Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.
sábado, 30 de julio de 2016
sábado, 23 de julio de 2016
Paniaguados
Como cada día es más y más sumiso, lambiscón y fullero, desde hace mucho que no abro el Excélsior si no es para leer un par de columnas: “¿Qué me pongo?”, de Marcelino Perelló, y “La República de las letras”, de Humberto Musacchio. El jueves de la semana pasada, Musacchio empleó una curiosa palabrita: paniaguado. Luego de recordar en el párrafo inicial de su texto que Carlos Salinas “impuso como candidato priísta a un pequeño tecnócrata” —se refiere, claro, al único egresado del IPN que ha llegado a Los Pinos—, “individuo que traicionó a su benefactor y le hizo la vida imposible para acabar entregándole la Presidencia de la República al PAN o, más bien, a un bárbaro” —se refiere, obvio, al único empleado de la Coca Cola que ha llegado a Los Pinos—, elucubra y continúa el relato: “La lección fue que el presidente en turno ya no debía elegir sucesor, y que hacerlo tenía un altísimo costo. Vicente Fox quiso imponer a uno de sus paniaguados y no pudo”. Dada la temática, más de uno podría irse con la finta y dar por bueno el supuesto de que un paniaguado podría ser algo así como un miembro aguachinado del Partido Acción Nacional, como decir un panista muy tibio… Pero no, no es así…
La palabra paniaguado existe y no es un neologismo; su primera aparición en un diccionario de nuestro idioma data de 1591 (Bibliothecæ Hispanicæ pars altera). Miguel de Cervantes Saavedra la emplea en Don Quijote de la Mancha; en la segunda parte de la novela, publicada en 1615, hace que Sancho Panza, a medio coloquio, le diga al escudero del Caballero del Bosque:
— No hay camino tan llano, que no tenga algún tropezón o barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuestra merced podré consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío.
Sancho sostiene, pues, que no hay vida que transcurra sin sobresaltos y uno que otro problema, y después, con aquel viejo refrán de las habas y las calderadas, afirma que si bien todos sufrimos determinadas penas, las suyas son las más graves. ¿Por qué? Se explica enseguida al decir que “más acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción”, esto es, que más acompañantes y sirvientes hay para los locos que para los cuerdos, situación que a ambos padecen siendo como son escuderos de dos chalados. Aunque eso sí, no cualquier tipo de sirviente, sino uno de muchas confianzas, o como hoy se dice todavía en México respecto a algunas trabajadoras domésticas, alguien como de la familia. Se constata aquí que durante el Siglo de Oro español paniaguado no sólo se refería a un “criado o dependiente, alimentado en la casa del amo”, sino que también tenía un sentido amplio de “familiar, amigo íntimo, alimentado en la casa de uno como un criado o un hijo”. Justo así lo consignaría el Diccionario de Autoridades (1737), al establecer commensalis y familiaris como las plabras latinas en que puede expresarse paniaguado.
Y la voz sigue viva, no es un anacronismo: en su edición actual, el diccionario de la Real Academia señala dos acepciones; a saber:
1. m. y f. Persona que servía en una casa y recibía del dueño de ella habitación, alimento y salario. Era u. t. c. adj.2. m. y f. despect. Persona allegada a otra y favorecida por ella. U. t. c. adj.
En ambos casos, un paniaguado o una paniaguada es una persona a quien alguien más paniaguó o está paniaguando, porque, tal y como suena, paniaguar significó “alimentar, dar el agua y el pan”. ¿Y a quién se encarga de alimentar uno, aunque sea a pan y agua? Pues a la prole y a los sirvientes, por supuesto, pero también a los secuaces. La segunda acepción, como se observa, es despectiva, esto es “que incluye menosprecio en su significado”. Apuesto que tal es el sentido con que Humberto Musacchio la usa en su texto.
Pienso que la palabrita es rica en contenido y deberíamos echar mano de ella. Lo primero que me vine a la cabeza es que precisamente ahí radica uno de los vicios más execrables de la forma en que se estructura no sólo de la jerarquía política sino también la burocracia de nuestro país: por supuesto, no se trata de una meritocracia —la forma de gobierno basada en el mérito— sino de una paniaguadocracia. Los puestos se otorgan a los criados que son de todas las confianzas, a los allegados, a los que se les tiene a pan y agua, maiciados, centaveados… Cliens domesticus.
Pokémon Go
La semana pasada decía que a Foucault murió antes de Internet, “la heterotopía omnipresente, el maravilloso compendio de artilugios que permiten hoy autodeportarse del espacio y tiempo reales, y cancelar la relación directa con el aquí y el ahora”. Cuando escribí esto no tenía noticia alguna del dichoso Pokémon Go. Lo que hoy vemos como un juego bastante estúpido está montado en la poderosa tecnología que posibilita implantar entes virtuales en la realidad concreta por medio de dispositivos, e interactuar con ellos. Esto, estoy seguro, modificará aun más drásticamente nada más dos cuestiones: 1) nuestra relación con el tiempo y el espacio, y 2) nuestra naturaleza.
sábado, 16 de julio de 2016
Utopía versus heterotopía
Qué tal si deliramos por un ratito
qué tal si clavamos los ojos más allá de la infamia
para adivinar otro mundo posible.
La utopía, Eduardo Galeano.
Un londinense inconformista que moriría decapitado publicó hace exactamente 500 años un libro que forma parte de los cimientos de la Modernidad. Me refiero a Thomas More (1478-1535), un hombre tan protagónico del humanismo renacentista como su amigo Geert Geertsen, a quien nadie recuerda con ese nombre, pero qué tal con el alias latino que él mismo se puso, Desiderius Erasmus Roterodamus (1466-1536). Thomas More, o Tomás Moro —quien sería canonizado en 1935 y, años más tarde, proclamado por el papa Juan Pablo II santo patrono de los políticos y los gobernantes—, escribió Libellus vere aureus, nec minus salutaris quam festivus, de optimo rei publicae statu deque nova insula Utopia, que bien podemos traducir del latín en los siguientes términos: Un librito de oro, verdadero y no menos beneficioso que el entretenimiento, acerca del estado óptimo de una república en la nueva isla de Utopía. La obra vino a conferir nombre a toda una estirpe de reflexiones sobre la organización de la vida humana, el género utópico, caracterizado por la yuxtaposición de crítica sociopolítica de la sociedad presente y la propuesta de un modelo alternativo, ideal, para superar en el futuro todos los desperfectos. Sólo un inconformista, un tipo que discrepa con la manera en la que está organizado su mundo, puede producir un discurso así. El inconformismo es una actitud típicamente moderna. No sólo se trata de una posición hostil hacia el orden establecido, es además una disposición constante hacia el cambio, hacia lo inédito —en el Renacimiento, el espíritu moderno se enamoró de la Antigüedad clásica en la medida en que resultaba novedosa—. El aquí y el ahora, el presente, sólo son buenos en tanto tránsito hacia el allá y el futuro: “el concepto profano de época moderna expresa la convicción de que el futuro ha empezado ya: significa la época que vive orientada hacia el futuro, que se ha abierto a lo nuevo”, explica Jürgen Habermas (El discurso filosófico de la modernidad), y líneas más abajo recupera a Hegel: “La frivolidad y aburrimiento que desgarran lo existente, la añoranza indeterminada de algo desconocido, son dos mensajeros de que algo nuevo se aproxima”. Hermosa manera de expresarlo, “la añoranza indeterminada de algo desconocido”…, la nostalgia con puede vivirse la esperanza.
Como bien se sabe, utopía, el neologismo ideado por Tomás Moro —el privativo griego “u” ligado al latín “topos”, lugar—, significa “lugar que no existe”; una utopía es un sitio no es, que no existe más que en el deseo, y justo ahí radica su utilidad, o como el poeta uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) lo expresa: “Ella está en el horizonte. / Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. / Camino diez pasos y el horizonte corre diez pasos más allá. / Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. / ¿Para qué sirve la utopía? / Para eso sirve: para caminar.” Por supuesto, el utopista es un soñador, pero uno que se permite imaginar a partir de una postura crítica: el utopista requiere de una mirada atenta hacia su actualidad, necesita estar bien despierto para soñar.
La sobrevivencia a lo largo de todo el devenir del ser humano —que se mide en cientos de miles de años, dos para precisarlo—, ha dependido fundamentalmente de estar despierto, muy al pendiente del aquí y el ahora. Algo así como el 95% de nuestra existencia como especie fuimos cazadores-recolectores. Encontrar qué comer y evitar ser devorados requería constantemente toda nuestra atención: qué se escucha, a qué huele, por qué todas la aves están volando hacia el norte… Si el pensamiento mítico nos ha acompañado desde los albores de la humanidad, siempre hemos dedicado tiempo a fantasear, pero antes de la época moderna nadie habría podido sobrevivir como hoy día lo hacemos la mayoría de las personas, esto es, casi siempre desfasados del gerundio, de lo que está ocurriendo. El novio y la novio que se abrazan mientras cada quien está revisando lo que va apareciendo en el muro de su Facebook. La familia que cena mirando en el noticiario de la televisión las imágenes de la catástrofe natural del día anterior. El oficinista que atiende una llamada telefónica mientras teclea un correo electrónico.
El filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) acuñó la palabra heterotopía. La primera vez que la empleó fue en el prefacio de Las palabras y las cosas (1966), en contraposición a utopía. Luego, en una conferencia (Espacios otros, 1967) desarrolló el concepto: “lugares reales, lugares efectivos, lugares dibujados en la institución misma de la sociedad y que son especies de contraemplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas donde los emplazamientos reales, todos los demás emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de la cultura están a la vez representados, contestados e invertidos; lugares que, estando fuera de todos los lugares son, sin embargo, efectivamente localizables”. Una heterotopía “tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real varios espacios, varios emplazamientos, incompatibles entre sí”. Espacios diferentes, y también tiempos distintos al que se desarrolla en se enclava, heterocronías. Entre los ejemplos que ofrece Foucault están los teatros y los cines, sitios en los que se encapsulan otros muchos lugares. La vida no le alcanzó a ver el surgimiento de internet, la heterotopía omnipresente, el maravilloso compendio de artilugios que permiten hoy autodeportarse del espacio y tiempo reales y cancelar la relación directa con el aquí y el ahora. La utopía va perdiendo terreno.
lunes, 11 de julio de 2016
sábado, 9 de julio de 2016
México: el uso ilegítimo de la violencia
Dos dedos de frente y un puñado de datos duros son suficientes para darse cuenta de que la dinámica del mundo indubitablemente enfila hacia un maremágnum de calamidades. Así que no nos hagamos: ser pesimista hoy no tiene ningún mérito. El chiste está en aceptarlo, primero, y luego en no evadirse. Eso, ya no cualquiera, porque el pesimismo no suele ser mudo —un pesimista reservado es una aberración—, y en medio del desastre nadie resulta más odioso que quienes se dedican a relatar la desventura colectiva. Por eso, pese a lo que cotidianamente nos espeta la realidad, la mayoría prefiere declararse optimista. La evidencia dicta: nos está llevando el diablo, pero la gente sonríe y suspira: Nos va a ir mejor, hay que echarle ganas…
El pensador florentino Giovanni Sartori (1924) no tiene un pelo de optimista. Confiesa que su más reciente libro —ojalá que no sea el último—, se iba a llamar Carrera hacia la ruina. Se trata una antología de ensayos descaradamente pesimistas pero bien intencionados —“el pesimismo es peligroso si nos lleva o induce a la rendición; pero el mal lo hace el optimismo o el ‘tranquilismo’ que conducen a no hacer nada”—, que terminó por titularse La carrera hacia ningún lugar. Diez lecciones sobre nuestra sociedad en peligro (Taurus, 2016). En el segundo texto, en el que despotrica contra la noción marxista de revolución violenta, Sartori subraya una estupidez que, en la medida en la que se ha generalizado, nos ha perjudicado: tomar por buena la definición de Estado como el detentor del monopolio de la violencia. Botón de-muestra: a lo largo de toda la semana pasada, en la página inicial del sitio web de Milenio, se pudo leer una pregunta tramposa bajo el pórtico de su tribuna: “¿Cómo debe ejercer la violencia el Estado?” El cuestionamiento da por sentado que no hay alternativa: tejones porque no hay liebres, y luego en el texto de presentación se resalta la fatalidad: “Lo sabemos desde siempre: estamos en el país en donde la policía le regresa las pedradas a los manifestantes o los remata a patadas en el piso…” De nuevo: la ley de Herodes, o te chingas o te jodes, “desde siempre”.
Para empezar, Sartori sostiene que la alabanza de la violencia no es una concepción arquetípica ni tradicional, ni siquiera con raíces profundas; recuerda que incluso su paisano Maquiavelo pensaba que sólo en determinadas circunstancias hay que usarla, pero como un mal necesario, jamás como un bien. “Que la historia ruge de violencia y de sangre es desgraciadamente cierto. Pero el elogio de la violencia, la idea de que la violencia es no sólo necesaria sino también redentora no es anterior a las Reflexiones sobre la violencia de Georges Sorel”. Se refiere al libro publicado apenas en 1908 por el sindicalista francés Georges Eugène Sorel (1847-1922), en el que se defendía la tesis de que la única vía que tenía el proletariado para ganar la lucha de clases era una revolución violenta y catastrófica.
La noción de violencia positiva se propagó a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Luego, durante los años sesenta y setenta, los conceptos de fuerza y violencia se fueron igualando: “para nublar la distinción, se empezó traduciendo mal, o comprendiendo mal, a Max Weber. Su conocidísima definición del Estado lo convierte en el ‘monopolio del uso legítimo de la fuerza física’. Admitamos que la traducción puede ser también ‘monopolio del uso legítimo de la violencia’. Aun así, ¿cómo ignorar la calificación de ‘uso legítimo’? Uso legítimo es subordinación de la fuerza y/o de la violencia al Estado de derecho y a la judicialización de la política”. Valga aquí una explicación con peras y manzanas: ni desaparecer jóvenes ni matar manifestantes a balazos califica como uso legítimo de la fuerza física… Ahora bien, la diferenciación entre fuerza y violencia, el punto que el italiano quiere enfatizar, no es formal: “se entiende que la fuerza, o mejor, el uso de la fuerza puede derivar en violencia, pero como el hielo que se disuelve en agua, así también la fuerza que se transforma en violencia se convierte en violencia. Violencia es una forma brutal de hacer daño; la fuerza de por sí, no. La fuerza manda, impone, subordina; la violencia agrede, hiere, destruye. La fuerza es una vis coactiva compatible con el estado de paz; la violencia caracteriza el estado de guerra. El Estado que me impone sus leyes y que, si las violo, me detiene, me lleva a los tribunales y me condena (con procedimientos judiciales concretos) es ‘fuerza’, mientras que el agresor que me pone un cuchillo en la barriga, el asesino que me lincha son ‘violencia’”.
Después de reflexionar con Giovanni Sartori sobre la diferencia entre violencia y fuerza, y después de recordar la definición precisa de Weber del Estado —detentor del monopolio del uso legítimo de la fuerza física—, resultará transparente la atroz situación que vivimos en nuestro país con sólo traer a cuento el título del análisis recién publicado por OpenDemocracy: “Violencia sin justicia en México: la guerra y sus consecuencias”. Escrito por la socióloga Gema Santamaría, es un texto pulcro y certero, de obligada lectura. Enseguida, el núcleo de la ponderación que se plantea acerca del actual momento mexicano: “la guerra desencadenada en México es una guerra civil contra y entre ciudadanos, de consecuencias demoledoras”… ¿Ven? Ser pesimista hoy no tiene ningún mérito.
El pensador florentino Giovanni Sartori (1924) no tiene un pelo de optimista. Confiesa que su más reciente libro —ojalá que no sea el último—, se iba a llamar Carrera hacia la ruina. Se trata una antología de ensayos descaradamente pesimistas pero bien intencionados —“el pesimismo es peligroso si nos lleva o induce a la rendición; pero el mal lo hace el optimismo o el ‘tranquilismo’ que conducen a no hacer nada”—, que terminó por titularse La carrera hacia ningún lugar. Diez lecciones sobre nuestra sociedad en peligro (Taurus, 2016). En el segundo texto, en el que despotrica contra la noción marxista de revolución violenta, Sartori subraya una estupidez que, en la medida en la que se ha generalizado, nos ha perjudicado: tomar por buena la definición de Estado como el detentor del monopolio de la violencia. Botón de-muestra: a lo largo de toda la semana pasada, en la página inicial del sitio web de Milenio, se pudo leer una pregunta tramposa bajo el pórtico de su tribuna: “¿Cómo debe ejercer la violencia el Estado?” El cuestionamiento da por sentado que no hay alternativa: tejones porque no hay liebres, y luego en el texto de presentación se resalta la fatalidad: “Lo sabemos desde siempre: estamos en el país en donde la policía le regresa las pedradas a los manifestantes o los remata a patadas en el piso…” De nuevo: la ley de Herodes, o te chingas o te jodes, “desde siempre”.
Para empezar, Sartori sostiene que la alabanza de la violencia no es una concepción arquetípica ni tradicional, ni siquiera con raíces profundas; recuerda que incluso su paisano Maquiavelo pensaba que sólo en determinadas circunstancias hay que usarla, pero como un mal necesario, jamás como un bien. “Que la historia ruge de violencia y de sangre es desgraciadamente cierto. Pero el elogio de la violencia, la idea de que la violencia es no sólo necesaria sino también redentora no es anterior a las Reflexiones sobre la violencia de Georges Sorel”. Se refiere al libro publicado apenas en 1908 por el sindicalista francés Georges Eugène Sorel (1847-1922), en el que se defendía la tesis de que la única vía que tenía el proletariado para ganar la lucha de clases era una revolución violenta y catastrófica.
La noción de violencia positiva se propagó a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Luego, durante los años sesenta y setenta, los conceptos de fuerza y violencia se fueron igualando: “para nublar la distinción, se empezó traduciendo mal, o comprendiendo mal, a Max Weber. Su conocidísima definición del Estado lo convierte en el ‘monopolio del uso legítimo de la fuerza física’. Admitamos que la traducción puede ser también ‘monopolio del uso legítimo de la violencia’. Aun así, ¿cómo ignorar la calificación de ‘uso legítimo’? Uso legítimo es subordinación de la fuerza y/o de la violencia al Estado de derecho y a la judicialización de la política”. Valga aquí una explicación con peras y manzanas: ni desaparecer jóvenes ni matar manifestantes a balazos califica como uso legítimo de la fuerza física… Ahora bien, la diferenciación entre fuerza y violencia, el punto que el italiano quiere enfatizar, no es formal: “se entiende que la fuerza, o mejor, el uso de la fuerza puede derivar en violencia, pero como el hielo que se disuelve en agua, así también la fuerza que se transforma en violencia se convierte en violencia. Violencia es una forma brutal de hacer daño; la fuerza de por sí, no. La fuerza manda, impone, subordina; la violencia agrede, hiere, destruye. La fuerza es una vis coactiva compatible con el estado de paz; la violencia caracteriza el estado de guerra. El Estado que me impone sus leyes y que, si las violo, me detiene, me lleva a los tribunales y me condena (con procedimientos judiciales concretos) es ‘fuerza’, mientras que el agresor que me pone un cuchillo en la barriga, el asesino que me lincha son ‘violencia’”.
Después de reflexionar con Giovanni Sartori sobre la diferencia entre violencia y fuerza, y después de recordar la definición precisa de Weber del Estado —detentor del monopolio del uso legítimo de la fuerza física—, resultará transparente la atroz situación que vivimos en nuestro país con sólo traer a cuento el título del análisis recién publicado por OpenDemocracy: “Violencia sin justicia en México: la guerra y sus consecuencias”. Escrito por la socióloga Gema Santamaría, es un texto pulcro y certero, de obligada lectura. Enseguida, el núcleo de la ponderación que se plantea acerca del actual momento mexicano: “la guerra desencadenada en México es una guerra civil contra y entre ciudadanos, de consecuencias demoledoras”… ¿Ven? Ser pesimista hoy no tiene ningún mérito.
domingo, 3 de julio de 2016
Vestigios del Paraíso
But words are things, and a small drop of ink,
Falling, like dew, upon a thought produces
That which makes thousands, perhaps millions think.
George Gordon Byron, Don Juan.
Muchos de los intercambios transculturales que ocurrieron en la Antigüedad siguen encapsulados en el vocablo griego παραδεισος (paradeisos), germen, por mediación del latín paradisus, de nuestra palabra paraíso. El origen persa de la voz griega se puede rastrear en la etimología (paradais) y en la historia.
Sabemos bien de la participación de los griegos en el ascenso del Imperio aqueménida (550 a.C. – 331 a.C.), no sólo como aguerridos mercenarios, también con su arte y brega en la edificación de las ciudades persas: “arquitectos, escultores y canteros griegos trabajaron para construir Pasagardas, Susa y Persépolis… Probablemente los griegos recuperaron la palabra paradeisos para indicar el jardín de caza o cercado de estos primeros contactos con la arquitectura y el paisaje iranios” (Arnaldo Momigliano, La sabiduría de los bárbaros. FCE, 1999). No es casual que el registro más antiguo que conservamos de παραδεισος se lo debamos a Jenofonte (c. 430 a.C. – c. 356 a.C.), quien fuera, aunque ni tan cercano ni tan famoso como Platón, discípulo de Sócrates. En Anábasis, Jenofonte cuenta los avatares de la expedición de mercenarios atenienses y tebanos en la sublevación del príncipe Ciro I de Persia (401 a.C.), en la cual él mismo tomó parte. En su paso por Anatolia, las huestes griegas arribaron a Celenas, una “ciudad de Frigia habitada, grande y próspera”, ubicada cerca del nacimiento del río Meandro —hoy Büyük-Menderes, en Turquía—, mismo que desemboca en la bahía de Mileto. Jenofonte relata:
“Allí Ciro tenía un palacio real y un gran paraíso lleno de animales salvajes, que cazaba a caballo cada vez que quería que los caballos y él mismo hicieran ejercicio. Por el medio del paraíso fluye el río Meandro; sus fuentes brotan del palacio real y fluye también a través de la ciudad de Celenas”.El parque cercado era tan grande que allí se pudo pasar revista y censar a los mercenarios, “en total… once mil hoplitas y alrededor de dos mil peltastas” (Anábasis. Edición bilingüe de Cátedra, 1999). He ahí la razón por la cual, en su acepción primitiva, con paradeisos los griegos se referían a los jardines de la nobleza persa, parques cercados con huertos, plantas de ornato y animales para la caza recreativa. Por cierto, huerto y jardín comparten origen. El griego χόρτος, hortos, del cual proviene huerto a través del latín hortus, significa, igual que arcaicamente paradeisos, “lugar cercado”. El vocablo griego dimana de la raíz proto indoeuropea gher, de la cual se derivó el germánico gart, “jardín”. El círculo se cierra: la palabra jardín la tomamos del francés jardin, diminutivo del galo jart/gart, del fráncico gart, del proto germánico gardaz, cuya raíz proto indoeuropea es la misma que la de hortos, gher.
Paraíso, jardín, huerto… La etimología fundamenta la correspondencia semántica. Sin embargo, en el Génesis la palabra paraíso no aparece por ningún lado. La asociación Paraíso–Jardín del Edén se la debemos a los helenos: no se estableció sino hasta la primera traducción de los textos hebreos y arameos del Antiguo Testamento al griego, realizada en Alejandría durante el siglo III a.C.
En la Septuaginta —así llamada en referencia al número de traductores—, tanto paradès —“huerta cercada”— como gan —“jardín” en hebreo antiguo—, pasó al griego como paradeisos. Por ello, cuando Lot mira la llanura del Jordán, “que toda ella era de riego, como el huerto de Jehová” (Génesis 13:10), los traductores de Biblia griega —como lo harían los de la Vulgata en el siglo IV d.C.— en vez del “huerto” se refieren al “paraíso de Jehová”. Desde entonces, el Paraíso para los cristianos es el huerto que plantó Dios para el hombre, el Jardín del Edén.
¿Cómo es posible entonces que en su Dictionnaire philosophique portatif (1774) Voltaire se atreviera a decir lo que dijo respecto a paraíso? El francés escribió: “Este vocablo es uno de los que mayormente se ha apartado de su etimología”. ¡Cómo! ¿Por qué? Continúa François-Marie Arouet: “Todo el mundo sabe que en su origen designaba un lugar plantado de árboles frutales; luego, se llamó paraíso a los jardines que poseían árboles frondosos. Así se llamaron en la Antigüedad los jardines de Sahara situados hacia Edén…, que fueron conocidos mucho antes de que las hordas hebreas invadieran parte de Palestina”. Efectivamente… ¿Entonces qué alega el galo? No critica que se nombre paraíso al huerto que plantó Jehová a versículo seguido de haber creado al hombre (Génesis 2:7-8), sino que, centurias después, fueran mentados con la misma palabra un sitio celestial y otro espiritual. Como Voltaire, tampoco comprendo la diferencia entre estos dos últimos paraísos, pero concuerdo con él en que de jardines no tienen nada: “Los antiguos dieron el nombre de cielo a las nubes, denominación que era impropia dado que las nubes tocan la tierra mediante los vapores que las forman, y cielo es una voz vaga que significa el espacio inmenso en el que giran multitud de soles, planetas y cometas, y que de ningún modo se parece a un jardín”. No, en lo absoluto. Pero desde el I d.C. es así: el Paraíso es motivo de nostalgia y de deseo, toponimia del origen extrañado y del destino prometido, y habrá que apoquinar, porque quizá haya quien se anime a contradecir a Pablo de Tarso —quien en su Segunda carta a los corintios (12:4) llama paraíso a un Tercer Cielo—, pero a ver quién se atreve a refutar a Jesús, quien, según reporta Lucas en su Evangelio (23:43), le prometió a uno de los ladrones que moriría junto a él: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. ¿Un jardín celestial, un cielo cercado? Pues yo, como Santo Tomás…
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