Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 28 de agosto de 2016

Naturaleza cultural

Humankind cannot bear very much reality.
T.S. Eliot


Traía la atención puesta en un asunto paradójico: las soluciones culturales con las que los seres humanos hemos intentado gozar de espacios naturales incorporados a nuestros hábitats. La creación de estos sitios se relaciona con la nostalgia del Paraíso y, en tanto práctica cultural, solamente pudo cobrar sentido y comenzar hasta que los seres humanos dejamos de andar a salto de mata y nos volvimos sedentarios. Eso principió mucho antes de que pudiéramos escribir la primera página de la Historia, hace unos 12 mil años, lo cual, visto en un contexto amplio, fue hace cosa de nada, cuando ya había transcurrido algo así como el 94% de la existencia total de nuestra especie. Particularmente, andaba yo interesado en dos de los primerísimos coqueteos del hombre con la vida sedentaria, Dja’de Mughara y Jerf el Ahmar, yacimientos arqueológicos hallados en el norte de Siria, en el embalse de una presa alimentada por el río Éufrates, la Tishrin, a poco menos de 100 kilómetros de Aleppo —por cierto, la ciudad en la que estaba el hospital bombardeado por aviones rusos la noche del miércoles de la semana pasada, en donde fue tomada la imagen de Omran Daqneesh, el niño de cinco años rescatado de entre los escombros, quien aparece ensangrentado y cubierto de polvo, observándonos en el fondo de una ambulancia desde la absoluta incomprensión de la locura que le tocó padecer–. El caso es que leía yo que ambos asentamientos, hoy bajo el agua de la presa y en medio del fuego de la guerra civil siria, fueron construidos y habitados casi dos mil años antes que la villa neolítica más grande del mundo, Çatalhöyük. A partir de eso, y a resultas de un montón de cadenas de preguntas y respuestas que incluyeron varios eslabones inopinados, desvíos súbitos en la sucesión de los indicios y hallazgos como caídos del cielo, me salió al paso el más reciente libro de Ian Hodder. Todo ocurrió en aparente enredo. Digo aparente, porque si bien no se percibe un orden, al menos me ilusiona creer que la pesquisa tenía un sentido, una dirección: Studies in Human-Thing Entanglement, publicado este mismo año.

Podría traducir el título del libro como Estudios acerca de la maraña Humano-Cosa o también como Estudios acerca del entrelazamiento Humano-Cosa. La primera traducción tiene la ventaja de que connota la idea del desorden que entraña la relación entre la gente y las cosas, pero la segunda quizá sea más acertada, porque remite a una aberración de la física subatómica presagiada por Einstein, Podolsky y Rosen, el entrelazamiento cuántico, fenómeno que se produce cuando parejas o grupos de partículas se generan o interactúan de manera tal que el estado cuántico de cada una de ellas no puede ser descrito de forma independiente, sino sólo para el sistema en su conjunto. 

Ian Hodder (Bristol, 1948),  quien desde hace varios años dirige las excavaciones arqueológicas en Çatalhöyük, inicia su libro describiendo con un buen pincelazo una de las certidumbres de la tradición occidental: “la fijeza y la solidez de la civilización (material culture) ofrece estabilidad y continuidad a la vida social”. El argumento central de Hodder es que si bien las cosas materiales efectivamente cohesionan a las sociedades, “al mismo tiempo son entidades indomables, difíciles de manejar…” Nuestra relación con las cosas es ciertamente productiva, pero también esclavizante —o enajenante, como se diría en términos marxistas—: “con una dependencia plena, los seres humanos se relacionan con las cosas, a las que quedan atados por cuidar de ellas. Trabajamos cada vez más duro para hacernos de más cosas, cosas que nos ayuden a manejar otras cosas. Hay una tensión dialéctica continua entre nuestra dependencia de las cosas, nuestra confianza en sus diversas posibilidades, y las limitaciones y las trampas que la dependencia de las cosas conlleva”.

Que el hombre dependa de las cosas es algo evidente e inmemorial: desde el Homo faber, no sólo nosotros sino todos los homínidos, hemos dependido de herramientas. Necesitamos cosas no sólo para hacer, también “para simbolizar, para intercambiar y manipular las relaciones sociales. En su desarrollo cognitivo y psicológico, en términos de poder y autoridad, en términos de identidad, la percepción y el bienestar, los seres humanos dependen de las cosas”. El arqueólogo británico da por sentadas pues las relaciones Humano-Cosa (HC), y más bien concentra su análisis en las relaciones Cosa-Hombre (CH) y Cosa-Cosa (CC). El autor demuestra que, en el mundo creado por los hombres, no sólo los humanos dependen de las cosas, sino que también las cosas dependen de los seres humanos, y las cosas se interconectan entre sí en términos de dependencia. De acuerdo al doctor Hodder, justo en las relaciones CH y CC es que se encuentra “la fuerza motriz del entrelazamiento”, y al igual que en el nivel cuántico de la realidad, “en el corazón de la idea del entrelazamiento se halla el desorden inestable”. El alcance de ello no se restringe al mundo de los hombres, como pudiera creerse, lo trasciende: “desde el Paleolítico, los seres humanos hemos impactado nuestro entorno de tal manera que el ‘medio ambiente’ es siempre ya parte de la cultura humana”. Así que, en estricto sentido, la expulsión del Paraíso fue definitiva y todo paraíso es artificial, insertado en “un único entrelazamiento inmenso y heterogéneo, unido por dependencias transversales entre las piedras, los ríos, los seres humanos, las cosas hechas, las ideas, las instituciones y así sucesivamente”. En efecto, absolutamente toda nuestra naturaleza es cultural.

sábado, 27 de agosto de 2016

Mujer leyendo

Mujer leyendo un libro con naranja. Georgy Kurasov (URSS, 1958)

sábado, 20 de agosto de 2016

El acabose

Everything is going to be fine in the end. 
If it's not fine it's not the end.
Oscar Wilde


El mundo tal y como lo conocemos está por acabarse. El hecho no es nuevo, quiero decir, que se acabe un mundo. Enseguida, dos ejemplos.

El fin del mundo natural

Transcurrida ya la mayor parte de su existencia genérica —por ahí del 94% de lo que va hasta ahora—, los seres humanos empezaron a construir su propio mundo. Hasta entonces, los sapiens, todos sus antepasados homínidos y demás especies de humanos se habían limitado a adaptarse al entorno. Hoy tenemos pruebas arqueológicas de que hace 12 mil años algunos hombres y mujeres comenzaron a adaptar el entorno, iniciaron la construcción de sus propios espacios y abandonaron la vida nómada, inaugurando así el capítulo más reciente de la historia del planeta Tierra, el Antropoceno. Este trascendente inicio no ocurrió en todos lados al mismo tiempo; sucedió en las orillas del mar de Levante, extremo oriental del Mediterráneo, por toda el Próximo Oriente. Si bien hoy día quedan algunos grupos de cazadores-recolectores nómadas, su presencia no alcanza a pintar ningún mapamundi, resultan estadísticamente despreciables. En cambio, los humanos sedentarios y sus construcciones nos hemos propagado por todo el orbe: hemos hecho de la Tierra nuestro mundo.

Jerf al Ahmar- Siria



El fin del mundo comunista neolítico

Hace nueve mil años, el asentamiento más poblado de todo el mundo estaba en Anatolia central. En el yacimiento de Çatalhöyük se encontraron las ruinas de una ciudad prehistórica en la que llegaron a vivir diez mil personas. El sitio se extiende por casi 14 hectáreas; en él se han encontrado y analizado evidencias suficientes para tener la certeza de que aquel enorme poblado fue residencia de una sociedad igualitaria. ¿Pruebas? Solamente había viviendas familiares, todas más o menos del mismo tamaño y con el igual diseño de interiores; en Çatalhöyük no había edificios para gobernantes o una élite religiosa, ni siquiera templos. Las casas no tenían ni puertas ni ventanas, y se levantaban contiguas entre sí, de tal manera que no se requerían calles. La gente transitaba libremente entre las casas por los techos, y entraba a ellas bajando por unas escaleras. En las mismas moradas las familias enterraban a sus difuntos, así que no había ni cementerio ni grupos que lo controlaran. La división social del trabajo era prácticamente nula: en los murales que decoraban las casas aparecen hombres y mujeres bailando y cargando niños, así como participando codo a codo en las cacerías. En más de cien murales “no hay uno solo que represente una escena de conflicto o lucha, malos tratos o tortura. No hay una sola muestra de lo que vendrá con la civilización” (James Mellaart, The Goddess of Anatolia, 1989). En todos los estratos del yacimiento se han encontrado los mismos principios de organización, lo cual significa que el comunismo agrario precoz le funcionó inmutable a estos congéneres neolíticos hasta el 5600 a.C., esto es, ¡a lo largo de casi 1400 años! Luego, sobrevino un incendio y el abandono masivo de Çatalhöyük…, y fin de ese mundo.

Çatalhöyük



Fin de nuestro mundo

Desde el título de uno de sus libros, Immanuel Wallerstein (Nueva York, 1930) ya nos prevenía: el fin de nuestro mundo es inminente (The End of the World as We Know it: Social Science for the Twenty-first Century, University of Minnesota, 1999). Sostiene que la actualidad,  “la primera mitad del siglo XXI, será… mucho más difícil, más inquietante… que cualquier episodio que hayamos conocido durante el siglo XX”. Y eso es lo de menos; la gravedad está en las premisas de su afirmación; a saber: 1) “los sistemas históricos, como cualquier sistema, tienen vidas finitas; tienen comienzos, un prolongado desarrollo, y finalmente, conforme se alejan del equilibrio y de los ricos puntos de bifurcación, mueren”; 2) “dos cosas son verdad en estos puntos de bifurcación: pequeñas entradas tienen grandes salidas (en oposición a los tiempos de desarrollo normal de un sistema, cuando las grandes entradas tienen pequeñas salidas); el resultado de dichas bifurcaciones es inherentemente indeterminado”; 3) “el sistema-mundo moderno, en tanto sistema histórico, ha entrado en su crisis terminal y es poco probable que exista dentro de cincuenta años”. Tal cual, que no llegamos al 2050. Ahora, no se puede saber si el sistema-mundo que siga después serán mejor o peor respecto a este en el cual vivimos, “pero sí sabemos que el período de transición será un período de conflictos terribles, puesto que es muchísimo lo que está en juego; el resultado es incierto, y la capacidad de las pequeñas entradas que afectan el resultado es muy grande”. Wallerstein no deja margen al optimismo simplón desde el cual uno podría reconfortarse ilusionándose en que sea lo que sea lo que venga necesariamente tendrá que ser mejor. Mientras que la ideología dominante hace que la gente hoy crea fervorosamente que cambio/novedad es sinónimo de mejoría, el sociólogo norteamericano argumenta que “el progreso, a diferencia de lo que se predica desde la Ilustración, no es de ninguna manera inevitable”. Sin embargo, considera, que “en los sistemas sociales humanos —los sistemas más complejos del universo y por ello los más difíciles de analizar—, la lucha por el  bien de la sociedad es constante, y es precisamente en los períodos de transición de un sistema histórico a otro cuando la lucha cobra mayor significado”. Queda pues establecida la ecuación y su resultado es evidente: el sistema-mundo moderno, ya con quinientos años encima, está en las últimas, y la única certidumbre es que el que se construirá para sustituirlo es por ahora absolutamente incierto. 

sábado, 13 de agosto de 2016

Nota sobre el fin del mundo

Hace unos días ocurrió un conato del fin del mundo, uno más. Pero ya ni los apocalipsis son como los de antes. La recepción mayoritaria que yo percibí no fue la que uno podría prever frente a la hecatombe inminente, el terror, el arrepentimiento… No: predominó la chacota. Al parecer también el fin del mundo está muy desacreditado. Además, el tema no permeó por todo el caserío simbólico. Soy un autoexiliado de la hermana república de Facebook, así que no sé qué tanto cundió por allá la cuestión, pero puedo informar que en Twitter, aunque el HT #FinDelMundo23DeJulio llegó a ser trending topic durante algunas horitas, no conmocionó gran cosa, y en todo momento estuvo cargado al relajo.


Con todo, el fin del mundo no es una imposibilidad. De hecho el mundo se ha acabado varias veces. Por ejemplo, varias ocasiones ha terminado definitivamente para la mayoría de los seres vivos. Al menos cinco grandes extinciones han ocurrido en nuestro planeta: 1) hace 444 millones de años, la explosión de una supernova no muy lejana de nuestro vecindario cósmico provocó que, dado un abrupto repliegue y enseguida una súbita subida de los mares, el 85% de las especies de los organismos terrícolas desaparecieran de este mundo; 2) hace 365 millones de años una descomunal flatulencia geológica —Pluma mantélica, le llaman al fenómeno— causó que el 82% de las especies se extinguiera; 3) hace 250 millones de años el planeta Tierra pudo quedar absolutamente despoblado cuando, en un abrir y cerrar de ojos, apenas un millón de años, el 96% de las especies fue deportado a la inexistencia, quizá por el impacto de un meteorito; 4) el troceado de Pangea y una cáfila de erupciones masivas ocasionaron, hace 210 millones de años, que 76% de las especies, sobre todo las marinas, fuera exterminada; 5) hace 65 millones de años, en cosa de un mes, el 75% de las especies, entre otras los dinosaurios, fueron descontinuadas de manera definitiva, seguramente por un enorme bólido que impactó en lo que hoy es la península yucateca. Desde luego, todos estos fines del mundo nos tuvieron sin cuidado, sencillamente porque aún no andábamos por acá. 

Pero el mundo también se ha terminado antes para los seres humanos. Sobran los ejemplos, algunos a tiro de piedra: aquí mismo, en la ciudad en donde hoy escribo, el mundo se acabó hace justo 495 años: “El prendimiento de Cuauhtémoc, último señor de México-Tenochtitlán, y el fin del imperio de los culúas o tenochcas o mexicas o aztecas ocurrió la tarde del martes 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito; para los mexicas era el día ce cóatl, segundo de la veintena xocolhuetzi, del año yei calli” (Hernán Cortés, José Luis Martínez). Claro, luego de que aquel mundo se fuera a la porra, sobre sus ruinas surgió otro, qué esperaban… Ahí está la clave para entender el concepto: el fin del mundo no es el fin del universo. En el mundo no cabe todo porque el mundo es finito.

La primera acepción que ofrece la RAE del vocablo mundo nos contradice, toda vez que lo define como el “conjunto de todo lo existente”, pero enseguida apunta: “Conjunto de todos los seres humanos”, con lo cual se contradice, porque, pongamos por caso, los macacos, si bien son tan primates como nosotros, pertenecen a otra familia, la de los cercopitécidos, de tal suerte que no son parte del mundo, y sin embargo existen. Y no conviene seguir buscándole tres pies al gato en el diccionario de la RAE porque le vamos a encontrar por lo menos quince acepciones distintas a la palabra, unas bien conocidas y empleadas cotidianamente por todos —v.g., la doce: “esfera con que se representa el globo terráqueo”—, y otras revelaciones sorpresivas, al menos para muchos—v.g., la once: “en el cristianismo, uno de los tres enemigos del alma, que tienta a las personas con el placer y la riqueza”—. Más y mejores luces ofrece la exploración etimológica: la palabra mundo proviene del latín mundus, mundi, vocablo que a su vez es un calco —esto es, una adopción, por traducción, de una palabra de otro idioma— del griego κόσμος, es decir, cosmos. Claro, en español igualmente tenemos tal palabra, que llegó también a través del latín, con el significado primario de “universo” y después, aquí sí por extensión, de “espacio exterior a la Tierra”, y por supuesto sinónimo directo de “mundo”. Sin embargo, pertinente resulta recordar que en griego la palabra originalmente expresaba más bien “orden”. Cosmos es lo opuesto al caos, al desorden. El ejemplo que suele traerse a cuento lo aporta el mismísimo Homero: “No había nacido aún el terrestre que compitiese con él [se refiere a Menesteo de Atenas] en ordenar (κοσμῆσαι) caballos y guerreros, portadores de escudos” (Ilíada. Canto II, verso 555). Debemos a Heráclito de Éfeso (c. 535 a.C. – c. 484 a.C.), de acuerdo a Estébanez García, el registro del uso más antiguo de la palabra cosmos con el sentido de mundo: “este cosmos, el mismo para todos, ninguno de los dioses ni de los hombres lo ha hecho, sino que siempre existió, existe y existirá como fuego siempre vivo…”

Obviamente, el fin del mundo nos dejó plantados hace unos días, sin embargo quizá no sean tiempos para tomarse a guasa la posibilidad… Señales, abundan.

sábado, 6 de agosto de 2016

Ánimo emponzoñado

… es, sin duda, achaque de la tiranía el desconfiar de los amigos.
Esquilo, Prometeo encadenado.


Una ponzoña corroe México. La afirmación puede parecer tremendista; sin embargo, después de mucho pensarlo, con toda honestidad creo que describe adecuadamente lo que nos ocurre. Antes de denominar la sustancia venenosa, diré cuál es su consecuencia última: México está perdiendo viabilidad.
Van algunas muestras del emponzoñamiento.

Suegra dadivosa, gobernador permisivo

El gobernador de Veracruz, Javier Duarte, dio a conocer su declaración patrimonial. Entre otros bienes, dice ser dueño de monedas y joyas por un valor de 2 millones 50 mil pesos. Este tesorito no lo adquirió él, se lo regaló su suegra. Un detalle: en su declaración no informó las propiedades de su cónyuge. El Instituto Mexicano para la Competitividad (Imco) no aceptó la declaración de Duarte, porque “es una persona que sistemáticamente ha faltado a la verdad”. Efectivamente: le dicen mentiroso, y aunque eso lastime la investidura de la gubernatura, Duarte no ha demandado al director del Imco, y apuesto que no lo hará. Según la Auditoría Superior de la Federación, el daño patrimonial a Veracruz desde que Durate llegó al poder es de más de 35 mil millones de pesos. Mientras escribo, el señor sigue cobrando como gobernador.

Es México, güey

El 28 de julio circuló un video que testimonia un episodio de salvajismo. Un automovilista invade un carril exclusivo para bicicletas y, con premeditación, alevosía y ventaja, impacta al ciclista que graba el incidente. El conductor se detiene, sale del auto y quita la bicicleta de su camino, arrojándola a una jardinera. Un policía bancario se acerca a auxiliar al agredido. Mientras llama a una patrulla, trata de impedir que el bruto se fugue. Entonces sucede lo más significativo: el imbécil argumenta “Es México, güey. Capta”. Lo repite cuatro veces, como un mantra: “Es México”. Quienes hayan visto el video, saben que la cosa acaba peor: el tipejo se enfrenta a empujones y jaloneos con el policía, y logra meterse a su coche, para escapar, llevándose entre las llantas otra bicicleta. Es México, güey: aquí gana el más gandalla, aquí no hay consecuencias. Independientemente de que, dada la batahola en redes sociales y medios, se atrape y castigue al delincuente, o no, el hecho ya tiene repercusiones: una barbarie más que se normaliza. La próxima vez que circule en bicicleta y un automovilista me exija a claxonazos que no obstaculice su paso, aunque yo vaya en una ciclovía, sabré que lo más prudente será hacerse a un lado.

Parábola de los chiles meados

Presupone una considerable cuota de confianza social ponerle a la comida, digamos a un sándwich, algunos chiles de lata. No suele meditarse en ello, pero en días recientes sucedió algo que llevó a muchas personas a hacerlo: se difundió a través de Twitter una fotografía en la que se observa a un fulano en una línea de producción de la planta de Ecatepec de La Costeña, con los pantalones debajo de las nalgas, en una postura que hace suponer que está orinándose en el producto. Estalló el escándalo, y el director general de la empresa declaró: “Negamos rotundamente que se haya orinado en los chiles, porque tenemos testigos y gente que dice que no”. Claro, nadie le cree. La Comisión para la Prevención de Riesgos Sanitarios del Estado de México decomisó 12,264 latas de chiles, para analizarlas. Los resultados a los que lleguen carecen de toda importancia: si dicen que los chiles no fueron meados, la gente creerá que están mintiendo, sencillamente porque la credibilidad que tenía La Costeña antes del incidente era mucho mayor que la del gobierno del Estado de México, así que no podrá haber transferencia de capital simbólico. La credibilidad se perdió en una micción, real o ficticia.

Ciencias políticas: botones de pánico

Estudié Sociología en la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas (FCPyS) de la UNAM; por entonces, finales del siglo pasado, ya en sus actuales instalaciones de CU. Jamás, durante cuatro años, tuve o supe de algún incidente en la Facultad que involucrara ningún tipo de violencia física. El miércoles pasado supe que las autoridades de la FCPyS, ante la ola de agresiones sexuales contra mujeres de su comunidad, no encontraron mejor solución que instalar 60 botones de pánico en los sanitarios para damas. La medida es pésima: explicita que la UNAM no tiene la capacidad de brindar seguridad a su gente, y normaliza el horror. Además, ¿de verdad creen que las mujeres se sentirán más seguras con botones de pánico en los baños? ¿Cómo pudimos llegar a un nivel tan degradado de convivencia? 

El tósigo

Hace unas semanas publiqué una propuesta: cambiarle de nombre al tramo norte de la calle Reforma, en el centro de Coyoacán, y ponerle Jorge Ibargüengoitia (Nexos). El texto iba con intención doble: por supuesto, recordar al gran narrador, pero sobre todo tirar una luz de bengala para llamar la atención de los constituyentes de la CDMX sobre un asunto que, espero, habrán de legislar acertadamente: las toponimias. La propuesta de cambiarle de nombre a la calle sería un acto de justicia poética, claro, pero para como están las cosas en México, tan necesitado de justicia a secas, es superfluo... El problema es que, más allá de escapar de la decadencia generalizada, todo resulta superfluo, la justicia poética, las toponimias, la nueva Constitución de la CDMX, los derechos de los ciclistas, los chiles en lata, los botones de pánico… Aceptando esto, no queda más que el desánimo…

Concluyo, pues: la ponzoña que corroe al país es el desmoronamiento de la confianza social y el desánimo que eso genera.