El clasismo en México es lacerante,
grosero, grotesco… Lo ha sido así desde siempre, quiero decir, al menos desde
que México es México…, incluso desde los dolores de parto del Estado Nación.
Transcurridos apenas 23 años después del
abrazo —abrazos, no balazos— con el que Iturbide y Vicente Guerrero pactaron la
Independencia, esto es, en 1844 —un tablado endeble en el que los actores de la
vida política nacional amanecían un día absortos por cualquier ridícula ocurrencia,
al día siguiente bañados en sangre nomás por la inercia de la anarquía y esa
misma noche narcotizados de ilusión por algún sueño guajiro o una ley redentora—,
un puñado de hombres de letras, lo más prominente de la inteligencia mexicana,
muy firmes y concentrados ellos, escribían, editaban, imprimían y ponían en
circulación las publicaciones periódicas con las cuales proveían contenidos
para que, más allá de disputas intestinas y fusilamientos, cada vez más y más coterráneos
suyos pudieran creer en una misma ficción, imaginando para ello una comunidad
compartida, por caso: este país. Por ejemplo, en El Museo Mexicano —dirigido en aquel entonces por un par de jóvenes
espabilados a rabiar, Manuel Payno (1820-1894) y Guillermo Prieto (1818-1897)— ofrecía
a sus “ilustrados compatriotas” una miscelánea
que incluía, además de literatura, “la historia, la geografía, las
antigüedades, la zoología, la botánica y la bibliografía de nuestro país..., un
país tan rico en todo lo que puede despertar la curiosidad, excitar la
atención, cautivar el interés, ejercitar la inteligencia y sorprender la
imaginación”. Entre novelitas románticas, ensayos sobre arqueología
prehispánica y de historia universal, crónicas de viaje, sonetos y décimas,
obritas de teatro, instrucciones para realizar experimentos químicos, en fin,
los industriosos redactores del impreso se habían preocupado por insertar
descripciones de los personajes típicos de la realidad que tenían en sus
narices… Así como ya habían retratado ya al aguador y a los cocheros en una
serie que titularon “Costumbres y trajes nacionales”, presentaron “El populacho
de México”, una instantánea sobre “… el último residuo de la sociedad de
México”. El texto, publicado a página completa (t. III; p. 450), fue acompañado
de una lámina “dibujada por el famoso pintor don Cayetano Paris” —la ilustración
en realidad era una adaptación del cuadro
La mantilla del alemán Carl Nebel, en el que se mostraba en primer plano a
unos criollos (Viaje pintoresco y
arqueológico por la parte más interesante de la República; París, 1836)—.
¿Cómo delineaban los ilustres liberales a la gente más pobre de la decimonónica ciudad de México? El cuadro se traza prácticamente con el mismo conjunto de prejuicios con los que hoy día muchos connacionales, sobre todo desde la clase media, juzgan la pobreza como una condición autoimpuesta, en el que determinadas personas se hallan sencillamente por no querer “echarle ganas”, porque, claro, “el cambio está en uno”. El populacho, se explicaba en El Museo Mexicano, no era más que una “miserable clase, sin educación, sin moral, y para quien es absolutamente desconocido el espíritu de trabajar y de salir del estado de indigencia en que nace y se cría”. Los amolados estaban amolados por flojos, pues, por una terrible falta de voluntad. Sin embargo, en el siguiente párrafo, la contradicción flagrante: “De la clase de los léperos representados en la estampa salen los albañiles, los tocineros, los cargadores, los conductores de carros públicos, los veleros, los curtidores, los empedradores de calles, y otras ocupaciones para las cuales sólo se requiere el instinto, y que son de un recio trabajo personal”. Es decir, quienes afortunadamente no están capacitados para ejercer ningún oficio especializado y por ello a quienes no les queda de otra más que hacer lo que sólo requiere esfuerzo y sudores; la fuerza bruta de trabajo…, y muy bruta, como lo muestra su consumo: “La módica suma que ganan, apenas les basta para cubrir sus necesidades, contándose entre ellas las de fumar y beber pulque o mezcal”. Para acabarla de fregar, el populacho era, según Payno y Prieto el pozo de donde salían las alimañas: “Si el lépero es audaz se convierte en ladrón ratero, y en las procesiones, iglesias y espectáculos, ejerce su lucrativa profesión, con provecho suyo, y detrimento de las mascadas y relojes de los concurrentes”. Y luego la crítica al sistema de justicia, tan actual casi 175 años más tarde: “Cuando por rara casualidad la policía se apodera de uno de estos desgraciados, se le mete en la cárcel, de donde al cabo de algunos meses sale perfectamente aleccionado para cometer delitos de más entidad”. El texto finaliza con lamento y una invitación que, a muchos toros pasados, evidentemente nadie ha aceptado, hasta ahora: “Gran desconsuelo causa escribir estos rasgos de la ínfima clase del populacho de México, que en medio de tanto defecto es simple, sencillo y dócil para abrazar el camino del bien. ¿No se pensará algún día en morigerar con la educación estas costumbres, y en hacer de esos hombres inútiles, y algunas veces dañinos, ciudadanos que contribuyan con su trabajo a la prosperidad de la República?”
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