Aunque fue publicado por primera vez hace casi dos decenios, el libro es actual desde el epígrafe con el que abre: “Llevo cincuenta años diciéndoles que las cosas no pueden seguir así…”, aseveración firmada por F.V., siglas que no pueden corresponder a nadie más que a Fidel Velázquez. Me refiero a la única novela que ha escrito hasta ahora Guillermo Sheridan (1950), El dedo de oro (Alfaguara, 1996). Y la nota informativa que me llevó a sacar del librero y releer la novela sheridiana fue, claro, una alusiva al festejo so pretexto del 79 aniversario de la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Las crónicas no dejan lugar a dudas. Mayolo López (Reforma) narra cómo el provecto Joaquín Gamboa Pascoe, secretario general de la organización, se auto homenajeó en vida —es un decir— con la develación de una efigiezota de sí mismo, “en bronce puro, igualita a él, soberbia. ‘¡Aquí estamos, hermano!’, masculló el anciano, emocionado hasta el tuétano, contemplando absorto su propia figura broncínea, sobándola como si lo escuchara. El jerarca, el de carne y hueso, alcanza apenas el ombligo de la efigie, de 2.70 metros de alto y 198 kilos de peso… Una lluvia de papeles rojinegros cayó sobre la figura de aleación y resbaló hasta el impecable casimir oscuro del dirigente”. ¡Charros! Y si por sus dichos podréis conocerlos, basta recordar que debemos a este antañón líder, peón antediluviano del priísmo, quien nunca en su vida, ¡faltaba más!, ha sido obrero, esta perla de la cultura política del régimen reinstaurado: “¿Qué, porque los trabajadores están jodidos yo también debo estarlo?”
Cuenta Sheridan que en 1984 escribió El dedo de oro para “pasar el rato”. Que andaba de estadía académica en una ciudad inglesa en la que, obvio, había pocas opciones más entretenidas que asomarse por la ventana. Que su señor papá le enviaba desde el terruño recortes de Proceso y El Norte: “Una vez me mandó un recorté que me impresionó: ilustraba la cara de Fidel Velázquez con la boca abierta en un rictus aterrador. La víspera, en un discurso, había declarado: ‘Nuestra meta será siempre un futuro promisorio’. Me pareció una definición impecable del destino mexicano… Analicé la frase en una enorme hoja de papel inglés hasta hartarme de tristeza”. Y pues nada, que ahí estuvo el embrión de El dedo de oro, una novela futurista, but of course.
Los hechos ocurren en el remoto (hoy menos que en los finiseculares años en los que el libro fue escrito) 2029, y en este mismo país, aunque cercenado por ambos cabos en un 60% de su Nacional Territorio. México está en vilo porque el Líder Nato de Hombres, Hugo Atenor Fierro Ferráez, cuasi-perenne jerarca del Sindicato Único de Mexicanos Obreros (SUMO), con todo y sus casi 130 años encima ha caído en estado comatoso. Para entonces, como ahora y como otras tantas veces, el país había pasado ya por lo peor y, ¡portento!, las cosas nomás seguirían agravándose: “… se inició lo que algunos llamaron, no sin elocuencia, el post mortem, la versión nacional del posmodernismo”. Desde tiempo atrás, aparejado con el avance inexorable de la historia, el PRI había ya desaparecido para transformarse en el Partido Evolucionario Definitivo, el PED, “cuyo ideario político consistía básicamente en un retorno radical al nacionalismo revolucionario de 1929”. La Línea Metropolitana de Medición del Smog (LIMEMES) dividía a la ciudad de México en dos, la Ciudad Alta, localizada por arriba de la asquerosa nata de porquería que cubría la urbe, y la Baja, en la que quedaron “los de abajo”. La gente que podía, nomás los pudientes, se trasportaban en aéreocars. Pero más acá de las apariencias, allá en el futuro promisorio nacional imaginado por Sheridan las cosas en esencia seguirían igual: como hoy, el país continúa mexicanizándose, ineluctablemente, y frente a tal horror se continuará optando por echar a andar el “Típico Plan”, es decir, hacer como que no pasa nada. Las riendas de la Nación seguirán en manos de prohombres que entienden la política no “como la oportunidad de hacer cosas privadas que parezcan públicas, sino el arte de amasar dinero, poder y señoras y señoritas, en ese orden”.
Fidel Velázquez, quizá usted lo recuerde, no llegó vivo al siglo XXI: ¡qué tino!, falleció al año siguiente de la publicación de El dedo de oro. Pero aquel óbito resultó una eventualidad irrelevante, porque al lechero mexiquense le siguió La Güera Rodríguez Alcaine y a él Joaquín El Microndas Gamboa Pascoe, y las cosas cambiaron radicalmente para seguir igual.
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