Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

miércoles, 30 de abril de 2014

Los primeros mexicanos I

Habitación de Montaigne
Recapitulo: contaba en la entrega anterior que, apenas transcurridos unos setenta años de la caída del imperio azteca, Montaigne escribió en el último de sus Ensayos que, al nacer, los mexicanos eran bienvenidos a la existencia con la siguientes palabras: “Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla”. Y alegaba yo que al traer a cuento como ejemplo de estoicismo a los mexicanos el renacentista francés no podía estarse refiriendo a otros sino a la población originaria de estas tierras, esto es, a los indígenas. A finales del siglo XVI, México no existía ni como unidad política ni como entidad cultural: corrían los primeros años de la Nueva España y del mestizaje, y con el gentilicio Montaigne sólo aludía a los mexicanos que ya lo eran desde antes de la llegada de las huestes de Cortés y sus aliados a la gran Tenochtitlán, esto es, a los mexicas, y sólo por extensión al resto de los pueblos oriundos de estas tierras del Nuevo Mundo. ¿Desde cuándo entonces y por quiénes comenzó a emplearse el adjetivo mexicano para denominar a todos los nacidos en lo que luego se llamaría, efectivamente, México?

Íñigo de Loyola
En 1533 sucedió que, en Inglaterra, el monarca Enrique VIII fue excomulgado por el Papa Clemente VII; en Perú, el último emperador inca, Atahualpa, fue ejecutado por los soldados de Francisco Pizarro; y en la ciudad de México el obispo Juan de Zumárraga fundó el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, en donde fray Bernardino de Sahagún enseñaría latín a algunos sobrevivientes de la antigua aristocracia azteca. Es el mismo año en el cual nació Michel Eyquem de Montaigne en Burdeos, a menos de seiscientos kilómetros de distancia de París, ciudad asiento de la Universidad en la cual un español llamado Íñigo organizaba entonces al grupo de estudiantes con el cual un año después fundaría la Sociedad de Jesús. Íñigo de Loyola se cambiaría después el nombre por Ignacio, y su grupo, siete años después sería reconocida por el Papa Pablo III como una nueva orden religiosa, la Compañía de Jesús.

Los primeros jesuitas llegan a la Nueva España en 1572. Imprenta, libros, enseñanza, colegios, misiones, evangelización, humanismo y luces…; mucho se debe a la labor de la Compañía de Jesús. Casi dos siglos después de su arribo a territorios novohispanos, en 1748 un joven de 17 años llamado Francisco Xavier y apellidado Clavigero —con “g”, como él lo escribía— ingresó a las filas de la orden. Hijo de un español funcionario de la Corona y de una criolla, Francisco había nacido en el puerto de Veracruz. Tomaría los hábitos sacerdotales en 1755. Para entonces ya era un erudito, un hombre que, como muchos de sus compañeros jesuitas, se dedicaba de lleno a lo que hoy llamaríamos vida académica. Enseñó en la Ciudad de México, en el Colegio de San Javier en Tepotzotlán y después en Valladolid —en donde fue maestro de filosofía de un tal Miguel Hidalgo y Costilla—, de donde sería trasladado a Guadalajara, capital de Nueva Galicia y segunda ciudad más importante del virreinato de la Nueva España.  Ahí se encontraba el 25 de junio de 1767, día en el que el virrey Teodoro de Croix concretó la orden de Carlos III de expulsar de los territorios de la Corona española todos a los soldados de la Compañía de Jesús, sin excepción —para entonces ya habían sido expulsados también de Brasil (1754), de Portugal (1759) y de Francia (1764)—. Todos los jesuitas, apenas con la ropa que llevaban puesta y una muda más, fueron enviados a Veracruz, y de ahí se les embarcó rumbo a Europa. Lo mismo estaba ocurriendo a lo largo y ancho de Hispanoamérica. Más de dos mil doscientos religiosos fueron expatriados; en el caso de la Provincia Mexicana, según el puntual Catálogo compendiado por el padre Rafael de Zelis —también veracruzano—, fueron 678, de los cuales la mayoría —464, esto es, el 68%— habían nacido en América. Expatriados de su patria, de su terruño, casi todos los jesuitas novohispanos, luego de una breve estadía en la isla de Córcega, fueron a parar a Bolonia, entre otros, Francisco Xavier Clavigero.

El padre Clavigero ya no volvería vivo del exilio: morirá en 1787 allá en Bolonia, meses antes de cumplir 56 años. Él, quien como sus compañeros SJ novohispanos provenía de la élites terratenientes, mercantiles y mineras de las principales ciudades del rico Virreinato, dejaría este mundo siendo un hombre pobre, despojado incluso de su condición de jesuita —Clemente XIV había dictado la supresión de la Compañía de Jesús en 1773—.  En fin, se fue sin llevarse nada como todos lo haremos tarde que temprano, pero, a diferencia de la mayoría, dejó algo muy importante: una obra historiográfica monumental, imprescindible para comprender el pasado de lo que hoy es este país; en especial debemos destacar un título, su Historia Antigua de México, publicada por primera vez en 1780, en italiano. Y justo en el texto con que da inicio el primero de tres volúmenes, una presentación dirigida a la Real y Pontificia Universidad de México, Francisco Xavier Clavigero, el criollo veracruzano expatriado, establece de lo que se trata su libro y se presenta: “Una historia de México escrita por un mexicano…” Y va más allá: critica “el descuido de nuestros antepasados con respecto a la Historia de nuestra patria.” Por si no hubiera quedado suficientemente claro, en el Prefacio, el abate Clavigero declara que ha escrito la obra “para servir a mi patria”.


viernes, 25 de abril de 2014

Los mexicanos y su abuelita

Hace unos días me topé con doña Sara García. Estaba yo leyendo un ensayo de Luis Ibarra —Hegemonía: Simurg, intelectuales, cultura y educación—, y a esas alturas la aparición de la cuasi eterna ancianita resultaba más o menos previsible: el párrafo se refería a la expresión fílmica del nacionalismo posrevolucionario, de tal suerte que la actriz que se volvió personaje aparecería mentada junto con Jorge Negrete, María Félix, Pedro Infante, los hermanos Soler, Cantinflas y demás protagonistas de la llamada época de oro: “Ni qué decir de la importancia de ‘la abuelita del cine mexicano, Sara García…” Y curiosas concomitancias, digo yo, porque sucede que la abuelita del chocolate ídem y de los mexicanos, era criolla, es decir, hija de españoles —andaluces, para ser más precisos—, y más curioso aún me parece que su segundo apellido fuera Hidalgo, es decir, el mismo que el del pater nostrum de la Suave Patria, el cura don Miguel. Y quiero ver otro par de coincidencias: el debut de Sara García aconteció el mismo año en que la Revolución se hizo Ley, 1917 (En defensa propia, del director Joaquín Coss), y su primer estelar fue en una cinta cuyo título no deja lugar a dudas: Así es la mujer (1936): “su trascendencia fue en varias esferas —continúa en su texto Luis Ibarra—. Una de ellas fue contribuir al conformismo que enseñó con tanta vehemencia: a este mundo venimos a sufrir”. Y enseguida, una llamada a cita a pie de página, una cita en la que me fui a encontrar el garbanzo de a libra que da origen a este texto: “Montaigne, en el siglo XVI, escribió: Es la lección primera que los mejicanos suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres van así saludándolos: 'Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla'.

Efectivamente, tal cosa publicó hace más de cuatrocientos años el humanista francés a quien, con toda justicia, se considera como el creador del ensayo moderno: Michel Eyquem de Montaigne… ¿Quiere decir pues que desde entonces los mexicanos ya teníamos fama de sufridores, y nuestras abnegadas madres de eficientes formadoras de agachados? Descontextualizando al autor y al texto, eso es lo que podríamos suponer, pero…

El 28 de febrero de 1533, nació Montaigne. El alumbramiento, a cargo de Antoinette López de Villanueva, una sefaradí conversa al protestantismo, ocurrió en las cercanías de Burdeos, en un castillo propiedad de su padre, Pierre Eyquem, francés católico y acaudalado, quien entonces era alcalde de aquella ciudad. El humanista cayó pues en cuna fina y además en familia multicultural, tolerante y sobre todo trepada en la ola de los ideales renacentistas. Tan fue así que su primer idioma no fue ni el francés ni el occitano —la lengua romance que muy probablemente hablaba toda la servidumbre del château de la familia— ni el portugués…, fue el latín. La educación del pequeño había sido encomendada a un tal Horstanus, un maestro alemán, quien solamente tenía permitido hablarle en latín al chamaco, al igual que sus padres. El niño aprendería luego francés, iría a la escuela, estudiaría leyes, tendría amigos y enemigos…, haría muchas cosas antes de morir apenas a los 59 años, entre ellas, la que aquí nos interesa, escribió los Ensayos, el gran libro del humanismo francés renacentista.

En sus Ensayos Montaigne reflexionó sobre todo lo que le vino en gana, sin embargo, socrático hasta la médula, el interés fundamental del prosista era conocerse a sí mismo: “Mejor preferiría entenderme bien conmigo mismo que no con Cicerón”, o si se quiere aún más claro: “Yo me estudio más que ningún otro asunto: soy mi física y mi metafísica”.

Los Ensayos se dividen en tres libros. Es en el último capítulo del tercer libro, el decimotercero, titulado “De la experiencia”, en el cual Montaigne trae a cuento a los mexicanos. Primero, hay que señalar que la referencia no es crítica, por el contrario. El humanista está discurriendo en torno a la enfermedad; critica a los médicos, recomienda que se les mande al cuerno y que sencillamente uno deje fluir la enfermedad: “Es preciso sufrir con dulzura las leyes de nuestra condición: existimos para envejecer, para debilitarnos y para enfermar, a despecho de toda medicina”, y justo aquí menciona a las estoicas madres mexicanas, como buen ejemplo.

En segundo lugar hay que preguntarnos a quiénes se estaba refiriendo Montaigne cuando, alrededor de 1591, hablaba de “los mejicanos”. De entrada valga apuntar lo obvio: no a ti o a mí, no a nosotros ciudadanos de este país llamado México, el cual no existiría sino 230 años después (1821). Tampoco podía estar mentando al pueblo que se formó a partir del mestizaje entre los conquistadores españoles y los indígenas —y que conste que no adjetivo conquistados, porque en el mestizaje hubo de todo, tlaxcaltecas, chontales, otomíes…, en fin, y quizá alguna que otra mexica sobreviviente—. ¿Entonces? Pues seguramente al escribir estaba pensando en la población nativa de las tierras conquistadas por Hernán Cortés, en los indígenas, una abstracción que en Francia a finales del siglo XVI seguramente era entendida como una entidad más o menos homogénea.

El apunte puede ser revelador: al igual que Montaigne, tal vez desde los primeros hispanoparlantes de la Nueva España —españoles, criollos, mestizos e indios también— hablar de “los mexicanos” era referirse a los indígenas, nada más, y de ser así, aquí podríamos hallar buena parte del origen del malinchismo.

sábado, 19 de abril de 2014

País traumado

En este país, los lectores de libros están dejando de ser una enclenque minoría para convertirse en una especie en vías de extinción. Hoy en día, la lectura de libros, una práctica que jamás ha alcanzado a las mayorías, es una actividad en la que participamos menos de la mitad de los mexicanos. Y no hablo al cálculo: de acuerdo a la más reciente Encuesta Nacional de Lectura, cuando cuestionaron a los individuos que cayeron en la muestra ¿Actualmente lee o no libros?, el 53.8% respondió que no. En promedio, cada persona de doce años y más lee menos de tres libros al año. Así que, de entrada, sé bien que no serán muchos cuando afirmo que acabo de leer un librito que, si se le da oportunidad, podría resultar muy útil a muchos conciudadanos. Pero algo es algo…

Los mitos que nos dieron traumas, publicado originalmente hace un par de años y apenas el mes pasado en una edición Debolsillo, es el título de un divertido ensayo en el cual, tal cual reza su subtítulo, el país es sometido a terapia: México en el diván: cinco sesiones para superar el pasado. El libro se debe a Juan Miguel Zunzunegui, un autor del cual no tenía ninguna noticia previa —en la semblanza que se aporta en las primeras páginas se informa que nació en 1975 y que estudió un doctorado en Humanidades—. En general, se trata de un libro escrito, quiero suponer, sin grandes pretensiones literarias y libre de las exigencias metodológicas de una investigación académica, con lo cual no quiero decir que se trate de un montón de simplezas ni siquiera que esté mal redactado. Al contrario, me sorprendió encontrar explicaciones generosamente sencillas de asuntos más bien enrevesados… Va un botón de muestra: “Probablemente el primer mito de la historia en general sea el decirnos que la historia estudia el pasado… es imposible estudiar el pasado, nadie ha estado ahí; la Historia interpreta el pasado. La historia no estudia los hechos del pasado, estudia los discursos que, en el presente, se elaboran sobre los hechos del pasado, y que siempre se llenan de mitos que justifiquen o expliquen dicho presente… finalmente la razón de ser del mito ha sido siempre la misma: dar explicaciones… aunque no sean verdad.”

Zunzunegui defiende la idea de que desmitificar la historia de un país puede tener el mismo efecto terapéutico que psicoanalizar a una persona, y lleva las cosas al extremo de dramatizar el planteamiento, dándole voz a un personaje llamado “México”, quien desde el diván pelotea parlamentos con un psicoanalista…, quien más bien le da una tunda. Así, el libro está efectivamente estructurado en cinco sesiones. 

Durante la primera sesión, el autor establece una tesis a la que regresará una y otra vez a lo largo de todo el libro: México tiene en la Conquista el trauma fundamental de su identidad nacional, y la Conquista no es otra cosa que una creación discursiva —como cualquier construcción historiográfica, claro— elaborada a partir de un razonamiento ilógico: “La mezcla de dos componentes no puede existir antes de que existan y se junten esos dos componentes… lógica simple que nos dice que México , lo que hoy es México, lo que somos, no existiría si no hubiese llegado Hernán Cortés. Si aceptamos eso no hay conquista… no conquista de México, quizás de Tenochtitlan y de los aztecas…” Y de a partir de esto se diagnostica que México sufre el Síndrome de Masiosare —“la visión oficial de la historia le ha causado a México una terrible patología psicológica”—, el cual a su vez está conformado por traumas y complejos específicos: el complejo del conquistado, individualismo y desconfianza, crisis de identidad, polarización de la sociedad y, por último, el culto a la pobreza. Zunzunegui resume así la historia oficial de nuestro país, causante de los traumas que lo (nos) aquejan: “Los mexicanos tenemos arraigado en el inconsciente que descendemos de los aztecas y nos conquistaron los españoles, que nuestro pasado fue glorioso, que hubo una memorable que red de independencia de once años, que el traidor de Santa Anna nos vendió, que los pobres son buenos y los ricos son malos, que Juárez fue el pastorcito que llegó presidente y Porfirio Díaz fue un terrible dictador que sometió al pueblo, pero que tuvimos una gloriosa revolución que lo quitó del poder y nos llevó a la modernidad y a la justicia social”.

La segunda sesión se dedica a desenmarañar los traumas de la conquista, para lo cual dedica buena parte de la misma a reivindicar la figura de Hernán Cortés, a quien según el terapeuta deberíamos considerar el verdadero padre de México, en lugar del cura Hidalgo.

La madeja de traumas guadalupanos es materia de la tercera sesión: el trauma del mexicanito, el de Pepe el Toro y el de la humildad, la paradoja humilde, el trauma de la virginidad y el origen del macho.

La cuarta sesión se aboca a tratar los traumas revolucionarios: el trauma del mestizaje, la raza como estupidez, el trauma del chapopote, el del ejido y el de la eterna lucha.

Finalmente, en la quinta sesión se establece el diagnóstico: necrofilia mexicana, la nostalgia y la adicción al pasado y el miedo al futuro.

Termino advirtiendo que es posible que varios pasajes del libro puedan resultar verdaderas atrocidades para algunos lectores, e incluso ofensas al orgullo nacional. Que conste…

viernes, 11 de abril de 2014

La verdad sobre la novela de Dicker

Hace poco me vino a la memoria una de las típicas alharacas histriónicas del sociólogo Gabriel Careaga, el mejor maestro que tuve en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Una tarde me preguntó quién era para mí el mejor escritor mexicano, y sin dudarlo le respondí lo que sigo pensando casi treinta años después:

— Carlos Fuentes, profesor.

— ¡Pero él no cuenta! Rico-rico, guapo-guapo, inteligente-inteligente… ¿Así qué chiste? ¡Cuando era un crío Alfonso Reyes lo sentaba en sus piernas y le leía la Ilíada!

Fue inevitable que recordara aquello cuando leí una nota biográfica Joël Dicker. De madre bibliotecaria y padre maestro de francés, Joël nació en una de las ciudades más cosmopolitas y ricas del orbe, Ginebra, Suiza. Precoz, dirigió La Gazette des Animaux, una revista que tuvo larga vida: la comenzó a editar desde que tenía diez años de edad y dejó de hacerlo siete años después. Estudió actuación en París y Leyes en su ciudad natal. Únicamente ha publicado tres libros: Le Tigre (2005), Les Derniers Jours De Nos Pères (2012) y La Vérité sur l’Affaire Harry Quebert (2012). Gracias al tercero es el primer escritor suizo galardonado con el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, y no sólo logró una excelente recepción por parte de la crítica especializada —también obtuvo el Premio Goncourt des Lycéens y el Premio Lire a la mejor novela en lengua francesa—, más importante aun, se convirtió en un novelista de éxito internacional: su libro ha sido traducido ya a 33 idiomas y es un best seller global. El próximo 19 de junio, Joël Dicker cumplirá apenas 29 años. 

Compré La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara, 2013) por curiosidad. Sólo tenía un antecedente, que para los lectores de El País fue el mejor libro del año pasado. Casi setecientas páginas después de haber abierto el libro, digo que Bernard Pivot tiene razón: “Si usted mete las narices en esta gran novela, está perdido: tendrá que seguir hasta el final. Se sentirá manipulado, desorientado, asombrado, irritado y apasionado…”

El enigma que tensa todo el entramado de historias que Joël Dicker cuenta en su novela se remonta al 30 de agosto de 1975: ¿el novelista Harry Quebert, gloria de las letras norteamericanas, es o no el homicida de la pequeña Nola Kellergan? Y para descubrir la verdad tenemos a otro escritor, el muy joven y exitoso –como Dicker– Marcus Goldman, quien desde 2008 se tirará un clavado al pasado de la pequeña localidad de Aurora, en New Hampshire, en donde su maestro, Harry Qubert, entonces un joven escritor como él, conoció a la quinceañera asesinada. Por supuesto, el juego de alter egos es descarado, y parte fundamental de la estrategia narrativa mediante la cual Dicker consigue difuminar la frontera entre ficción y realidad: si usted, hipotético lector de esta columna, atiende mi recomendación y se hace de un ejemplar de La verdad sobre el caso Harry Quebert de Joël Dicker, estará leyendo una novela que trata de cómo fue que Marcus Goldman escribió un libro que se llama La verdad sobre el caso Harry Quebert, un libro sobre el cual todo el mundo habla: “Todo el mundo quería saber qué había pasado en Aurora en 1975. No dejaba de salir en la televisión, en la radio y en los periódicos. Yo tenía solo treinta años y con esa novela, la segunda de mi carrera, me había convertido en el escritor de moda del país”. Ciertamente, una profecía autocumplida, aunque el éxito editorial ha ido mucho más allá de las fronteras de Suiza y del mundo francoparlante.

Además de contener todos los ingredientes de las buenas novelas policiacas cuya lectura transmutan a los lectores en apurados detectives, la novela de Joël Dicker se adentra también en la vorágine del negocio de los libros, en los mecanismos del gran mercado en el cual lo que menos importa es el valor literario de una obra, puesto que el timing mercadológico es lo que determina si un producto logrará o no hacer click con los lectores…, qué digo lectores, con el público…, qué digo público, con los consumidores. Habla el editor de Marcus Goldman, un cínico llamado Roy Barnaski: “La información es un flujo infinito en un espacio finito. La masa de información es exponencial, pero el tiempo que le concedemos es limitado… El común de los mortales le dedica, ¿cuánto? ¿una hora diaria? Veinte minutos de periódico gratuito en el metro, media hora de Internet en el despacho y un cuarto de hora de CNN en la noche… Y para llenar ese espacio temporal, ¡el material es limitado!”

No falta quien critique la novela del joven suizo diciendo que no es más que una caja en la que fue metiendo todos los ingredientes de un best seller, lo cual puede ser totalmente cierto, pero ahí no reside la esencia de su éxito, ése sí objetivo y contundente, sino en la manera en la que estructuró todo...: más allá de la suma de sus partes, La verdad sobre el caso Harry Quebert es una novela bien armada en la que Dicker supo contar con eficacia una buena historia. En sus páginas usted no va a encontrar enunciados poéticos o escenas memorables, tampoco concienzudas reflexiones ni descripciones o diálogos magistrales…, sin embargo, la verdad es que el mecanismo narrativo de la novela funciona y usted dará vuelta a la página una y otra y otra vez…

jueves, 3 de abril de 2014

Palabras de maga

De los libros aprendí
a darle vuelta a la hoja.
Merlina Acevedo


Soy un autoexiliado de los vastos dominios de Facebook —“la máquina de espionaje más terrible del mundo”, Julian Assange dixit—. En cambio, me confieso feliz asociado de twitter: buena parte de mis ratos de solaz frente a la pantalla los pasó entre sus densos cableríos colmados de palabras, escuchando al pajarerío, trinando mis propios tweets, e incluso involucrándome en parrafadas colectivas:

Warhol nada más quería darnos lata, había tuiteado @MerlinaAcevedo.
Tal vez Caravaggio sólo quería asombrar, respondí a botepronto, con copia a  @GmoSheridan quien también andaba inmiscuido en este intercambio.
Tal vez Kandisky sólo quería pintar su raya, sentenció @MerlinaAcevedo.

Y como en otro cable se estaba hablando de selfies, yo pensé Para selfies, Rembrandt…, pero no recuerdo si alcancé a teclearlo…

En la edición de octubre pasado de la revista Nexos, el sociólogo Pepe Woldenberg publicó un curioso ejercicio: intentó atrapar con minúsculas mallas al pájaro azul de las redes sociales y definir el fenómeno twitter. El resultado, un espeso ramillete de proposiciones breves, claro, de alcance variopinto y dispareja lucidez; hay desde perogrulladas casi sosas —Lugar de encuentro y conversación  ⁄  Mucho ruido y pocas nueces— hasta atinadas y pulcras enunciaciones —Catapulta de necedades / Lago para Narcisos / El funeral de la peregrina pretensión de decir la última palabra—, sin que haya dejado pasar la oportunidad de soltar por ahí una que otra gansada involuntaria —Termómetro de la temperatura social / Encarnación del derecho a expresarse—… Eso sí, no encuentro ninguna construcción verbal que pueda aspirar a las alturas de un aforismo.

Aforismo, como bien se sabe, es un vocablo que se acuñó en Grecia durante la Antigüedad Clásica, y que, hasta donde hoy se tiene testimonio, fue empleado por primera vez por Hipócrates de Cos (460 a.C.– 370 a.C.), precisamente para recetar saberes —verbigracia, Que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina—. El diccionario de la RAE, raro, aporta una definición precisa: Sentencia breve y doctrinal que se propone como regla en una ciencia o arte. Ciertamente, los aforismos conforman la aristocracia de las paremias.

Para mi gusto, en el atado de enunciados con los cuales Woldenberg trató de definir twitter al menos faltó uno: Veta de aforismos. Y para muestra, los de @MerlinaAcevedo: Un aforismo es una conclusión que llega a sí misma.

Chilanga superdotada, además de ajedrecista, pintora y poeta, Merlina Acevedo es una hechicera que hilvana sortilegios con palabras. Twitter es la olla en la cual ella ha cocinado cientos de sus prodigios verbales, todos ellos conforme a una receta infalible: El truco para escribir es aprender a traducirse a uno mismo.

Merlina Acevedo publicó hace unos meses un libro que no es uno sino dos: Peones de Troya, en el cual se despliega algunos de sus aforismos, y Relojes de arena, en el que agrupa varios palíndromos (Colofón, axial; 2013). 

En sus aforismos, la taumaturgia de Merlina alcanza abstracciones de indiscutible fuerza poética:

El silencio sólo lo conozco de oídas.
• La mecedora es un columpio con los pies en la tierra.
• La niebla es el aire vestido de novia.

Y si Tablada canta un haiku: “¡Del verano, roja y fría / carcajada , / rebanada / de sandía!”, la Acevedo asienta un sablazo contundente: La sandía llora lágrimas negras.
En los aforismos, la brevedad no es mezquindad, ni de palabras ni de ideas. Caben en una línea tratados completos de psicología:

• Te incomoda mi postura porque no estás bien parado.
• Los recuerdos más claros son los inventados.
• Mi otro yo me habla de usted.
• El autoengaño es un salvavidas de plomo.

Un mito cosmogónico en once palabras: Somos las piezas de un juego de ajedrez que Dios abandonó. Hipótesis redondas de neurociencia: Los sueños son el sistema digestivo de la memoria.

Uno lee y alcanza a escuchar el ramalazo de la oración surcando el silencio, a veces para dejar la estela de una microficción ensimismada:

• Me dijeron que el hombre con quien juego ajedrez en el parque lleva años jugando solo.
• Tuve un choque cultural y perdí el conocimiento.

En otros, uno lee para observar verdad y humor en lance por llegar por llegar primero a la conciencia:

• Le pedí vacaciones a mi patrón de conducta.
• Si mueres por un aplauso tienes complejo de insecto.
• El truco para aguantar a un pesado es tomarlo a la ligera.

Son muchos los pensamientos que en tropel pueden salir catapultados a partir de la lectura de los aforismos de la maga Merlina; algunos serán recuerdos, otros proyecciones, y los puertos de destino, por supuesto, insospechados. Con todo, me animo a augurar un fondeadero obligado: la reflexión en torno a la soledad y al amor, el juego de espejos temático que se impone en Peones de Troya:

Soledad es no tener de qué reírte solo.
• El amor es un espacio en el tiempo.
• Lo atractivo del amor es poder vernos con otros ojos.

Y aquí la dejo, sin más espacio no volteo el libro para abrir el otro encuadernado aquí mismo, Relojes de arena, arenal de palíndromos, certeros de ida y vuelta:

 • Odio: ese deseo ido.
• Amar: deseo ese don y no deseo ese drama.