La Historia suele ofrecer sólidos discursos que demuestran que la historia sucedió como sucedió porque así tenía que suceder: los hechos ocurrieron así, precisamente ahí y justo entonces porque las condiciones históricas estaban dadas, porque los protagonistas llegaron todos puntuales, porque todo se encaminaba hacia ello; puesto que a entonces b y luego necesariamente c…, las cosas ocurren por algo y todo tiene un orden. Por eso, los historiadores son expertos creadores de narrativas, especializados en revelar el sentido de lo que acaeció en el pasado. El caótico acontecer se vuelve historia cuando alguien logra convencernos de que determinados eventos son significativos, el principio o el final de algo mayor o más profundo. De todas las historias posibles, la Historia que regularmente se impone es la versión que los ganadores tienen de lo acontecido, un relato en el que, claro, se demuestra que quienes triunfaron tenían que resultar vencedores, porque era lo lógico, lo justo, porque tenían la razón de su parte, porque así tenía que ser.
En una escala menor ocurre algo similar: la gente a la que le va bien en la vida acostumbra entender su situación exitosa como consecuencia lógica de su propia historia, la cual, but of course, es coherente con quienes ellos son. El economista canadiense John Kenneth Galbraith (1908-2006) lo establece así en su libro La cultura de la satisfacción (Emecé editores, 1992): “… las personas y comunidades favorecidas por su posición económica, social y política, atribuyen virtudes sociales y permanencia política a aquello de lo que disfrutan”. Más incluso y expresado en pocas palabras: en general, las personas ricas creen que lo son porque merecen serlo. “Esta atribución se reivindica incluso ante la abrumadora evidencia en sentido contrario”. Y para abajo las cosas se explican igual: los pobres son pobres porque han actuado como pobres.
En 2013, un grupo de psicólogos sociales realizó un experimento en la Universidad de California en Berkeley. Se organizaron más de un ciento de partidas de Monopoly entre igual número de dúos, formados por personas escogidas aleatoriamente, quienes no se conocían entre sí. Como bien se sabe, conseguir la victoria en dicho juego de mesa —quebrar al oponente y quedarse con todo el dinero y propiedades— depende de una combinación de habilidad, talento y mucha suerte. Sin embargo, las partidas que organizaron los investigadores de Berkeley estaban arregladas: al azar, en cada caso se seleccionó a uno de los dos jugadores, a quien se le daba, de inicio, el doble de dinero, al pasar por la casilla Go se le otorgaba también el doble y, además, se le permitía realizar dos jugadas por cada una que hiciera su oponente. Let’s play! Cámaras ocultas testimoniaron lo sucedido y el comportamiento de las personas. Paul Piff, quien dirigió el experimento, comenta que muy pronto comenzaron mostrarse diferencias notables entre los participantes: desde las primeras tiradas, los jugadores ricos comenzaron a mover su ficha toscamente, incluso azotando el tablero, a comentar jactanciosamente sus decisiones y a celebrar ostentosamente sus avances. Conforme fueron avanzando las partidas, uno de los patrones más dramáticos que pudieron observarse fue que los jugadores ricos iban mostrándose cada vez con más rudeza y fanfarronería. Luego de un cuarto de hora de jugar en dichas condiciones, se les pidió a los participantes que comentaran su experiencia. Al cuestionar a los jugadores ricos por qué habían ganado, todos ellos hablaron sobre lo que habían hecho, explicaron las estrategias que habían desplegado, justipreciaron las decisiones que habían tomado, en fin… El caso es que nunca mencionaron el motivo evidente, el hecho de que habían jugado con enormes ventajas, desde el inicio y durante toda la partida. En efecto, la mente tiende a justificar las ventajas, a disfrazarlas de preeminencias. Este y otros experimentos semejantes se han realizado durante casi una década en Berkeley y pretenden servir de alegorías respecto a lo que ocurre en la dinámica socioeconómica. Paul Piff asegura que a partir de tales ejercicios experimentales puede concluirse que entre más alta es la posición en la jerarquía socioeconómica, menores son los sentimientos de empatía y compasión, y más fuertes son el aprecio por el interés propio y las ideologías de merecimiento. Entre más dinero tiene la gente, más propensa es a predicar sobre lo ético que resulta la competencia y lo justificable que puede ser la codicia. Para el exitoso, el éxito generalmente se asume como meritorio.
En efecto, “las creencias de los privilegiados se ponen al servicio de la causa de la satisfacción continua y se acomodan de modo similar las ideas económicas y políticas del momento”. Por ello, explica, John Kenneth Galbraith “existe un ávido mercado político para lo que complace y tranquiliza”. En efecto, el programa más atractivo para quienes se sienten cómodos, aunque vociferen quejas y se desgañiten en reclamos, cabe en un infinitivo: mantenerse. El círculo se cierra: “El conservador moderno”, establece el propio Galbraith, “se dedica a uno de los ejercicios más antiguos del hombre en el campo de la filosofía moral: la búsqueda de una justificación moral superior para el egoísmo”.
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