Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 24 de abril de 2010

El mensaje en la piedra I

Cuando rayaba los 35 años de edad, Estrabón salió de su casa y echó a andar. El viajecito le tomó otros 35 años. No era para menos, prácticamente recorrió el ecúmene, el mundo conocido durante la pax romana. Jamás regresaría a su pueblo –Amasí, Ponto, en la península de Anatolia, hoy Turquía–, ¿a qué? Sabedor como el que más de dónde estaba parado, mejor se fue al ombligo de su civilización, Roma, y allí se puso a escribir. Había nacido en el 60 a.C. Y no cabe duda: la adrenalina aviva, estarse quieto mata: Estrabón moriría hecho una pasa (21 d.C.). Ni turco ni romano, Estrabón era griego, y en griego dejó testimonio de su periplo: su Geographiká consta de 17 tomos. Aunque llegó hasta Egipto, Cerdeña, el Mar Negro y Armenia, jamás pisó territorio ibérico. Sin embargo, así como sabía turistear también sabía leer, de tal suerte que basándose en los informes de otros transeúntes, como Posidonio (135 a.C – 51 a.C.), dedicó el tercer libro de su obra a Hispania. En tal volumen, entre otras cosas, Estrabón refiere: “Sobre Jaccetania hacia el Septentrión habitan los Vascones, en los cuales está la Ciudad de Pompelón, como si dijeras Pompeyo”. Así sugiere el geógrafo que la urbe en cuestión fue fundada por el general y cónsul romano Cneo Pompeyo Magno, hecho que la historiografía data en el 74 a.C. En fin, el punto es que la de Estrabón es considerada la referencia documental más antigua que se tiene de la ciudad que actualmente es la capital de la Comunidad Foral de Navarra, España: Pamplona.

El ecúmene según Estrabón c. 10 d.C.

Estrabón y Pamplona. Él, uno de los primeros geógrafos de la tradición occidental; ella, un población localizada en el norte de la península ibérica, muy cerca de la frontera con Francia. Él, si bien uno de los ancestros del pensamiento racionalista moderno, también fue uno de los incipientes desconfiados del mismo, al punto que advirtió que la realidad humana nomás no cabe en un mapa −incluso retobó frente a los planteamientos puramente geométricos de Eratóstenes (276 a.C. – 194 a.C.) −. Aquella, Pamplona, la ciudad más próxima, apenas a unos 25 kilómetros, del valle de Ultzama, en donde se halla la cueva de Abauntz, sitio en el cual un grupo de arqueólogos españoles encontró hace poco una piedra que a la postre resultó ser otra cosa además de una piedra. La roca, de unos 17.5 centímetros de longitud, 10 de ancho y 5.5 de espesor está llena de incisiones. De entrada, fue evidente que las marcas en la piedra no eran naturales, sino humanas, sencillamente porque representaban algo. O dicho en corto, signos; los de más fácil identificación, los que figuran bestias, como un ciervo y dos pequeños renos. ¿Un petroglifo más? No, no solamente, por dos motivos: uno, el Carbono 14 demostró que la mano que grabó aquellas representaciones era de una persona que vivió hace 13,700 años, y dos, después de algún tiempo de estudio y fortuna, los arqueólogos lograron decodificar el mensaje en la piedra lo suficiente como para entender que se trata de un mapa, el más antiguo que se conoce de Europa.


El primer bloque del petroglifo paleolítico fue descubierto en 1993, pero a nadie le pasó por la cabeza que pudiera tratarse de un mapa. Varios años después, Pilar Utrilla, catedrática de prehistoria de la Universidad de Zaragoza, y parte del equipo que logró el hallazgo, cuenta cómo, poco a poco, fue que la interpretación fue construyéndose:


En 1996, dos años después de que apareciera el segundo bloque, publicamos un artículo en la revista Complutum. Pero seguimos leyendo la piedra y no fue hasta... 2001, cuando empezamos a darle vueltas a la posibilidad de que los dibujos y marcas representaran un paisaje. Nos dimos cuenta de que, en efecto, era el paisaje de los alrededores de la cueva cuando, mirando unas fotos... mi marido me dijo que la peña de enfrente a la cueva era la misma que la que aparecía en la piedra. Me di cuenta de que era así, porque es una peña que cae vertical por un lado y muy suavemente por otro, es decir, que no es la típica formación cónica. A partir de ese momento, empezamos a percatarnos de que el río tenía dos afluentes igual que aparecía en la piedra... Y, poco a poco, fuimos descubriendo más cosas. Por ejemplo, Manuel Martínez descubrió los vados que van atravesando el río; la cierva de la cara B, la vio Ignacio Barandiarán... Cada uno fuimos aportando datos nuevos y hay algunos que no hemos publicado porque llegó un momento en que temimos estar viendo más cosas de las que en realidad había...

Para Estrabón la geografía tenía un interés filosófico, dado su pretensión de integrar conocimientos variopintos para así dar cuenta, ordenada, humanizada, de porciones del universo. Precisamente lo que aquéllos congéneres nuestros de finales del Paleolítico Superior consiguieron realizar en la piedra de Abauntz.

miércoles, 21 de abril de 2010

Alta tecnología

sábado, 17 de abril de 2010

La sombra de un muerto

La semana pasada salí en busca de un libro que pronto habrá de ser exportado: De cómo ignorar (FCE, 2000), de Mauricio Tenorio. De su existencia yo no tenía ni idea, antes de que mi rinconense camarada avecindada en la Ciudad Luz me lo pidiera. Encontré el volumen al primer intento: en la Rosario Castellanos del Fondo. Salí de la librería con el dichoso encarguito y otro par —frente a tanta la tentación resulta inútil resistirse—. No fue sino algunas horas después que me entró la curiosidad de hojearlo: una docena de ensayos: historia, historiografía, las incógnitas del nacionalismo mexicano, lenguaje, culturas nacionales...; una ensalada que desde la vitrina del índice me provocó el suficiente antojo como para comenzar la lectura. Resultado: el librito, 200 páginas, llegará usado a París. 

De entrada, hay que agradecer el sentido del humor de Mauricio Tenorio Trillo, quien por cierto es profesor asociado de la División de Historia del CIDE y profesor del Departamento de Historia del la Universidad de Chicago. En todos sus textos encuentro el filo de la ironía, incluso en el que hoy traigo a cuento, con todo y que se refiere a un asunto harto escabroso. El quinto ensayito: “Cultura(s) y seguridad nacional en México. Refutación al teorema de Masiosare”.

Dejó dicho Borges que los españoles siempre están pensando en la envidia, tanto que para decir que algo es muy bueno dicen: es envidiable. Claridad envidiable la del invidente argentino, como envidiable el estilo de Tenorio Trillo; así que opto por balacear algunas de las líneas que me parecen fundamentales para darle a usted una idea acerca de por dónde van los planteamientos del autor. Para empezar, dos afirmaciones tajantes que hoy seguramente resultan más oportunas que hace diez años, cuando se publicó el libro:

  • ... la seguridad nacional no es justificable con base en argumentos culturales, excepto en caso extremo, por lo demás visible y difícilmente intelectualizable, del genocidio o destrucción masiva y violenta de culturas.
  • Para México, sin instituciones creíbles que garanticen un mínimo de legalidad, y en un mundo de creciente integración económica, de renovado nacionalismo y de conflictos raciales y étnicos, una buena protección para las culturas nacionales es sospechar de las doctrinas de seguridad nacional.

Entonces voltea sus cartas: tres conceptos, el de seguridad nacional, y luego la distinción entre cultura nacionalista y culturas –subráyese el plural– nacionales, en nuestro caso mexicanas.

Enseguida, las principales conjeturas:
  • La cultura nacionalista mexicana históricamente ha sido una larga, sufrida, defensiva y compleja doctrina de seguridad nacional.
  • Las culturas de México y las concepciones actuales de seguridad nacional son antagónicas.
  • ... las culturas de México no requieren más que secundariamente la protección de una seguridad nacional... Es más: la existencia misma de las culturas nacionales de México depende de su constante innovación, renovación, permanente mezcla, interacción y puesta en riesgo.
  • ... implementar nociones de seguridad nacional para las culturas nacionales sería extremadamente riesgoso en un país cuya definición nacional incluye elementos raciales, xenofóbicos e ideológico-autoritarios.
  • ... la seguridad de las culturas mexicanas no puede depender de la seguridad de un Estado-nación sin instituciones que garanticen un mínimo de legalidad y de reglas de convivencia claras, creíbles y aplicables.
  • Hoy por hoy la seguridad de las culturas de México es la inseguridad de las doctrinas oficiales de seguridad nacional... Para las culturas nacionales es tan insegura la violencia y la injusticia como lo es un orden autoritario.
Sigue Tenorio con la elaboración de su argumentación, sin quitar la mirilla del mismo blanco: demostrar que en lo cultural el Masiosare, el extraño enemigo, “es, prácticamente, inoperante y, teóricamente, impresentable”. La sombra de un muerto, permítaseme apostillar.

  • En nuestro país, cultura nacionalista y culturas nacionales son de naturalezas y tendencias distintas, a veces antagónicas.
  • Si bien se arranca con algo muy sabido –la identidad nacional no corresponde a esencias definibles–, Tenorio problematiza y devela una disyuntiva que desde hace rato está en el fondo de muchas de las noticias que diariamente difunden los medios: Políticamente esto crea un dilema: ¿cómo hacer creer a los individuos en un bien común que logre movilizar la acción colectiva de "entes egoístas"?

Me parece pertinente terminar estas notas insistiendo en que el texto de Mauricio Tenorio se publicó en mayo de 2000, lo cual significa que fue escrito hace más de diez años, antes de que la alternancia se concretara y mucho antes de que el asunto de la seguridad nacional se volviera tema, preocupación de todos los días, ingrediente explícito y omnipresente del discurso nacionalista. La seguridad nacional que, por definición, nos recuerda Tenorio Trillo, es una cuerda con dos extremos: por un lado, la paz, y por el otro, la guerra. ¿Y a ver..., quién le dice que no ahora?

jueves, 8 de abril de 2010

Se busca narrador

Siglo XXI Editores acaba de publicar un compendio de fina prosa e inteligencia atronadora: Escritos y conferencias alrededor del psicoanálisis, del francés Paul Ricœur (1913-2005). Se trata del primer volumen de una serie de libros en los que, antologados por Jean-Louis Schilgel y Catherine Goldenstein, se reunirán buena parte de la obra dispersa de uno de los pensadores fundamentales de la pasada centuria. En la primera entrega –una edición sabiamente traducida al castellano por Adolfo Castañón– se reúnen diez textos de Ricœur, hilvanados por el interés del filósofo en torno al psicoanálisis clásico. Me parece que, en última instancia, el cuestionamiento de fondo que mantuvo durante varias décadas a Ricœur atento a la obra de Sigmund Freud (1856-1939) tiene que ver con el tipo de conocimiento que puede producir el psicoanálisis; en los primeros textos dicha interrogante es evidente: “La cuestión de la prueba en el psicoanálisis”, “Psicoanálisis y hermenéutica”, “Imagen y lenguaje en el psicoanálisis” y “El self según el psicoanálisis y según la filosofía fenomenológica”. Sin embargo, más allá del atractivo que por sí mismo puede tener el análisis hermenéutico de las verdades que sobre nosotros mismos pueda o no generar el psicoanálisis, el libro de Paul Ricœur incluye un texto sobre la relación entre la condición humana y el pensamiento narrativo que sobrepasa con mucho el campo de los expertos, siquiatras y filósofos, y apela sencillamente a la curiosidad humanista de cualquier persona en quien perdure el antojo de entenderse: “La vida: un relato en busca de narrador”.

Al igual que gente como Jerome Bruner (1915), Ricœur parte de la certeza de que sólo mediante el pensamiento narrativo, y más incluso, sólo mediante la ficción, es factible la dimensión humana de la vida, más allá de su carácter puramente biológico. En otras palabras: entre el nacimiento y la muerte, ocurre una vida y punto; pero para que ella sea una historia y sea vivida como tal es necesario narrarla. Y para que podamos hablar de un discurso narrativo es obligada el mythos en el sentido aristotélico del término: “fábula (en el sentido de historia imaginaria) e intriga (en el sentido de historia bien construida)”.

Siguiendo el planteamiento que Aristóteles (384-322 a.C.) esbozó en su Poética hace más de dos mil años, Paul Ricœur establece que la intriga no es un ingrediente del relato, ni siquiera una forma estática de estructurar un discurso; antes bien, se trata de una operación que, además, no concluye sin la intervención de un escucha, de un lector. La construcción de la intriga resulta de un proceso de síntesis, en principio, “entre los acontecimientos o incidentes múltiples y la historia completa y una”; esto es, la pura enumeración de sucesos no amalgama una historia, por el contrario, no los rescata del caos y los deja en calidad de eventualidades..., el ocurrir sin sentido, las muchas rutas sin estrella. Y la operación no queda ahí: la síntesis que procesa la intriga “organiza en conjunto a los componentes tan heterogéneos como las circunstancias encontradas y no deseadas, agentes y pacientes, encuentros al azar o buscados”. O sea que sin intriga la trama de plano no es, y el ordinario desorden de la realidad impera. Y más: urdir la intriga compila también “relaciones que van del conflicto a la colaboración, de los medios más o menos bien acordados con los fines, en fin, a los resultados no deseados”. Sin la labor narrativa, los tiros que salen por la culata no pasan de ser accidentes sin razón de acontecer, y las piedras en el camino ni siquiera alcanzan calidad de obstáculos.

Además, la intriga, la síntesis que significa, otorga dimensión humana al tiempo: “Se puede decir que se encuentran dos suertes de tiempos en toda historia que es contada: por una parte una sucesión discreta, abierta y teóricamente indefinida de incidentes; por otra parte, la historia contada presenta otro aspecto temporal caracterizado por la integración, la culminación y la clausura, gracias a la cual la historia recibe una configuración”. Y remata el galo: “Yo diría... que componer una historia es, desde el punto de vista temporal, extraer una configuración de una sucesión”. José Emilio Pacheco devela el asunto de una manera sencilla y magistral en un pequeño poema, “Aves de paso”:
El tiempo no pasó: aquí está.
Pasamos nosotros.
Sólo nosotros somos el pasado.
Aves de paso que pasaron y ahora,
poco a poco,
se mueren.
Sin relatos bien tramados, para lo cual la intervención de la imaginación es indispensable, el transcurrir de un día a otro se deshumaniza en la medida en la que carece de sentido. De ése tamaño es la responsabilidad de historiarnos a nosotros mismos. De ése tamaño es el error de suponer que la mera relación de sucesos conforme una historia.

jueves, 1 de abril de 2010

Polvo al viento

Harold Bloom (Nueva York, 1930-2019) los trepa al ring: ¡En esta esquina…, fantasmal, omnipresente y poderoso, el primero de todos los poetas!: ¡el invidente, el incansable e inaprensible…: Homero! Aplausos desde el Olimpo, y en la Tierra veneración al vate… ¡Y en esta otra, el retador!: ¡con toda la autoridad de ser el fundador de La Academia de Atenas…!: ¡Aristocles Podros, alias Platón! Silencio respetuoso en la arena..., no vaya a molestarle la barahúnda al filósofo.

La tradición dice que el hombre que escribió la Ilíada y la Odisea fue un ciego que vivió en la segunda mitad del s. VIII a. C., probablemente en alguna ciudad griega situada en lo que hoy en día es la costa turca. Hay también quienes incluso dudan de la existencia histórica del bardo; de hecho, una teoría señala que el nombre “Homero” proviene de los Homēridai, una sociedad de poetas así llamados porque eran hijos de esclavos de guerra, es decir hómeros, rehenes. De cualquier forma, si fue un señor de nombre Homero quien escribió él solito las dos epopeyas en las que se sustenta el espíritu de la Antigüedad clásica occidental, o si bien fue un grupo de rapsodas que unieron sus talentos para integrar la Ilíada y la Odisea, en realidad importa bien poco; quizá las obras que atribuimos a Homero en realidad las escribió otra persona… ¡con el mismo nombre!… Persona o concepto, Homero es el autor de las dos epopeyas más importantes de nuestra cultura. En cambio, del tal Aristocles Podros sí que tenemos varias certezas, para empezar, que fue un fulano de carne y hueso que vivió del 429 al 347 a. C. Platón –“el de los hombros anchos”, sobrenombre que le impuso su entrenador de lucha— fue, claro, el mejor alumno de quien según el mismísimo oráculo de Delfos fue el hombre más sabio de toda Grecia, Sócrates (469 - 399 a. C.)… Paradójico: resulta que el pensamiento socrático trascendió gracias a que el susodicho pupilo no atendió una de las enseñanzas de su mentor: Sócrates despreciaba los libros, más, despreciaba la lectoescritura, y consecuente como era no escribió ni media línea… Platón en cambio escribió y mucho… y bien; en sus Diálogos dio voz a su travieso profesor y salvó sus lecciones del olvido. “Yo no tengo competencia para juzgar a Platón como filósofo, pero sus diálogos, en sus mejores momentos, constituyen unos poemas dramáticos únicos, jamás igualados en la historia literaria”, dictamina don Harold.

Según plantea Harold Bloom el asunto (¿Dónde se encuentra la sabiduría?, 2005), el título que Platón intentó arrebatarle a Homero fue nada menos que el de maestro de los griegos. Ciertamente, en los días que Platón vivió “Homero se había convertido en libro de texto en todos los temas”. El campeón, pues, el poeta; el retador, el filósofo; las razones de la estética midiéndose los tamaños frente a la fuerza de la razón: Platón y Homero, dos superpesados: “Juntos, Homero y Platón son tan poderosos que su único rival por delante de Dante, Cervantes y Shakespeare, es el Yahvista, que compuso el estrato primero y más importante de la Torá (el Génesis, el Éxodo, Números y muchos añadidos posteriores del Redactor, en el exilio babilonio) entre el 980 y el 900 a. C.” Recuérdese que en La República, Platón destierra a los poetas de su Estado ideal. ¿Por qué y qué tanto hay que tomarse en serio la expulsión? Queda claro que Platón pensaba que la filosofía no necesita de la poesía; más todavía: bien podría interpretarse que para el filósofo ateniense un poeta no es más que un sofista: puro verbo, sólo choro cotorro, ningún compromiso con la verdad… En cualquier caso, la expulsión de los poetas de la república platónica debe entenderse como un acontecimiento postplatónico, es decir, el filósofo griego que pretende extirpar la poesía… ¡es también él mismo producto del espíritu homérico!: “Platón insistía en que sólo Sócrates era su maestro y, no obstante, de manera involuntaria, al igual que para todos los griegos, Homero también fue su maestro.” Involuntaria quizá, inconsciente de plano no: Platón tenía inteligencia más que suficiente para entender que filosofía y poesía estaban emparentadas por el lenguaje. Más allá del Sócrates que vivió y fue asesinado legalmente hace más de dos mil doscientos años, de quien realmente hoy muy poco podemos saber, el gran filósofo que marcó el surgimiento del pensamiento humanista racionalista occidental es en realidad un personaje literario, una creación de la poética de Platón. Al referir la disputa de Platón con Homero, Harold Bloom evidencia qué tanto dependemos del lenguaje: mientras que Homero es un misterio o en el mejor de los casos una ficción eficiente, Aquiles, Ulises y Héctor existen sin duda; mientras que al Sócrates histórico lo mató la cicuta, perdura un filósofo que sigue enseñando. Sí, todos terminamos convertidos en polvo; pero no, no a todas las palabras se las ha llevado el viento.