Si uno está en la plaza principal de Yurécuaro, basta caminar hacia el norte por Independencia para, un par de calles más adelante, nada más cruzando el río Lerma, salir de Michoacán y pasar a La Ribera de Guadalupe, municipio jalisciense de Ayotlán. Allá nació en 1947 Sergio Aguayo Quezada. Luego se iría a vivir a Guadalajara. Desconozco si residió en San Andrés; lo que se sabe es que fue uno de los cabecillas de los Vikingos, la pandilla de aquel barrio, misma que a mediados de los años sesenta del siglo pasado andaba de pleito con la Federación de Estudiantes de Guadalajara, la temible FEG. Poco más de diez años después a mí también me tocaría vivir en la capital de Jalisco y tener que dirimir un conflicto con la FEG. Cursaba el segundo de secundaria en una escuela técnica, la 14, y además de la carga académica, tenía entre mis responsabilidades acudir al llamado de los prefectos cuando, ante una inminente irrupción en el plantel por parte de un comando de la FEG, había que sumarse a la resistencia. La pugna no era ideológica: los jóvenes de la Federación deseaban pasar un rato de solaz pateando escuincles y, sobre todo, raptando compañeras de la secu. Aunque la EST 14 está muy cerca de la Central de Abastos tapatía, los policías municipales jamás llegaban a tiempo, así que había que defenderse a golpes. Aquello sucedía en 1979, y desafortunadamente no es prehistoria: con motivo de un macabro hallazgo en diciembre de 2011 -cinco cadáveres en fosas clandestinas cavadas dentro de las instalaciones de la FEG-, en entrevista para Proceso, Sergio Aguayo declaró que dicha organización “no es una reliquia del pasado; es un dinosaurio que sobrevivió… en un parque jurásico que se ha rehusado a evolucionar”.
Con la mira puesta en dos episodios, las masacres del 2 de octubre de 1968 y la del 26 de septiembre de 2014, en su nuevo libro Aguayo trama una narrativa del devenir sociopolítico contemporáneo de nuestro país, a partir de una tesis: “La violencia (tanto la criminal como la oficial) sin control continúa siendo el signo de identidad del Estado mexicano”, entidad que es la “principal responsable de las perversiones que ha vivido el monopolio legítimo de la violencia”.
Ante el horror nuestro de todos los días, mucha gente ha optado por una especie de autismo voluntario: mientras no me ocurra nada a mí y los míos, no pasa nada. Al menos por ahora, me parece que pocos son los que tratan de comprender el brete en el que nos hallamos. Si es tu caso, un imprescindible es De Tlatelolco a Ayotzinapa. Las violencias del Estado, publicado hace unas semanas por el doctor Aguayo Quezada, profesor/investigador en el Colegio de México desde 1977 y académico visitante en la Universidad de Harvard desde el año pasado. Tienes dos opciones, el impreso (editorial Proceso) o el ebook (editorial ink). En este caso, sería un error prescindir de la edición digital, la cual permite una experiencia de lectura multimedia exuberante -audios, videos, fotografías, documentos y ligas a recursos web-.
Aguayo explicita el objetivo que persigue con este libro: ofrecer un instrumento de comprensión de un canto de la realidad sociopolítica nacional que más nos valdría atender cuanto antes de forma organizada: “exigir al Estado que recupere el uso de la fuerza y la someta a la legalidad”.
La obra se estructura en nueve capítulos. Los primeros ocho están dedicados a contar y explicar la movilización cívico-juvenil suscitada en la Ciudad de México de julio a octubre de 1968, hace ya casi medio siglo. Aguayo no sólo ofrece una narrativa veraz sustentada en pruebas testimoniales -la más completa hasta ahora-, sino que también describe y analiza las dos versiones de los hechos que desde entonces se enfrentaron: el relato oficial, que nació muerto -“nadie medianamente cuerdo podía creer en [su] veracidad”- y la narrativa que terminó imponiéndose, tejida en buena medida por periodistas nacionales y extranjeros, y validada poco a poco por intelectuales. En el último capítulo, titulado igual que el libro, “De Tlatelolco a Ayotzinapa”, el doctor Aguayo urde la historia de los aparatos de seguridad con los que el Estado ha intentado mantener para sí, sin éxito, el monopolio de la violencia; abarca un gran tramo, que va de 1969 a la fecha. De una lectura ingenua se podría inferir que el libro sencillamente propone un determinado conocimiento del pasado para hacerse de más elementos para comprender fenómenos recientes… No es el caso. A partir de la experiencia desgarradora de Tlatelolco, Aguayo logra armar un discurso razonado e instrumental para comprender e incidir en lo que hoy día está en juego: si el movimiento del 68, a pesar de haber sido reprimido a sangre y fuego, logró devenir en “la primera transición pacífica de nuestra historia”, después de la tragedia de Iguala -que “sacó a la luz un Estado debilitado por la ineficacia, la corrupción y la impunidad”- nos encontramos ante la disyuntiva de continuar en una dinámica en la que, “para justificar la violencia irracional, se retuercen y violentan la razón, la lógica y los hechos”, o bien compeler al Estado a recuperar el monopolio legítimo de la violencia. Sergio entiende cabalmente que “en la historia son tan importantes los balazos como las narrativas”. Se puede incidir en la historia echando bala, ciertamente, pero también estableciendo el relato a partir del cual la gente comprenda la realidad en la que vive.
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