Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 25 de julio de 2009

Acaso el ocaso

Para variar, arranquémonos con el final. En las últimas páginas de México: el trauma de su historia (UNAM, 1977), a don Edmundo O’Gorman no le tembló el pulso para sentenciar: “tras una decantación milenaria, la cultura de Occidente orientó el destino humano hacia la única forma de civilización capaz de responder con eficacia al reto del ambiente cósmico en que se encuentra inmerso el hombre. El dominio sobre la naturaleza es, sin duda, su mayor éxito y más justificado timbre de gloria, y a ello se debe la índole ecuménica de la civilización europea o mejor dicho, euroamericana. Por ahora no hay de otra”. ¡Zaz! La afirmación anterior es sin duda una de las grandes, de las que abarcan y comprometen mucho. Desmenucémosla un poco, ¿vale?

¿“… una decantación milenaria”? ¿“… la cultura de Occidente”? Por supuesto, don Edmundo, doctor Suma cum laude en Historia por la UNAM, se refiere al entramado de componentes que comparten hoy las culturas europeas y de origen europeo; esto es, los pueblos no sólo del que hace muy poco llamamos el Viejo Continente, sino también las sociedades hegemónicas asentadas en América, Oceanía, quizá Sudáfrica, e Israel. Por negación, cultura de Occidente es un término que se distingue de lo árabe, del Islam, de la tradición budista, de lo africano…; en ella no caben ni el ritual de un chamán tarahumara ni la burka con que están obligadas a cubrirse el rostro las mujeres en Kabul, no tienen lugar ni la gastronomía de los beduinos subsaharianos ni la pagoda de An Quang de Saigón; en general, occidental no es lo nativo, lo autóctono, lo indígena, lo aborigen.

Como bien se sabe, la cultura occidental se sustenta en dos tradiciones, efectivamente, milenarias: la bíblica-cristiana y la greco-romana. La cultura occidental, pues, tiene sus orígenes geográficos en el mundo mediterráneo antiguo, por una parte, y por la otra en el Medio Oriente. Occidente es individualista, monoteísta y cree en el libre albedrío, es racionalista y antropocentrista. Protagonistas de la cultura occidental son Abraham y Sócrates, Aquiles y Ulises, Edipo y Da Vinci, Cristo y Voltaire, San Pablo y Descartes, Cervantes y Newton, el Papa, Nerón, Carlos V, Einstein, Colón, don Quijote y Picasso… No es posible entender Occidente sin los Diálogos de Platón y el Sueño de una noche de verano de Shakespeare. Esenciales, el derecho formal y el ideal civilizatorio romanos, la filosofía y la tragedia griegas, el humanismo renacentista y el pensamiento científico, el inconsciente freudiano y la cultura de masas.

Todo eso, la cultura occidental, ¿será lo que O’Gorman llama “la única forma de civilización capaz de responder con eficacia al reto del ambiente cósmico en que se encuentra inmerso el hombre”? Tal es su apuesta, y pone todas las canicas. Ahora, ¿a qué “reto del ambiente cósmico” se refiere el historiador coyoacanense? Ciertamente no al impacto de un cometa, no la próxima extinción del Sol ni a una probable invasión de seres extraterrestres. El lío, enteramente humano, tan viejo como la especie misma, es el de darle sentido de cosmos al universo: construir cosmos del caos. Magia, mitología, estética, religión, filosofía, ciencia, todas son formas de armar cosmovisión. Y luego, para hacerlo, dice O’Gorman, como principal “timbre de gloria” la cultura occidental detenta “el dominio sobre la Naturaleza”. Discípulo de Ortega y Gasset vía José Gaos, seguramente pensaba fundamentalmente en la técnica, en la tecnología.

“¿… índole ecuménica de la civilización europea o mejor dicho, euruamericana?” Claro, su afán de imponerse en todo el mundo susceptible de ser habitado por el hombre. Y ya no solamente en el planeta; hace unos días cuando todos los medios conmemoraban 40 años de la llegada del hombre a la luna, un amigo se preguntaba: mucho gran paso para la Humanidad, ¿pero en concreto de qué sirvió? En concreto no lo sé, pero seguramente puede entenderse como una conquista espiritual de la cultura occidental, que trasciende con mucho los estire y aflojes de la Guerra Fría.

Y luego de establecer que no hay de otra sopa, don Edmundo advierte: “si la cultura de Occidente está en decadencia todos estamos embarcados en la misma nave zozobrante y no habrá para nadie ningún asidero esencialista ontológico de dónde cogerse.” Es decir, que tejones porque no hay liebres, aunque “se trata de una crisis preñada de la posibilidad de mutación en trance de actualizarse y cuya condición será superar el egocentrismo nacionalista, iberoamericano o de cualquier otra especie o procedencia… Conquistada la naturaleza exterior, se abre la perspectiva de la conquista de la interioridad del hombre…” Suena bien, arropa de esperanza…; sin embargo, a renglón seguido, O´Gorman alerta que tal no es destino obligado: “esa luminosa posibilidad es sólo eso, y ni es la única ni se cumplirá por inercia. Hay otra que ya se anuncia en el horizonte con nubarrones que presagian una larga noche de despotismo o la hecatombe del aniquilamiento”.

Desde hace unos quinientos años, Occidente transita por una etapa, la Modernidad, que día a día muestra más evidencias de agotamiento. ¿Qué sigue? ¿Una nueva era de armonía o una Edad Media reloaded? No me hagas apostar…

viernes, 17 de julio de 2009

Excéntrica y sencilla

Prácticamente no sé nada de futbol. En México, eso se traduce necesariamente en que transito por la vida como un excéntrico, casi un apátrida. Mi perfil de mexicano adulto clasemediero está chato: no tengo argumentos para saber si Mejía Barón debió o no meter a la cancha a Hugo Sánchez en aquel encuentro contra Bulgaria, allá en el funesto 1994. No dispongo de marco teórico alguno para determinar si es o no verdad que el director técnico que tenía nombre de teléfono celular quería que “nuestros muchachos” jugaran con un esquema ajeno al futbol mexicano… ¡Peor!: no sé si exista realmente eso que llaman futbol mexicano. ¿Lo traeremos en el genoma? ¿Será que llegamos a este valle de lágrimas programados para jugar bien bonito y perder bien feo? ¿En dónde tendremos bloqueado el anhelado encuentro con su majestad el gol?

Si el problema es genético, la falla no se la podríamos achacar a nuestros antepasados americanos. Un estudio publicado en la edición de mayo de la revista Molecular Biology and Evolution lo confirma. Luego de más de veinte años de investigación, durante los cuales se analizaron muestras de ADN de 21 poblaciones americanas, un equipo de científicos pudo comprobar que, en la zona específica del ADN conocida como microsatélite D9S1120, existe una variación específica, un alelo de nueve repeticiones llamado 9RA, que todos los grupos nativos del Nuevo Mundo comparten, mientras que en ninguna de las 54 poblaciones analizadas de Asia, Europa, África y Oceanía se presentó. Los genetistas tejieron más fino: al estudiar las inmediaciones del 9RA, identificaron el genotipo de 34 polimorfismos de un nucleótido, para encontrar otra pista: un haplotipo (combinación de variaciones en el genoma que se encuentran en el mismo cromosoma tan cercanas entre sí que se heredan en paquete), al que llamaron haplotipo modal americano, AMH por sus siglas en inglés. Conclusión: todos los pueblos americanos nativos descienden de una sola población ancestral. Así, si los mestizos argentinos, brasileños y mexicanos compartimos el mismo origen, y si el futbol mexicano existe y se explica genéticamente, pues el origen tanto de las alegrías brasileñas y argentinas, como de nuestros pesares en la cancha vendría de fuera…

En mayo pasado, el Instituto Nacional de Medicina Genómica dio a conocer los resultados del proyecto que, en junio de 2005, le dio vida. Los primeros frutos fueron publicados en la revista especializada Proceedings of the National Academy of Sciences; entre otras cosas, en el Mapa Genómico de los Mexicanos puede apreciarse que los mexicanos compartimos el 64% de los haplotipos con los africanos, el 74% con los asiáticos y el 80% con las poblaciones del norte de Europa. ¿Será entonces que nos faltará sangre negra o nos sobra influencia asiática?

Las diferencias son interesantes, aunque si recordamos lo que nos iguala más bien tendríamos que mandar al cuerno la explicación genética: 99.9% del genoma de Maradona es idéntico al de Paquita la del Barrio. ¿Entonces? Si el origen de nuestro vía crucis futbolero no es cromosómico, ¿se hallará en el llamado carácter nacional de los mexicanos?

Raúl Béjar Navarro afirma que “el carácter nacional ha sido un tema tratado por numerosos pensadores desde el principio de la historia escrita” (El mexicano. Aspectos culturales y psicosociales. UNAM, 1983). La imprecisión de Béjar estriba en que el “carácter nacional” está ligado al Estado-Nación, el cual es un producto de la Modernidad, de hecho un producto tardío. El error se evidencia más adelante: “La formación de imágenes nacionales es, pues, muy antigua… De esta forma y así como los antiguos escritores hablaban acerca de los galos, los egipcios, los persas, etcétera, es común en la actualidad hacer juicios sobre el comportamiento de los franceses, los ingleses, los rusos, los argentinos, los estadounidenses, los mexicanos…” Así no son las cosas; la equiparación de los antiguos galos y los franceses contemporáneos permite aclarar el asunto.


El máximo anotador de todos los tiempos de la selección nacional de fútbol de Francia se llama Thierry Daniel Hery, quien nació en Les Ulis; con todo, los antiguos escritores jamás podrían considerarlo un galo, sencillamente porque es negro. ¿Qué decir del superestrella Zinedine Yazid Zidane, es o no un símbolo vivo del nacionalismo francés? Bueno, sus padres son africanos dado que nacieron en Argelia.


El carácter nacional es una abstracción que se refiere al concepto de nación, mismo que, ligado al concepto de soberanía, no aparece sino hasta la época moderna. Desde el principio de la historia, sí, encontramos intentos por perfilar la manera de ser de distintos pueblos, pero este último concepto, pueblos, no se corresponde plenamente con el de nacionalidades, no son equiparables.


Total, que ni genes ni hegels… Sin saber un carajo de futbol, la única explicación que me queda es simple: los seleccionados nacionales juegan mal. Esta es, claro, una explicación excéntrica, y abundan los estrategas del balompié que tendrán mejores…

domingo, 12 de julio de 2009

El conejo atascado en la chistera

En un libro cuya primera edición data de 1977, Edmundo O’Gorman (1906-1995) asestó una aseveración esplendente, de esas que conviene digerir al menos durante el tiempo que te tardarías en pelar una docena de pistaches para comértelos uno a uno plácidamente: “la gran novedad… que trajo consigo la Independencia [de Iberoamérica] fue exponer al hombre colonial a la intemperie, por así decirlo, de la modernidad”. Aunque no tengas pistaches, reflexiónalo un rato.

Don Edmundo –alumno de José Gaos y por esa vía de Ortega y Gasset y de Heidegger– señala que la identidad que el criollo fue construyéndose para sí mismo a lo largo de tres siglos se fundamentó en el sentido de pertenencia al mundo hispano. Así, por género, el criollo se asumió “tradicionalista, absolutista y católico” y, por tanto, obligado a conducirse con franca “hostilidad hacia el mundo moderno, racionalista, cientificista, técnico, liberal, progresista y reformador de la naturaleza”. En tanto especie de la tradición cultural española, el criollo montó su conciencia de sí en la soberbia, exaltando la superioridad de las circunstancias americanas en todos los órdenes; el anterior, un sentimiento que, claro, jamás requirió de prueba objetiva alguna para desarrollarse. El caso es que a principios del XIX la historia aceleró motores, y la independencia de las colonias iberoamericanas fue circunstancia suficiente para imposibilitar que éstas siguieran aisladas de los vendavales de cambio que, desde algunas partes de Europa, la ideología moderna impulsaba.

En el mismo ensayo (México, el trauma de su historia; UNAM, 1977), O’Gorman explica el broncón que para los criollos trajo consigo la Independencia: la necesidad de definirse respecto a la modernidad, porque sí, “ahí estaba en toda su amenazante realidad como un nuevo, gigantesco e ineludible factum con el cual, para bien o para mal, se tenía que contar y respecto al cual –roto el antiguo y plácido equilibrio– era necesario, a querer o no, afirmar de nuevo su propio ser”. El patriotismo criollo, origen del nacionalismo mexicano, se vio perturbado en sus cimientos: ¿no eran las colonias iberoamericanas herederas de la verdadera civilización, de la tradición auténtica? Siendo así, ¿cómo era posible que el avance de Occidente pareciera seguir otro sendero?

De golpe y porrazo, la independencia dejó al criollo a la intemperie de la modernidad, vulnerable frente al hecho indiscutible de que, le gustara o no, la modernidad estaba ahí y llevaba prisa. Me parece que algo muy similar nos pasó hace muy poco, y doblemente: de entrada, el primero de enero de 1994, y luego el dos de julio de 2000.

El mismo día que, desde un lugar de los altos de Chiapas, el subcomediante Marcos vino a recordarnos que moderno, lo que se dice moderno, el país todavía no lo es todo, entramos al TLC y ya ni qué discutir: las lunetas M&M dejaron de ser fayuca y globalización se erigió en realidad cotidiana. Y seis años después, la promesa de la democracia se cumplía, al menos en forma de alternancia, al menos aparentemente: ¡fuera tepocatas! Aldeanos de la globalidad y ciudadanos de lo que Zedillo mentó como la normalidad democrática, llegamos al siglo XXI… ¿Y luego? ¿Abordo estábamos por fin en el tren de la Modernidad? ¿El México que no nos gustaba, el del 68, el del 94, realmente había quedado atrás? ¿Ya nomás era cosa de esperar los réditos? ¿México ya era otro? Hoy queda claro que no…

En el siglo XIX, la independencia no fue el golpe de barita con el que el gran mago de la historia sacó de la chistera colonial al conejo de la modernidad. No. Más bien, apenitas sacaron las orejas del conejo, “sobre todo por la desconfianza que inspiraban en cuanto incompatibles con las creencias religiosas profesadas hasta por los espíritus más progresistas… Fue necesario recurrir a distingos y sutilezas eclécticas que acabaron por purgar a las ideas modernas de su peligrosidad, particularmente en los intereses sociales y políticos”. O sea, nos hacemos modernos pero no todos y no tanto, ¿eh? ¡Sopas! ¿No te suena conocido?

Al día siguiente de la pasada jornada electoral –elecciones intermedias–, Agustín Basave escribía: “A partir de ahora dos peleas encarnizadas saldrán de la clandestinidad: la de los que buscan la Presidencia de la República en 2012 y la de quienes intentan sobrevivir a la crisis socioeconómica de México… La disputa por el poder es de minorías y la lucha por el bienestar es de mayorías: una genera violencia política y la otra puede detonar, si no corregimos el rumbo, violencia social.” Durante las décadas posteriores a la Independencia, conservadores y liberales se dieron de sartenazos: aquéllos querían mantener la tradición, pero sin rechazar la prosperidad de la modernidad, éstos querían la prosperidad de la modernidad pero sin dejar la tradición. Ambos querían los beneficios de la modernidad, pero sin la modernidad misma. Ni unos ni otros, pues, querían sacar todo el conejo de la chistera…, y lo consiguieron: ahí sigue, atascado.

jueves, 2 de julio de 2009

La ambigüedad que libera…

Tratándose de ideas y de palabras, don Federico Nietzsche (1844-1900) jamás tacañeó; en uno de sus textos más fascinantes (Human, all too human; Cambridge University Press, 1996), se descoció en favor de un novelista irlandés: “¡Cómo, en un libro dedicado a los espíritus libres, podría dejar de mencionar a Laurence Sterne, a quien Gothe honró considerándolo el espíritu más liberado de su siglo! Conformémonos aquí llamándolo el espíritu más liberado de todos los tiempos, frente a quien todos los demás lucen rígidos, cuadrados, intolerantes y directos hasta la grosería”.

Has leido bien. Yo únicamente subrayo: para Nietzsche, el “espíritu más liberado de todos los tiempos” fue un tal Laurence Sterne… ¿Tienes alguna idea de quién fue este señor? Si no, procedo a acicatear un poco tu curiosidad: cuando ya no se cocía al primer hervor, a los 46, Sterne comenzó a escribir The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman, su obra maestra. El mismo año que murió su madre, 1759, publicó el primero de los nueve volúmenes de la novela; entonces su esposa ya había sido declarada enferma mental, y a él, tocado de muerte por la tuberculosis, le quedaban menos de diez años de vida. Su libro fue un éxito inmediato, y no solamente en Inglaterra, porque las traducciones a los principales lenguajes europeos no tardaron en aparecer; con todo, lo que fascinó a todos fue el sentido del humor de Tristram Shandy.

Sigue Nietzsche: “Lo que debe alabarse en Sterne… es la ‘melodía sin fin’, si con esta expresión podemos designar un estilo artístico en el cual el arreglo de la forma es constantemente despedazado, difuminado, relegado hacia la indefinición, de tal suerte que entonces se significa una cosa y al mismo tiempo otra distinta. Sterne es el gran maestro de la ambigüedad... El lector que demande saber exactamente lo que Sterne realmente piensa sobre algo…, debe darse por vencido: Sterne sabe como acoplar la seriedad y la burla en una sola expresión facial, sabe además cómo estar en el error y en lo correcto al mismo tiempo, cómo anudar lo profundo y la farsa.” The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman; efectivamente, el título es certero, toda vez que la novela refiere la vida de Tristam, sin embargo, entre desviaciones, contextos y una plétora de reflexiones, ¡no es sino hasta el tercer tomo que se narra el nacimiento del protagonista! Explica Nietzsche: “Sus digresiones son también continuaciones de la historia; sus aforismos son, simultáneamente, la expresión de una actitud irónica hacia toda prescripción; su antipatía por la seriedad es indisoluble a su incapacidad de tratar cualquier cosa de manera superficial. Por eso, Sterne produce en el lector adecuado una sensación de incertidumbre, parecida a estar de pie, andando y acostado al mismo tiempo: una sensación muy cercana a estar flotando.” Lector y autor, narrador y narratario se entremezclan sin freno. “Él, el más flexible de todos los escritores, comunica algo de su flexibilidad a su lector. De hecho, Sterne sin pretenderlo invierte esos roles, y muchas veces es más lector que autor de su propia obra. Su libro se asemeja a un montaje dentro de un montaje, a un público siendo observado por otro público…” Laurence Sterne no oculta los autores que lo influenciaron, al contrario: la presencia de Rabelais, Cervantes, John Locke, Montaigne y Jonathan Swift es patente en toda la obra, al punto de conseguir pasajes de franca intertextualidad con Don Quijote de la Mancha, Gargantua y La batalla de los libros, por ejemplo. ¿Y hacia adelante?

En la línea de descendente de la estirpe de la novelística moderna, el indiscutible heredero de Tristram Shandy es Jacques el fatalista de Denis Diderot. Desde el inicio de su novela, el enciclopedista mayor se descara: “Mi capitán solía añadir: cada bala que sale de un fusil lleva etiqueta”, frase que toma de Sterne. Pero lo que más llama mi atención es la parranda narrativa que organiza Diderot, con un recurso que para muchos podrá parecer novedoso, la incorporación de la voz de un lector genérico. El narrador cuenta: “Allí oigo un gran escándalo…” y enseguida, sin aviso mediante: “−¡Oís! Vos no estabais, no se trata de vos. −¡Es cierto! Bueno, Jacques…, su amo… se oyó un gran escándalo”. El juego de voces, ¿quién dice qué?, va más allá, enreda a los personajes entre sí: Diderot relata las andanzas de Jacques y su amo; ellos pasan la noche en una posada, en donde la dueña les cuenta la historia de La Pommeraye, quien habla con una tal Mme. D’Aison, quien le platica la historia del amorío de su hija con un escribano, quien a su vez narra su vida…

Y casi al final, la gran treta de Diderot: “Cuanto acabo de deciros, lector, me lo dijo Jacques, y lo confieso, pues no me gusta adornarme con plumas ajenas”.