Hace unos días me topé con doña Sara García. Estaba yo leyendo un ensayo de Luis Ibarra —Hegemonía: Simurg, intelectuales, cultura y educación—, y a esas alturas la aparición de la cuasi eterna ancianita resultaba más o menos previsible: el párrafo se refería a la expresión fílmica del nacionalismo posrevolucionario, de tal suerte que la actriz que se volvió personaje aparecería mentada junto con Jorge Negrete, María Félix, Pedro Infante, los hermanos Soler, Cantinflas y demás protagonistas de la llamada época de oro: “Ni qué decir de la importancia de ‘la abuelita del cine mexicano, Sara García…” Y curiosas concomitancias, digo yo, porque sucede que la abuelita del chocolate ídem y de los mexicanos, era criolla, es decir, hija de españoles —andaluces, para ser más precisos—, y más curioso aún me parece que su segundo apellido fuera Hidalgo, es decir, el mismo que el del pater nostrum de la Suave Patria, el cura don Miguel. Y quiero ver otro par de coincidencias: el debut de Sara García aconteció el mismo año en que la Revolución se hizo Ley, 1917 (En defensa propia, del director Joaquín Coss), y su primer estelar fue en una cinta cuyo título no deja lugar a dudas: Así es la mujer (1936): “su trascendencia fue en varias esferas —continúa en su texto Luis Ibarra—. Una de ellas fue contribuir al conformismo que enseñó con tanta vehemencia: a este mundo venimos a sufrir”. Y enseguida, una llamada a cita a pie de página, una cita en la que me fui a encontrar el garbanzo de a libra que da origen a este texto: “Montaigne, en el siglo XVI, escribió: Es la lección primera que los mejicanos suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres van así saludándolos: 'Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla'.”
Efectivamente, tal cosa publicó hace más de cuatrocientos años el humanista francés a quien, con toda justicia, se considera como el creador del ensayo moderno: Michel Eyquem de Montaigne… ¿Quiere decir pues que desde entonces los mexicanos ya teníamos fama de sufridores, y nuestras abnegadas madres de eficientes formadoras de agachados? Descontextualizando al autor y al texto, eso es lo que podríamos suponer, pero…
El 28 de febrero de 1533, nació Montaigne. El alumbramiento, a cargo de Antoinette López de Villanueva, una sefaradí conversa al protestantismo, ocurrió en las cercanías de Burdeos, en un castillo propiedad de su padre, Pierre Eyquem, francés católico y acaudalado, quien entonces era alcalde de aquella ciudad. El humanista cayó pues en cuna fina y además en familia multicultural, tolerante y sobre todo trepada en la ola de los ideales renacentistas. Tan fue así que su primer idioma no fue ni el francés ni el occitano —la lengua romance que muy probablemente hablaba toda la servidumbre del château de la familia— ni el portugués…, fue el latín. La educación del pequeño había sido encomendada a un tal Horstanus, un maestro alemán, quien solamente tenía permitido hablarle en latín al chamaco, al igual que sus padres. El niño aprendería luego francés, iría a la escuela, estudiaría leyes, tendría amigos y enemigos…, haría muchas cosas antes de morir apenas a los 59 años, entre ellas, la que aquí nos interesa, escribió los Ensayos, el gran libro del humanismo francés renacentista.
En sus Ensayos Montaigne reflexionó sobre todo lo que le vino en gana, sin embargo, socrático hasta la médula, el interés fundamental del prosista era conocerse a sí mismo: “Mejor preferiría entenderme bien conmigo mismo que no con Cicerón”, o si se quiere aún más claro: “Yo me estudio más que ningún otro asunto: soy mi física y mi metafísica”.
Los Ensayos se dividen en tres libros. Es en el último capítulo del tercer libro, el decimotercero, titulado “De la experiencia”, en el cual Montaigne trae a cuento a los mexicanos. Primero, hay que señalar que la referencia no es crítica, por el contrario. El humanista está discurriendo en torno a la enfermedad; critica a los médicos, recomienda que se les mande al cuerno y que sencillamente uno deje fluir la enfermedad: “Es preciso sufrir con dulzura las leyes de nuestra condición: existimos para envejecer, para debilitarnos y para enfermar, a despecho de toda medicina”, y justo aquí menciona a las estoicas madres mexicanas, como buen ejemplo.
En segundo lugar hay que preguntarnos a quiénes se estaba refiriendo Montaigne cuando, alrededor de 1591, hablaba de “los mejicanos”. De entrada valga apuntar lo obvio: no a ti o a mí, no a nosotros ciudadanos de este país llamado México, el cual no existiría sino 230 años después (1821). Tampoco podía estar mentando al pueblo que se formó a partir del mestizaje entre los conquistadores españoles y los indígenas —y que conste que no adjetivo conquistados, porque en el mestizaje hubo de todo, tlaxcaltecas, chontales, otomíes…, en fin, y quizá alguna que otra mexica sobreviviente—. ¿Entonces? Pues seguramente al escribir estaba pensando en la población nativa de las tierras conquistadas por Hernán Cortés, en los indígenas, una abstracción que en Francia a finales del siglo XVI seguramente era entendida como una entidad más o menos homogénea.
El apunte puede ser revelador: al igual que Montaigne, tal vez desde los primeros hispanoparlantes de la Nueva España —españoles, criollos, mestizos e indios también— hablar de “los mexicanos” era referirse a los indígenas, nada más, y de ser así, aquí podríamos hallar buena parte del origen del malinchismo.
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