Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges (1899-1986), comenzó a circular en 1946. A partir del número tres de la revista, bajo genérico de “Museo”, comenzó a publicar un tal B. Lynch Davis, un desconocido. Su primera colaboración se tituló “Del rigor de la ciencia”, y aparentemente a ello, al encabezamiento, se reducía el aporte creativo del señor Lynch Davis, puesto que el texto se presentaba como un extracto tomado de un libro antañón, según se citaba ahí mismo: “Suárez Miranda, Viajes de varones prudentes, Libro IV, Gorra. XLV, Lérida, 1658.” En el fragmento —apenas 118 palabras— Suárez Miranda —también un enigma— informa —el lector puede suponer que gracias los mentados varones prudentes— que en un tiempo pretérito distante —pero indeterminado—, en un Imperio anónimo y atópico —al que aquellos personajes habrían viajado— sucedió un prodigio: “los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”. Para cuando fue reportado el caso —mucho antes de que Suárez Miranda lo publicara—, el mapa escala 1:1 de aquel Imperio ya era solamente una reliquia.
Hoy cualquiera sabe que Honorio Bustos Domecq era un pseudónimo con el cual firmaban Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) cuando escribían juntos —su origen lo explicó el propio Borges: “Bustos era un bisabuelo mío y Domecq un bisabuelo de Bioy”—. Pero en 1946, cuando apareció Dos fantasías memorables, para muchos lectores aquel librito era el segundo de un narrador que ya cuatro años antes había sorprendido con su primer libro (Seis problemas para don Isidro Parodi). Más inescrutable resultaba el apelativo B. Suárez Lynch, quien el mismo año publicó Un modelo para la muerte, ¡con prólogo de Bustos Domeq! Par de mañosos: Suárez como el Suárez Miranda del siglo XVII y Lynch como el colaborador de Los Anales de Buenos Aires.
Años después Jorge Luis explicaría: “La B era, supongo, la de Bioy y Borges, el Suárez correspondía a otro bisabuelo mío y el Lynch a un bisabuelo de Bioy”.
Así que Suárez Miranda y su libro son un invento, tanto como B. Lynch Davis. ¿Ficciones de los dos amigos porteños? Pues quizá no, porque “Del rigor de la ciencia” sería incluido tanto en la edición de 1954 de Historia universal de la infamia como en El hacedor, de 1960, como se sabe, ambos libros firmados sólo por Borges.
¿Entonces el mapa escala 1:1 es ocurrencia original de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo? En el prólogo de la segunda edición de Historia universal de la infamia —en la que, ya decíamos, se incluye “Del rigor de la ciencia”—, el argentino dice que sus textos breves antologados en ese libro no son suyos, al menos no del todo: “Son el responsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”.
Si realmente fue así, ¿a quién pudo haber birlado la idea de un mapa de igual tamaño al territorio que pretende representar? Muchos creen que a un diácono británico, spientísimo en matemáticas y lógica, llamado Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), a quien debemos varios libros maravillosos, particularmente los que firmó con el pen name que lo hicera famoso: Lewis Carroll. Efectivamente, la semana pasada recordaba yo que en su novela Silvia y Bruno uno de los personajes, un forastero estrafalario, cuenta que en su tierra alguna vez habían hecho “un mapa del país, en serio, ¡a una escala de una milla por milla!” Por otra parte, la admiración que Borges sentía por el autor de Alicia en el país de las maravillas es bien conocida y documentada. Léan ustedes, por ejemplo, “El sueño de Lewis Carroll”, una de las últimas piezas publicadas por Borges —él viejo falleció el 14 de junio de 1986 y el texto apareció en El país el 9 de febrero anterior—.
Pues sí: bien puede ser que agazapado entre los varones prudentes de Suárez Miranda esté el Mein Herr de Lewis Carroll. Pero qué tal que lo que a todas luces parece una pipa no sea una pipa; quiero decir, qué tal que Borges, fullero, hubiera leído no sólo a Carroll sino también a Alfred Korzybski (1879-1950), quien, como se sabe, acuñó la expresión “el mapa no es el territorio”. Lo que quizá no se recuerde es que si bien la primera vez que apareció escrito el aforismo fue en 1931 —en una ponencia de título rimbombante: A Non-Aristotelian System and its Necessity for Rigour in Mathematics and Physics—, alcanzaría fama a partir de que el propio Korzybski reflexionara sobre su origen en su libro Science and Sanity (1933) —en el que, por cierto, acepta que la formulación original tampoco es de él, sino del escritor de ciencia ficción Eric Temple Bell (1883-1960), quien había ya escrito: the map is not the thing mapped—. Ciencia y cordura, como habría que traducir el libro de Korzybski, es un título cercano a “Del rigor de la ciencia” de Borges. Pero sobre todo, me parece que hay que prestar atención al hecho de que la micro ficción del argentino termina refutando del todo al polaco: “En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”. Es decir, el mapa borgiano, aunque runinoso, para aquellas bestias y aquellos menesterosos, era el territorio.
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