Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 28 de noviembre de 2015

México, decaido y de caída

En la duda arcana y terca,
México quiere inquirir:
un disco de horror lo cerca...
¿cómo será el porvenir?
Jaime Torres Bodet


Persistentemente, México empeora.

Hace unos días, el Legatum Institute dio a conocer su Índice de Prosperidad correspondiente a 2015. Lo produce desde 2009, así que disponemos ya de una serie histórica de siete años, durante los cuales nuestro país no ha hecho otra cosa que desmejorar. El Legatum Prosperity Index (LPI) se calcula para 142 países, y con él se pretende mesurar la prosperidad de las naciones, entendida como riqueza y bienestar: “la prosperidad es algo más que la acumulación de riqueza material; tambiés es la alegría de la vida cotidiana y la perspectiva de un futuro mejor”. ¿Cuál es el enfoque del Instituto Legatum? Su slogan lo explicita: prosperidad a través de la revitalización de capitalismo y la democracia. La prosperidad es multifactorial; el LPI clasifica a los países según su desempeño en ocho subíndices igualmente ponderados: Economía, Iniciativas y Oportunidades Empresariales, Gobernanza, Educación, Salud, Seguridad, Libertad Personal y, finalmente, Capital Social. El LPI es un índice robusto: sus subíndices se construye a partir de un cúmulo de variables —en promedio 11 cada uno—, como tamaño de la economía, desempleo, disponibilidad de banda ancha, efectividad gubernamental, sustentabilidad, asistencia escolar, esperanza de vida, confianza social, derechos humanos, mortalidad infantil… y un largo etcétera hasta alcanzar casi 90 variables.

En 2009, México había alcanzado el lugar 49 del Legatum Prosperity Index; los dos siguientes años descendió al escaño 53, en 2013 se fue al sito 59, el año pasado al 64 y en 2015 cayó tres escalones más para quedar en el puesto 67, 67 de 142. Esto quiere decir que si bien no nos hallamos calcinándonos en los infiernos del mundo global, para allá enfilamos y andamos cada vez más lejos de los cielos.

En términos civilizatorios, la prosperidad es occidental; lo más que ha podido hacer el resto del orbe es emularla. Los diez países enclavados en el inframundo son Angola, Sudan, Yemen, Siria, el Congo, Burundi, Chad, Haití, Afganistán y, hasta el fondo, la República Central Africana. En el otro extremo, en las nubes, están Noruega, Suiza, Dinamarca, Nueva Zelanda, Suecia, Canadá, Australia, Holanda, Finlandia e Irlanda. El análisis geográfico no requiere mucho esfuerzo: la prosperidad es europea —siete de diez, con tres colados, dos de Oceanía y un americano— y la no prosperidad es africana —siete de cada diez— y oriental —solamente un país americano—. Otra evidencia: la prosperidad sólo se da muy lejos de la línea ecuatorial. 

Estamos pues en el purgatorio de la media tabla. Si bien superamos a naciones como Perú, Nepal o la India, países como Rusia, Brasil, Grecia y Portugal, por ejemplo, son calificados como más prósperos. Justo debajo de nosotros están Colombia, Indonesia, Ucrania, Azerbaiyán y Ecuador, en tanto que los cinco países que aparecen inmediatamente por arriba de México son Kirguistán —un Estado creado en 1991 y que acaba de transitar por una revolución en 2010—, Macedonia —un pequeño país balcánico sin salida al mar—, Belice —con un territorio más chico que Tabasco, que se independizó del Reino Unido en 1981—, Bielorrusia y Jamaica. Vista nuestra situación en el contexto del continente americano el panorama no alienta, por el contrario: además de Canadá (lugar 6) y de Estados Unidos (11), reportan mejores índices de prosperidad Uruguay (32), Chile (33), Costa Rica (34), Trinidad y Tobago (43), Panamá (46), Argentina (47), Brasil (54), Jamaica (62) y Belice (64).

En el subíndice de Economía es en el que México aparece mejor colocado. Desafortunadamente, lo anterior no implica una mejoría; en este renglón, como en casi todos, también nos despeñamos: el año pasado nos situábamos en el lugar 34 y ahora, con todo y reformas, en el 42. Este descenso se explica fácilmente: si a la economía mundial no le ha ido bien, a nosotros nos ha ido peor: mientras que el crecimiento anual del PIB per cápita durante los últimos cinco años fue de 1.7% en promedio para las 142 economías consideradas, esta misma variable asciende a sólo 0.6% en el caso mexicano. El declive también es notorio en Iniciativa y Oportunidades Empresariales: del sitio 69 en 2012 al 81 en 2015.

No sorprenderá a nadie que en el subíndice en el cual nos encontramos peor calificados es en el de Seguridad, en el cual ocupamos el sitio 103, peor calificados que naciones como Nigeria, Israel —un país prácticamente en guerra—, Camboya y Líbano. En materia de Gobernanza tampoco hay avances: en un año México descendió del escaño 59 al 61, de modo que quedamos a la zaga de Ruanda (48) y del Reino Hachemita de Jordania (57). En Educación —para muchos el único resorte que podría sacarnos de la barranca— tenemos peores notas que la República Dominicana (79), Ecuador (67) e Irán (65), ya que nos localizamos en el puesto 87; lo cual que significa que las malas calificaciones cada vez son peores: en 2014, 2013 y 2012 ocupábamos los lugares 85, 82 y 78, respectivamente. En el subíndice de Salud, de 2012 al 2015 México ha descendido 14 peldaños, del 52 al 66. ¿Y el Capital Social? Pues también perdiendo terreno: en 2012 nos hallábamos en el sitio 63 y en 2015 en el 74. Por último, en el subíndice de Libertad Personal ocupamos el puesto 68, con lo que aparecemos debajo de países como Uganda, Kenia y Botsuana.

La palabra prosperidad se reconoce en nuestro idioma desde su diccionario fundacional (1495), y proviene del latín prosperĭtas, -ātis, una forma verbal de prospěrus, “salir bien”, “ser feliz”. En su primera acepción significa “curso favorable de las cosas”. Qué poca prosperidad la nuestra.

Country profile


Mexico


lunes, 23 de noviembre de 2015

Mexicano, el perro

... ¿conoces a mi perro? Es genial. Se llama Mexicano, porque es un perro mexicano, citadino y de la colonia Del Valle, ¿qué más puede pedir un can? Es flojísimo y toda la cosa, devora un kilo y medio de aguayón diario, se lo cocinan las miaus con ajo, cebollas y trozos de zanahoria. Toda la mañana se tira en el jardín a descansar la onda, las moscas le revolotean y Mexicano como si nada...

Habla Queta Johonson. en De Perfil (1966), de José Agustín (1944). 

sábado, 21 de noviembre de 2015

La mayoría satisfecha

Como un filón de fango, una especie de bienestar atrofiante, embrutecedor, se ha ido extendiendo por todo el mundo industrializado occidental. Los países que conforman dicho bloque son gobernados ya no por una élite, como antaño, sino por una mayoría satisfecha. Eso pensó y eso sostuvo John Kenneth Galbraith (1908-2006) —economista nacido en Canadá y luego nacionalizado estadounidense— en su ensayo The Culture of Contentment (1992). El panorama que esboza no corresponde hoy día únicamente a las naciones del primer mundo; me parece incluso que lo que hoy no pasa en México bien puede entenderse echando mano del concepto elaborado por Galbraith: la cultura de la satisfacción.

La mayoría satisfecha “gobierna bajo el cómodo abrigo de la democracia, una democracia en la que no participan los menos afortunados”. De ahí que la Mayoría Electoral Satisfecha no sea mayoritaria: en ella no participa la mayoría de la población, sino sólo los afortunados económica y socialmente. No se trata de la mayoría de todos los ciudadanos, sino de los que efectivamente acuden a votar a las urnas. ¿Quiénes integran la Mayoría Satisfecha? Por supuesto, las clases altas, “las personas que dirigen las grandes empresas financieras e industriales y los mandos medios y superiores, los hombres y mujeres de los negocios independientes”, pero también incluye “a los empleados subalternos cuyos ingresos estén más o menos garantizados”. Además, claro, buena parte de los estratos medios urbanos: “también incluye a la importante población (abogados, médicos, ingenieros, científicos, contables y muchos otros, sin excluir a periodistas y profesores) que forman la moderna clase profesional”, a la cual endosaría yo, en el caso mexicano, a toda la burocracia. Y aquí no acaba el recuento, John Kenneth Galbraith considera también “un número apreciable, aunque decreciente, de quienes eran llamados en otros tiempos proletarios, los individuos con oficios diversos cuyos salarios se ven… complementados por los de una esposa diligente”. Toda esta gente vive, o sobrevive si se quiere, en ámbitos con cierta seguridad y con márgenes de comodidad que no están dispuestos a poner en riesgo. Esto no significa que no quieran mejorar, tener más, consolidarse, trepar socialmente. “Tampoco significa que por estar satisfechos se estén callados. Pueden estar… muy enfadados y expresivos respecto a lo que parece perturbar su estado de autosatisfacción”. Es más, la Mayoría Satisfecha jamás está del todo satisfecha: su situación afortunada no se traduce en “la ausencia de una constante aspiración personal, ni la unanimidad de la opinión política. A muchos que les va bien, quieren que les vaya mejor. Muchos que tienen suficiente, desean tener más. Muchos que viven con desahogo, se oponen enérgicamente a lo que pueda poner en peligro su comodidad”.

En nuestro país, la Mayoría Electoral Satisfecha sufre de insatisfacción crónica, aunque, paradójicamente, se declare… ¡satisfecha! Échele usted nada más un ojo a los datos duros: los resultados del módulo de bienestar autorreportado —que el INEGI levanta trimestralmente junto con la Encuesta Nacional sobre Confianza del Consumidor— muestran que la población adulta urbana en México, al menos de julio de 2013 a julio de este año, se dice bastante satisfecha. En una escala de 0 a 10 —donde 0 sería total insatisfacción y 10 total satisfacción—, el promedio de satisfacción con su vida si bien no pasa de 8.2, no baja de 7.8. 

Cuatro son las principales características de los Satisfechos según John Kenneth Galbraith:
1) “la primera…, y la más generalizada… es su afirmación de que los que la componen están recibiendo lo que se merecen en justicia. Lo que sus miembros individuales aspiran a tener y disfrutar es producto de su esfuerzo, su inteligencia y su virtud personales”. La creencia anterior incluso cuando los beneficios de los que se gozan son producto evidente de la suerte: “la buena fortuna se gana o es recompensa al mérito y, en consecuencia, la equidad no justifica ninguna actuación que la menoscabe o que reduzca lo que se disfruta o podría disfrutarse”.

2) Los Satisfechos muestran una misma postura respecto al futuro: “sintetizando al máximo, siempre prefiere la no actuación gubernamental, aun a riesgo de que las consecuencias pudieran ser alarmantes a largo plazo. La razón es bastante evidente. El largo plazo puede no llegar…” Lo que tengo lo merezco, quiero más y lo quiero ahora, cuanto antes.

3) Los Satisfechos comparten una “visión sumamente selectiva del papel del Estado. Hablando vulgar y superficialmente, el Estado es visto como una carga…”
4) La última característica “es la tolerancia que muestran los satisfechos respecto a las grandes diferencias de ingresos”. Total, siempre ha habido pobres…, ¡pobrecitos!
Entonces, ¿no subsiste nada de misericordia? Quiero creer que todavía quedan personas entre las clases media y alta que experimentan auténtica compasión hacia la gente pobre. John Kenneth Galbraith también lo cree así: “hay una minoría, nada pequeña en cuanto a número, a la que le preocupa, por encima de su satisfacción personal, la situación de los que no participan del relativo bienestar… El idealismo y la previsión no han muerto; por el contrario, su expresión es la forma más acreditada de discurso social. Aunque el interés propio actúe a menudo… bajo una cobertura formal de preocupación social, gran parte de la preocupación social tiene una motivación auténtica y generosa”. Esa inquietud genuina se presenta en apenas un grupúsculo de la Mayoría Satisfecha —“manifestarán simpatías por los marginados y preocupación por el futuro, con frecuencia desde posiciones de relativo bienestar personal…”—, de tal suerte que nunca alcanzará a motivar cambios sustanciales.

Satisfechos…, y no pasa nada.

viernes, 13 de noviembre de 2015

La disparidad de la fortuna

Los animales que ocupan la cúspide de la cadena alimenticia de este planeta somos nosotros. Luego de unos 200 mil años de haber surgido de complejos y azarosos procesos evolutivos, desde hace alrededor de 10 mil años, somos la única especie humana que perdura; todas las demás se extinguieron. En términos de selección natural de las especies, el éxito de los homo sapiens resulta aplastante: con una población total de casi 7.4 mil millones y un peso promedio de 63 kilogramos por persona, hoy la Tierra aloja unos 500 millones de toneladas de materia humana viva. 

No sabemos prácticamente nada acerca de la mayor parte nuestra existencia: después de sobrevivir en África a lo largo de unos 130 mil años, el Homo sapiens comenzó a invadir el orbe; después tuvieron que pasar 60 mil años para que desarrolláramos las habilidades e instrumentos necesarios para guardar la memoria colectiva que llamamos Historia. De unos 12 mil años para acá, dos de las tendencias que se han afianzado en el comportamiento de los humanos son un aumento exponencial en la capacidad de producir satisfactores y la concentración de la riqueza. Un estudio de Oxfam revela que el año pasado 85 humanos eran dueños de la misma riqueza que en su conjunto poseía la mitad más pobre de la Humanidad, (más de 3 mil 500 millones de personas). Para enero de 2015, ya eran menos: los 80 más ricos del mundo acaparan la misma riqueza con la que sobrevive el 50% de la población mundial menos acaudalada. En otras palabras, cada uno de los 80 hombres más ricos del mundo acumula en promedio la riqueza que juntos podrían acumular poco más de 45 millones de los más menesterosos. Y sin embargo, el economista John Kenneth Galbraith considera que antes los favorecidos era menos y hoy son más: “en el pasado, los afortunados económica y socialmente eran… una pequeña minoría, un pequeño grupo que dominaba y gobernaba. Hoy representan una mayoría…” (La cultura de la satisfacción, 1992). La contradicción con lo antes dicho no es flagrante; es sólo aparente.

Como nunca antes en la historia, la producción de satisfactores permite atender las necesidades de una proporción cada vez mayor de la población, por lo demás, un contingente en crecimiento desorbitado. Ello no obedece a una creciente distribución equitativa, sino sencillamente a que cada vez producimos más y quedan más excedentes. Una condición inédita: “Por primera vez en la historia humana, la oferta empezó a superar la demanda” , explica Yuval Noah Harari (De animales a dioses). “La economía humana ha conseguido crecer en forma exponencial a lo largo de la era moderna, únicamente gracias al hecho de que los científicos dan con otro descubrimiento o artilugio cada pocos años…” Así las cosas, hoy la pobreza no tiene otra explicación que la desigualdad. A pesar de que conforme pasa el tiempo aumenta la participación relativa de las personas que tienen acceso a los satisfactores básicos, cada vez un grupo más y más reducido de individuos poseen más y más riqueza, y las diferencias se abisman. “Nuestro mundo moderno reciente se enorgullece de reconocer, por primera vez en la historia, la igualdad básica de todos los humanos, pero puede estar a punto de crear la más desigual de todas las sociedades”.

Actualmente, en algunos países, a la salvaje concentración de la riqueza hay que agregar un crecimiento insuficiente de la economía, ecuación que necesariamente arroja un incremento absoluto de los pobres. Aquí enfrentamos dicha situación: México “está inmerso en un ciclo vicioso de desigualdad, falta de crecimiento económico y pobreza” (Gerardo Esquivel Hernández, Desigualdad extrema en México. Oxfam, 2015). Mexicano es uno de los seres humanos más ricos del planeta —incluso ha sido el más rico de todos—, Carlos Slim, quien comparte ciudadanía con 53.3 millones de personas que viven en la pobreza, de los cuales, más de 23 millones no pueden adquirir una canasta básica —algo así como toda la gente que vive en la Zona Metropolitana del Valle de México—. Y, claro, todo sigue moviéndose en la misma dirección: “mientras el PIB per cápita crece a menos del 1% anual, la fortuna de los 16 mexicanos más ricos se multiplica por cinco”. También en México se aprecian los fenómenos contradictorios: de mediados de los años 90 al 2010, “ha crecido el ingreso per cápita, pero se han estancado las tasas de pobreza”. ¿Por qué? “Porque el crecimiento se concentra en las esferas más altas de la distribución”. Así, de acuerdo al Global Wealth Report 2014, el 10% más rico de México concentra poco más de dos terceras partes (64.4%) de toda la riqueza del país.  De acuerdo a los resultados más recientes de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (INEGI), en el lapso que va del segundo trimestre del año pasado al mismo período de 2015, la cantidad de trabajadores que gana hasta un salario mínimo (no más de 2 mil 110 pesos mensuales) aumentó en 399 mil 102: eran 6 millones 488 mil, y ahora ascienden a 6 millones 887 mil personas. En la punta de la pirámide, la riqueza día día se concentra en menos personas: “El número de multimillonarios en México, no ha crecido mucho en los últimos años. Al día de hoy son sólo 16. Lo que sí ha aumentado es… la magnitud de sus riquezas. En 1996 equivalían a 25,600 millones de dólares; hoy esa cifra es de 142, 900 millones de dólares”.
Vamos todos trepados en la disparidad de la fortuna.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Partida arreglada

Sabio y embustero, Mark Twain afirma en su novela A Horse's Tale (1907) que el mismísimo padre de la historiografía, Heródoto de Halicarnaso (c. 484 -425 a.C.), sentenció lo siguiente: “Muy pocas cosas pasan en el momento adecuado y el resto sencillamente no suceden jamás. El historiador consciente corregirá tales defectos”. El griego jamás dijo eso, lo cual no le quita un ápice de razón a Twain.

La Historia suele ofrecer sólidos discursos que demuestran que la historia sucedió como sucedió porque así tenía que suceder: los hechos ocurrieron así, precisamente ahí y justo entonces porque las condiciones históricas estaban dadas, porque los protagonistas llegaron todos puntuales, porque todo se encaminaba hacia ello; puesto que a entonces b y luego necesariamente c…, las cosas ocurren por algo y todo tiene un orden. Por eso, los historiadores son expertos creadores de narrativas, especializados en revelar el sentido de lo que acaeció en el pasado. El caótico acontecer se vuelve historia cuando alguien logra convencernos de que determinados eventos son significativos, el principio o el final de algo mayor o más profundo. De todas las historias posibles, la Historia que regularmente se impone es la versión que los ganadores tienen de lo acontecido, un relato en el que, claro, se demuestra que quienes triunfaron tenían que resultar vencedores, porque era lo lógico, lo justo, porque tenían la razón de su parte, porque así tenía que ser. 

En una escala menor ocurre algo similar: la gente a la que le va bien en la vida acostumbra entender su situación exitosa como consecuencia lógica de su propia historia, la cual, but of course, es coherente con quienes ellos son. El economista canadiense John Kenneth Galbraith (1908-2006) lo establece así en su libro La cultura de la satisfacción (Emecé editores, 1992): “… las personas y comunidades favorecidas por su posición económica, social y política, atribuyen virtudes sociales y permanencia política a aquello de lo que disfrutan”. Más incluso y expresado en pocas palabras: en general, las personas ricas creen que lo son porque merecen serlo. “Esta atribución se reivindica incluso ante la abrumadora evidencia en sentido contrario”. Y para abajo las cosas se explican igual: los pobres son pobres porque han actuado como pobres. 

En 2013, un grupo de psicólogos sociales realizó un experimento en la Universidad de California en Berkeley. Se organizaron más de un ciento de partidas de Monopoly entre igual número de dúos, formados por personas escogidas aleatoriamente, quienes no se conocían entre sí. Como bien se sabe, conseguir la victoria en dicho juego de mesa —quebrar al oponente y quedarse con todo el dinero y propiedades— depende de una combinación de habilidad, talento y mucha suerte. Sin embargo, las partidas que organizaron los investigadores de Berkeley estaban arregladas: al azar, en cada caso se seleccionó a uno de los dos jugadores, a quien se le daba, de inicio, el doble de dinero, al pasar por la casilla Go se le otorgaba también el doble y, además, se le permitía realizar dos jugadas por cada una que hiciera su oponente. Let’s play! Cámaras ocultas testimoniaron lo sucedido y el comportamiento de las personas. Paul Piff, quien dirigió el experimento, comenta que muy pronto comenzaron mostrarse diferencias notables entre los participantes: desde las primeras tiradas, los jugadores ricos comenzaron a mover su ficha toscamente, incluso azotando el tablero, a comentar jactanciosamente sus decisiones y a celebrar ostentosamente sus avances. Conforme fueron avanzando las partidas, uno de los patrones más dramáticos que pudieron observarse fue que los jugadores ricos iban mostrándose cada vez con más rudeza y fanfarronería. Luego de un cuarto de hora de jugar en dichas condiciones, se les pidió a los participantes que comentaran su experiencia. Al cuestionar a los jugadores ricos por qué habían ganado, todos ellos hablaron sobre lo que habían hecho, explicaron las estrategias que habían desplegado, justipreciaron las decisiones que habían tomado, en fin… El caso es que nunca mencionaron el motivo evidente, el hecho de que habían jugado con enormes ventajas, desde el inicio y durante toda la partida. En efecto, la mente tiende a justificar las ventajas, a disfrazarlas de preeminencias. Este y otros experimentos semejantes se han realizado durante casi una década en Berkeley y pretenden servir de alegorías respecto a lo que ocurre en la dinámica socioeconómica. Paul Piff asegura que a partir de tales ejercicios experimentales puede concluirse que entre más alta es la posición en la jerarquía socioeconómica, menores son los sentimientos de empatía y compasión, y más fuertes son el aprecio por el interés propio y las ideologías de merecimiento. Entre más dinero tiene la gente, más propensa es a predicar sobre lo ético que resulta la competencia y lo justificable que puede ser la codicia. Para el exitoso, el éxito generalmente se asume como meritorio.

En efecto, “las creencias de los privilegiados se ponen al servicio de la causa de la satisfacción continua y se acomodan de modo similar las ideas económicas y políticas del momento”. Por ello, explica, John Kenneth Galbraith “existe un ávido mercado político para lo que complace y tranquiliza”. En efecto, el programa más atractivo para quienes se sienten cómodos, aunque vociferen quejas y se desgañiten en reclamos, cabe en un infinitivo: mantenerse. El círculo se cierra: “El conservador moderno”, establece el propio Galbraith, “se dedica a uno de los ejercicios más antiguos del hombre en el campo de la filosofía moral: la búsqueda de una justificación moral superior para el egoísmo”.