acuerdo. Se llama Renée Michel. Sabia y elegante, dijo: “La literatura… tiene una función pragmática. Como toda forma de arte, tiene como misión hacer soportable el cumplimiento de nuestros deberes vitales.” La contradicción, por supuesto, es engañosa y sólo se da por encimita: el arte, dice Renée hace apenas soportable la vida, es decir, mitiga, suaviza o atenúa sus efectos; en la medida en la que no la resuelve, el arte es un paliativo, algo que en estricto sentido no sirve… Ahora, careciendo por sí mismo de acción terapéutica, el arte puede lograr el efecto placebo. Y he ahí la paradoja: sirve porque no sirve, no sirve a pesar de que sirve.
La anterior y otras de las posturas de la señora Michel ante la vida son sin duda nietzschenianas. ¿Que quién es ella? Reneé se sabe al dedillo La guerra y la paz de Tolstoi, no estudió en Filosofía y Letras ni quiere ser poetiza ni musa de escritores laureados, tampoco participa en tertulias ni en talleres literarios ni publica en suplementos culturales. Camina con 54 años a cuestas, 27 de los cuales ha trabajado como portera en el edificio de apartamentos localizado en el número 7 de la Rue de Grenelle, en uno de los barrios más burgueses de París. Si te interesa puedes conocerla: Renée Michel, junto con Paloma Josse, una púber de 12 años, protagonizan La elegancia del erizo, la segunda novela de una señora que el próximo 28 de mayo se estrena como cuarentona.
Muriel Barbery nació en Casablanca, Marruecos, en 1969. Se graduó en la Escuela Normal Superior de Letras y Ciencias Humanas de Lyon, y es profesora de filosofía en el IUFM de Saint-Lô. En 2000 publicó su primera novela, Una golosina, con la que obtuvo un éxito considerable —a la fecha, el libro se ha traducido a doce idiomas—, pero nada comparable con lo que ocurriría con La elegancia del erizo, cuya primera edición en francés (Gallimard, 2006) trepidó el mercado galo: con más de 50 reimpresiones, permaneció por 30 semanas consecutivas encabezando las listas de bestsellers —hoy se han vendido más de 1.3 millones de ejemplares, nada más en Francia—. Total, que desde finales de 2007, Seix Barral comenzó a comercializar la versión en español, gracias a una excelente traducción de Isabel González-Garza. En octubre se estrena la adaptación fílmica de la novela, una cinta homónima dirigida por Mona Achache. ¿Hay que leer La elegancia del erizo de Muriel Barbery? No es necesario, tampoco sirve de nada. Puede, eso sí, resultar una experiencia estética, el gran placebo: “Sabemos que somos animales dotados de un arma de supervivencia y no dioses que dan forma al mundo con su propio pensamiento —medita Renée—, y desde luego hace falta algo para que esta sagacidad sea… tolerable, algo que nos salve de la triste y eterna fiebre de los destinos biológicos. Entonces, inventamos el arte…”
Sé que es riesgoso, pero hoy sigo pensando lo mismo, es decir, que el arte es inservible. Hace poco conocí a una mujer que opina distinto —aparentemente—, y con quien, sin embargo, estoy del todo de acuerdo. Se llama Renée Michel. Sabia y elegante, dijo: “La literatura… tiene una función pragmática. Como toda forma de arte, tiene como misión hacer soportable el cumplimiento de nuestros deberes vitales.” La contradicción, por supuesto, es engañosa y sólo se da por encimita: el arte, dice Renée hace apenas soportable la vida, es decir, mitiga, suaviza o atenúa sus efectos; en la medida en la que no la resuelve, el arte es un paliativo, algo que en estricto sentido no sirve… Ahora, careciendo por sí mismo de acción terapéutica, el arte puede lograr el efecto placebo. Y he ahí la paradoja: sirve porque no sirve, no sirve a pesar de que sirve.
La anterior y otras de las posturas de la señora Michel ante la vida son sin duda nietzschenianas. ¿Que quién es ella? Reneé se sabe al dedillo La guerra y la paz de Tolstoi, no estudió en Filosofía y Letras ni quiere ser poetiza ni musa de escritores laureados, tampoco participa en tertulias ni en talleres literarios ni publica en suplementos culturales. Camina con 54 años a cuestas, 27 de los cuales ha trabajado como portera en el edificio de apartamentos localizado en el número 7 de la Rue de Grenelle, en uno de los barrios más burgueses de París. Si te interesa puedes conocerla: Renée Michel, junto con Paloma Josse, una púber de 12 años, protagonizan La elegancia del erizo, la segunda novela de una señora que el próximo 28 de mayo se estrena como cuarentona.
Muriel Barbery nació en Casablanca, Marruecos, en 1969. Se graduó en la Escuela Normal Superior de Letras y Ciencias Humanas de Lyon, y es profesora de filosofía en el IUFM de Saint-Lô. En 2000 publicó su primera novela, Una golosina, con la que obtuvo un éxito considerable —a la fecha, el libro se ha traducido a doce idiomas—, pero nada comparable con lo que ocurriría con La elegancia del erizo, cuya primera edición en francés (Gallimard, 2006) trepidó el mercado galo: con más de 50 reimpresiones, permaneció por 30 semanas consecutivas encabezando las listas de bestsellers —hoy se han vendido más de 1.3 millones de ejemplares, nada más en Francia—. Total, que desde finales de 2007, Seix Barral comenzó a comercializar la versión en español, gracias a una excelente traducción de Isabel González-Garza. En octubre se estrena la adaptación fílmica de la novela, una cinta homónima dirigida por Mona Achache. ¿Hay que leer La elegancia del erizo de Muriel Barbery? No es necesario, tampoco sirve de nada. Puede, eso sí, resultar una experiencia estética, el gran placebo: “Sabemos que somos animales dotados de un arma de supervivencia y no dioses que dan forma al mundo con su propio pensamiento —medita Renée—, y desde luego hace falta algo para que esta sagacidad sea… tolerable, algo que nos salve de la triste y eterna fiebre de los destinos biológicos. Entonces, inventamos el arte…”
martes, 3 de marzo de 2009
Eufrosina y la autoestima nacional
Día de la Bandera del año 2009. El señor que despacha como presidente de la República, rodeado de cientos de militares, se apersonó en “el corazón de nuestra Patria”: el zócalo de la Ciudad de México. En medio de toda una parafernalia cívica, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas del país lanzó una serie de exhortos. Se dirigió a “nosotros, mexicanas y mexicanas de hoy, la generación del Bicentenario de la Independencia”, a quienes nos incitó a “hacer frente a los desafíos” que se presentan a la Nación, dos en concreto: el problema de “la inseguridad y la violencia generada por el crimen”, y la “situación financiera internacional”. Ya casi al final de su arenga, Calderón pidió: “Hagamos que la Bandera Mexicana ondee siempre gallarda y orgullosa sobre una Patria a la altura de nuestra historia”. Quizás la fórmula únicamente tenía propósitos retóricos, pero igual me asalta una duda: ¿podría acaso la Patria no estar a la altura de su propia historia?
Interpreto que la frase estar a la altura de significa algo así como ser consecuente con; si es así, ¿es posible que un país no sea consecuente en su actualidad con su devenir a través del tiempo?
En términos de lógica formal, un ente necesariamente es efecto obligado de sus causas. Si el ente se llama, digamos, Eufrosina, y lleva treinta años desayunando diariamente tres guajolotas —tortas de tamal, para los legos—, comiendo comodiosmanda y cenando pambazos y quecas de chicharrón prensado, resulta un tanto cuanto gratuito que, luego de mirarse al espejo, una noche se cuestione: “¡Dios mío!, ¿pero por qué estoy tan gorda?” Igual, si un país jamás ha invertido más del 1% de su PIB en investigación científica, estar a la altura de su historia en ese ámbito significa ser dependiente en materia de ciencia y tecnología.
¿Se desprende entonces que cualquier país necesariamente está siempre a la altura de su historia? Me parece que sí. El problema es que un país, como Eufrosina, debe problematizar además de su entidad, su identidad, y ahí sí las cosas no son tan sencillas. ¿Nuestra identidad nacional está a la altura de nuestra historia? Dejando a un lado la cuestión de si realmente existe eso que llamamos historia de manera independiente de cómo nos la contamos, entonces mi respuesta es no: nuestra identidad nacional no está a la altura de nuestra historia. ¿Ejemplos? Sobran: a la fecha, la mayoría de los mexicanos y mexicanas, “la generación del Bicentenario de la Independencia”, cuando nos referimos al año 1521, decimos “cuando nos conquistaron los españoles”, y claro, ningún contemporáneo estuvo ahí y la inmensa mayoría no lo expresamos en náhuatl. Otra: la mayoría de los mexicanos y mexicanas suele usar la frase "como buen mexicano" para apostillar una mala conducta. Supongamos que Eufrosina al mirarse al espejo exclamara satisfecha: “¡Sí, gordura es hermosura!”, y luego se fuera a roncar saboreando desde ya las guajolotas que al amanecer le aguardan. Entonces podríamos decir no sólo que su conciencia de sí, su identidad, resulta congruente con su proceder en el pasado, sino que también le produce orgullo, autoestima. En el caso de los países, la cuestión de la identidad tiene que ver con al menos dos conceptos: patriotismo y nacionalismo. Aunque suelen confundirse, no son lo mismo.
David Brading (Los orígenes del nacionalismo mexicano. México, 1988) lo explica claramente: el patriotismo es “el orgullo que uno siente por su pueblo, o de la devoción que a uno le inspira su propio país”, mientras que el nacionalismo es “un tipo específico de teoría política; con frecuencia […] la expresión de una reacción frente a un desafío extranjero… Comúnmente su contenido implica la búsqueda de una autodefinición, una búsqueda […] en el pasado nacional en pos de enseñanzas e inspiración que sean guía para el presente”. Así las cosas, ¿en qué ámbito debemos ubicar el exhorto que Ejecutivo Federal nos hace?
Me parece que las palabras de Calderón apelan al nacionalismo. La bronca es que, a diferencia del patriotismo que es un sentimiento que prácticamente surge espontáneamente de la cotidianeidad, el nacionalismo, en tanto teoría política que abona en favor de la unidad de un Estado Nación, debe construirse, primero, y luego legitimarse. Y claro, igual que ocurre con dos de las grandes avenidas del DF, ahora mismo, Patriotismo y Revolución corren en contrasentido.
El librito del doctor Brading, ¡menos de 150 páginas!, es una gran obra, fundamental para entender el brete en el que estamos. Bien documentado, muestra cómo el patriotismo criollo fue el origen del nacionalismo mexicano, y cómo este último después fue imbricándose a lo largo del siglo XIX con el liberalismo, para años más tarde, ser reconformado por los ideólogos del postrevolucionarios. ¿Y luego? He ahí el problema: para que los mexicanos estemos a la altura de nuestra historia habrá que reconocerse en ella y, preferentemente, sentir orgullo. Para ello, echarle ganas no es suficiente. Si Eufrosina no se gusta gorda, tendrá que cambiar de dieta.
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