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Hace ocho siglos llegó a la Cuenca de México un grupo de trashumantes desposeídos. Venían del norte: “… se hallaban radicados allá, en Aztlán…; y se vinieron a pie para acá” (Crónica mexicáyotl, 1598). En algún punto del peregrinaje, Huitzilopochtli decidió que su pueblo cambiaría de apelativo: “Ahora ya no será vuestro nombre el de aztecas, vosotros seréis mexicas…” (Códice Aubin, 1576). Poco después erigirían Tenochtitlan en un islote situado en medio del lago de Texcoco. Bien dotados para el arte de los garrotazos —el macuáhuitl era un garrote de madera de unos 70 centímetros al que se insertaban navajas de obsidiana—, los mexicas se emanciparon de los tepanecas (1428), para luego convertirse en los mandamases de la Cuenca. Lo consiguieron por su poderío bélico, pero también gracias a una estrategia narrativa: además del pasado mítico que les proveyó Huitzilopochtli, idearon “la conformación de un linaje que pudiera reclamar preeminencia y superioridad sobre los otros pueblos, asentados con anterioridad. Las crónicas señalan cómo, en Mixiuhca, una mujer mexica noble, parió al primer mexicatolteca, emparentando así con el linaje más prestigiado de la época”, refiere Diego Prieto. Con esta operación narrativa, los antiguos aztecas se apropiaron de un inmenso capital simbólico. Vueltos sucesores de los señores de Tula —centro hegemónico de la Cuenca entre los siglos IX y XII—, México-Tenochtitlan impuso su hegemonía, desde el golfo de México hasta las costas del Pacífico, y desde la Huasteca hasta Centroamérica. Los mexicas hicieron historia.
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A principios de 2009, el entonces director general de Geografía del INEGI, Mario Reyes Ibarra (†), me pidió opinión respecto a la conveniencia de reimprimir dos libros publicados en la década de los ochenta por el Instituto: La Independencia de México, atlas histórico (1985) y La Revolución Mexicana, el atlas histórico (1986). Aunque del primero había una reimpresión de 1992 y del segundo de 1998, las existencias estaban agotadas. La posible reimpresión podía ocurrir en el contexto de una urgencia: al año siguiente, 2010, se iba a celebrar el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución. Mi respuesta tuvo dos componentes. El primero, una peccata minuta: en realidad no son atlas, son libros de historia ilustrados con mapas. El segundo apunte era y es más profundo: el texto de ambas obras es un discurso historiográfico apegado al nacionalismo posrevolucionario, es decir, a la narrativa historiográfica de los gobiernos emanados de la Revolución, o más simple, del PRI. En aquel año, la Presidencia de la República estaba ocupada por un señor que había salido de las filas del PAN —era ya el segundo albiazul en Los Pinos—, así que cuestioné si la narrativa, sobre todo la que contaba la Revolución Mexicana, no habría de sufrir algún cambio.
Al final, no se mandó reimprimir nada —decisión que, por cierto, me costó tener que salir al quite con el desarrollo de un multimedia del cual no es momento de hablar—.
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En el marco de los varios aniversarios que se conmemoraron el año pasado, el gobierno de la República, específicamente el INAH, publicó México, grandeza y diversidad. El tiraje constó de 120 mil ejemplares. No sé cómo conseguirlo en papel, pero aquí puedes descargarlo en pdf.
México, grandeza y diversidad es un volumen de casi 500 páginas, ilustradas de manera lúcida, generosa, espléndida…: un manjar para los ojos. Integra un texto introductorio y veinte capítulos, firmados por una treintena de autores (Armando Bartra, Eduardo Matos Moctezuma, Antonio Saborit, Felipe Ávila, Leticia Reina Aoyama, Elena Centeno…). Es un relato historiográfico de México que abarca desde el poblamiento del territorio que hoy es nuestro país, hace unos 16 mil años, hasta nuestros días. La correlación tiempo-espacio está bien atendida. El planteamiento histórico está aterrizado: desde la portada se justiprecia la dimensión espacial —una fotografía del Popocatépetl haciendo erupción, visto desde el Iztaccíhuatl—.
El texto inicial —titulado con inteligencia: “Grandezas de México”, en plural— presenta la sinopsis y la tesis de todo el libro, y lo hace bien, incluso desde el epígrafe, tomado de Grandeza Mexicana (1604), de Bernardo de Balbuena: “…hombres y mujeres de diversa color y profesiones, de vario estado y varios pareceres; diferentes en lenguas y naciones, en propósitos, fines y deseos, y aun a veces en leyes y opiniones”. Su autor, Diego Prieto, director del INAH, comienza perfilando los elementos constitutivos del Estado mexicano: población, territorio, riqueza… Enseguida, explicita la tesis de toda la obra: “… la grandeza de México no tiene que ver tan sólo, ni principalmente, con su tamaño, con su población o con su economía, sino sobre todo con su diversidad cultural y natural…” Después condensa el devenir de lo que hoy somos: los primeros pobladores, el México Antiguo, la conquista, el caótico México independiente, la Revolución, el siglo XX… A a lo largo de todo el ensayo, el relato se trama a partir de la misma idea: los valores de la gente y la grandeza de nuestra diversidad. El relato incorpora dos capítulos finales, los que reconfiguran el sentido de toda la historia; ahí está su mayor funcionalidad narrativa: “Progreso para unos cuantos” y “El cambio necesario”. El primero, el penúltimo, describe el modelo neoliberal que dirigió al país desde 1983. El segundo, el último, narra lo que estamos viviendo, lo que comenzó el primero de julio de 2018, cuando “más de 30 millones de mexicanas y mexicanos, y más de la mitad de las personas que votaron en los comicios federales para la presidencia de la República, lo hicieron por un proyecto de nación distinto a los de corte neoliberal”.
El presidente ha reiterado que la política es hacer historia. De acuerdo, también es escribirla.