¿Cuáles son las explicaciones utilizadas para excusar o justificar la aplicación de las acciones que definen al terrorismo de Estado? Un académico experto en el tema, el doctor Ernesto Garzón, en su libro Calamidades (Gedisa, 2004), enlista los siguientes argumentos: i) el de la eficacia, es decir, la imposición del terror de Estado se justifica como la forma más eficaz para combatir el mal que acecha; ii) el de la imposibilidad de identificar precisamente al enemigo que supuestamente se enfrenta; iii) el de la simetría de los medios de lucha, esto es, a grandes males, grandes remedios; iv) el de la distinción entre la ética pública y la ética privada, en el sentido de que la suma de acciones malas individuales redituará a favor del bien común; v) el de la inevitabilidad de consecuencias secundarias negativas: nos va a salir caro, nos va a doler, pero pues no había de otra; vi) el de la elección trágica: si no se da respuesta contundente al mal, se pone en peligro la existencia misma del Estado; y, vii) el de la primacía de valores absolutos: antes que nada está la vida, la salud, el destino de la patria, en fin, mientras que todo lo demás es pura superficialidad.
Dios, Patria y Hogar. El anterior, uno de los lemas de la dictadura militar que se impuso entre 1976 y 1983 en Argentina. Otro: Orden y Limpieza; paradójicamente, una de las rúbricas que institucionalizaban la llamada Guerra Sucia. La junta de comandantes echó mano de políticas de terrorismo de Estado, entre otras, la desaparición de personas: se estima que durante aquellos terribles años para América Latina, sólo en Argentina fueron desaparecidos alrededor de 30 mil seres humanos. Simón, un joven cartógrafo, fue uno de ellos: en el invierno de 1976, en la provincia de Tucumán, un grupo de gorilas uniformados lo detuvo a él y a Emilia, con quien hacía muy poco se había casado. Desde entonces, desaparecido: ella no volvió a verlo, ni vivo ni muerto: “Como no tiene tumba, yo fui su tumba. Ahora quiere salir de ahí”.
Purgatorio (Alfaguara, 2008), la más reciente novela de Tomás Eloy Martínez (1934), comenzó a circular a principios de este año. Su íncipit engancha: “Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupay, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Truday Tuesday”. Ella, exiliada en New Jersey desde 1991, es ahora una sexagenaria medio venática y solitaria; pero él, Simón, sigue siendo el mismo joven, atrapado en la irrealidad a la cual lo deportó un régimen totalitario, capaz de imponer frontera entre lo que es y lo que no. En su novela, recuerda Tomás Eloy Martínez que, cuestionado por periodistas japoneses acerca de la epidemia de desapariciones que azotaba Argentina, uno de los generalotes de la junta castrense respondió: “Primero habría que averiguar si lo que ustedes dicen que existió estuvo en donde ustedes dicen que estuvo. La realidad puede ser muy engañosa. Mucha gente desespera por hacerse notar y desaparece sólo para que no la olviden”. Frente al cinismo y la injusticia elevadas a rango de sistema, a Emilia Dupay —hija de uno de los titiriteros civiles de los militares— le quedó la memoria y el deseo como únicas anclas para aferrarse a la existencia de quien desapareció. En cambio, Ethel, su madre, quiso borrarse a sí misma perdiendo la memoria; cuando la llevan al hospital, una enfermera le cuenta a Emilia: “He tenido pacientes con voluntad de ausentarse, gente que se cansa de sí misma. Algunos se curan quedándose en su nada y volverían a enfermarse si se los obligara a regresar”.
Purgatorio, desde su título, remarca que la capacidad más ignominiosa que puede desplegar el terrorismo de Estado es precisamente la de transgredir la realidad. Y ello, en ambos sentidos: por un lado, disipando, esfumando, y por el otro otorgando existencia a entidades espurias: “Los héroes obligatorios se multiplicaban en el país, como los santos en la Iglesia católica. Se creaba un héroe nuevo por cada batalla que no se libraba, se veneraba un santo por cada milagro que no existía”. Así como la gente de carne y hueso desaparecía, falsos peligros, los enemigos embozados, aparecían de la nada.
Bien escrita, aunque triste, la novela abre una grieta de esperanza: Tomás Eloy Martínez cuenta el diálogo entre un perro y un escritor, a través de la cual, para quien se anime, es posible atisbar la enormidad: “Lo que no existe está siempre buscando un padre…, alguien que le dé conciencia. ¿Un dios?, preguntó el escritor. No, busca cualquier padre, contestó el perro. Las cosas que no existen son muchas más que las que llegan a existir. Lo que nunca existirá es infinito.”
Contra el terror, la imaginación.
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