Hace un par de meses, a Gilberto Giménez le tocó abrir el seminario “Identidades, teorías y métodos para su análisis”, organizado por la UNAM. El sociólogo abordó el complejo asunto de la relación que existe entre cultura e identidad. Explicó que actualmente en Occidente transitamos por la última fase de la Modernidad, un período caracterizado, entre otras cosas, por un acelerado empuje hacia la individualización: en la medida en la que el individuo va ganando terreno como principio y fin de todo, la solidaridad social se va diluyendo…: ¡qué bonito soy! / ¡qué bonito soy! / ¡ay, ay! / cómo me quiero / ¡ay, ay!… Se trata, claro, de un proceso paradójico, toda vez que la existencia de un individuo precisa identidad, esto es, el canto subjetivo de una cultura, una cultura que, en nuestro caso, se vuelca en el individuo: yooo soy quien soy / y no me parezco a nadie, cantamos al unísono, marcando todos los pasos de una coreografía idéntica… Y la paradoja va por vía doble, toda vez que no es posible identidad alguna sin el reconocimiento de los demás. Por ello, no hay individuo sin sujeto social: para saberte tú mismo, necesitas reconocerte en el espejo de los otros. Así pues, en la medida en la que ello es socialmente aceptado, hoy profesamos un individualismo cada día más descarado.
Con todo, la identidad, esto es, la conciencia de sí, es un concepto válido únicamente en referencia a los actores individuales, de modo que solamente por analogía se puede hablar de identidades colectivas. Que la afirmación anterior es una obviedad queda evidenciado si recordamos que, en estricto sentido, los grupos sociales no tienen conciencia. Podemos pensar que los canadienses son buena onda o que los contadores son recuadrados únicamente después de psicologizar una abstracción. Ni los regiomontanos ni los políticos de izquierda son entidades discretas, mucho menos homogéneas ni bien delimitadas; no constituyen un dato, sino un acontecimiento. Recuérdese que una comunidad de seres humanos involucra necesariamente un accionar colectivo, esfuerzos engarzados para lograr algo y, por ello, suma de voluntades. Una identidad colectiva, aunque sea por analogía, implica proyecto, movimiento y objetivo compartidos. Y un fin común termina convirtiéndose en un valor, de lo que se desprende que toda pertenencia a un grupo social resulta valorativa, afectiva.
No faltan quienes terminantemente suelten aseveraciones del tipo Sepa usted que así como los ingleses supuran humor negro, los mexicanos somos muy fiesteros y gritones, machos y guadalupanos. ¿Será? ¿Todos? Si bien es cierto que somos el conjunto de nuestros atributos sociales, la ecuación quedará siempre coja si no le incorporamos otro ingrediente, el de nuestros atributos diacríticos particularizantes: usted es resultado de su biografía, pues. En la construcción de su identidad, mi amigo, participa el sistema de parentesco del cual forma parte, el lenguaje que emplea para comunicarse, las prácticas de su profesión, su nacionalidad, en fin, pero también la cantidad de melanina que le pinta la piel, su complexión, sexo y edad, los íntimos avatares que le han marcado el gesto, sus éxitos y fracasos, etcétera. En pocas palabras, toda identidad es pluridimensional. Lo dicho seguramente le parecerá a usted una perogrullada… Lo es, lo cual no obsta para que muchas personas, y no sólo académicos sino también gente normalita como uno o como usted, caigamos en el error de sobredimensionar un determinado componente de nuestra identidad. El etnólogo George Devereux acuñó un término para referirse a tal fenómeno: hipercatectización (Etnopsicoanálisis complementarista, Amorrortu, 1975). El riesgo de andar hipercatectizándose no estriba tanto en resaltar un componente de la identidad, sino en que al hacerlo eclipsamos otros y caemos en posturas deterministas (Perdona el retraso, pero ya sabes cómo somos las mujeres de impuntuales). Peor resulta cuando el proceso viene de fuera, cuando alguien más hipercatectiza a un individuo o a una comunidad; el reduccionismo puede ser tan peligroso como despojar a miles de individuos de sus especificidades para etiquetarlos sólo como judíos, para luego condenarlos, en calidad de masa amorfa, a los hornos. Algo así hemos hecho aquí con los indígenas, y no sólo, también con esa otra abstracción, los mexicanos…, en alguna medida, nosotros mismos (¿Cómo estás?... Bien, para ser del país). Para muchos, hipercatectización mediante, ser mexicano se ha vuelto un pretexto: andamos como andamos porque somos como somos, ¡chale! El laberinto de la soledad como manifiesto de la Providencia.
Guillermo Franco, el futbolista argentino que juega en la selección mexicana, alguna vez declaró que estaría dispuesto a naturalizarse ciudadano de cualquier país con tal de ir a un Mundial… Independientemente de lo bien o mal que el señor le pegue al balón, seguramente su objetivo de calificar al Mundial resulta bastante más funcional para su equipo que un pedigrí de guadalupano de sepa. Por lo demás, por lo visto el ariete está aprendiendo a ser fiestero.
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