In memoriam Mauricio y José Luis.
Desde una perspectiva puramente aritmética, la covid-19 no significa nada para nuestra especie. No, al menos por ahora. Con corte al viernes pasado, 4 de diciembre de este estrambótico, inverosímil y alucinante año, la enfermedad causada por el SARS-CoV-2 había matado a 1.52 millones (1´519,381) de semejantes en todo el orbe. ¿Sabe usted cuántos sapiens plagábamos el planeta Tierra ese mismo día? 7 mil 830 millones —tan sólo en dos países, China e India, pululan 2 mil 828 millones, o sea, el 36% de todos los de humanos vivos en la actualidad—. Así que hagan ustedes cuentas, una reglita de tres simple, y resulta que por cada 5 mil 151 habitantes de la aldea global ha muerto uno, un hombre o una mujer, por culpa del nuevo coronavirus. Podríamos imaginar que si usted o yo residiéramos en un pueblito de poco menos de 5 mil 200 personas, y una de ellas hubiera fallecido hasta ahora debido a la pandemia, seguramente no la habríamos conocido, incluso, quizá, ni nos hubiéramos enterado de su lamentable óbito. Mire, me atrevo a afirmar lo anterior considerando lo siguiente… La pareja de inteligentísimos químicos D y T, entrañables amigos míos de toda la vida, dado que con demasiada frecuencia tienen que aterrizar y realizar gestiones en la capital del país, optaron por comprar un pequeño departamento —créanlo, pequeño no es un decir— en la Ciudad de México. El inmueble se halla al norte del otrora Distrito Federal, muy cerca de Tlatelolco. Sus desarrolladores, porque así se les llama ahora a los terratenientes urbanos, decidieron llamar Torres San Simón al nuevo desarrollo: 513 departamentos, en los cuales, si en promedio en cada uno de ellos cohabitan tres homínidos, en total pernoctan ahí unas 1,542 almas. ¿Y qué creen? Resulta que los vecinos de Torres San Simón conforman una comunidad imaginada, en la que nadie conoce a todos los demás… Ni los policías de la entrada ni los ejecutivos de la administración nos conocen a todos, me confirma D. Esto pasa en un conjunto de edificios densamente habitado, ahora imagine la situación en una población de más de cinco mil habitantes. Si en una comunidad de 5 mil 200 personas un individuo puede resultar numéricamente fútil, todavía más lo es un millón y medio dispersas en el contexto planetario… Por cierto, siendo las seis de la tarde —hora del centro de México— del mismo viernes próximo pasado, se estimaba que, ese mismo día, en el ancho mundo habían muerto 121 mil personas en total, y 54.6 millones en lo que iba del año…, ¡más de medio centenar de millones de muertes!, es decir, como si todas las personas que radican actualmente en España (46.7 millones), Dinamarca (5.7 millones) y Chipre (2.2 millones) se hubiera esfumado… Pero tal cúmulo, casi 55 millones de fenecidos, no representa dique alguno para el tsunami humano que invade cada rincón de la Tierra, puesto que para entonces habían ya nacido 130 millones de bebés sapiens a lo largo del año, nacimientos y defunciones que, combinadas, arrojaban ya un crecimiento poblacional, nada más del 1 de enero al 4 de diciembre de 2020, de más de 75.4 millones de especímenes, mucho más bípedos que los que pueblan hoy día países como Italia (60.4 millones), Francia (65.3 millones) o Tailandia (69.7 millones), por no mencionar a otros como Argentina (45.2 millones), Canadá (37.7 millones) o Venezuela (28.4 millones)—.
Sostengo pues que un prójimo o una prójima entre 5 mil 200 personas —ó 1.52 millones respecto a 7 mil 830 millones—… aritméticamente no es nada, o no pinta, como les gusta decir a un par de amigos duchos en numeralias agrícolas a la hora de minimizar un dato. Sin embargo, la perspectiva cambia dramáticamente cuando no hablamos de números, sino de gente de carne y hueso, de Fulano o Zutana, gente con un rostro, una historia, como un amigo o tu pareja o tus padres, por no decir uno mismo… Ahí las estadísticas chocan contra la pared, y cualquier promedio o porcentaje pierde sentido. Recuerdo que hace la friolera de un cuarto de siglo escribí el slogan para dar a conocer los resultados del Conteo de Población y Vivienda realizado por el INEGI en 1995: Ni absolutos ni relativos, personas.
Mi amigo y compañero de trabajo JLT sabía de estadística. La última vez que conversamos fue en mayo. Me llamó por teléfono cuando supo que me había pegado el pinche bicho. Me deseó pronta recuperación; yo le recomendé que se cuidara, que no saliera. Unos meses después lo mató el coronavirus. JLT no ha sido el único camarada al que se ha llevado el coronavirus; dos meses después lo alcanzó el querido MR. También fallecieron el papá y un hermano de la mejor amiga de mi mujer, el suegro de uno de mis mejores amigos… Y mi círculo cercano no abarca cinco mil personas. ¿Contradice esto lo antes dicho? No. Ocurre que me encuentro en un país, México, que, comparado al promedio mundial, presenta una proporción muy superior de decesos por covid-19 respecto a su población —también con datos al viernes pasado, por cada mil 197 habitantes de nuestro país ha muerto uno—, y además, a su interior, radico en el foco de la epidemia: la tasa de defunciones en la Ciudad de México es de 154.25 por cada 100 mil habitantes, la más alta del país —el siguiente sitio lo ocupa Sinaloa con 127.32, mientras que en los últimos lugares de la tabla se encuentran las entidades más rurales, Oaxaca y Chiapas, con 47.30 y 20.47, respectivamente—.
La frialdad de los números puede incidir en nuestra manera de percibir la realidad, pero también la cercanía de los episodios que nos atañen personalmente. En efecto, cada uno de nosotros es estadísticamente despreciable. En efecto, cada uno de nosotros es inconmensurablemente valioso.
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