La autora nació del otro lado de los Urales, en Asia. Alina Bronsky es muy joven; llegó al mundo en 1978, en la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, en Sverdlovsk, una importante ciudad industrial llamada así desde 1924 en honor del dirigente bolchevique Yákov Sverdlov. Hoy la ciudad sigue siendo territorio ruso, aunque después de la desintegración de la URSS volvió a tomar su nombre original, Ekaterimburgo. Por cierto, ahí fue en donde, por órdenes directas de Sverdlov, meses después del triunfo de la revolución de octubre de 1917, fueron asesinados el depuesto zar Nicolás II, la zarina Alejandra y sus cinco hijos.
La rusa Alina Bronsky —en realidad un pseudónimo— inmigró a Alemania cuando tenía trece años de edad. Primero intentó estudiar medicina, y luego de abandonar la carrera se dedicó a trabajar en agencias de publicidad y periódicos. Hasta ahora ha publicado tres novelas, todas escritas en alemán. Debutó en 2008 con Scherbenpark —Broken Glass Park, en la versión en inglés—, y de inmediato consiguió una buena acogida por parte de la crítica; fue nominada para el Premio Ingeborg Bachmann, uno de los más importantes de Europa, y ya cuenta con una adaptación al teatro y otra al cine —el largometraje homónimo fue dirigido por Bettina Blümner—. Su segunda entrega es Los platos más picantes de la cocina tártara. Finalmente, el año pasado dio a conocer Nenn mich einfach Superheld —Just Call Me Superhero, en inglés—.
En su segunda novela, Bronsky relata las andanzas de tres mujeres rusas de origen tártaro. A lo largo de un par de décadas, las últimas del siglo XX, Rosalinda, la protagonista, narra su vida, y aparejadas, las de su hija y su nieta, Sulfia y Animat. Los hechos ocurren durante período a lo largo del cual el mundo soviético se vino abajo: “La política no me interesaba. De hecho dejé de leer periódicos, porque ahí decían cosas que me ponían de peor humor. No necesitaba malas noticias del periódico, lo podía ver todo con mis propios ojos. Mientras afuera la economía se colapsaba, yo me preocupaba porque mi familia no pasara hambre”.
El marido de Rosalinda y padre de Sulfia, el gris Kalgánov, con un puesto de medio pelo en la jerarquía sindical, mientras el régimen soviético da patadas de ahogado, actúa en forma timorata para tratar de amortiguar el despeñamiento. Frente al desabasto generalizado, sólo los más gandallas alcanzan a conseguir huevos, leche, un poco de azúcar… La feria del cochupo y las mordidas es cosa de diario, las corruptelas inciden en todo, y la pobreza termina siendo lo de menos: el rompimiento del contrato social se constata brutalmente cuando la impunidad abarata la vida de las personas: “Cuando me daba tiempo, al volver del trabajo, recogía a Aminat a la salida del colegio. En aquella época desaparecían muchas niñas a plena luz del día. Más tarde las encontraban violadas y asesinadas en algún sótano”.
Gracias a los tejes y manejes de celestina de Rosalinda, las tres mujeres emigrarán a Alemania. Como la escritora, la pequeña Animat llega a Occidente apenas pubescente. Ella no volverá a Rusia. Rosalinda sí, a enterrar su pasado y dar testimonio del cambio de página de la historia: “En mi antiguo país habían cambiado muchas cosas. Ahora tenía un nombre distinto. Incluso mi ciudad se llamaba de otra manera. Todo estaba muy sucio, y todos vendían algo. Por todos lados había quioscos y tienduchas, pegados unos a otros; se vendían aliementos, ropa, libros y latas vacías de Coca-Cola”.
Efectivamente, Los platos más picantes de la cocina tártara es una novela en la que el humor negro provoca risas; capítulo a capítulo, uno acá y ahora no puede dejar de darse cuenta de qué tan próxima está nuestra tragedia a lo francamente cómico.
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