Cuenta Juan Villoro que en septiembre de 1985, ¡hace ya casi un cuarto de siglo!, luego de participar en una de las tantas y tantas brigadas de rescate que se organizaron en el abatido Distrito Federal, lo asaltó una tentación en forma de pregunta: ¿qué sucedería si no regresara a casa y me dieran por muerto? Villoro no cedió ante el arrebato de plantarle un punto final artificioso a su propia biografía; regresó a casa y se encarriló de nuevo en su vida. Pero el asunto no quedó allí: varios años después escribiría una pieza dramática a partir de aquella interrogante, Muerte parcial (Ediciones El Milagro, 2008).
De por sí, al Teatro de Santa Catarina hay que llegar temprano. El oasis ideado hace cuarenta años por el escenógrafo Alejandro Luna y la actriz Olga Martha Dávila, originalmente llamado Teatro Coyoacán, únicamente dispone lugar para ochenta espectadores. Súmale que aquella tarde era una de las últimas funciones de una corta temporada, y agrégale que a Villoro no le faltan seguidores. Cerezota en el pastel: era jueves, lo cual se traduce, ¡viva la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM!, en que la entrada costaba 30 pesitos. Un lujo, pues. Por eso llegamos dos horas y media antes. Terceros de la fila, relevos para cruzar Francisco Sosa e ir a tomar algo en la cafetería de la casa de la cultura Jesús Reyes Heroles, lectura agradable bajo un cielo encapotado que jamás pasó de la amenaza..., total que fuimos recompensados: afuera se quedaron por ahí de veinte millones de residentes de la Megaloca capitalina, entre ellos más de cien personas que no alcanzaron boleto; adentro, nosotros, los afortunados. En justicia, podría ensalzar la dirección escénica de Regina Quiñones, no escatimar adjetivos halagüeños para calificar las dotes histriónicas de don Fernando Becerril y Violeta Sarmiento, subrayar el tino del diseño sonoro de Nicolás Cruz y de la iluminación de Lydia Margules..., pero no, me aguanto, para limitarme a decir que el resultado, la ensambladura de recursos y talentos, una coproducción del INBA y la UNAM, logró el efecto teatral que Juan Villoro traza en su obra: el montaje de un montaje dentro del cual ocurren varios montajes... A ver, barajeo los naipes más despacio.
El dramaturgo explica: “Muerte parcial trata de dos accidentes, uno real y otro imaginario. Un grupo de montañistas estuvo a punto de perder la vida. Ese sobresalto, esa situación límite, les hizo pensar que no valía la pena continuar con las burdas existencias que llevan. Decidieron entonces poner en escena otro accidente, para que los dieran por muertos y pudieran adoptar nuevas vidas.” Es decir, que en punto de las ocho de la noche comenzó una función de teatro, durante la cual nosotros, los espectadores que pagamos una módica cuota, presenciamos cómo un puñado de gente, los personajes interpretados por un grupo de buenos actores, representaban a su vez una puesta en escena. Pero el embuste no para ahí: al menos la mitad de los integrantes del grupo de falsos occisos interpreta un sainete particular, cada cual el suyo, para embaucar al resto: a los demás personajes y a nosotros. “La pieza oscila entre lo real y lo fantástico –explica Juan Villoro-. En su intento por convertirse en otros, los personajes asumen su destino en distintas claves. Irónicos o realistas, paródicos o delirantes, todos teatralizan su personalidad. Surge entonces la pregunta: ¿en verdad podemos ser actores de nosotros mismos?”
Hace unos días, en la Cineteca Nacional, se estrenó Naco es chido, el largometraje de Sergio Arau que, “basado en hechos más o menos reales”, narra el reencuentro del grupo ochentero de guaca rock Botellita de Jerez. Arau no solamente dirige la producción, también actúa interpretando al Uyuyuy; como el Mastuerzo, claro, va Francisco Barrios, y Armando Vega-Gil como el Cucurrucucú. Es decir, cada quien representa a cada cual. No he visto la película, pero hace unas semanas me tocó en suerte ver un documental sobre la cinta, en el cual aparece una serie de entrevistas a los botellos, vestigios arqueológicos del siglo pasado. Armando relata que cuando vio por primera vez el film se desconcertó, sobre todo cuando se observó a sí mismo: yo no soy así, reclamó. Su conclusión entonces me pareció una buena puntada, pero después de ver Muerte parcial pienso que más bien describe certeramente la enorme ingenuidad con la que todos andamos por la vida. Recuerdo que el Cucurrucucú dijo algo así: “Soy tan mal actor que ni siquiera puedo actuar como yo”.
Bien pensado, no sólo cada mañana sino a cada momento, uno está emplazado a encarrilarse de nuevo en el papel que creemos estar interpretando. Los cambios de rol que nos vemos obligados a realizar a lo largo de la función son tantos, que la vida entera resulta eso, una acumulación de muertes parciales.
Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.
viernes, 25 de septiembre de 2009
viernes, 18 de septiembre de 2009
¡Todo es puro cuento!
¿Por qué nos pasa lo que nos pasa?
Por ejemplo... Minutos después de las tres de la madrugada llegó un SMS a tu celular: al Juanelo Guerrero, el más sano y bien portado de la banda, lo sorprendió una embolia. Increíble: ahora estás en un velatorio, custodiando el féretro de tu mejor amigo. Junto a los padres y la viuda, recibes también el pésame de los que van llegando. Casi no escuchas a nadie porque sigues sin poder recuperar el hilo de los acontecimientos, hasta que se apersona doña Coty, una de las ancianitas tías del Juanelo. Abraza y besa a la familia. Luego se aproxima a ti, te toma ambas manos y dice: “Ay, hijo, por algo pasan las cosas”. Tú, claro, no sabes por qué carajos pasan las cosas y quieres agarrar a patadas a la viejita.
Uno más... El día de tu cumpleaños recibes un correo electrónico: te ofrecen un empleo en una ciudad del sur del país que te parece espantosa; sin embargo, sonríes: “Es mi regalo. Gracias, Diosito”. Ni siquiera lees en el mail que el sueldo es inferior al que percibes actualmente.
Entonces, ¿por qué nos pasa lo que nos pasa? ¿Todo tiene una razón de ser, un sentido? Tal es uno de los cuestionamientos eje de Fiebre y lanza, el primer volumen de Tu rostro mañana, la más reciente novela de Javier Marías (Madrid, 1951). Y su respuesta muy probablemente no te va a gustar: Tendemos a pensar que hay un orden oculto que desconocemos y también una trama de la que quisiéramos formar parte consciente, y si de ella vislumbramos un solo episodio que nos da cabida o así lo parece, si percibimos que nos incorpora a su débil rueda un instante, entonces es fácil que ya no sepamos volver a vernos desgajados de esa trama entrevista, parcial, intuida –una figuración– nunca más... Nada peor que buscar el sentido o creer que lo hay. O sí lo habría, aún peor: creer que el sentido de algo, aunque sea del detalle más mínimo, dependerá de nosotros o de nuestras acciones, de nuestro propósito o de nuestra función, creer que hay una voluntad, que hay un destino, e incluso una trabajosa combinación de ambos. Creer que no nos debemos enteramente al más errático y desmemoriado, divagatorio y descabezado azar, y que algo consecuente se puede esperar de nosotros en virtud de lo que dimos o hicimos, ayer o anteayer.
Excéntrica en el contexto de la novelística de Marías, Tu rostro mañana es una obra que arranca con muy poca acción: a lo largo de las casi cuatrocientas páginas de su primer volumen, prácticamente no ocurre nada; sin embargo, se reflexiona mucho y, prestidigitación del lenguaje mediante, en sintonía con los argumentos de sus personajes principales, se cuenta mucho: La gente va y cuenta irremediablemente y lo cuenta todo pronto o más tarde, lo interesante o lo fútil, lo privado o lo público, lo íntimo y lo superfluo, lo que debería permanecer oculto y lo que ha de ser difundido, la pena y las alegrías y el resentimiento, los agravios y la adoración y los planes para la venganza, lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, lo que parecía secreto y lo que pedía serlo, lo consabido y lo inconfesable y lo horroroso y lo manifiesto, lo sustancial –el enamoramiento– y lo insignificante –el enamoramiento–. Ciertamente, junto con Jacobo Deza, el protagonista del libro, el lector va convenciéndose de que palabra mata acción: lo que tan sólo ocurre no nos afecta apenas o no más que lo que no ocurre, sino su relato (también de lo que no ocurre), que es indiscutiblemente impreciso, traicionero, aproximativo y en el fondo nulo, y sin embargo casi lo único que cuenta, lo decisivo, lo que nos trastorna el ánimo y nos desvía y envenena los pasos, y seguramente hace girar la perezosa y débil rueda del mundo. Dicho en corto, Javier Marías busca probar, ¡en una novela!, que todo es puro cuento, un relato que jamás recrea fielmente a la realidad: nada es nunca objetivo y todo puede ser tergiversado y distorsionado... Y con todo, tejones porque no hay liebres, que para narrar el mundo hemos sido expulsados del Paraíso: ... lo que más nos define y más nos une: hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve al mundo... por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida..., ese es su verdadero aliento. Por eso, narrando compartimos y nos sumamos, unos más otros menos, a la pandilla de los humanos: Queremos sentirnos parte de una cadena siempre..., víctimas y agentes de un inagotable contagio, el cuento.
Por ejemplo... Minutos después de las tres de la madrugada llegó un SMS a tu celular: al Juanelo Guerrero, el más sano y bien portado de la banda, lo sorprendió una embolia. Increíble: ahora estás en un velatorio, custodiando el féretro de tu mejor amigo. Junto a los padres y la viuda, recibes también el pésame de los que van llegando. Casi no escuchas a nadie porque sigues sin poder recuperar el hilo de los acontecimientos, hasta que se apersona doña Coty, una de las ancianitas tías del Juanelo. Abraza y besa a la familia. Luego se aproxima a ti, te toma ambas manos y dice: “Ay, hijo, por algo pasan las cosas”. Tú, claro, no sabes por qué carajos pasan las cosas y quieres agarrar a patadas a la viejita.
Uno más... El día de tu cumpleaños recibes un correo electrónico: te ofrecen un empleo en una ciudad del sur del país que te parece espantosa; sin embargo, sonríes: “Es mi regalo. Gracias, Diosito”. Ni siquiera lees en el mail que el sueldo es inferior al que percibes actualmente.
Entonces, ¿por qué nos pasa lo que nos pasa? ¿Todo tiene una razón de ser, un sentido? Tal es uno de los cuestionamientos eje de Fiebre y lanza, el primer volumen de Tu rostro mañana, la más reciente novela de Javier Marías (Madrid, 1951). Y su respuesta muy probablemente no te va a gustar: Tendemos a pensar que hay un orden oculto que desconocemos y también una trama de la que quisiéramos formar parte consciente, y si de ella vislumbramos un solo episodio que nos da cabida o así lo parece, si percibimos que nos incorpora a su débil rueda un instante, entonces es fácil que ya no sepamos volver a vernos desgajados de esa trama entrevista, parcial, intuida –una figuración– nunca más... Nada peor que buscar el sentido o creer que lo hay. O sí lo habría, aún peor: creer que el sentido de algo, aunque sea del detalle más mínimo, dependerá de nosotros o de nuestras acciones, de nuestro propósito o de nuestra función, creer que hay una voluntad, que hay un destino, e incluso una trabajosa combinación de ambos. Creer que no nos debemos enteramente al más errático y desmemoriado, divagatorio y descabezado azar, y que algo consecuente se puede esperar de nosotros en virtud de lo que dimos o hicimos, ayer o anteayer.
Excéntrica en el contexto de la novelística de Marías, Tu rostro mañana es una obra que arranca con muy poca acción: a lo largo de las casi cuatrocientas páginas de su primer volumen, prácticamente no ocurre nada; sin embargo, se reflexiona mucho y, prestidigitación del lenguaje mediante, en sintonía con los argumentos de sus personajes principales, se cuenta mucho: La gente va y cuenta irremediablemente y lo cuenta todo pronto o más tarde, lo interesante o lo fútil, lo privado o lo público, lo íntimo y lo superfluo, lo que debería permanecer oculto y lo que ha de ser difundido, la pena y las alegrías y el resentimiento, los agravios y la adoración y los planes para la venganza, lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, lo que parecía secreto y lo que pedía serlo, lo consabido y lo inconfesable y lo horroroso y lo manifiesto, lo sustancial –el enamoramiento– y lo insignificante –el enamoramiento–. Ciertamente, junto con Jacobo Deza, el protagonista del libro, el lector va convenciéndose de que palabra mata acción: lo que tan sólo ocurre no nos afecta apenas o no más que lo que no ocurre, sino su relato (también de lo que no ocurre), que es indiscutiblemente impreciso, traicionero, aproximativo y en el fondo nulo, y sin embargo casi lo único que cuenta, lo decisivo, lo que nos trastorna el ánimo y nos desvía y envenena los pasos, y seguramente hace girar la perezosa y débil rueda del mundo. Dicho en corto, Javier Marías busca probar, ¡en una novela!, que todo es puro cuento, un relato que jamás recrea fielmente a la realidad: nada es nunca objetivo y todo puede ser tergiversado y distorsionado... Y con todo, tejones porque no hay liebres, que para narrar el mundo hemos sido expulsados del Paraíso: ... lo que más nos define y más nos une: hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve al mundo... por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida..., ese es su verdadero aliento. Por eso, narrando compartimos y nos sumamos, unos más otros menos, a la pandilla de los humanos: Queremos sentirnos parte de una cadena siempre..., víctimas y agentes de un inagotable contagio, el cuento.
lunes, 14 de septiembre de 2009
El pretexto de ser mexicano
Hace un par de meses, a Gilberto Giménez le tocó abrir el seminario “Identidades, teorías y métodos para su análisis”, organizado por la UNAM. El sociólogo abordó el complejo asunto de la relación que existe entre cultura e identidad. Explicó que actualmente en Occidente transitamos por la última fase de la Modernidad, un período caracterizado, entre otras cosas, por un acelerado empuje hacia la individualización: en la medida en la que el individuo va ganando terreno como principio y fin de todo, la solidaridad social se va diluyendo…: ¡qué bonito soy! / ¡qué bonito soy! / ¡ay, ay! / cómo me quiero / ¡ay, ay!… Se trata, claro, de un proceso paradójico, toda vez que la existencia de un individuo precisa identidad, esto es, el canto subjetivo de una cultura, una cultura que, en nuestro caso, se vuelca en el individuo: yooo soy quien soy / y no me parezco a nadie, cantamos al unísono, marcando todos los pasos de una coreografía idéntica… Y la paradoja va por vía doble, toda vez que no es posible identidad alguna sin el reconocimiento de los demás. Por ello, no hay individuo sin sujeto social: para saberte tú mismo, necesitas reconocerte en el espejo de los otros. Así pues, en la medida en la que ello es socialmente aceptado, hoy profesamos un individualismo cada día más descarado.
Con todo, la identidad, esto es, la conciencia de sí, es un concepto válido únicamente en referencia a los actores individuales, de modo que solamente por analogía se puede hablar de identidades colectivas. Que la afirmación anterior es una obviedad queda evidenciado si recordamos que, en estricto sentido, los grupos sociales no tienen conciencia. Podemos pensar que los canadienses son buena onda o que los contadores son recuadrados únicamente después de psicologizar una abstracción. Ni los regiomontanos ni los políticos de izquierda son entidades discretas, mucho menos homogéneas ni bien delimitadas; no constituyen un dato, sino un acontecimiento. Recuérdese que una comunidad de seres humanos involucra necesariamente un accionar colectivo, esfuerzos engarzados para lograr algo y, por ello, suma de voluntades. Una identidad colectiva, aunque sea por analogía, implica proyecto, movimiento y objetivo compartidos. Y un fin común termina convirtiéndose en un valor, de lo que se desprende que toda pertenencia a un grupo social resulta valorativa, afectiva.
No faltan quienes terminantemente suelten aseveraciones del tipo Sepa usted que así como los ingleses supuran humor negro, los mexicanos somos muy fiesteros y gritones, machos y guadalupanos. ¿Será? ¿Todos? Si bien es cierto que somos el conjunto de nuestros atributos sociales, la ecuación quedará siempre coja si no le incorporamos otro ingrediente, el de nuestros atributos diacríticos particularizantes: usted es resultado de su biografía, pues. En la construcción de su identidad, mi amigo, participa el sistema de parentesco del cual forma parte, el lenguaje que emplea para comunicarse, las prácticas de su profesión, su nacionalidad, en fin, pero también la cantidad de melanina que le pinta la piel, su complexión, sexo y edad, los íntimos avatares que le han marcado el gesto, sus éxitos y fracasos, etcétera. En pocas palabras, toda identidad es pluridimensional. Lo dicho seguramente le parecerá a usted una perogrullada… Lo es, lo cual no obsta para que muchas personas, y no sólo académicos sino también gente normalita como uno o como usted, caigamos en el error de sobredimensionar un determinado componente de nuestra identidad. El etnólogo George Devereux acuñó un término para referirse a tal fenómeno: hipercatectización (Etnopsicoanálisis complementarista, Amorrortu, 1975). El riesgo de andar hipercatectizándose no estriba tanto en resaltar un componente de la identidad, sino en que al hacerlo eclipsamos otros y caemos en posturas deterministas (Perdona el retraso, pero ya sabes cómo somos las mujeres de impuntuales). Peor resulta cuando el proceso viene de fuera, cuando alguien más hipercatectiza a un individuo o a una comunidad; el reduccionismo puede ser tan peligroso como despojar a miles de individuos de sus especificidades para etiquetarlos sólo como judíos, para luego condenarlos, en calidad de masa amorfa, a los hornos. Algo así hemos hecho aquí con los indígenas, y no sólo, también con esa otra abstracción, los mexicanos…, en alguna medida, nosotros mismos (¿Cómo estás?... Bien, para ser del país). Para muchos, hipercatectización mediante, ser mexicano se ha vuelto un pretexto: andamos como andamos porque somos como somos, ¡chale! El laberinto de la soledad como manifiesto de la Providencia.
Guillermo Franco, el futbolista argentino que juega en la selección mexicana, alguna vez declaró que estaría dispuesto a naturalizarse ciudadano de cualquier país con tal de ir a un Mundial… Independientemente de lo bien o mal que el señor le pegue al balón, seguramente su objetivo de calificar al Mundial resulta bastante más funcional para su equipo que un pedigrí de guadalupano de sepa. Por lo demás, por lo visto el ariete está aprendiendo a ser fiestero.
Con todo, la identidad, esto es, la conciencia de sí, es un concepto válido únicamente en referencia a los actores individuales, de modo que solamente por analogía se puede hablar de identidades colectivas. Que la afirmación anterior es una obviedad queda evidenciado si recordamos que, en estricto sentido, los grupos sociales no tienen conciencia. Podemos pensar que los canadienses son buena onda o que los contadores son recuadrados únicamente después de psicologizar una abstracción. Ni los regiomontanos ni los políticos de izquierda son entidades discretas, mucho menos homogéneas ni bien delimitadas; no constituyen un dato, sino un acontecimiento. Recuérdese que una comunidad de seres humanos involucra necesariamente un accionar colectivo, esfuerzos engarzados para lograr algo y, por ello, suma de voluntades. Una identidad colectiva, aunque sea por analogía, implica proyecto, movimiento y objetivo compartidos. Y un fin común termina convirtiéndose en un valor, de lo que se desprende que toda pertenencia a un grupo social resulta valorativa, afectiva.
No faltan quienes terminantemente suelten aseveraciones del tipo Sepa usted que así como los ingleses supuran humor negro, los mexicanos somos muy fiesteros y gritones, machos y guadalupanos. ¿Será? ¿Todos? Si bien es cierto que somos el conjunto de nuestros atributos sociales, la ecuación quedará siempre coja si no le incorporamos otro ingrediente, el de nuestros atributos diacríticos particularizantes: usted es resultado de su biografía, pues. En la construcción de su identidad, mi amigo, participa el sistema de parentesco del cual forma parte, el lenguaje que emplea para comunicarse, las prácticas de su profesión, su nacionalidad, en fin, pero también la cantidad de melanina que le pinta la piel, su complexión, sexo y edad, los íntimos avatares que le han marcado el gesto, sus éxitos y fracasos, etcétera. En pocas palabras, toda identidad es pluridimensional. Lo dicho seguramente le parecerá a usted una perogrullada… Lo es, lo cual no obsta para que muchas personas, y no sólo académicos sino también gente normalita como uno o como usted, caigamos en el error de sobredimensionar un determinado componente de nuestra identidad. El etnólogo George Devereux acuñó un término para referirse a tal fenómeno: hipercatectización (Etnopsicoanálisis complementarista, Amorrortu, 1975). El riesgo de andar hipercatectizándose no estriba tanto en resaltar un componente de la identidad, sino en que al hacerlo eclipsamos otros y caemos en posturas deterministas (Perdona el retraso, pero ya sabes cómo somos las mujeres de impuntuales). Peor resulta cuando el proceso viene de fuera, cuando alguien más hipercatectiza a un individuo o a una comunidad; el reduccionismo puede ser tan peligroso como despojar a miles de individuos de sus especificidades para etiquetarlos sólo como judíos, para luego condenarlos, en calidad de masa amorfa, a los hornos. Algo así hemos hecho aquí con los indígenas, y no sólo, también con esa otra abstracción, los mexicanos…, en alguna medida, nosotros mismos (¿Cómo estás?... Bien, para ser del país). Para muchos, hipercatectización mediante, ser mexicano se ha vuelto un pretexto: andamos como andamos porque somos como somos, ¡chale! El laberinto de la soledad como manifiesto de la Providencia.
Guillermo Franco, el futbolista argentino que juega en la selección mexicana, alguna vez declaró que estaría dispuesto a naturalizarse ciudadano de cualquier país con tal de ir a un Mundial… Independientemente de lo bien o mal que el señor le pegue al balón, seguramente su objetivo de calificar al Mundial resulta bastante más funcional para su equipo que un pedigrí de guadalupano de sepa. Por lo demás, por lo visto el ariete está aprendiendo a ser fiestero.
viernes, 4 de septiembre de 2009
Mariachis contra zombies
Comenzaron con La Negra. Luego, mejor acompasados, continuaron con Fiesta en Jalisco, y ya entrados en franco chovinismo tapatío se siguieron con Guadalajara: Tienes el alma de provinciana / Hueles a limpio, a rosa temprana… La última, claro, no podía faltar, fue Cielito Lindo. En total, 549 mariachis, todos bajo la dirección de Pepe Martínez del Mariachi Vargas de Tecalitlán, tocaron y cantaron durante diez minutos con treinta segundos. El acontecimiento ocurrió el domingo 30 de agosto pasado, en punto de las seis de la tarde, en el edificio que originalmente fue el La Casa de la Misericordia, después conocida como el Hospicio Cabañas. El jolgorio que armaron los músicos fue testimoniado por un representante de los Récords Guinness, un tal Stwart Claxton, quien certificó la proeza: Guadalajara hizo suya la marca mundial de la máxima cantidad de mariachis tocando simultáneamente. ¡Alabada sea el alma más mexicana!: Ay! Guadalajara hermosa / Quiero decirte una cosa / Tú que conservas el agua del pozo / De tus mujeres lo más hermoso / ¡Guadalajara, Guadalajara! Tienes el alma más mexicana.
¿Portentoso como un buen trompetazo? ¿Espectacular como los murales de Orozco en el Cabañas? ¿De menos notaaable, como adejtiva el rapsoda futbolero de TV Azteca? Pues no tanto, no si se compara con lo que apenas un día antes había sucedido en la Ciudad de México… Alrededor de cincuenta mil paisanos canturreando a corazón quebrado, sínceramente dolido: Despierta, Michael, despierta / Mira que ya amaneció / Ya los pajarillos cantan… El agasajado, un difunto: Las mañanitas eran entonadas porque, haciendo a un lado el detallito de que desde junio está muerto, el 29 de agosto de 2009 Michael Jackson estaría cumpliendo 51 años. Por sí mismo aquello ya fue récord, aunque no el que aquella gente tenía en miras… La raza se había dado cita en la explanada del Monumento a la Revolución para danzar: ahora sí que se iba a saber en todo el mundo de qué cuero salen más correas, porque mirruña, poquietero y despreciable estaba a punto de quedar el ridículo récord impuesto por los gringos en Virginia, en donde apenas pudieron reunir a 241 personas bailando Thriller… Casi nadie sabía a esas horas que los catalanes ya habían superado la marca, con los 697 fans que en Barcelona interpretaron el tema más venerado del Rey del Pop, ¡total!, chico rato les iba a durar el gusto: minutos antes de la hora del ángelus, las pantallas gigantes comenzaron a proyectar el video y la música sincronizó a la banda… It´s close to midnight and something evil´s lurking in the dark… El meneo multitudinario arrancó antes de lo programado, sencillamente porque se acabaron las formas de registro, y ni de qué preocuparse, porque la cifra superaba con mucho el desafío: 13 mil 607 mexicanos y mexicanas participaron en la coreografía… You know it´s thriller / Thriller night / You´re fighting for your life… Muertos vivientes en la capital de la República Mexicana, cadáveres animados de todas las edades que, tan pronto Hidalgo -Javier Hidalgo Ponce titular del Instituto de la Juventud del DF- dio la orden comenzaron a bailar. El bailongo duró 11 minutos y 50 segundos. “¡Lo logramos! Récord Guinness 'Yo sí bailo' Thriller'”, decía una enorme manta que sostenían algunos de los miles de émulos de Jackson.
549 mariachis contra 13 mil 607 zombies, lucha desigual. En su colaboración para un libro colectivo que la UNAM publicó en 2005 (Raúl Béjar Navarro y Silvano Héctor Rosales Ayala. La identidad nacional mexicana como problema político y cultural. Nuevas miradas), Lourdes Arizpe afirma que la transformación cultural que ocurre en la actualidad en todo el orbe no puede calfificarse como una transición, “puesto que no se dirige a un fin definido con antelación”. Si bien se podría rebatir que en estricto sentido en ningún momento de la historia se ha sabido hacia dónde se dirige el cambio cultural, hoy, a diferencia de otras coyunturas, pareciera que nadie tiene una propuesta estructurada, un proyecto de destino. En México, la transformación de la cultura, dice Arizpe, es un “proceso que, aun cuando tiene vínculos con la transición política a la democracia… está siendo afectado en mucho mayor grado por el cambio civilizacional global y por una revolución tecnológica sin precedentes”. De acuerdo. También pienso que es cierto que “lo que ocurre hoy con la cultura en México tiene que ver con la involución de la política cultural”; sin embargo, ¿será cierto que un ingrediente del proceso es “la nueva movilización de la sociedad civil para la defensa del patrimonio y la cultura nacionales”? Lo dudo. ¿O será prueba de ello el medio centenar de mariachis que en Guadalajara logró un renglón en el libro de récord Guinness? Si fuera el caso, ¿qué me dicen de los casi 14 mil de zombies bailarines?
¿Portentoso como un buen trompetazo? ¿Espectacular como los murales de Orozco en el Cabañas? ¿De menos notaaable, como adejtiva el rapsoda futbolero de TV Azteca? Pues no tanto, no si se compara con lo que apenas un día antes había sucedido en la Ciudad de México… Alrededor de cincuenta mil paisanos canturreando a corazón quebrado, sínceramente dolido: Despierta, Michael, despierta / Mira que ya amaneció / Ya los pajarillos cantan… El agasajado, un difunto: Las mañanitas eran entonadas porque, haciendo a un lado el detallito de que desde junio está muerto, el 29 de agosto de 2009 Michael Jackson estaría cumpliendo 51 años. Por sí mismo aquello ya fue récord, aunque no el que aquella gente tenía en miras… La raza se había dado cita en la explanada del Monumento a la Revolución para danzar: ahora sí que se iba a saber en todo el mundo de qué cuero salen más correas, porque mirruña, poquietero y despreciable estaba a punto de quedar el ridículo récord impuesto por los gringos en Virginia, en donde apenas pudieron reunir a 241 personas bailando Thriller… Casi nadie sabía a esas horas que los catalanes ya habían superado la marca, con los 697 fans que en Barcelona interpretaron el tema más venerado del Rey del Pop, ¡total!, chico rato les iba a durar el gusto: minutos antes de la hora del ángelus, las pantallas gigantes comenzaron a proyectar el video y la música sincronizó a la banda… It´s close to midnight and something evil´s lurking in the dark… El meneo multitudinario arrancó antes de lo programado, sencillamente porque se acabaron las formas de registro, y ni de qué preocuparse, porque la cifra superaba con mucho el desafío: 13 mil 607 mexicanos y mexicanas participaron en la coreografía… You know it´s thriller / Thriller night / You´re fighting for your life… Muertos vivientes en la capital de la República Mexicana, cadáveres animados de todas las edades que, tan pronto Hidalgo -Javier Hidalgo Ponce titular del Instituto de la Juventud del DF- dio la orden comenzaron a bailar. El bailongo duró 11 minutos y 50 segundos. “¡Lo logramos! Récord Guinness 'Yo sí bailo' Thriller'”, decía una enorme manta que sostenían algunos de los miles de émulos de Jackson.
549 mariachis contra 13 mil 607 zombies, lucha desigual. En su colaboración para un libro colectivo que la UNAM publicó en 2005 (Raúl Béjar Navarro y Silvano Héctor Rosales Ayala. La identidad nacional mexicana como problema político y cultural. Nuevas miradas), Lourdes Arizpe afirma que la transformación cultural que ocurre en la actualidad en todo el orbe no puede calfificarse como una transición, “puesto que no se dirige a un fin definido con antelación”. Si bien se podría rebatir que en estricto sentido en ningún momento de la historia se ha sabido hacia dónde se dirige el cambio cultural, hoy, a diferencia de otras coyunturas, pareciera que nadie tiene una propuesta estructurada, un proyecto de destino. En México, la transformación de la cultura, dice Arizpe, es un “proceso que, aun cuando tiene vínculos con la transición política a la democracia… está siendo afectado en mucho mayor grado por el cambio civilizacional global y por una revolución tecnológica sin precedentes”. De acuerdo. También pienso que es cierto que “lo que ocurre hoy con la cultura en México tiene que ver con la involución de la política cultural”; sin embargo, ¿será cierto que un ingrediente del proceso es “la nueva movilización de la sociedad civil para la defensa del patrimonio y la cultura nacionales”? Lo dudo. ¿O será prueba de ello el medio centenar de mariachis que en Guadalajara logró un renglón en el libro de récord Guinness? Si fuera el caso, ¿qué me dicen de los casi 14 mil de zombies bailarines?
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